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Authors: Jeanne Birdsall

Las Hermanas Penderwick (6 page)

BOOK: Las Hermanas Penderwick
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Y ahí estaba Skye, deambulando con Jeffrey y Jane, oyéndolos conversar como viejos amigos. Era realmente insufrible. Por supuesto, ni estaba celosa ni deseaba que nadie le prestara más atención de lo debido. Tan sólo le parecía una pérdida de tiempo estar con gente que hablaba de cosas tan aburridas.

Jeffrey las llevaba a ver algo especial, o eso le había contado a Jane. Las condujo en dirección opuesta al seto, hacia el muro de piedra que marcaba los límites de la finca. Al llegar, giraron a la izquierda y siguieron caminando a lo largo de la pared otros cien metros, hasta que se toparon con un portón de madera y Jeffrey les indicó que se detuvieran. La puerta era casi tan alta como el muro; tanto, que resultaba imposible asomarse. Sin embargo, tenía algunos agujeros, y Jeffrey le dijo a Jane que mirara por uno de ellos.

—Sólo es un campo —replicó ella.

—Tendría que haber un toro por ahí.

—Pues no hay nada.

—Déjame mirar.

Jane se apartó y le dejó su puesto a Jeffrey.

—Tienes razón. Yo tampoco lo veo. Debe de estar en el establo.

Skye se puso a golpear el suelo con el pie, impaciente. «El caso es que no hay ningún toro», pensó. Seguro que el chico estaba tratando de impresionar a su hermana.

—Una vez le pegó una cornada a un hombre ahí mismo —dijo Jeffrey, volviéndose hacia Jane.

—¿En serio? —preguntó sobresaltada—. ¿Lo mató?

—Casi. —Si el muchacho oyó el desdeñoso resoplido de Skye, lo disimuló muy bien—. Cagney me lo contó todo. Al hombre se le salieron las tripas e hicieron falta tres doctores para volver a metérselas y coserle la barriga. Hubo gente que firmó una petición para que le pegasen un tiro al animal, pero la policía dijo que había sido culpa del hombre por meterse en su terreno.

—Lo siento por el hombre, pero habría sido horrible que hubieran matado al toro.

—Además, Cagney me ha dicho que el toro es más tonto que malo, y no creo que esté bien matar a un animal que no es inteligente.

—Puede que esté escondido en alguna esquina —aventuró Jane, volviendo a mirar por el agujero, que, la verdad, era demasiado pequeño para ver mucho más.

—Un poco más adelante hay una escalera en el muro. Podríamos subir y mirar desde arriba —propuso el chico; luego se giró hacia Skye—. ¿Quieres venir?

Realmente Skye no tenía el más mínimo interés, pero como supuso que Jeffrey no quería que ella fuera, se encogió de hombros y aceptó.

—Sí, claro.

Así que siguieron caminando. Jeffrey y Jane continuaron hablando y Skye se limitó a arrastrarse detrás de ellos, lamentándose por haberse metido por aquel túnel y haber chocado con aquel memo.

«No te alejes de tus hermanas», le había dicho Rosalind a Risitas, y ésta se había mantenido cerca de ellas hasta que Jeffrey se detuvo en el portón. Entonces decidió esconderse detrás de un arbusto, no sólo porque el chico no dejaba de hacerle preguntas sobre
Hound,
y nada le daba más vergüenza que el hecho de que le preguntaran cosas, sino también por la cara de pocos amigos que había puesto Skye durante todo el trayecto. A Risitas no le habría importado nada de todo eso si
Hound
hubiese estado allí para hacerle compañía, pero habrían tenido que ponerle la correa, y siempre que se la ponían, él pensaba que era para jugar al tira y afloja.

Risitas se asomó por el matorral y vio que Jeffrey y sus hermanas seguían adelante. Sabía que tenía que acompañarlas, pero primero quería ver qué había al otro lado del portón (como se había alejado, no había oído lo del toro). Salió a hurtadillas de detrás del arbusto y fue hasta la puerta para mirar por el agujero. Lo que vio fue un campo lleno de tréboles y margaritas, y un granero a lo lejos. Por supuesto, Risitas lo sabía todo acerca de los caballos y sus necesidades. Cerca del hogar de su familia, en Cameron, había una granja a la que el señor Penderwick la llevaba para que diera zanahorias a
Eleanor
y
Franklin,
sus jamelgos favoritos, así que era capaz de reconocer un buen campo para caballos cuando lo tenía delante. Por otra parte, aunque no podía ver ninguno por el agujero, pensó que eso no significaba que no los hubiera. Seguramente no estaban al alcance de la vista, ya que los caballos también podían ser tímidos.

La puerta estaba cerrada y era demasiado alta para trepar hasta arriba. No obstante, había un hueco en la parte inferior lo bastante grande para cruzarlo a gatas. Risitas se pegó bien las alas de mariposa contra los hombros, se estiró en el suelo y reptó a través del agujero.

Sin embargo, una vez dentro no vio ningún caballo, ni siquiera uno que fuese tímido. Miró por todas partes, pero no había nada a ese lado del portón. Bueno, al menos podría recoger algunas margaritas y llevárselas a Rosalind para que le hiciera un collar con ellas, así que fue hasta donde veía más flores y se puso manos a la obra.

Todo parecía estar tranquilo. Risitas comenzó a tararear una canción sobre canguros, mientras en el cielo los pájaros revoloteaban y piaban. Abajo, en la tierra, los insectos iban y venían, y una agradable brisa veraniega agitaba suavemente la hierba y las flores. Sin embargo, toda esa armonía no tardó en quebrarse. Al otro lado de la parcela, la puerta del establo se abrió de golpe y surgió algo grande, negro y fuerte. Se trataba, claro, del rey de aquel campo, el toro, que, bañado por la luz del sol, contempló su territorio con orgullo.

Skye avanzaba tan lejos de Jane y Jeffrey como le era posible sin que resultara demasiado descarado. Finalmente, cuando se decidió a alcanzarlos, su hermana ya estaba encaramada a la escalera. Jane miró para abajo y se sobresaltó.

—¿No estaba Risitas contigo? —preguntó.

Evidentemente, Skye se había olvidado de la pequeña, pero no tenía intención de admitirlo. Vigilar a Risitas siempre era tarea de la MPD, o en otras palabras, la Mayor Penderwick Disponible.

—La última vez que la he visto, se había escondido detrás de un arbusto, a la altura del portón —apuntó Jeffrey.

«Ya está presumiendo otra vez», pensó Skye, que no se había percatado de ello.

—A lo mejor desde aquí arriba puedo verla —dijo Jane, subiendo a lo alto del muro—. Hay suficiente espacio para caminar.

—Ten cuidado —le advirtió Jeffrey—. Si te caes, te puedes hacer daño.

—No la veo —repuso, oteando el terreno donde se encontraba la casita.

—Habrá vuelto a buscar a
Hound
—dijo Skye, esperando que así fuese. A pesar de lo molesta que podía resultar Risitas, tampoco deseaba que se perdiera.

—Es posible —contestó su hermana, aunque sin demasiada convicción.

—Iré a buscarla —se ofreció Jeffrey.

—Ahora bajo para ir contigo. Antes déjame ver si encuentro al toro —dijo Jane, escrutando el campo—. ¡Ah, allá está! Seguro que acaba de salir del establo.

—¿A que es enorme?

—¡Y que lo digas!

«Así que es verdad que hay un toro», pensó Skye, que, con todo, no creía que fuese tan monstruoso como Jeffrey y su hermana lo pintaban. Seguro que no era tan grande; incluso era probable que no fuese más que una vaca vieja y gorda. Lo habría comprobado con sus propios ojos, pero Jeffrey le cortaba el paso, y prefería quedarse ahí abajo todo el día a pedirle que se apartara.

—¿No quieres subir a verlo? —le preguntó el chico, haciéndose a un lado.

—Tú primero —contestó ella, que no pensaba tragarse su falsa amabilidad.

Entonces Jane soltó un alarido.

Cuando Jane se puso a gritar, Risitas estaba estirada en la hierba, observando un bicho violeta y naranja que se había caído de una margarita. La pequeña reconoció el chillido de su hermana, pero como Jane tenía la mala cos tumbre de gritar, incluso más que Skye, por ejemplo, ni siquiera le dio importancia. A pesar de todo, levantó la vista del suelo.

Un toro era tanto más grande que un insecto que, al principio, Risitas no supo muy bien de lo que se trataba. Volvió a centrarse en el bicho, que había trepado a otra flor, y luego miró hacia arriba de nuevo, esperando que aquel animalote negro se hubiera ido. Sin embargo, no sólo seguía allí, sino que estaba más cerca que antes, a sólo cinco o seis metros de distancia.

—Qué caballito tan mono —dijo la niña como si tal cosa.

La verdad es que aquel toro jamás había corneado a nadie. Ciertamente, una vez un turista se coló en el campo y se le cayó su carísima cámara de fotos enfrente del animal, que, lógicamente, la aplastó con sus pezuñas. No obstante, al parecer aquella historia no satisfizo a nadie. La primera persona en contarla añadió que el toro le había arañado la pierna al hombre, y la segunda convirtió el arañazo en una herida abierta, y así sucesivamente. Para cuando Cagney le fue con el chisme al hijo de la señora Tifton, al pobre turista se le habían salido los intestinos del vientre. Jeffrey, por su parte, no había exagerado demasiado, y sólo había convertido un doctor en tres. De todos modos, bravo o no, el toro no era sociable, y no le gustaba que un extraño se estirase en medio de su parcela de margaritas favorita. También cabía la posibilidad de que no le gustara que lo llamaran caballito, porque se puso a sacudir la cabeza y a rascar el suelo.

Risitas se percató de que aquello no era un caballo. De repente pensó en muchas cosas en las que, hasta hacía unos minutos, no había pensado, como que no tendría que haber cruzado la puerta sola, que no debería haber desobedecido a Rosalind, y que en adelante sería una niña buena y obediente con tal de que aquella bestia se fuese de allí. Por el momento decidió que lo mejor que podía hacer era quedarse muy quieta. Ojalá
Hound
o papá estuvieran con ella. Su padre jamás permitiría que nadie ni nada le hiciera daño. ¡Ay, ay, ay!
¡Hound!
¡Papá! ¡Que alguien la ayudara!

Para alivio suyo, no tardó en advertir que la ayuda estaba en camino, alertada por los ruidos de Jane, que corría a toda velocidad por encima del muro hacia la puerta de madera. Más que alaridos o chillidos, aquellos ruidos se parecían más a lo que habría sucedido si un camión de bomberos hubiese tratado de hablar. Risitas no acertó a distinguir lo que gritaba su hermana hasta que ésta llegó a la puerta y se detuvo, sin bajar de la pared.

—¡¡Toro!! ¡¡Toro!! ¡¡Aquí!! ¡¡Déjala en paz!!

El animal se volvió hacia la tapia, y entonces Risitas se armó de valor, alzó la cabeza y miró a Jane, que no dejaba de saltar y agitar los brazos como si estuviera dirigiendo el tráfico.

—¡¡Sí, eso es, toro viejo y malo!! ¡¡Métete con alguien de tu tamaño!! —vociferó.

En ese momento, al otro lado del muro Risitas oyó lo que esperaba que fuese más ayuda, aunque en verdad sonaba como si fueran Skye y Jeffrey discutiendo. Sin embargo, al cabo de un momento el muchacho se coló por debajo de la puerta, seguido de Skye.

—¡¡No te muevas, Risitas!! ¡¡Tu rescate es inminente!! —chilló Jane.

Risitas contempló cómo Jeffrey y Skye cruzaban el campo corriendo, mientras se preguntaba, nerviosa, lo que significaba la palabra inminente. Los chicos se separaron; Skye fue hacia su hermanita y Jeffrey fue directo hacia el toro.

—¡¡Ea!! ¡¡Ea!! ¡¡Ven aquí, toro!!

Pobre animal. Lo único que quería era comer margaritas tranquilamente al sol, y, de golpe, su paraíso particular se había visto invadido por seres frenéticos y de lo más escandalosos. Y lo cierto es que no le hacía ninguna gracia. Observó respectivamente a Jane, Jeffrey y Skye, y volvió a fijarse en Risitas, sopesando a quién liquidar primero. Entonces centró su mirada límpida en el ser que tenía más cerca, aquel que se había atrevido a arrancar sus flores. Bajó el testuz y la cornamenta y avanzó lentamente hacia la pequeña.

Risitas lo vio acercarse. Como si de una crepe se tratase, se estiró en la hierba tanto como le fue posible. Luego cerró los ojos y se imaginó lo que iba a dolerle aquello. De repente sintió que la recogían del suelo como a un saco de patatas y que alguien se la cargaba al hombro. Abrió los ojos. ¡Era Skye! ¡Su hermana había logrado llegar hasta ella antes que el toro!

Jeffrey se puso a gritar de nuevo.

—¡¡Toma esto!! ¡¡Y esto!!

Con cada «esto» se oía el sonido de alguna piedrecilla que golpeaba los cuartos traseros del animal. Jeffrey estaba tratando de captar la atención del toro para que Skye pudiera huir con Risitas, y al parecer funcionaba. El animal no iba a consentir que le tiraran piedras, por muy pequeñas que fueran, así que se giró hacia su nuevo enemigo.

—¡¡Ahora, Skye!! ¡¡Corre!! —gritó entonces Jane desde lo alto del muro.

Skye aferró a Risitas y salió corriendo a trompicones, mientras el toro rascaba el suelo con la pata delantera y bajaba el testuz ante Jeffrey. Sin más dilaciones, atacó.

Risitas nunca había tenido ningún héroe que no fuese de su propia familia. Siempre había dado por hecho que su padre y Rosalind eran héroes para cualquiera. Sin embargo, mientras se balanceaba arriba y abajo sobre el hombro de Skye, durante su frenética carrera hacia un lugar seguro, un nuevo héroe apareció en su vida. Vio que Jeffrey sorteaba al toro como si fuese un auténtico torero. El chico no dejaba de saltar, serpentear, agacharse y correr, siempre en la dirección contraria a las niñas que huían. El toro, por su parte, no hacía más que perseguirlo, en un enardecido y continuo intento por librarse de aquel molesto intruso.

Cuando hubo alcanzado el portón, Skye soltó a su hermana y la hizo pasar por debajo, para luego seguirla.

—¡¡Ya están a salvo, Jeffrey!! ¡¡Corre, por lo que más quieras!!

Era cuestión de vida o muerte. Skye se puso de pie y miró por el agujero del portón. Risitas, por su parte, se quedó en el suelo y trató de espiar por debajo, mientras que Jane seguía contemplando la escena desde su posición en lo alto del muro. Las tres observaron aterrorizadas cómo Jeffrey corría a toda velocidad hacia ellas, con el toro pisándole los talones, a escasos metros.

—¡¡Date prisa, Jeffrey!! ¡¡Corre, Jeffrey, corre!! —gritaron tres gargantas al unísono.

El toro estaba cada vez más cerca, y más, y más...

Entonces, con un ágil movimiento, el chico se tiró al suelo, se coló por debajo de la puerta y volvió a ponerse de pie. Skye y él tomaron a Risitas, cada uno por un brazo, y la ayudaron a levantarse mientras Jane bajaba del muro.

—¡Vamos! —exclamó Jeffrey, antes de que el toro estrellase sus cuernos contra la puerta.

Todos salieron corriendo y oyeron cómo la madera crujía con la embestida del animal, aunque nadie se atrevió a volver la vista. Lo último que deseaban era ver de nuevo aquel portón.

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