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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Aventuras, Histórico

Liova corre hacia el poder (22 page)

BOOK: Liova corre hacia el poder
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Encendía la lámpara y me aplicaba a devorar los números viejos de
Iskra
y volúmenes
de Aurora
, editados por la misma redacción. Contenían trabajos magníficos, dotados de profundidad y pasión. Sentí vergüenza por mi ignorancia. Mastiqué cientos de páginas como un animal hambriento. Al cabo de unos días fui a visitar la redacción misma y me encontré con montañas de papeles, carpetas y libros que impedían caminar. En ese desorden había unos escritorios de madera. Los muros sostenían anaqueles combados, llenos.

—Es un laberinto, ¿verdad? —dijo Vera—. Pero lo conocemos bien.

Asentí sorprendido.

Me propuso trabajar en el periódico.

—¿En serio?

Sentí tanta alegría que le besé las manos. Al principio, redacté con enorme tensión unas notas breves. A las dos semanas me invitó a bracear en los torrentes más sustanciosos del ensayo político. La miré pasmado.

Vera Sasulich era fascinante, de voz profunda, mirada intensa y un cutis surcado por las arrugas de su admirable historia. Sirvió de enlace con el viejo Frederich Engels, a quien había frecuentado en sus últimos años. Escribía con gran autoexigencia y corregía sus textos de forma obsesiva. Fumaba sin cesar y en su cenicero no sólo había colillas, sino cigarrillos que apagaba antes de tiempo, como si en ellos descargase su enojo. La ceniza le agrisaba la chaqueta, la blusa, la falda, los brazos y hasta caía sobre sus manuscritos y dentro de los vasos de té.

Su padre había sido un noble empobrecido que falleció cuando ella tenía tres años. Al terminar los estudios secundarios se empleó como oficinista. Grupos radicales la sacaron de la asfixia burocrática y empezó a enseñar en las horas libres a obreros de fábricas. Esa actividad fue considerada subversiva. Entonces, indignada, buscó los grupos anarquistas. Supo de un prisionero político que no aceptó quitarse la gorra ante el odiado coronel Trepov, quien ordenó que fuese humillado con azotes hasta que, tendido en tierra, implorase perdón a los gritos. Una corriente anarquista decidió asesinar a Trepov. Vera, sin comunicar sus planes, se apropió de un revólver que introdujo en un bolso del que no se separaba ni dormida. Estudió los trayectos habituales del oficial, lo siguió de a pie y en coche hasta que lo tuvo cerca. Entonces, con la calma de un cirujano metió sus dedos en el bolso, acomodó sus dedos en el mango y el gatillo, apuntó y, en el momento que disparaba, la custodia cayó sobre ella como un alud. A Trepov consiguió producirle heridas de consideración, pero no la muerte. El hecho estalló como volcán. La prensa dedicó primeras planas y numerosos artículos al juicio. El jurado, aunque recibía presiones del gobierno, sentía que la opinión pública simpatizaba con la acusada. Las reformas judiciales que había impuesto el liberal Alejandro II garantizaban una mayor independencia de los magistrados. El abogado de Vera pudo llevar el litigio a un punto en el cual parecía que la condena iba a caer sobre el oficial. En efecto, Vera fue declarada inocente. ¡Inocente! Pero esa victoria la indujo a cambiar de postura, manifestándose contra los asesinatos.

—¿Nunca más apoyaste la violencia? —pregunté.

—Mira, Kant decía que los sabios pueden equivocarse, y entonces cambian. Los necios no cambian nunca.

Aunque sus admiradores le reiteraban cariño y solidaridad, entendió que no podía seguir en Rusia. Viajó a Suiza y allí se convirtió al marxismo. Fundó un grupo político con Georgi Plejanov y Pavel Axelrod, que después trasladaron a Londres.

Como Vera dominaba el alemán y el inglés, tenía la trascendental misión de traducir al ruso las obras de Marx y Engels. Llenaba decenas de páginas diarias. En Suiza se unió a Vladimir Illich Lenin y Yuli Mártov, que por entonces parecían inseparables. Todos se mudaron a Londres y fundaron el diario
Iskra
del exilio, paralelo al
Iskra
de Rusia.

Una noche Lenin y su mujer me llevaron a una de las discusiones que tenían lugar en la legendaria Whitechapel, ubicada en la horrible calle del mismo nombre. Había sido parte de la antigua vía romana y allí se construyó una iglesia que pronto fue rodeada por albergues para los viajeros. Estaba fuera de las murallas y de los controles. Surgieron cervecerías, curtiembres, mataderos y hasta fundiciones. Los pastores religiosos no daban abasto en medio de una multitud carenciada y violenta. Entre sus glorias figuraba el haber fabricado la Campana de la Libertad de Filadelfia y el Big Ben de Londres. Las chozas se multiplicaban y apretaban como animales flacos. De esa forma se dibujó el abigarrado East End, enmohecido y hacinado, en el que se acumulaba basura y florecía la delincuencia. Una tienda de campaña erigida en medio del cementerio por un predicador tuvo la virtud de orientar muchas almas y atrajo al Ejército de Salvación, cuya actividad fue reconocida como una presencia que nadie se atrevía a mancillar. Numerosas mujeres no encontraron otro recurso que la prostitución. Justo allí, en Whitechapel, llevó a cabo sus proezas Jack el Destripador, que inspiró mucha literatura.

Ante la mirada silenciosa de Lenin discutí con un patriarca de la emigración rusa y con un fogoso anarquista. Me asombró la puerilidad de ambos y con cuánta ligereza pretendían pulverizar las teorías de Marx. El debate fue irrelevante. Un grupo de curiosos nos escuchó con más diversión que ganas por entender la verdad. Volví a mi cuarto con una extraña alegría. ¡Si ésos eran mis adversarios!

El domingo me llevaron a una iglesia, donde alternaba un mitin socialdemócrata con el recitado de los salmos. Otra rareza. Subió a la tribuna un trabajador que había llegado de Australia y habló sobre la revolución en ese país. Luego la multitud se puso de pie y empezó a cantar: “¡Oh, Dios todopoderoso, haz que no haya reyes ni haya ricos!” A la salida dijo Nadeida:

—En el proletariado inglés los elementos revolucionarios se combinan con ideas teológicas. Es una rara mezcla que deberíamos tener presente.

Comimos en la pequeña cocina de su casa.

Lenin mantenía una vida ordenada. Comentó que lo estructuraba una mentalidad de monje. Pasaba jornadas enteras en ese retiro, donde estudiaba y escribía. Reunirse con él, aunque fuese en las sesiones oficiales, constituía un pequeño acontecimiento. No participaba de la bohemia, que conocía de lejos, incluidos los nombres de muchos revolucionarios atrapados por su seducción intelectual. Algunos días se encerraba en la biblioteca del Museo Británico.

En vista de mi buen desempeño en Whitechapel, aconsejó que fuese a dar conferencias en Bruselas, Lieja y París. ¿Ya? Sí, ya. Debía defender el materialismo histórico de las ridículas críticas que le formulaba la escuela subjetivista rusa. De esa forma empezaría mi misión en Europa occidental. Los viajes serían agradables, aunque desprovistos de lujo. En cada sitio me esperarían y sería alojado en casa de exiliados y obreros, donde la pobreza era compensada por una digna solidaridad. La iniciativa me puso nervioso, pero me gustó como desafío. Estábamos avanzando hacia una gran batalla, aunque aún no se distinguía el horizonte. Sin decirlo, creo que Lenin sospechaba lo mismo.

El ciclo de disertaciones acabó pronto, sin embargo. Se había evaluado que mis virtudes eran más necesarias en Rusia. Debía regresar al zarismo. Allí habían aumentado las detenciones en masa y no se contaba con suficientes hombres para fogonear la resistencia. Me hubiera gustado proseguir la tarea de disertante por las hermosas ciudades europeas, pero no hice objeciones porque ansiaba lograr la libertad de Alexandra y mis hijas, aún en Siberia, cosa que era imposible desde el exilio. Incluso empecé a urdir planes con ese propósito, haciendo largas listas de parientes, amigos, profesores y funcionarios que podrían ayudar.

Cuando se acercó la fecha de mi partida, Lenin me llamó a su casa. Bebimos té y efectuó un rodeo con otros temas para no herirme. Por fin dijo que otra vez se habían cambiado los planes.

—¿Qué?

La cúpula revolucionaria instalada en Londres volvió a examinar mi caso y, por mayoría de votos, decidió que seguía siendo más útil dando conferencias en Europa. En París, por ejemplo, se había formado una gran colonia de estudiantes rusos que urgía reclutar. Mis credenciales de heroico camarada joven fugado de Siberia eran un buen anzuelo. Comenté que me dolía no poder impulsar la liberación de mi esposa y Lenin apoyó su mano sobre la mía.

—Comprendo. Y hoy mismo escribiré a varios camaradas para que muevan el caso con la máxima intensidad.

Cambié el contenido de mi maleta. No regresaba a Rusia, sino a Francia.

3

Las trampas de París

Me consiguieron un cuarto tan pequeño y oscuro que parecía un calabozo, aunque por la ventana podía espiar la calle. Cansado, me dejé caer sobre la única silla. Quedé dormido un rato y desperté de golpe, asustado. La jofaina estaba llena de agua y me lavé de pies a cabeza. Salí con un abrigo, gorra y bufanda. En un bistró pedí el desayunó. La algarabía de gente simple me caldeó el ánimo. Imité a los parroquianos que mojaban su
croissant
en el café con leche. Otros bebían vino rojo para acompañar una
baguette
con queso. Después salí a caminar. Crucé una fuente y miré los edificios de paredes blanquecinas, balcones de hierro y tejados de pizarra. La famosa París me pareció una ciudad vieja y sucia. Había zanjas en el pavimento y algunas aceras estaban cubiertas de lodo. A medida que me aproximaba al centro aumentaban el atropello y el desorden. Circulaban carruajes de todo tipo y también tranvías a vapor y eléctricos. Empezó a caer una garúa. Aunque ya era media mañana, el gas seguía encendido en muchas tiendas.

Tenía las señas de Jacques Mirabeau, gerente de una librería, y quizás descendiente del famoso revolucionario. Ingresé en su establecimiento, donde los volúmenes estaban distribuidos con gusto; había mesitas y sillones para que los visitantes pudieran leer. Con un golpe de vista distinguí el sector de obras modernas y otro de las antiguas. Había espacios con volúmenes gruesos, de lomos dorados, que sólo comprarían los clientes de fortuna. Pregunté por Jacques y un hombre de librea dijo que no lo conocía. Pensé que lo había pronunciado mal. Mi insistencia no cambió la situación y me sentí desconcertado. Volví a la puerta y en ese momento alguien me llamó. Era Jacques, que se acercaba sonriente, con las manos extendidas.

—Te preparé esta sorpresita para ambientarte. Atención, ¡París es muy tramposa!

Tenía abundante cabello rubio y un cutis graso con pecas. Compensaba su fealdad con una levita enteramente abrochada y una camisa marfil con corbata a rayas azules y rojas. Hablaba casi a los gritos. Por consideración a mi francés poco fluido, lo hacía con cierta lentitud. Expresó que algunos me esperaban con entusiasmo: eran quienes, como él, habían escuchado alguna de mis disertaciones. Pero —tras excusarse por la franqueza—, agregó que otros camaradas suponían que no me sería fácil conquistar al exigente público de París.

Pidió que aguardase mientras atendía a una señora de mediana edad, cabellos rubios y facciones regocijadas. Charlaron unos minutos y Jacques pidió a un empleado que le alcanzara unos libros. La mujer siguió conversando mientras sus ojos se desviaban hacia mi persona. Advirtió mi incomodidad y tuvo la deferencia de obsequiarme una sonrisa insinuante. Jacques la acompañó hasta la puerta y se deshizo en galanterías.

—Es una escritora de éxito. Mediocre, pero de éxito —comentó con un guiño—. Parece que le caíste simpático. ¿Querrías un encuentro?

—Tal vez. Pero antes…

—¡Conocer París! Sólo la viste de pasada. Arreglo unos asuntos y salimos.

En las animadas calles Jacques se detenía para saludar. Describía los edificios y me ponía al tanto de la literatura francesa. Opinaba que se había saturado de autores superficiales. La crítica había perdido su rumbo cuando se interesó con excesiva pasión en los amores de la esposa de Víctor Hugo con Sainte-Beuve o en los exóticos amantes de George Sand. Algunos, para justificar esa “nada creativa”, propugnaban “el arte por el arte” que, en realidad, era “el arte por el dinero de los idiotas”.

Jacques opinaba que los escritores se tomaban mucho trabajo para imponer la falsa percepción de que abrían una nueva etapa literaria. No. Eran conservadores. ¡Puro ingenio onanista! La Academia Francesa era peor que la Cámara de los Lores. Bastaba ver sus trajes bufonescos en las ceremonias oficiales.

Mientras almorzamos en un bodegón, señaló afligido que muchos compañeros se negaron a solventar mi viaje. Decían que era demasiado joven para meter en los universitarios mis ideas revolucionarias. No bastaba haber sufrido en Siberia ni padecer un simulacro de fusilamiento. Mis antecedentes eran más raquíticos que ese perro hurgando en la basura de la calle. No obstante, accedieron a probarme por la insistencia de Londres. Le pregunté entonces a Jacques si quería meterme miedo. Su respuesta fue una nerviosa risita.

Cuando al día siguiente me condujo al aula donde debía hablar, algo de miedo tuve, claro. Trepé con vacilación los escalones que me llevaban al proscenio. El público no era numeroso. La presentación estuvo a cargo de un camarada local, que mencionó algunas de mis peripecias. Yo lo miraba con rabia, porque parecía querer rogar que no me arrojasen tomates y repollos.

Carraspeé. Agradecí la oportunidad que me brindaban y narré una anécdota literaria “en el país de la gran literatura”. Un recurso cínico para ganar su simpatía. Me di cuenta de que no los alcancé a seducir. Entonces recurrí a un chiste. Lo conté tranquilo y me salió bien. Al estallar carcajadas supe que había quebrado el hielo. Entonces evoqué la libertad que siempre había reinado en Francia. Hasta en la época de Luis XIV los poetas con pelucas empolvadas se permitían hacer críticas: Voltaire azotaba la religión y se burlaba de la guerra, Molière escarnecía todo. Luego me aboqué a desarrollar los asuntos teóricos anunciados. A cada uno, sin excepción, los ilustré con ejemplos de la vida cotidiana. Miraba a los ojos de mis oyentes. A veces me quedaba tan fijo en una cara que el resto de la audiencia giraba hacia ella, como si fuese el eje de mi exposición. Al rato apuntaba durante varios minutos a otra cara, y así sucesivamente. En una de mis pausas aplaudieron. Luego aplaudieron de nuevo cada vez que redondeaba un párrafo vehemente. Me regalaron un largo aplauso final. Varios se acercaron para tenderme la mano. Dos gigantes me estrecharon con un abrazo que casi me quebró las costillas. Tuve más éxito del que hubiese querido, porque ahora debía preparar cada conferencia con más cuidado para mantener el alto perfil. Jacques Mirabeau me abrazó y golpeó la espalda un largo minuto, como para disculparse.

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