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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Aventuras, Histórico

Liova corre hacia el poder (25 page)

BOOK: Liova corre hacia el poder
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—¡Vamos, de prisa!

—¿Adónde vamos?

Le di el nombre de un parque a diez minutos de la casa en la que vivía. Por la ventanilla posterior alcancé a ver que mi enemigo entraba corriendo a la taberna y salía con un camarero, que debía ser otro espía. Apuntó con el dedo hacia mi coche en el instante que doblaba la esquina. ¡Conseguí liberarme! En media hora pude llegar a mi cuarto sin extraños a la vista. Encendí una vela y encontré sobre la mesita de noche una carta dirigida a mi nombre búlgaro.

Era un aviso de la Policía, que me ordenaba presentarme con el pasaporte a las diez de la mañana. Ya había sido localizado. ¡Qué frustración! Mi carrera nocturna por Bruselas fue una ridícula y estéril escaramuza, incluso para el espía.

A la madrugada me enteré de que varios delegados habían recibido la misma citación. Fallaron nuestras previsiones de seguridad. Estaba seguro de que el espionaje ruso, sólidamente instalado en Berlín, había prendido las alarmas de Bruselas y vendido el dato de que iba a ser invadida por extranjeros afiliados al anarco-terrorismo.

Los congresistas que se presentaron en la policía recibieron la orden de cruzar la frontera de Bélgica en el término de veinticuatro horas. Yo ni me molesté en cumplir con ese trámite, sino que fui a la estación de trenes y puse rumbo a Londres. Hacia allí se trasladó todo el Congreso. De inmediato le escribí en código a Natasha, que permanecía en Ginebra, haciéndole saber esta novedad. Mientras, Alexandra había quedado varada en Usti-Kut.

8

El caucasiano

En Londres se reanudaron los debates como si un hacha no hubiese producido una dramática interrupción. La sangre revolucionaria mantenía su taquicardia pese a los tropiezos. Volvieron a trepidar discursos, negociaciones y hasta puñetazos. La pulseada entre los bandos crecía de minuto en minuto. Lenin se esforzaba por ganar mi apoyo. Me invitó a otro largo paseo. Bordeamos el Támesis y, sin darnos cuenta, aparecimos de nuevo frente al Museo Británico, como si el viejo Marx nos hubiese convocado. A Lenin le gustaba conversar mientras caminaba, como Aristóteles.

—Las pisadas hacen resonar mejor las ideas.

Enumeró varios errores del pobre Mártov. No le gustaba su posición, ni la de Vera, ni la de ningún moderado. Lo miré perplejo, porque su firmeza parecía la de un fanático, no la de un sabio. La charla me cayó mal y aumentó mi desencanto. No pudimos llegar a un acuerdo. Al despedirnos en la puerta de su casa, donde yo había llegado en aquella lejana madrugada, encendido de excitación, murmuró triste que bordeábamos la ruptura. Sus ojos oblicuos me miraban fijo, como si intentaran hipnotizarme. Nos dimos la mano con tensión. Le dejé saludos para Nadeida.

Al día siguiente vino a buscarme su hermano médico, con quien había viajado a Bruselas. Conversamos en un parque.

—Voy al grano. Tengo órdenes de retenerte con nosotros, sea como sea.

—Y yo tengo la necesidad de serte franco. No me atrae la excesiva intransigencia de los bolcheviques.

Dialogamos más de una hora. Tampoco en esa oportunidad pudo convencerme. La escisión del partido puede ser grave, tengamos cuidado, dijo. Estuvo en lo cierto, porque se produjo la división y amenazaban graves consecuencias. Ningún congresista había esperado que las sesiones terminaran con ese desastre. Tampoco lo había esperado Lenin. Se lamentaba lo ocurrido, pero nadie tuvo la osadía de aflojar.

—Nadie cederá —confirmó un georgiano de baja estatura y mejillas picadas por la viruela. Tenía ganas de hablar conmigo. Usaba bigote, barba corta y pelo largo, de un rojo oscuro que adquiría por momentos el color de la pizarra. Era delgado, fuerte y esquivo. Vestía siempre la misma camisa escarlata de satén brillante, un abrigo gris y un sombrero negro. Me pareció que su brazo izquierdo era más corto que el derecho.

—Proveeré el dinero que ayudará a disminuir la pesadumbre —confesó orgulloso—. Me lo ha pedido Lenin y en el Cáucaso tengo poder. Varios hombres trabajan bajo mi mando. Asalto bancos y otras fuentes de recursos.

Hice una mueca. Su crudeza me produjo escalofrío.

—Robas… —atiné a comentar.

—¿No es la propiedad también un robo? Robo lo robado. Y para una buena causa.

Me froté las mejillas.

—Espera. Hay robos y robos. Queremos que rija la ley, más justa desde luego, pero que haya ley. Por ahora nos basamos en ciertos derechos de la propiedad.

—Con tus escrúpulos no podría conseguir fondos para nuestro partido. Debes elegir: los fondos o los escrúpulos.

—Eso es terrorismo y el terrorismo no tiene escrúpulos. Nuestro movimiento no es terrorista.

—Lenin tampoco aprueba el terrorismo. Pero aprueba mis métodos. Y agradeció los fondos que traje. Tanto, que me pidió más.

Quedé mudo.

—También recito y compongo poesía —agregó, para licuar el efecto que me habían provocado sus palabras.

—¿Cómo te llamas?

—Josef Dzhugashvili. Me dicen Soso. Pero prefiero el seudónimo de Toba, que es mi héroe georgiano favorito. ¿Has oído hablar de él? Fue magnífico, un gigante de inteligencia y picardía. Pero hace poco firmé artículos con un nombre nuevo: Stalin.

—Cuéntame de tu vida en el Cáucaso. Y cómo llegaste al marxismo.

—Soy marxista desde hace mucho. No conozco otro pensamiento mejor desde que dejé el seminario teológico de Tiflis.

—¿Cómo fue tu camino de Damasco? —dije de repente, como si hubiese retornado a la maravillosa huerta de Franz y los días de mi deslumbramiento por Alexandra.

—¿Mi camino de Damasco? No sé… Pero se aceleró mi decepción religiosa cuando un amigo reflexionó sobre el infierno. Dijo que si existía Dios, también debía existir el infierno. En el infierno arde un fuego que jamás se apaga. Para mantenerlo encendido, ¿quién proveería la suficiente leña? se preguntó. Tendría que existir una cantidad infinita de leña. ¿Dónde se guardaría tanta leña? Me asombró su razonamiento y lo felicité por su agudeza filosófica. Entonces quien se asombró fue mi amigo, porque dijo que en su razonamiento no había filosofía, sino preocupación por la falta de leña.

Nos reímos.

Josef entonces agregó una frase que nunca olvidaré.

—El fuego del infierno puede encenderse con otros tipos de leña, por ejemplo la derrota de nuestros enemigos. ¿Sabes cuánta leña contiene el alma de la aristocracia, la burguesía y los campesinos?

Nos separamos con una extraña sensación. Pese a los esfuerzos de Josef, no surgió simpatía entre nosotros. Quizá se debió a una referencia que hizo al pasar sobre la cantidad de judíos que forman el movimiento revolucionario. También dijo que la violencia es buena “cuando los fines son buenos”. Pero me puso en guardia su desprecio por los mencheviques: “No tienen ideas, sino miedo”.

Yo estaba más cerca de los mencheviques, porque eran moderados. Pero la división entre mencheviques y bolcheviques, cada vez más rencorosa, daba vértigo. ¿Había pasado a ser un opositor de Lenin? ¿Influyó en mis ideas el desorden de Mártov? ¿Y los interrogantes de Vera? Yo seguía admirando al robusto Lenin, pero me preguntaba con tristeza si el centralismo severo que él propiciaba —y que yo discutía— no era el sistema que más necesita un verdadero partido revolucionario. El viejo y amargo Georgi Plejánov descalificaba ese camino. Movía sus mostachos y decía: Lenin tiene la madera de los Robespierre, pero los Robespierre, muy heroicos y admirados, terminan bajo la guillotina que ellos mismos instalan.

—En la guillotina acaban los que se dejan derrotar —refutó Josef Dzhugashvili-Soso-Toba-Stalin, mirándome fijo; sus ojos relampagueaban de un modo inquietante.

9

Bisagra histórica

En Rusia el año 1905 fue huracanado. Se multiplicaban las huelgas y la agitación del campo crecía de mes en mes. Las universidades hervían. Los periódicos horadaban la hermética censura. Aumentaban los ataques terroristas, entre los que se contaba el asesinato de un príncipe. La represión no se hizo esperar, desde luego, y desembocó en el trágico Domingo del pope Gapon.

La residencia central de
Iskra
prosiguió en Ginebra. Allí pude normalizar mi vida con Natasha, quien dedicaba algunas horas a dibujar retratos y pintar. Recorría bares y restaurantes de buen nivel para ofrecer su arte. También leía algunos de mis artículos antes de que los mandase a la imprenta y me sorprendía con lúcidas observaciones. Le dije que en algún momento la propondría de redactora. Contestó que bastaba con uno como yo. Hacíamos el amor en cualquier sitio, con bastante irresponsabilidad, y estirábamos nuestras piernas mediante caminatas en torno al lago. Varias veces reflexionamos acerca de cómo fue posible que ante paisajes tan bellos hubiera tenido éxito un represor como Calvino.

Cada mes hacía algún viaje de conferencias. En una ocasión, apenas regresado, compré el diario y me enteré de la procesión obrera que se realizaría frente al Palacio de Invierno en San Petersburgo, conducida por un pope con fama de santo. No me di cuenta que era un número atrasado. Fui a la redacción y encontré a Mártov descompuesto, con los sucios anteojos colgándole de la nariz.

—Es la procesión —supuse—, ¿no se ha realizado todavía?

—¡Cómo que no! —hundió sus uñas en las mejillas—. Hemos pasado toda la noche ordenando telegramas. Fue algo espantoso. ¿No estás enterado? Lee, lee, lee… —me tendió un fajo.

Las noticias causaban horror.

El pope Yuri Gapon había nacido entre campesinos y fue educado en un seminario teológico. Enviudó a los pocos años de casarse y se trasladó a San Petersburgo con el alma en pena. Luego fue enviado a enseñar en un orfanato. Mostraba una profunda sumisión, pero bajo la piel se le iba prendiendo la rebeldía. Citaba con frecuencia las páginas bíblicas referidas a los marginados. Para no irritar a sus superiores, en forma secreta visitó fábricas y se introdujo en las casas de las familias pobres. La amarga realidad incrementó el fuego de su sangre. Para que no lo etiquetasen de subversivo —mote que se aplicaba con rapidez a quienes expresaban lástima por los sufrientes— hizo gestiones ante la
Ojrana
. Dijo que deseaba ofrecer a los trabajadores un continuo apoyo espiritual para desactivar las tendencias anarquistas y convencerlos de que mediante la oración y las buenas acciones mejorarían su vida. Dispuso que sólo podrían concurrir a sus misas los miembros de la religión ortodoxa rusa.

En pocos años lo empezaron a seguir millares de personas. Yuri Gapon se sintió poderoso. Y se mareó. Hasta se animó a decir que odiaba a la autocracia. El domingo 9 de enero encabezó una fantástica procesión hacia el Palacio de Invierno para entregar un pedido de reformas al zar Nicolás II. Entre otras cosas, pedía una jornada laboral de ocho horas, el fin de la guerra ruso-japonesa y la introducción del sufragio universal. En ese momento significaba una bofetada al régimen. San Petersburgo acababa de sufrir una huelga de ochenta mil trabajadores, la más grande de toda la historia. El día previo la ciudad se había quedado sin electricidad. El inteligente ministro Witte manifestó a sus íntimos que no atacaría esa procesión porque tenía un carácter pacífico. En efecto, las columnas portaban iconos y cantaban himnos mientras caía la nieve cuyos copos se fundían al tocar el suelo, haciéndolo más barroso. Enronquecían al cantar con fuerza piezas patrióticas como
Dios salve al Zar
. Venían hombres, mujeres y niños, algunos con las manitas moradas por la helada. Ciertos cálculos afirmaban que a la procesión la engrosaban ciento cincuenta mil personas, un maremoto. Su éxito establecería un grave precedente.

Cuando la masa humana se acercó demasiado al Palacio, los soldados procuraron detenerla. Pero no pudieron frenar su avance ni con gritos de advertencia, ni con disparos al aire. La gente seguía llegando por oleadas. Creía que su respetuosa solicitud no ofendería al “Padrecito Zar”. Alzaban los iconos y los niños por sobre sus cabezas y elevaban el volumen de sus cánticos. Entonces los soldados bajaron el cañón de sus armas, apuntaron a la gente y tiraron a matar.

En torno a Gapon, que avanzaba adelante, empezaron a caer varios cuerpos. Por decenas, por centenas. Unos encima de otros. Los desordenados alaridos llegaban al confín de la ciudad. El mismo pope estaba en la mira de los fusileros, qué duda podía caber. Un socialdemócrata infiltrado en la multitud se le arrojó encima para salvarlo. Las municiones rayaban el aire. Se arrastraron entre cadáveres, heridos y charcos de sangre hasta llegar a una esquina y alejarse a la disparada. El sacerdote decidió buscar refugio lejos de su iglesia, porque lo irían a buscar sus ex aliados de la policía. Se sintió confundido, impotente. Nunca hubiera imaginado ese final. Los telegramas insistían que mucha gente le aconsejaba huir del país antes de que lo cortaran en pedazos dentro de una cárcel. Nos mirábamos perplejos y paralizados.

En los meses sucesivos trascendió cómo terminó su aventura. Nadie, en la redacción, pudo en aquel momento haberlo imaginado.

Con ayuda de contrabandistas cruzó la frontera y se arrojó en los brazos de eminentes personalidades rusas. Los periódicos exaltaron su coraje en varias lenguas. La cifra de muertos que había generado su embestida heroica superaba los cuatro mil, tal vez más. Fue un crimen que nadie podía ocultar. El zarismo había sufrido una derrota moral de proporciones. Pese a que ordenó barrer con urgencia las huellas de la masacre, sus consecuencias crecían dentro y fuera de sus límites. Brotaron huelgas de repudio que llegaron a comprometer en pocos meses a casi medio millón de personas. La oleada rebelde se extendió a Polonia, Armenia, Georgia.

Para evitar una nueva masacre, el Zar se avino a firmar un Manifiesto sobre la Constitución y algunas urgentes reformas, que le escribió el hábil ministro Witte, de quien desconfiaba sin embargo. Meses después, ante los resultados débiles, lanzó otro Manifiesto en el que prometía un parlamento nuevo. Pero no avanzó con sinceridad hacia la democracia. La añosa estructura absolutista prefería los métodos de la represión salvaje. Las Centurias Negras desencadenaron un festival de muerte en ciudades y aldeas. Asesinaron a millares de trabajadores e hirieron a muchos más. En un solo día fueron muertos en Odesa quinientos judíos; el propio Zar estimulaba la dirección de las agresiones al afirmar que casi todos los revolucionarios eran judíos. Una huelga en Moscú dejó el saldo de mil cadáveres y porciones enteras de la ciudad quedaron en ruinas.

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