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Authors: David Lagercrantz

Tags: #Novela, #Policial

Lo que no te mata te hace más fuerte (37 page)

BOOK: Lo que no te mata te hace más fuerte
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Lisbeth hizo una rápida consulta para averiguar quién era Charles Edelman, y cuando vio que su campo de especialización eran los talentos
savants
comprendió enseguida de qué iba todo aquello. La clave debía de estar en algún tipo de testimonio plasmado en papel. Si no, ¿por qué iban a interesarse Bublanski y Sonja Modig por los dibujos? ¿Y por qué iba a ser tan cauto Mikael Blomkvist al hacer su pregunta?

Por eso, naturalmente, no podía permitirse que nada de ese testimonio se filtrara. Ningún malhechor en potencia debería saber que el chico tal vez podría retratarlo. Lisbeth decidió comprobar si Torkel Lindén había respetado ese presupuesto y hasta qué punto había tomado precauciones en su correspondencia. Por suerte, todo parecía estar bien. No había mencionado nada de los dibujos. Pero había recibido un correo de Charles Edelman —a las 23.10 del día anterior y con copia a Sonja Modig y a Jan Bublanski— donde sí se hacía referencia a ellos. El correo era aparentemente el motivo por el cual se había cambiado el lugar en el que se debía producir el encuentro. Charles Edelman había escrito:

Hola, Torkel. Muy amable de tu parte recibirme en vuestro centro. Lo aprecio mucho. Pero me temo que te voy a molestar un poco: creo que tendremos mejores oportunidades de conseguir un buen resultado si nos aseguramos de que el niño pueda dibujar en un ambiente donde se sienta tranquilo y protegido. Con ello no quiero, de ninguna manera, criticar al centro. He oído muchas cosas buenas acerca de él.

«Y una mierda», pensó Lisbeth antes de seguir leyendo.

Por eso me gustaría que mañana por la mañana lleváramos al chaval a casa de la madre, Hanna Balder. El motivo de este traslado es que está comúnmente establecido en la literatura que la presencia de la madre ejerce una influencia positiva en niños con talentos
savants
. Si el chico y tú pudierais estar en la puerta del centro a las 09.15 os recogería de camino. Así tendremos oportunidad de charlar un poco entre colegas.
Un cordial saludo,
Charles Edelman

A las 07.01 y a las 07.14, Jan Bublanski y Sonja Modig, respectivamente, habían contestado al correo. Existían motivos de sobra, escribieron, para confiar en la pericia de Edelman y, por lo tanto, seguir su consejo. Torkel Lindén acababa de confirmar, a las 07.57, que se apostaría con el niño en el portal para esperar a Edelman. Lisbeth Salander se quedó pensando. Luego fue a la cocina para coger unos panecillos de la despensa mientras miraba hacia Slussen y la bahía de Riddarfjärden. «De modo que el sitio del encuentro se ha cambiado», pensó.

En lugar de dibujar en el centro iban a llevar al niño a casa de su madre. Ejercería «una influencia positiva», había escrito Edelman; «la presencia de la madre ejerce una influencia positiva». Había algo en esa frase que a Lisbeth no le gustaba. Se le antojaba un poco anticuada, ¿no? Y el comienzo tampoco era mejor: «El motivo de este traslado es que está comúnmente establecido en la literatura que…».

Sonaba carca y redicho, aunque también era verdad que muchos profesores universitarios escribían fatal, y ella no sabía nada de cómo se expresaba Charles Edelman. Pero toda una autoridad mundial en neurología, ¿realmente recurriría a «está comúnmente establecido en la literatura»? ¿No debería ser un poco más categórico?

Luego Lisbeth se puso de nuevo con el ordenador para echarle un vistazo a algún texto que hubiera sido redactado por Edelman. Era posible que hubiese en éste una pequeña vena de coquetería ridícula que se colara hasta en las partes más técnicas, pero no dio con ninguna torpeza estilística llamativa, ni con nada que sonara psicológicamente ingenuo. Todo lo contrario: se trataba a todas luces de un tío muy agudo. Volvió a los correos para comprobar el servidor SMTP que había detrás. Se sobresaltó: el servidor se llamaba Birdino y era desconocido para ella, lo que no debería ser así. Procedió a enviarle toda una serie de comandos para intentar saber de qué tipo de servidor se trataba y, acto seguido, obtuvo la respuesta. Más claro, agua: Birdino soportaba
open mail relay
, lo que significaba que el remitente podía mandar correos desde la dirección que quisiera.

En otras palabras: el correo de Edelman resultaba ser falso, y las copias a Bublanski y a Modig, descubrió, no eran más que una cortina de humo. Esos mensajes habían sido bloqueados y, por consiguiente, nunca llegaron a ser enviados. Lisbeth apenas tuvo necesidad de comprobar más, ya lo sabía todo: las respuestas de los policías, con esa buena disposición a cambiar los planes, también eran falsas, cosa que —comprendió en el acto— no era moco de pavo. Significaba que no sólo había alguien que fingía ser Edelman, sino que también tenía que existir una filtración en la policía. Y, sobre todo, que alguien quería sacar al niño a la calle.

Alguien deseaba que el niño saliera a Sveavägen, totalmente desprotegido, para… ¿Para qué? ¿Para secuestrarlo o eliminarlo? Lisbeth echó un vistazo al reloj: ya eran las 08.55 horas. Dentro de tan sólo veinte minutos, Torkel Lindén y August Balder aparecerían en el portal para esperar a alguien que no era Charles Edelman y que no planeaba nada bueno. ¿Qué debía hacer?

¿Llamar a la policía? Eso no iba con ella. Sobre todo cuando había riesgo de filtraciones. Entró en la web del Centro Oden y buscó el teléfono de Torkel Lindén. No pasó de la centralita: el director se encontraba reunido. Averiguó su número de móvil y lo llamó, pero la única respuesta que obtuvo fue la del contestador. A voz en grito, profirió todo tipo de maldiciones y le escribió un sms y un correo electrónico en los que le advertía que no saliera a la calle con el niño bajo ningún concepto. Lo firmó con el nombre de Wasp. No se le ocurrió nada mejor.

Acto seguido, agarró su chupa de cuero y echó a correr. Regresó al instante para coger su portátil —con el archivo cifrado— y su pistola, una Beretta 92, y meterlos en la bolsa negra del gimnasio. Se apresuró a salir de nuevo, pensando en si debía ir en su coche, el BMW M6 descapotable que estaba en el garaje acumulando polvo. Decidió pillar un taxi. Creyó que sería más rápido. Pero se arrepintió enseguida. Tardó en encontrar uno y, una vez que lo hizo, resultó que el tráfico de la hora punta aún no se había descongestionado.

Avanzaban a paso de tortuga. Centralbron estaba atascado. ¿Habría algún accidente en el puente? Todo era muy lento, todo menos el tiempo, que corría a pasos agigantados. Las 09.05. Las 09.10. Tenía prisa, y mucha. Poniéndose en el peor de los casos, ya sería tarde, pues lo normal sería que Torkel Lindén y el niño hubiesen salido a la calle con anterioridad a la hora establecida y que el malhechor, o quien fuese, ya hubiera podido atacarles.

Volvió a marcar el número de Lindén. Ahora sí pudo oír los tonos de llamada, aunque nadie contestó. Y entonces volvió a proferir insultos y pensó en Mikael Blomkvist. Hacía una eternidad que no hablaba con él, pero decidió telefonearlo. Él respondió malhumorado. Sin embargo, cuando se dio cuenta de que era ella se animó y exclamó:

—¡Lisbeth! ¿Eres tú?

—Cállate y escucha —le espetó.

Mikael se encontraba en la redacción y estaba de pésimo humor, y no sólo porque hubiera vuelto a dormir mal. En esta ocasión la culpa la tenía la TT. Esa agencia de noticias que normalmente era tan seria, discreta y correcta había difundido un teletipo que, en resumidas cuentas, daba a entender que Mikael había saboteado la investigación del asesinato ocultando información decisiva a la policía con el fin de publicarla antes en su revista.

El objetivo, al parecer, sería el de salvar a
Millennium
de la ruina económica al tiempo que restituiría su propia y «deteriorada reputación». Mikael ya sabía que el artículo se iba a escribir, pues la noche anterior había mantenido una larga conversación con su autor, Harald Wallin. Pero no podía imaginarse que el resultado fuera a ser tan devastador, en especial teniendo en cuenta que todo eran sólo insinuaciones idiotas y acusaciones sin ningún tipo de fundamento.

Pese a ello, Harald Wallin había logrado redactar un texto que casi daba la impresión de ser verosímil y digno de crédito. Según parecía, el tipo había tenido acceso a fuentes solventes no sólo dentro del Grupo Serner sino también de la policía. El titular, ciertamente, no estaba tan mal:

Crítica fiscal dirigida contra Blomkvist.

En el cuerpo del artículo le habían dado amplio espacio a Mikael para que se defendiera, de modo que si sólo hubiera incluido el texto de la agencia el daño no habría sido tan grande. Pero ese enemigo suyo que había maquinado y soltado la historia conocía muy bien el funcionamiento de la lógica mediática: si una agencia de noticias tan seria como TT publica un artículo de ese tipo, no sólo resulta legítimo que todos los demás se suban al carro, sino también que le metan más caña. Si la TT ladra, los tabloides pueden rugir y armar la de Dios. Ésa es una vieja máxima periodística. Por eso Mikael se había despertado con titulares como:

Blomkvist «sabotea» la investigación policial de un asesinato

y:

Blomkvist quiere «salvar» su revista. Deja escapar al asesino.

Era cierto que los periódicos habían tenido la delicadeza de entrecomillar los titulares, pero la impresión general no dejaba de ser que, esa mañana, todo el mundo desayunaría con una nueva verdad. Un columnista llamado Gustav Lund, que afirmaba estar harto de la hipocresía, empezó su columna afirmando: «Mikael Blomkvist, que siempre ha querido dar la imagen de ser un poco más fino que nosotros, ha sido ahora puesto en evidencia y ha resultado ser el mayor cínico de todos».

—Esperemos que no se les ocurra tomar medidas jurídicas contra la revista —dijo el jefe de maquetación y copropietario Christer Malm, que estaba al lado de Mikael masticando nervioso un chicle.

—Esperemos que no llamen a los marines —contestó Mikael.

—¿Qué?

—Intentaba poner un poco de humor. Esto es una tontería.

—Sí, claro que lo es, pero no me gusta el ambiente —respondió Christer.

—A nadie le gusta. Aunque no nos queda otra que hacer de tripas corazón y seguir trabajando como siempre.

—Tu móvil está vibrando.

—Mi móvil siempre está vibrando.

—¿No sería mejor contestar para que no se les ocurra inventar algo aún peor?

—Sí, tienes razón —murmuró Mikael. Cogió el teléfono y respondió de forma no muy amable.

Le llamaba una chica. Le sonaba la voz, pero, como esperaba oír a otra persona, al principio no fue capaz de identificarla.

—¿Quién eres? —preguntó.

—Salander —respondió la voz, y una amplia sonrisa se dibujó en los labios de Mikael.

—¡Lisbeth! ¿Eres tú?

—Cállate y escucha —le soltó ella. Y entonces Mikael obedeció.

El tráfico había mejorado, por lo que Lisbeth y el taxista —un joven iraquí llamado Ahmed que había visto la guerra de cerca y perdido tanto a su madre como a sus dos hermanos en actos terroristas— llegaron a Sveavägen y siguieron subiendo al pasar por Stockholms Konserthus, que quedaba a mano izquierda. Lisbeth, a la que no le gustaba quedarse de brazos cruzados, envió otro sms a Torkel Lindén e intentó contactar con alguien más del Centro Oden, alguien que pudiera salir corriendo para advertirle del peligro. No le cogieron el teléfono y volvió a soltar una sarta de palabrotas en voz alta mientras esperaba que Mikael tuviera mejor suerte.

—¿Una emergencia? —le preguntó Ahmed al volante.

—Sí —contestó ella, y entonces Ahmed se saltó el semáforo y provocó por un breve instante una sonrisa en la cara de Lisbeth.

Entonces ella se concentró completamente, metro a metro, en la calle por la que avanzaban, y un poco más adelante, a la izquierda, divisó la Escuela de Economía y la Biblioteca Municipal. Ya quedaba poco. Lisbeth iba controlando los números de la parte derecha y, de pronto, apareció el portal. Por fortuna, no había ningún muerto sobre la acera. Era un típico día gris y sombrío de noviembre, y la gente iba de camino a sus trabajos. ¡Pero había algo…! Lisbeth le tiró un par de billetes de cien coronas a Ahmed sin desviar en ningún momento la mirada de un muro bajo algo verdoso que se encontraba al otro lado de la calle.

Allí, un hombre corpulento con gorro y gafas negras observaba fijamente el portal que tenía enfrente. Había algo en su lenguaje corporal. No se le podía ver la mano derecha. Pero su brazo estaba tenso y preparado. Lisbeth miró de nuevo el portal, aunque desde el ángulo en el que se hallaba no podía ver mucho. Y advirtió que la puerta se abría.

Despacio, como si el que se disponía a salir dudara o hallase la puerta demasiado pesada. Y entonces Lisbeth le gritó a Ahmed que detuviera el coche. Se bajó de un salto sin que el taxi se hubiera parado del todo, al tiempo que el hombre que estaba al otro lado de la calle levantaba la mano derecha y apuntaba con una pistola hacia la puerta, que, lentamente, se estaba abriendo.

Capítulo 17

22 de noviembre

Al hombre que se hacía llamar Jan Holtser no le gustaba la situación. Se trataba de un lugar demasiado abierto, y además era una mala hora. Había demasiada gente transitando y, aunque se había camuflado lo mejor que pudo, le molestaba actuar a la luz del día. Además, sintió con más intensidad que nunca que odiaba matar niños.

Pero eso era lo que había, y en algún rincón de su mente se había resignado a aceptar que él tenía la culpa.

Había subestimado al niño y debía enmendar el error. Esta vez no se podía permitir ser víctima de cálculos demasiado optimistas ni de sus propios demonios. Se iba a dedicar exclusivamente a la misión que se le había encomendado y a ser el excepcional profesional que en realidad era, y sobre todo a no pensar en Olga, ni tampoco —lo que sería peor— en esos ojos vidriosos que le habían clavado la mirada en el dormitorio de Balder.

Tenía que concentrarse en el portal del otro lado de la calle y en su pistola Remington, que llevaba oculta bajo la cazadora y que sacaría en cualquier momento. Pero ¿por qué no acudía nadie? Tenía la boca seca. El viento era cortante y se le calaba hasta los huesos. Había nieve en la calzada y también en la acera, y por todas partes se veían personas andando apresuradas de un lado para otro, de camino al trabajo. Agarró con más fuerza el arma al tiempo que consultaba su reloj.

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