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Authors: David Lagercrantz

Tags: #Novela, #Policial

Lo que no te mata te hace más fuerte (56 page)

BOOK: Lo que no te mata te hace más fuerte
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—Vale. ¿Dónde está tu coche?

Acto seguido, echaron a correr hacia el vehículo alquilado de Ed, que se encontraba aparcado junto al Museo Nacional, mientras Mikael le comentaba brevemente que tenían que ir al archipiélago, a Ingarö. Le explicarían cómo llegar durante el trayecto, dijo, y añadió que excedería todos los límites de velocidad.

Capítulo 26

Mañana del 24 de noviembre

August estaba gritando. En ese mismo instante Lisbeth oyó pasos, unos pasos rápidos que se movían a lo largo de uno de los laterales de la casa. Cogió su pistola y se levantó. Se encontraba fatal, aunque no se permitió el lujo de prestar atención a su malestar. Se precipitó hacia la puerta al tiempo que descubría la silueta de un hombre corpulento en el porche, y pensó por un momento que le sacaba ventaja, un segundo quizá. Pero el cambio de escenario fue dramático.

El individuo no detuvo su marcha, ni siquiera se dejó intimidar por las puertas de cristal. Simplemente siguió corriendo y atravesó el cristal empuñando un arma para a continuación, con una inmediata y absoluta determinación, disparar contra el chico. Y entonces Lisbeth contestó al disparo. O quizá se le anticipó.

No lo sabía. Ni siquiera fue consciente de cuándo ni por qué había echado a correr hacia el hombre. Sólo tuvo claro que había chocado contra él con un impacto ensordecedor y que después se había quedado tirada encima de su cuerpo, en el suelo, justo por delante de la mesa redonda de la cocina donde el niño había estado sentado hacía tan sólo un minuto. Sin dudarlo, le propinó un sonoro cabezazo.

El golpe fue tan violento que le zumbaron los oídos. Consiguió, no obstante, ponerse en pie, aunque fuese tambaleándose. Toda la estancia le daba vueltas. Tenía sangre en la camisa. ¿Había sido herida otra vez? No había tiempo para pensar en ello ahora. ¿Dónde se encontraba August? En la mesa no había nadie, sólo estaban los lápices, también los de colores, los dibujos y los cálculos con números primos. ¿Dónde diablos se había metido el crío? Percibió un débil gemido al lado de la nevera. Allí se hallaba, sentado en el suelo, temblando, con las rodillas flexionadas y pegadas al pecho. Debía de haberle dado tiempo a tirarse al suelo y esquivar las balas.

Lisbeth estaba a punto de acercarse a él cuando advirtió unos nuevos y preocupantes ruidos algo más allá, unas voces apagadas, el crujido de unas ramitas que se rompían cuando las pisaban… Había más personas. Entendió que la situación era crítica y que debían salir de allí. Con toda urgencia. Si era su hermana, no cabía duda de que acudía con más gente. Así había sido siempre. Lisbeth era un lobo solitario mientras que Camilla reunía a bandas enteras, y por eso, igual que en su infancia, tenía que ser más lista y más rápida. Ante sus ojos, como iluminado por un relámpago, apareció el terreno que rodeaba la casa. Acto seguido, Lisbeth se precipitó hacia August. «¡Ven!», le dijo. El chico no se movió ni un ápice. Como si lo hubiesen pegado al suelo. Entonces Lisbeth lo levantó de un tirón mientras su rostro se torcía en una mueca. Con cada movimiento que hacía sentía más dolor. Pero el tiempo apremiaba, cosa que, al parecer, August comprendió porque le dio a entender por señas que podía correr. A continuación, después de que Lisbeth se abalanzara sobre la mesa para coger velozmente su ordenador, se dirigieron hacia la terraza, pasando por delante del hombre que, algo tambaleante y mareado, se levantaba del suelo e intentaba agarrar las piernas de August.

Lisbeth sopesó si debía matar a ese tipo, pero al final optó por propinarle unas violentas patadas en el cuello y el estómago, y por alejar su arma de un puntapié. Luego cogió a August de la mano y salieron corriendo hasta la terraza para continuar hacia las rocas y bajar por la pendiente. De pronto Lisbeth se detuvo. Pensó en el dibujo. No se había fijado en qué había llegado a reproducir. ¿Debería dar la vuelta? No, estarían allí en cualquier momento. Tenían que huir. Pero aun así… el dibujo también era un arma, y la causa de toda esa locura. Así que dejó a August —con el ordenador— en esa hendidura de la roca que había observado la noche anterior para luego subir a toda velocidad por la pendiente. Entró en la casa y fue derecha a la mesa. No lo encontró; no había más que dibujos del maldito Lasse Westman por todas partes y garabatos de números primos.

Y por fin lo vio. Por encima de los cuadros del tablero de ajedrez y los espejos se apreciaba ahora una figura pálida con una profunda cicatriz en la frente con la que Lisbeth, a esas alturas, ya estaba dolorosamente familiarizada. Se trataba del mismo hombre que, tirado en el suelo, gemía ante ella. Sacó a toda prisa su móvil, escaneó el dibujo y se lo mandó a Jan Bublanski y a Sonja Modig. Incluso escribió unas palabras en la parte superior de la hoja. Tan sólo tardó un instante en percatarse de que había cometido un error.

Estaba a punto de ser acorralada.

En su teléfono Samsung, Lisbeth había escrito lo mismo que le había puesto a Erika: la palabra
EMERGENCIA
, que difícilmente podría malinterpretarse. Sobre todo proviniendo de Lisbeth. Por más vueltas que Mikael le daba al asunto, la única explicación que encontraba pasaba por que los criminales la hubieran localizado; en el peor de los casos, hasta era posible que la estuvieran atacando en esos mismos momentos. Por eso, en cuanto pasó Stadsgårdskajen y enfiló la Värmdöleden, pisó a fondo el acelerador.

Conducía un flamante Audi A8 plateado. A su lado iba Ed Needham, con un gesto de lo más adusto. De vez en cuando escribía en su teléfono. Mikael no tenía muy claro por qué había dejado que lo acompañara; tal vez quisiera averiguar qué pruebas poseía contra Lisbeth, pero no, no era sólo eso, había algo más. Quizá Ed pudiera serle útil. En cualquier caso, no empeoraría la situación, porque ésta ya no podía ser mucho peor. Los agentes policiales estaban avisados, aunque seguramente no serían capaces de reunir una fuerza de intervención con la urgencia necesaria, sobre todo teniendo en cuenta que, a todas luces, habían desconfiado de la exigua información que Erika les había proporcionado. Fue ella la que los había llamado; ella conocía el camino. Parecía evidente que él precisaba ayuda. Toda la que pudiera recibir.

Se estaba acercando al puente de Danviken. Ed Needham le dijo algo, aunque no oyó qué. Estaba inmerso en sus pensamientos. Pensaba en Andrei. ¿Qué habrían hecho con él? Mikael lo veía sentado en la redacción, meditabundo y desconcertado, con ese aspecto de un joven Antonio Banderas. ¿Por qué coño no le había acompañado a tomar una cerveza? Mikael volvió a telefonearlo. También a Lisbeth. Sin embargo ninguno de los dos le respondió, y entonces oyó a Ed de nuevo:

—¿Quieres que te cuente lo que tenemos? —le preguntó éste.

—Sí…, quizá… Sí, venga —respondió Mikael.

Pero también en esta ocasión fueron interrumpidos por el teléfono. Era Jan Bublanski.

—Después de esto, tú y yo tendremos bastantes asuntos de los que hablar. Lo entiendes, ¿no? Y contad, por supuesto, con que habrá algún tipo de consecuencias jurídicas.

—Lo entiendo.

—Bueno, vale… Pero ahora te llamaba para darte una información: sabemos que Lisbeth Salander estaba con vida a las 04.22. ¿Eso fue antes o después de que te enviara el mensaje de emergencia?

—Antes, un poco antes.

—Vale.

—¿Y cómo sabes la hora?

—Salander nos mandó algo, algo enormemente interesante.

—¿Qué?

—Un dibujo, Mikael, y debo admitir que superó todas nuestras expectativas.

—Así que Lisbeth logró que el chico dibujara.

—Sí, al parecer así fue, y no sé qué tipo de cuestiones técnicas respecto a la legalidad del testimonio se podrán plantear, y tampoco lo que un hábil abogado defensor alegará en contra del dibujo. Pero para mí no cabe duda de que ése es el asesino. El niño lo ha retratado con una increíble habilidad, aplicando esa curiosa precisión matemática suya de nuevo. La verdad es que incluso aparece una ecuación en la parte inferior con las coordenadas «x» e «y». Ignoro si eso tiene que ver con el caso. Pero he enviado el dibujo a la Interpol para que lo pasen por su programa de identificación facial. En caso de que ese tipo esté fichado ya está jodido.

—¿Vais a mandárselo también a la prensa?

—Lo estamos sopesando.

—¿Cuándo llegaréis?

—En cuanto podamos… Espera un segundo.

Mikael advirtió el sonido de otro teléfono de fondo, y durante más o menos un minuto Bublanski estuvo hablando con otra persona. Al volver a ponerse dijo brevemente:

—Nos han pasado una información relativa a un tiroteo producido por la zona. Me temo que no tiene muy buena pinta.

Mikael inspiró hondo.

—¿Y no hay nada nuevo sobre Andrei?

—Hemos rastreado su móvil hasta una estación base de Gamla Stan, pero no hemos podido avanzar más. A partir de ahí las señales han desaparecido, como si el teléfono estuviese roto o hubiera dejado de funcionar.

Mikael colgó y aumentó la velocidad del coche. Hubo un momento en el que llegó a exceder los ciento ochenta kilómetros por hora. Al principio no hablaba mucho. Algo parco en palabras, informó a Ed Needham de la situación. Pero no aguantó más. Necesitaba distraerse con otros asuntos.

—Bueno, ¿y qué es lo que habéis podido averiguar?

—¿Sobre Wasp?

—Sí.

—Durante mucho tiempo no avanzamos en nuestras pesquisas nada de nada. Estábamos convencidos de haber llegado a un callejón sin salida —explicó Needham—. Habíamos hecho todo lo que estaba en nuestras manos y más. Removimos cielo y tierra sin llegar a ninguna parte, cosa que, en cierto sentido, yo consideraba lógica.

—¿Por qué?

—Una
hacker
capaz de hacer algo así no tendría ningún problema para eliminar su rastro. Pronto comprendí que por los caminos habituales no avanzaríamos nada. Pero no me rendí, y al final pasé de todas las investigaciones realizadas sobre cómo se cometió el delito y me centré en la gran pregunta: ¿quién podría llevar a cabo semejante operación? Yo ya sabía que la respuesta era nuestra única oportunidad. El nivel de la intrusión alcanzaba tal cota que no debía de haber muchas personas en el mundo capaces de ello. En ese sentido, su talento y su inteligencia jugaban en su contra. Además, habíamos analizado el
spyware
y…

Ed Needham volvió a depositar la mirada en su móvil.

—¿Sí?

—Tenía sus peculiaridades artísticas y, desde nuestra perspectiva, que haya peculiaridades es algo bueno, por supuesto. Nos hallábamos ante una obra de muy alto nivel que, por decirlo de alguna manera, presentaba un estilo muy personal, extraordinariamente particular; ya sólo nos quedaba dar con su autor, así que empezamos a mandar preguntas a los colectivos de
hackers
que hay por ahí fuera, y ya desde el principio había un nombre, o
handle
, que aparecía una y otra vez. ¿Adivinas cuál?

—Quizá.

—¡Era Wasp! No se trataba del único, ni mucho menos; también había otros, aunque Wasp cada vez resultaba más interesante, sí, incluso en virtud del propio nombre… Bueno, es una larga historia con la que no te voy a cansar, pero es que el nombre…

—… procede de la misma mitología de cómics que utiliza la organización que está detrás del asesinato de Frans Balder.

—Exacto. O sea que lo conoces…

—Sí, y también sé que las conexiones pueden ser ilusorias y engañosamente seductoras. Basta con mantenerse constantes en la búsqueda para que al final surjan correspondencias de todo tipo.

—Es verdad. Si alguien lo sabe somos nosotros. Nos emocionamos encontrando vínculos que luego resultan no significar nada mientras pasamos por alto los que son esenciales de verdad. De modo que no, no le di importancia. Wasp también podía significar un montón de cosas más. Pero en ese momento no tenía muchas otras pistas que seguir. Además, había oído un sinfín de historias fantásticas en las que se mitificaba a ese misterioso personaje que quería descubrir su verdadera identidad a cualquier precio, por lo que nos remontamos a muy atrás en el tiempo. Leímos todas y cada una de las palabras que había escrito en Internet y estudiamos cada operación que sabíamos que llevaba su firma, y poco a poco fuimos conociendo a Wasp. Nos convencimos de que se trataba de una mujer, aunque no se expresaba precisamente de forma muy femenina, y comprendimos que era sueca. Numerosas intervenciones —las de sus inicios— estaban escritas en sueco, lo que en sí mismo tampoco nos ayudó mucho, pero ya que había una conexión sueca en la organización en la que ella indagaba, y puesto que Frans Balder también era sueco, al menos no enfriaba la pista. Contacté con gente en la FRA y empezaron a buscar en sus registros, y entonces, en efecto…

—¿Qué?

—Encontraron algo que nos dio un impulso decisivo. Hace muchos años esa institución sueca investigó un caso de intrusión que se había realizado con la firma de Wasp. Ésta ocurrió hace ya tanto tiempo que Wasp no poseía más que unos pocos y básicos conocimientos de criptografía.

—¿Y qué caso era?

—A los de la FRA les llamó la atención que Wasp hubiera intentado buscar información sobre personas que habían desertado de los servicios de inteligencia de otros países, un dato que bastó para activar el sistema de alarmas de la FRA. Ésta procedió a realizar una investigación que los condujo hasta el ordenador de una clínica psiquiátrica infantil de Uppsala, un aparato que pertenecía a un médico jefe de allí que se llamaba Teleborian. Por alguna razón, la más probable porque ese médico hacía favores a los servicios de inteligencia suecos, éste estaba por encima de cualquier sospecha. En su lugar, la FRA se centró en un par de auxiliares a los que consideraron sospechosos porque eran…, bueno, porque eran inmigrantes. Así de simple. Una cosa increíblemente estúpida y un razonamiento estereotipado tan idiota que no puedes ni imaginártelo; y, como es lógico, de eso no se pudo sacar nada.

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