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Authors: David Lagercrantz

Tags: #Novela, #Policial

Lo que no te mata te hace más fuerte (60 page)

BOOK: Lo que no te mata te hace más fuerte
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—Peores.

—Tranquilo, déjame que termine de contártelo —continuó Ed—. Yo diría que a pesar de todo nos guiamos por cierta ética. Pero somos una organización enorme, con decenas de miles de empleados, e inevitablemente tenemos manzanas podridas, algunas incluso de muy alto rango, cuyos nombres, de hecho, pensaba revelarte.

—Por pura benevolencia, supongo —apuntó Mikael con un suave sarcasmo.

—Ja, ja. Bueno, quizá no es así del todo. Y ahora escúchame bien: cuando algunos de los nuestros, aquellos que ocupan cargos muy altos, transgreden el límite de lo legal de todas las maneras posibles, ¿qué crees que ocurre?

—Pues nada bueno.

—Que se convierten en serios competidores del crimen organizado.

—El Estado y la mafia siempre han jugado en la misma división —añadió Mikael.

—Sí, claro, eso es cierto. Los dos hacen justicia a su manera, venden drogas, ofrecen protección a la gente, e incluso, como ocurre en nuestro caso, matan. Pero el verdadero problema surge cuando empiezan a colaborar.

—¿Y es eso lo que ha pasado aquí?

—Sí, por desgracia. En Solifon, como ya sabes, existe un departamento liderado por Zigmund Eckerwald que se dedica a averiguar lo que están haciendo los competidores de alta tecnología.

—Y no sólo eso.

—No, también roban y venden lo que roban, algo que, evidentemente, es muy negativo para Solifon y quizá también para el índice Nasdaq.

—Pero también para vosotros.

—Exacto, porque resulta que nuestros tipos malos, sobre todo dos altos directivos del espionaje industrial —Joacim Barclay y Brian Abbot, ya te daré más datos— y sus secuaces reciben ayuda de Eckerwald y su banda y, como contraprestación, les ofrecen sus servicios con escuchas a gran escala. Los de Solifon señalan dónde se encuentran las más importantes innovaciones y nuestros condenados idiotas les consiguen los diseños y los demás detalles técnicos.

—Y el dinero que eso reporta no siempre va a parar al tesoro público.

—Peor que eso, amigo. Si te dedicas a este tipo de trapicheos siendo funcionario del Estado te vuelves muy vulnerable, en especial ahora que sabemos que Eckerwald y su banda también colaboran con individuos verdaderamente criminales, aunque al principio no creo que ni siquiera supieran que lo eran.

—¿Y lo eran?

—Claro que sí. Y no se trataba de ningunos idiotas. Tenían en nómina a
hackers
de un nivel que ni en sueños podría yo reclutar, y su negocio consistía en explotar la información, de modo que te puedes imaginar lo que pasó: cuando se dieron cuenta de lo que hacíamos en la NSA pasaron a ocupar una posición de lujo.

—Listos para extorsionar.

—Figúrate la ventaja con la que jugaron… Y la explotaron al máximo, por supuesto. El caso es que nuestros chavales no sólo han robado a grandes grupos, también han saqueado pequeñas empresas familiares y a solitarios innovadores que luchaban por su supervivencia. No nos dejaría muy bien parados que digamos si todo eso saliera a flote; por eso se dio esa lamentable situación en la que nuestros chicos se vieron obligados no sólo a seguir ayudando a Eckerwald sino también a echarle una mano a la red criminal.

—¿Te refieres a los Spiders?

—Exacto. Y quizá, a pesar de todo, durante un tiempo todas las partes han estado contentas y han vivido en armonía. Se trata de
big business
, todos se forran. Pero, de repente, un pequeño genio aparece en la historia, un catedrático e investigador llamado Frans Balder. Y husmea en todo eso con la misma genialidad con la que hace todo lo demás, y por eso llega a enterarse de esas actividades, o al menos de parte de ellas, y entonces todo el mundo se acojona y se da cuenta de que hay que hacer algo. Aquí no sé exactamente cuál ha sido la orden de mando, aunque mi conjetura es que nuestros chicos esperan que sea suficiente con la jurídica, con el ruido y las amenazas de los bufetes de abogados. Pero nadie les hace caso, claro, pues están en el mismo barco que unos verdaderos bandidos. Los Spiders prefieren la violencia y, en una fase ya bastante avanzada, implican a los nuestros en sus planes con el fin de tenerlos bien cogidos de los huevos.

—¡Joder!

—Eso digo yo, aunque se trata sólo de un pequeño tumor en nuestra organización. Hemos investigado el resto de la actividad y…

—Y seguro que es todo un ejemplo de ética intachable —interrumpió Mikael con severidad—. Me importa una mierda. Hablamos de gente que no duda en hacer lo que sea.

—La violencia tiene su propia lógica: hay que rematar lo que se ha empezado. Pero ¿sabes qué es lo más gracioso de todo?

—Yo no veo nada gracioso en este asunto.

—Bueno, pues entonces lo paradójico, si te gusta más: que si no hubieran atacado nuestra intranet yo no me habría enterado de nada.

—Otro motivo más para dejar en paz a la
hacker
.

—Y lo haré. Con tal de que me cuente cómo lo consiguió.

—¿Por qué es tan importante eso para ti?

—Porque no quiero que nadie vuelva a entrar en mi sistema. Necesito saber cómo lo hizo para tomar medidas. Luego la dejaré tranquila.

—No sé si fiarme de tus promesas. Pero hay otra cosa que me gustaría preguntarte —continuó Mikael.

—¡Dispara!

—Has hablado de dos hombres, Barclay y Abbot, así se llamaban, ¿no? ¿Estás seguro de que son los únicos? ¿Quién es el jefe del contraespionaje? Debe de ser uno de los peces gordos, ¿no?

—No te puedo dar su nombre, lo siento. Eso es confidencial.

—Entonces tendré que aceptarlo.

—Sí, tendrás que aceptarlo —dijo Ed inquebrantable. Y en ese momento se deshizo el atasco y el tráfico empezó a fluir.

Capítulo 28

Tarde del 24 de noviembre

El profesor Charles Edelman estaba en el aparcamiento del Instituto Karolinska preguntándose cómo diablos había podido aceptar aquel montaje; apenas le entraba en la cabeza. Y tampoco era que le sobrara tiempo para ello, pero ahora no le quedaba otra que admitir que había dicho que sí a un acuerdo que le obligaría a cancelar toda una serie de reuniones, conferencias y congresos.

Aun así, se notaba extrañamente eufórico. Había sido hechizado no sólo por el chico sino también por esa joven mujer que tenía pinta de haber acabado de salir de una pelea callejera, pero que conducía un flamante BMW y le hablaba con una fría autoridad. Sin apenas ser consciente de ello, él había contestado «Sí, ¿por qué no?» a todas sus preguntas, pese a que a todas luces no sólo era insensato sino también muy precipitado; el único atisbo de rebeldía que mostró fue cuando rechazó cualquier tipo de recompensa económica.

Incluso pagaría su viaje y su habitación de hotel de su propio bolsillo, dijo. Tal vez se sintiera culpable. Sin duda actuaba movido por la simpatía que el chico le inspiraba, pero también, sobre todo, por la curiosidad científica que éste había despertado en él: un
savant
que no sólo dibujaba con nitidez fotográfica sino que también hacía factorizaciones en números primos le fascinaba a más no poder y, para su propio asombro, decidió, incluso, pasar de ir a la cena de los Premios Nobel. Quedaba claro que esa chica había inutilizado su sentido común.

Hanna Balder estaba fumando en la cocina de su casa de Torsgatan. Tenía la sensación de que durante mucho tiempo no había hecho más que permanecer allí sentada con un nudo en el estómago y concentrada en el tabaco. Era cierto que había recibido más apoyo y ayuda de lo que esperaba, pero poco importaba eso ahora, después de todas las palizas que él le había dado. Su angustia desquiciaba a Lasse Westman, seguramente porque le robaba protagonismo a su propio martirio.

Él tenía constantes arrebatos en los que le gritaba cosas como «¡¿Es que no puedes ni cuidar de tu propio hijo?!», y a menudo le propinaba puñetazos a su gusto y antojo o la lanzaba de un lado a otro de la casa como si fuese una muñeca de trapo. Y ahora, con toda probabilidad, volvería a montar en cólera porque, sin querer, ella había manchado la sección cultural del periódico, ante la cual Lasse acababa de echar chispas a raíz de una crítica de teatro que consideraba demasiado benevolente hacia unos colegas de profesión a los que no aguantaba.

—¿Qué coño estás haciendo? —le espetó.

—Perdón —se apresuró a decir ella—. Ahora lo limpio.

Por las comisuras de sus labios ella advirtió que eso no sería suficiente. Comprendió que le iba a pegar antes de que ni él mismo lo supiera, por lo que, cuando llegó la bofetada, estaba tan preparada para recibirla que no dijo ni pío, ni siquiera movió la cabeza. Se limitó a sentir cómo sus ojos lagrimeaban y su corazón palpitaba, aunque no a causa del tortazo; éste no fue más que el factor desencadenante. Esa misma mañana había recibido una llamada tan desconcertante que le costó entenderla: habían encontrado a August, aunque había vuelto a desaparecer, y «probablemente» se encontrara ileso. «Probablemente». Hanna no supo si ante tal información debía preocuparse más o, tal vez, menos.

Apenas le quedaban fuerzas para escuchar, y ahora habían pasado muchas horas y nada había sucedido ni nadie parecía poder decirle gran cosa. De pronto, se levantó sin importarle que le cayeran más golpes o no y se dirigió al salón mientras oía jadear a Lasse detrás de ella. En el suelo estaban todavía los papeles con los dibujos de August y en la calle aullaba la sirena de una ambulancia. Unos pasos resonaban en la escalera. ¿Llegaba alguien? Llamaron a la puerta.

—No abras. Seguro que es algún jodido periodista —decidió Lasse.

Hanna tampoco quería abrir. Se sentía incómoda ante cualquier tipo de encuentro. Pero ahora no lo podía ignorar, ¿a que no?; quizá fuera la policía, que querría hacerle algunas preguntas o tal vez comunicarle algo más sobre August, bueno o malo. Se dirigió hacia la entrada y en ese momento se acordó de Frans.

Le vino a la memoria el día en el que se había presentado ante su puerta para llevarse al niño. Se acordó de sus ojos y de que no llevaba barba, así como de lo mucho que anhelaba la vida de la que disfrutaba antes de conocer a Lasse Westman, cuando los teléfonos seguían sonando, le llovían las ofertas como actriz y el miedo aún no le había echado la zarpa encima. Abrió sin quitar la cadena de seguridad y no vio nada, tan sólo el ascensor y las paredes de color marrón rojizo del rellano. Luego fue como si una descarga eléctrica recorriera todo su cuerpo. No se lo podía creer: ¡era August! Tenía el pelo alborotado y enmarañado, y la ropa, sucia, y calzaba unas enormes zapatillas de deporte, pero, a pesar de ello, la observó con los mismos ojos serios e impenetrables de siempre, y entonces ella quitó de un tirón la cadena y abrió. No esperaba que August acudiera solo, claro, pero, no obstante, se sobresaltó. Junto a August había una joven mujer con aspecto de dura, embutida en una chupa de cuero, con la cara repleta de magulladuras, el pelo lleno de tierra y una enfurruñada mirada clavada en el suelo. En la mano sostenía una maleta grande.

—He venido a devolverte a tu hijo —anunció sin levantar la vista.

—¡Dios mío! —exclamó Hanna—. ¡Dios mío!

Fue incapaz de pronunciar nada más, y durante un par de segundos se quedó paralizada en la puerta. Luego sus hombros empezaron a temblar. Se dejó caer de rodillas e hizo caso omiso de que August odiara que le abrazaran. Lo rodeó con los brazos exclamando «¡hijo mío, hijo mío!» hasta que se le saltaron las lágrimas. Lo raro era que August no sólo se dejaba abrazar sino que también parecía estar a punto de decirle algo, como si, para colmo, hubiese aprendido a hablar. Pero el niño no tuvo ocasión de demostrárselo, pues en ese instante Lasse Westman apareció en la entrada.

—¿Qué coño…? ¡Joder, pero si está aquí éste! —soltó con cara de querer seguir pegando golpes.

Sin embargo, de pronto le cambió el semblante. En cierto sentido se trataba de una actuación teatral brillante, porque en ese momento irradiaba encanto con esa postura y presencia física que tanto solía impresionar a las mujeres.

—Y encima con entrega a domicilio y todo —continuó—. ¡Qué lujazo! ¿Se encuentra bien?

—No está mal —respondió la chica con una voz extrañamente monótona. Sin pedir permiso, entró en la casa con la maleta grande y sus botas negras llenas de fango.

—Sí, venga, claro, pasa, por favor —dijo Lasse algo mordaz—. Entra, mujer, no te cortes.

—He venido a ayudarte a hacer las maletas, Lasse —le espetó la chica con la misma gélida voz.

A Hanna la frase se le antojó tan extraña que creyó haberla oído mal, y por lo visto Lasse tampoco la había entendido. Se limitó a quedarse allí parado, boquiabierto y con cara de tonto.

—¿Qué has dicho? —preguntó.

—Que te vas.

—¿Intentas hacerte la graciosa?

—En absoluto. Te vas a largar de esta casa ahora mismo. Y no intentes acercarte a August en tu vida; ésta es la última vez que lo ves.

—¿Te has vuelto loca?

—¡Qué va! Lo que me he vuelto es muy generosa. Mi idea era tirarte por la escaleras y hacerte mucho daño. Pero al final he optado por traerte una maleta. He pensado que querrías llevarte algunas camisas y unos calzoncillos.

—¿Qué clase de engendro eres tú? —le soltó Lasse entre desconcertado y furioso, al tiempo que se acercaba a esa mujer desplegando toda su capacidad intimidatoria. Y durante unos segundos, Hanna se preguntó si a ella también le iba a dar un tortazo.

Pero algo lo hizo dudar. Quizá fueran los ojos de la mujer o, posiblemente, el simple hecho de que ella no reaccionara como las demás. En lugar de retroceder con expresión de miedo se limitó a mostrar una gélida sonrisa mientras sacaba unas hojas arrugadas del bolsillo interior de su chupa y se las tendía a Lasse.

—Si tú y tu amigo Roger echáis de menos a August alguna vez, siempre podréis mirar estos dibujos y recordarlo —comentó.

Aquello pareció descolocar a Lasse. Ojeó desconcertado los papeles y torció el gesto. Hanna no pudo resistirse a mirar: eran dibujos, y el primero representaba… representaba a Lasse, un Lasse con las manos alzadas y un aspecto enfermizamente malvado. No sabría explicar lo que le sucedió en ese instante: no sólo entendió lo que había pasado cuando August se quedó solo en casa con Lasse y Roger, sino que también vio su propia vida. Y la vio de la forma más clara y serena por primera vez en muchos años.

Justamente así, con la misma cara retorcida y rabiosa la había contemplado Lasse Westman a ella en cientos de ocasiones, la última hacía tan sólo un par de minutos, y comprendió que eso era algo que nadie debería soportar, y tampoco August ni ella. Se echó atrás como por instinto. Al menos eso creyó, porque la chica la observó con una nueva atención, y entonces Hanna, de soslayo, le devolvió la mirada. Sin duda sería exagerado decir que en ese momento se estableció un contacto muy íntimo, pero de algún modo debía de haberse producido un entendimiento mutuo, porque la joven le preguntó:

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