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Authors: Paul Doherty

Tags: #Histórico, Intriga

Los asesinatos de Horus (25 page)

BOOK: Los asesinatos de Horus
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—Por supuesto. —Amerotke le devolvió la sonrisa. Miró el dibujo atentamente. Le hizo recordar los de Escorpión en la cripta debajo del templo de Horus—. ¿Cuál es el macho?

—No lo sé. —Valu se apartó—. Sólo un experto sabe cuál es la diferencia. Pero ven, mi señor juez, nos encontramos en la Sala del Mundo Subterráneo, donde han tenido lugar crímenes espantosos. El poder de Egipto está a tus órdenes. —Tocó la mano de Amerotke, suavemente, con el abanico que había sacado de debajo de la túnica—. ¿Para qué, exactamente, estamos aquí?

—Hablé como un hombre llamado Lehket —respondió Amerotke—. Me ratificó que unos hombres, o al menos un hombre, entró aquí. No había ninguna bestia salvaje. Lehket y otros vigilaron todas las entradas pero el hombre nunca salió y no encontraron ninguna señal de él cuando mandaron a uno de ellos para que recorriera el laberinto desde lo alto.

—Cuentos de viejas —opinó Valu.

—No lo creo, Lehket no es un mentiroso y leí una crónica en el templo de Horus donde se cuenta lo mismo. —Miró al fiscal—. Describe el laberinto, lo denomina un lugar de muerte que se come a las personas, que las devora.

—Es un lugar siniestro y terrorífico —afirmó el fiscal—, pero, en última instancia, no deja de ser un montón de piedras y arena. Un buen lugar para el asesinato, mi señor Amerotke.

—¿Has traído los sabuesos?

—Los mejores de las perreras reales.

—Bien. —Amerotke se frotó las manos—. Entonces, comencemos.

Volvió al oasis y llamó al oficial al mando de los ojeadores, que se acercó con los hombres y los perros.

—Tendréis que dividiros —les explicó. Vio expresiones de preocupación en los rostros de algunos de los ojeadores—. No es preocupéis. No entraréis en el laberinto, sino que iréis por arriba. Mandaremos a los perros y vosotros los guiaréis, con las correas, desde lo alto. Dejaremos que ellos se encarguen de la búsqueda. Quizá nos lleve algún tiempo.

—¿Qué estamos buscando? —preguntó uno de los ojeadores.

—Lo sabrás cuando lo encuentres —contestó Amerotke. Dirigió la vista por un momento hacia el cielo—. Me han dicho que sois unos treinta. Aseguraos de pasar por todas y cada una de las piedras. Mantened los perros abajo. Pase lo que pase, no se os ocurra bajar. El calor irá en aumento, así que poneros pintura alrededor de los ojos y protegeos del resplandor. Llevad un tocado. No regresaréis hasta haber terminado. Bebed todo el agua que queráis y orinar donde os venga en gana.

Los hombres se echaron a reír.

—Lo mismo con los perros. No dejéis que se distraigan con los esqueletos y otros restos humanos. —Se fijó en el calzado, todos llevaban las recias botas de la infantería—. Os sudarán mucho los pies, pero las botas os protegerán cuando arrecie el calor. Si encontráis cualquier cosa extraña, quedaos donde estéis y dad aviso.

Los ojeadores comentaron entre ellos, intrigados por las instrucciones de Amerotke.

—No podrán seguir ningún olor —murmuró Valu—. Cualquier rastro de los hombres perdidos se habrá borrado hace tiempo.

—Lo sabremos a ciencia cierta cuando acabemos —respondió el juez. Se protegió los ojos contra el resplandor del sol—. Y si lo sabemos antes del mediodía, mucho mejor para todos.

Se formaron varios grupos y cada uno, al mando de un oficial, se dirigieron a las distintas entradas. Trajeron un burro cargado con escaleras. Ataron las escaleras a pares para que alcanzaran la altura de las piedras; Amerotke subió a uno de los bloques y llamó al jefe de los ojeadores. El hombre subió con la larga cuerda que sujetaba al perro; a una orden del juez, comenzó a caminar por lo alto del laberinto. Amerotke lo observó. Caminaba lentamente. Abajo, en el angosto pasadizo entre los bloques, el perro trotaba cautelosamente. De vez en cuando se detenía para mirar, con ojos tristes, a su amo. El ojeador le dedicaba palabras de aliento, chasqueaba la lengua y volvía a caminar sin prisas. Amerotke se asomó al borde de la roca. Notaba una sensación extraña, irreal. Desde aquí veía las vueltas y revueltas que formaban los bloques. Los otros ojeadores comenzaban a subir por las piedras. Los seguía un soldado con un cubo de pintura para marcar las piedras a medida que pasaban. El calor era cada vez más fuerte. Amerotke se sentía un poco mareado, pero no se movió. Ahora había ojeadores por todas partes. Algunos de los perros aullaban, asustados, por el laberinto. Hubo un par que tiraron de las cuerdas con tanta fuerza que sus amos cayeron dentro del laberinto. Otro huyó espantado por donde había venido y regresó al oasis. Por fin, los animales se tranquilizaron, y sólo se escucharon sus ladridos mientras olfateaban el suelo. Amerotke bajó de la piedra y se refugió en la sombra, mientras rogaba, para sus adentros, que todo esto no resultara un ejercicio inútil.

De vez en cuando, alguno de los ojeadores le llamaba y volvía a subir para ver qué había descubierto. Valu se negaba a acompañarle. Casi siempre se trataba de harapos o los huesos blanqueados de alguna víctima desconocida. El calor en lo alto de los bloques era insoportable. Amerotke cambió de opinión y ordenó que subieran soldados provistos con odres de agua. Estaba a punto de regresar al oasis cuando oyó unos aullidos horribles, como si hubieran herido a uno de los sabuesos. A los lastimeros aullidos se sumaron los gritos de los ojeadores. Amerotke subió a uno de los bloques. Todos los ojeadores se habían detenido. Pero había uno que hacía señales. El juez y algunos soldados avanzaron rápidamente casi hasta el centro del laberinto. El ojeador tiraba de la cuerda con tanta fuerza que le sangraban las manos. Gritó a Amerotke y a los otros que le ayudaran. El juez fue el primero en llegar a su lado. Miró hacia abajo. El perro se hundía. Sólo la cabeza y las patas delanteras asomaban de la arena. Uno de los soldados ya iba a saltar, cuando Amerotke lo sujetó de un brazo.

—¡No seas estúpido! —le gritó—. ¡El pozo te tragará a ti también!

Intentaron arrastrar al perro hacia adelante, pero no tardaron en ver que el pozo era más ancho de lo que creían. Arrojaron más cuerdas y, después de mucho sudar y maldecir, consiguieron sacar al pobre animal del pozo e izarlo a lo alto del bloque. El perro estaba enloquecido de terror y sangraba por los cortes producidos por las cuerdas. Amerotke dispuso que se llevaran al animal al oasis para curarlo, y ordenó a los ojeadores que revisaban otras partes del laberinto que se retiraran. Trajeron lanzas para probar el suelo. El angosto pasillo no se diferenciaba de los demás. En los bordes del pozo había piedra y luego arena, pero, cerca del centro, las lanzas desaparecían tragadas por la arena.

—Quizá no tiene fondo —aventuró uno de los soldados.

—No lo creo —le contradijo Amerotke—. El desierto tiene trampas de arena, pero esto tiene todo el aspecto de ser un agujero rellenado con arena suelta. La Sala del Mundo Subterráneo se construyó sobre un puesto fronterizo. Lo que estamos mirando es quizás un sótano o alguna mazmorra que se llenó de arena naturalmente con el paso de los años o, lo que me parece más probable, los hicsos lo convirtieron en una trampa mortal. No me extraña que nunca saliera nadie con vida. Aquellos que no perdían la calma, no desmayaban, o no se agotaban antes de tiempo, acabarían por llegar aquí. Señaló los bloques—. ¿Os habéis fijado que todos los pasillos conducen hasta aquí? Salir sólo dependía del azar.

El juez oyó que alguien pronunciaba su nombre. Valu avanzaba cautelosamente hacia ellos, con la sombrilla en una mano y la otra extendida para ayudarse a mantener el equilibrio. A Amerotke le recordó una de esas ancianas que iban de puesto en puesto por el mercado.

—Me han dicho lo que ha ocurrido. —El fiscal miró furioso a los soldados que sonreían con sorna y entregó la sombrilla al que tenía más cerca. Se agachó para mirar el suelo del laberinto—. Una trampa del mundo subterráneo —murmuró—. Sólo el ojo más experimentado y agudo notaría alguna diferencia en la textura del suelo. Pero, incluso así, podría ser demasiado tarde. —Alzó la vista para mirar al juez—. ¿Crees que los hombres desaparecidos cayeron en la trampa?

—El pozo es, desde luego, lo bastante grande y profundo como para tragarse a dos hombres con sus armas.

Valu maldijo el calor asfixiante. Se levantó.

—Para mí es prueba suficiente para reivindicar a Rahmose. —Hizo un ademán a Amerotke para que le siguiera—. ¿Te quedarás aquí todo el día? Debemos investigar el pozo.

—¿Alguna vez has intentado contener el mar? —replicó Amerotke. Después, se encogió de hombros—. Pero quizá sea posible. Todo dependerá de la profundidad del pozo. Ataremos las lanzas a unas pértigas y las hundiremos en la arena. Si las sacamos limpias, sabremos que es demasiado profundo. Pero si están manchadas…

El fiscal estuvo de acuerdo con el plan.

Los ojeadores y los perros abandonaron el laberinto. Prepararon las lanzas y las pértigas que los soldados comenzaron a lanzar una y otra vez. Hacía tanto calor que el fiscal dispuso que todo el mundo se tomara un descanso a la sombra de las palmeras del oasis.

Volvieron al trabajo, y al poco rato se oyeron unos gritos. Habían encontrado algo. Improvisaron una polea. Un ingeniero venido con los ojeadores se hizo cargo del asunto, informó que el pozo, probablemente una bodega, contenía algo. Comenzaron a extraer arena y a última hora de la tarde exhumaron el primer cadáver, con los ojos, la nariz y la boca llenos de arena. Rahmose pidió verlo y después se arrodilló, con el rostro oculto entre las manos, en dirección norte. Valu le tocó en el hombro.

—También encontrarán el otro cadáver. Se retirarán todos los cargos en tu contra y se proclamará tu inocencia. No se ha cometido crimen alguno.

—No estoy de acuerdo. —Amerotke observó el cadáver que mostraba las grotescas contorsiones de una muerte horrible—. Al final —declaró—, fueron asesinados. La Sala del Mundo Subterráneo les convirtió en sus víctimas, como hizo con todos los demás. —Saludó a Valu—. El asunto está ahora en tus manos. Como sabes, tengo que atender otros compromisos en Tebas.

C
APÍTULO
XIII

S
hufoy y Prenhoe se estaban divirtiendo de lo lindo. En la taberna y prostíbulo cercana a los muelles reinaba un bullicio tremendo. Los maleantes, parias, adivinos, curanderos, charlatanes y timadores se mezclaban alegremente sin que ninguno tuviera la osadía de intentar aprovecharse de los demás. El enano y el escriba, sentados en un rincón, no se perdían ni un solo detalle. Había muchachas de todas las nacionalidades: nubias, libias, caananitas, kishitas, e incluso muchachas rubias de piel blanca de las islas más allá del gran delta, dispuestas a satisfacer cualquier preferencia de la clientela, o al menos, eso anunciaba una inscripción en la pared.

—Todo truhán que vive a orillas del Nilo acaba apareciendo por aquí —comentó Shufoy con un tono anhelante. Señaló a un marinero fenicio—. Ha estado en lugares con los que nosotros sólo podemos soñar. Afirma haber navegado a través del gran verde, hasta tierras donde los bosques son tan espesos como las púas de un puercoespín y las montañas están coronadas de nieve. Relata historias que te darían pesadillas durante semanas.

—Pero, ¿son ciertas? —inquirió Prenhoe ansiosamente.

—¡Qué más da! —Shufoy se pasó la mano por el muñón de la nariz—. No es la historia lo que cuenta, Prenhoe, sino cómo se relata.

A Prenhoe le encantaba estar aquí, aunque se sentía un tanto inquieto. El humo y olor de las lámparas de aceite dificultaban la visión y provocaban que el aire fuera ciertamente irrespirable. Se veían sombras que entraban y salían de las habitaciones y del local. En el patio exterior había comenzado una pelea a navajazos. Un trabajador de la Necrópolis iba de mesa en mesa buscando clientes para una visita a una cueva donde les mostraría la momia de un hombre enterrado vivo.

—Tiene el pelo del color del trigo —prometía— y la piel tan clara como la arena.

Shufoy respondió con un gesto obsceno y el hombre se apartó.

—¿Qué estamos esperando? —preguntó Prenhoe.

—Mi amo me encargó una misión —declaró el enano—, y estoy aquí para completarla.

Una sombra surgió de la penumbra y se sentó en el taburete que quedaba libre: alto, nervudo, las facciones delgadas, la nariz afilada como una pluma y los ojos rasgados. La piel del desconocido estaba quemada por el sol. Se dejaba crecer el pelo y llevaba barba de varios días. Vestía una túnica amarilla roñosa y rasgada. Prenhoe se fijó en que tenía un solo brazo; del otro, sólo quedaba un muñón cauterizado con brea. Levantó la mano buena y gesticuló con los dedos.

—He encontrado lo que buscabas.

—¿Quién eres tú? —preguntó Prenhoe.

La vista del hombre se desvió, por un momento, hacia el muchacho.

—No es nada de tu incumbencia. ¿Quién es tu curioso amigo, Shufoy?

—Un hombre leal y un escriba muy inteligente —respondió el enano.

—Los burros rebuznan y los escribas escriben. —El hombre miró otra vez a Prenhoe—. No tengo nombre. Me conocen como el vagabundo del río.

Shufoy le entregó un pequeño trozo de plata.

—Si me mientes… —advirtió.

—No te mentiré —se apresuró a afirmar el vagabundo del río—. Pero las noticias no son buenas. El hombre que tú llamas Antef sí que marchó con el ejército. Al parecer, resultó herido en la gran batalla cerca del delta.

—Sé a qué batalla te refieres —dijo Shufoy—. Mi amo participó en ella.

—Después, Antef apareció en Menfis. Dice que perdió la memoria, ¿no es así?

El enano asintió.

—Pues no es eso lo que he oído por ahí. Corre el rumor de que desertó, que incluso se volvió a casar.

—¿Con quién se casó? —preguntó Prenhoe.

—¡Vaya, escriba, con una muchacha por supuesto! —El vagabundo del río se echó a reír y después se hurgó entre los dientes, afilados como los de un perro—. Se enamoró de la hija de un comerciante que tiene un tenderete en uno de los patios del templo en Menfis.

—¿Qué ocurrió después?

—No estoy muy seguro. Alguna rencilla doméstica. El suegro lo echó de la casa.

—¿Por qué?

—Por robar.

—¿Plata, oro?

—No. —El vagabundo del río sacudió la cabeza—. Unas pequeñas cajas hechas de sándalo.

—¿Eso fue lo que robó? —Shufoy sonrió alegremente—. ¿Puedes hacerme otro favor? —Se acercó al hombre para hablarle al oído.

El vagabundo hizo una mueca, pero acabó por asentir.

—Te costará algo más.

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