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Authors: Paul Doherty

Tags: #Histórico, Intriga

Los asesinatos de Horus (23 page)

BOOK: Los asesinatos de Horus
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—Pero, ¿qué pasará si no es del aire? —preguntó Amerotke—. ¿Qué pasará si Neria y el padre divino Prem descubrieron algo que pudiera plantear una duda y hacer reflexionar a la gente?

—¿Cuáles son esas pruebas que mencionas? —se burló Sengi—. Soy un historiador, mi señor Amerotke. Te aseguro, sin la menor vacilación, que jamás se ha sentado mujer alguna en el trono de Egipto. Es cierto —se apresuró a añadir—, que aparecen mujeres regentes, reinas madres…

—Y eso es lo que tú y los demás deseáis, ¿no es así? —le interrumpió Amerotke—. Que la divina Hatasu sea una especie de tutora. ¿Durante cuánto tiempo? ¿Estás casado, Sengi?

El jefe de los escribas sacudió la cabeza. Por un momento, Amerotke se sintió dominado por la ira; alguien como Sengi era el responsable de los asesinatos y de despiadados ataques contra su persona.

—¿Dónde quieres que esté Hatasu? —añadió Amerotke—. ¿En la Casa de la Reclusión con las demás mujeres del harén? ¿Quieres que lleve flores de loto, un amasado de perfume en la peluca, una copa en una mano y la sistra en la otra?

Sengi tragó saliva.

—Sólo hice lo que se me pidió —balbució.

—¿Hasta dónde llega tu amistad con los otros sacerdotes: Isis, Osiris, Amón, Anubis y el ahora difunto Hathor?

El joven bibliotecario los miraba boquiabierto. Sengi había enrojecido hasta las raíces del cabello.

—Me pregunto si no estarás a sueldo de ellos. —Amerotke se echó hacia atrás en el taburete—. ¿Te sobornaron para afirmar, como jefe de los escribas de la Casa de la Vida en el templo de Horus con el gran erudito Pepy a tu lado, que no habías descubierto absolutamente nada?

—No tengo por qué escuchar todo esto. —Sengi se levantó, airado—. Mi señor Amerotke, esta no es la Sala de las Dos Verdades.

—No, pero podría serlo. —Amerotke sonrió—. Como dice mi sirviente, Shufoy, cada día es una nueva vida y la fortuna una rueda caprichosa. —Hizo un ademán y Sengi volvió a sentarse—. Eres un estúpido. ¿No ves que los ojos y oídos del faraón le dará la vuelta a todo esto? La divina Hatasu quiere que su ascensión sea aclamada por todos, pero hay discusiones y posturas opuestas entre los sumos sacerdotes de Tebas. La divina Hatasu decidió que el tema se debatiera aquí en el templo de Horus. Personalmente, creo que cometió un error. Los sacerdotes se reunieron, el divino faraón les hizo una pregunta, y ellos responderán lo que les parezca. Demostrarán que no existen precedentes. Es muy cierto que el sumo sacerdote Hani y su esposa Vechlis se muestran favorables, pero no ocurre lo mismo con el resto, ¿no es así? Sospecho que muchos de ellos, probablemente todos, incluido tú, sois partidarios de Rahimere, el antiguo Gran Visir que se oponía a Hatasu.

La inquietud de Sengi crecía por momentos.

—Comienzo a creer que la reunión del consejo es una pérdida de tiempo —añadió Amerotke—. Los sacerdotes simulan que discuten, cuando en realidad ya han tomado su decisión.

—¡Puede que sí, pero eso no me convierte en un asesino! —Sengi volvió a levantarse—. Soy un sacerdote y un erudito. Siempre he servido bien a la Casa Divina. —Sin esperar respuesta, se dirigió a la puerta y abandonó la biblioteca.

—¿Quieres que lo siga, mi señor?

—No nos dijo por qué vino aquí —murmuró Amerotke.

—Es probable que se sorprendiera al encontrarte aquí —le explicó Khaliv—. Viene muy a menudo. ¿Es verdad eso que has dicho, mi señor, de que los sumos sacerdotes, aparte de Hani, ya han tomado su decisión?

—Por supuesto.

—Entonces, ¿por qué los asesinatos?

—Porque Neria quizá descubrió algo extraordinario. Creo que lo encontró aquí.

—Si es así, nunca se lo dijo a nadie.

—Lo sé, lo sé. —Amerotke repicó con la punta de los dedos en la mesa—. Eso es, precisamente, lo que me hace dar vueltas y más vueltas, y siempre me lleva a la pregunta que Sengi nunca contestó, o mejor dicho la respondió, pero que nosotros no seguimos hasta su lógica conclusión. Ahora Pepy está considerado como un ladrón. Suponemos que se llevó de aquí un manuscrito de valor incalculable. Si aceptamos ese supuesto, demostró una astucia increíble a la hora de escamotearlo al registro de los guardias, pero después fue un estúpido al venderlo a algún comprador de Tebas.

Khaliv, cada vez más intrigado, no dejaba de escudriñar la mirada del juez.

—Sólo hay una conclusión posible —añadió Amerotke—. No creo que Pepy robara ningún manuscrito. Alguien le pagó posteriormente e hizo ver como si nuestro erudito hubiese robado, efectivamente, algún papiro. Eso significaría que el manuscrito desaparecido, el que estaba estudiando Pepy, todavía permanece aquí.

El joven bibliotecario se rascó la cabeza.

—Mi señor, estoy seguro de que sigue aquí. Nuestras medidas de seguridad contra los robos hacen prácticamente imposible que se pueda hurtar nada de lo que tenemos en la biblioteca.

—En cambio, sí que se puede cambiar algo de lugar. —Amerotke sonrió—. Qué mejor lugar puede haber para ocultar un libro o un manuscrito, mi erudito Khaliv, que entre otros libros y manuscritos. —El juez supremo se levantó para acercarse a las estanterías—. Cuando todo esto se acabe, Khaliv, la divina Hatasu hará sentir su desagrado. Sus oponentes sentirán la opresión de su pie en los cuellos. —Miró al joven de soslayo—. Pero sus amigos, aquellos que han defendido la verdad, se verán magníficamente recompensados.

Khaliv le miró con los ojos brillantes y los labios entreabiertos.

—Buscaré el manuscrito de Pepy, mi señor. Yo lo encontraré.

—Muy bien. —Amerotke volvió a sentarse en el taburete—. Como te dije antes, confío en ti, Khaliv.

—¿No crees que yo podría ser el asesino?

El juez supremo sacudió la cabeza.

—No, eres demasiado joven e inocente. La persona que planeó estos asesinatos es alguien muy astuto y con mucha experiencia. Si supiera algo más de Neria… ¿Le gustaban las mujeres?

—Oh, sí, pero era muy discreto.

—¿Hasta qué punto?

—El templo es como un pueblo en pequeño, mi señor. Las personas se enamoran, se desean. —Khaliv esbozó una sonrisa—. Por las noches, los pasillos se pueblan de sombras y se escucha el rumor de los pasos sigilosos.

—Dime una cosa. —Amerotke juntó las manos—. ¿Alguna vez viste a Neria con una mujer?

—No, mi señor, pero en el templo o en el santuario, como cualquier otro hombre, su vista no dejaba de fijarse en las mujeres.

—¿Antes de morir, hizo algo incorrecto?… Lo que sea.

Khaliv volvió a sacudir la cabeza.

—¿Estás seguro?

—Mi señor, si lo supiera, no dudaría en decírtelo.

Amerotke cerró los ojos. Pensó en la cripta fría y silenciosa, en las escaleras que conducían a la misma, en las pinturas que cubrían las paredes.

—¿Tienes aquí algún documento que explique las pinturas de la cripta?

—Tenemos una crónica —contestó Khaliv—. Cuando los hicsos invadieron Egipto, algunos de estos manuscritos fueron ocultados, otros se los llevaron a lugares más seguros. La biblioteca fue incendiada. Pero cuando el padre de la divina Hatasu expulsó a los hicsos, la vida del templo volvió a la normalidad. Un anciano sacerdote escribió una crónica de aquellos años.

El bibliotecario se levantó para ir a una de las estanterías. Cogió la crónica, un rollo de papiro amarillento que había sido sometido a un tratamiento especial de vidriado, como si se tratara de una pieza de cerámica, para ayudar a su conservación. Lo trajo a la mesa. Amerotke le dio las gracias y desató el lazo rojo. La crónica estaba escrita en variedad de estilos, con algunos dibujos bastante burdos, jeroglíficos y la escritura hierática de los sacerdotes. Incluía oraciones y rogativas al faraón. Había una breve biografía del escritor y, después, el viejo escriba se había embarcado de lleno en el relato de los terribles acontecimientos producidos por la invasión de los hicsos: su crueldad, los sacrificios humanos, la destrucción de las ciudades, el derribo de los altares, la quema de templos y santuarios, el asesinato o la expulsión de los sacerdotes. El escriba citaba, con orgullo, cómo los sacerdotes de Horus se habían mantenido fieles a Egipto y a sus dioses, y cómo habían buscado refugio en las catacumbas. El juez estaba tan absorto en la lectura que se sobresaltó cuando Khaliv le tocó el hombro.

—¿Quieres que me vaya? —preguntó Amerotke. Miró en torno. El escriba había iniciado la búsqueda del manuscrito desaparecido.

—No, no, mi señor. Tampoco he encontrado nada, de momento, pero acabo de recordar algo referente a Neria.

Amerotke apartó el rollo de papiro mientras Khaliv se sentaba en un taburete.

—Como sabes, mi señor, algunos sacerdotes llevan tatuajes en sus cuerpos. Puede ser la cabeza de Horus, o un escarabajo, alguna señal para protegerse de la mala fortuna.

—¿Neria tenía un tatuaje?

—No, quiero decir, sí —tartamudeó Khaliv—. Fue dos o tres días antes de su muerte. Entró en la biblioteca y vi que cojeaba un poco. Le pregunté si le había pasado algo. «Estoy muy bien, hijo mío», me respondió. Siempre me llamaba así. «¿Te has caído?» insistí. Entonces Neria me confesó que había ido a un salón de tatuajes de la ciudad. Le hice algunos comentarios burlones. «¿Te has hecho tatuar el nombre de alguna mujer?» «No, no», negó. «Sólo es una imagen de Selket.»

—La diosa Escorpión —murmuró Amerotke—. Es una manifestación del calor ardiente del sol. ¿Demostraba alguna predilección especial por ella?

—Lo ignoro.

—Pero dijiste que cojeaba. Eso significa que se había hecho tatuar en el muslo.

—Supongo que sí, mi señor. Lo habitual es en los muslos, el estómago, el pecho, o los hombros.

Amerotke le dio las gracias, y Khaliv volvió a ocuparse de la búsqueda. «¿Por qué un sacerdote, un escriba, un bibliotecario haría algo así?» se preguntó. Chasqueó la lengua. ¿Había alguna relación entre Selket y los antiguos faraones que habían gobernado Egipto? El juez supremo sacudió la cabeza y siguió con la lectura.

Comenzó a oscurecer. Amerotke continuó con su tarea; la crónica era apasionante. Conocía parte de la historia, pero el cronista era un hombre que había sido testigo de los sangrientos episodios y relataba con una pasión que provenía del corazón. Se puso cómodo, consciente de los movimientos de Khaliv, que murmuraba para él mismo mientras proseguía vaciando estanterías. Amerotke admiró su entusiasmo ante la monumental tarea que había emprendido. Los guardias llamaron a la puerta, pero Khaliv les dijo que esperaran.

El juez supremo llegó a una parte que avivó su interés. El autor narraba las tropelías cometidas por los príncipes hicsos en las Tierra Rojas, fuera de Tebas. Ofrecía una descripción muy detallada del siniestro laberinto que habían construido y que, en la actualidad, se conocía como la Sala del Mundo Subterráneo. Se detuvo en una de las frases.

—¿No es extraño, Khaliv?

—¿Qué, mi señor?

—Buscas una verdad y tropiezas con otra.

Amerotke leyó rápidamente. Apartó de su mente todos los pensamientos referentes a Neria y los asesinatos en el templo. Cerró los ojos y rezó una oración de agradecimiento a Maat.

—¡Khaliv, deprisa! Envía a uno de los guardias a mis habitaciones. Dile que traiga aquí inmediatamente a Asural, Prenhoe y Shufoy.

Amerotke releyó el párrafo y después enrolló el papiro. Se lo devolvió a Khaliv y le dio una palmadita en el hombro.

—Mañana por la mañana me ausentaré del templo durante un par de días. —Levantó un dedo en señal de advertencia—. Continúa con la búsqueda, pero hazlo en secreto. Si el asesino descubre lo que estás haciendo, te aseguró que estarás muerto antes de mi regreso.

C
APÍTULO
XII

L
os cuatro carros de guerra avanzaban rápidamente a través de los fértiles campos verdes y amarillos y de los canales de riego que se extendían al este del Nilo. Sobre sus cabezas, el cielo azul comenzaba a adquirir un tinte violáceo a medida que el sol declinaba hacia el horizonte. Los carruajes se desviaron ligeramente y siguieron por el camino polvoriento, dejando atrás el Valle de los Reyes, para dirigirse hacia las peligrosas Tierras Rojas, al este de Tebas. Los cascos de los caballos batían el suelo pedregoso que hacía rebotar las ruedas de los carros. La luz del sol se reflejaba en los pasamanos de bronce y en los adornos de electrum de las cajas de mimbre. Las grandes ruedas giraban, los cocheros manejaban las riendas con mano experta; los caballos eran negros como la noche, los más veloces de las cuadras del faraón.

Cada carro llevaba un cochero y un soldado. El de vanguardia en el que viajaba Amerotke, desplegaba el estandarte plateado del regimiento de Horus. Además, todos los vehículos llevaban la insignia de las cigüeñas salvajes, una unidad del regimiento formada por los maryannou, los Bravos del Rey. Eran soldados veteranos que habían sido recompensados personalmente por el divino faraón con la insignia de oro al valor.

Amerotke separó un poco los pies y sujetóse al pasamanos. El aire ardiente del desierto le azotaba el rostro. Miró de reojo al cochero que empuñaba las riendas con mano firme. La cara del hombre estaba crispada por la tensión, aunque se sentía glorioso, feliz de encontrarse lejos de las estrechas callejuelas y las pobladas avenidas de la ciudad. Los caballos, descansados y bien alimentados, tiraban vigorosamente de los carros, y los penachos de guerra rojos que llevaban en la cabeza subían y bajaban como las olas. El juez supremo echó una mirada a las armas que llevaba: dos arcos largos, una aljaba llena de flechas, tres jabalinas en una funda y, junto a su rodilla, un escudo para ser utilizado en la batalla. No es que esperaran encontrarse con ningún enemigo, pero el joven oficial al mando del escuadrón se había mostrado cauto. Al recibir la orden de llevar a Amerotke al oasis de Amarna y de acampar junto a la Sala del Mundo Subterráneo, había mostrado una expresión de recelo.

«¿No te asustarán las leyendas?» le había preguntado Amerotke, con un tono un tanto burlón. «No, mi señor, —fue la respuesta— pero no iría allí por propia voluntad. Hemos oído rumores de que algunos de los nómadas se han unido y que están atacando a las caravanas. También hay informes de ataques a un par de puestos avanzados».

Amerotke había dedicado la mayor parte del día a los preparativos. Envió mensajes urgentes a Valu y Omendap para comunicarles que la misteriosa desaparición de los dos jóvenes oficiales sólo se podía aclarar con una exploración a fondo del laberinto. Omendap, por supuesto, había reaccionado en el acto, mandando todo un escuadrón de carros de guerra a disposición de Amerotke, pero él había pedido más. Quería sabuesos, bien entrenados, de las perreras reales, así como ojeadores expertos. Omendap le había comentado que necesitaba un poco más de tiempo para organizado; impaciente, Amerotke había decidido partir antes y esperar la llegada de los demás a la mañana siguiente. «Es posible que esté en un error —pensó—, pero, al menos, podré regresar a mi corte y decir que he visitado la escena del crimen.»

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