Los papeles póstumos del club Pickwick (119 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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Reinó un breve silencio, y al cabo dijo Sam con voz tierna, pero entera:

—Agradezco a usted con toda mi alma todas sus bondades, sir; pero no puede ser.

—¡Cómo que no puede ser! —exclamó, asombrado, Mr. Pickwick.

—¡Samivel! —dijo Mr. Weller con dignidad.

—Digo que no puede ser —repitió Sam, elevando el diapasón—, porque, ¿qué sería de usted, sir?

—Hijo mío —repuso Mr. Pickwick—: los recientes cambios que han sobrevenido entre mis amigos han de alterar en lo futuro mi modo de vivir completamente; además, voy siendo viejo, y necesito reposo y quietud. Mis correrías, Sam, han terminado.

—¿Qué sé yo, sir? —arguyó Sam—. ¡Eso lo piensa usted ahora! Pero supongamos que cambia usted de idea, lo cual no es nada difícil, porque tiene usted un alma de veinticinco años, ¿qué sería de usted sin mí? No puede ser, sir, no puede ser.

—Muy bien, Samivel; tienes mucha razón —dijo, animándole, Mr. Weller.

—Digo esto después de meditar largamente, Sam, y seguro de cumplir mi palabra —dijo Mr. Pickwick, moviendo la cabeza—. No son para mí las nuevas escenas; mis correrías han tocado a su fin.

—Muy bien —repuso Sam—. Entonces ésa es la mejor razón para que tenga usted alguien a su lado que le entienda, que le anime y que atienda a sus comodidades. Si es que usted quiere otro más fino y pulido, tómelo en buen hora; pero, con salario o sin salario, con aviso o sin aviso, alimentado o sin alimentar, en casa o fuera de la casa, Sam Weller, al que usted tomó en la vieja posada del Borough, se queda con usted, suceda lo que suceda. ¡Y aunque todo y todos se opongan, no podrán evitarlo!

Al terminar esta declaración, formulada por Sam bastante conmovido, levantóse de la silla el viejo Mr. Weller, y olvidando toda consideración de tiempo, lugar y conveniencia, agitó el sombrero en el aire y dio tres vehementes vivas.

—Hijo mío —dijo Mr. Pickwick luego que se hubo sentado Mr. Weller, anonadado por su propio entusiasmo—, tú no tienes más remedio que pensar en la muchacha.

—Ya pienso en la muchacha, sir —dijo Sam—. En la muchacha he pensado ya. He hablado con ella, le he contado mi situación; ella está dispuesta a esperarme, y creo que lo hará. Si no lo hiciera, no sería la muchacha que yo creí, y bien pronto la dejaría. Usted ya me conoce, sir. Estoy resuelto, y nada puede hacerme cambiar.

¿Quién podría combatir esta resolución? Mr. Pickwick desde luego que no. La desinteresada ternura de este humilde camarada despertaba en su pecho más orgullo y gratitud que diez mil protestas amistosas de los más grandes hombres de la tierra.

Mientras se ventilaba esta conversación en la estancia de Mr. Pickwick, un viejecito con traje color de tabaco, seguido de un mozo que llevaba un pequeño portamantas, presentóse en el vestíbulo, y luego de pedir una cama para pasar la noche, preguntó al camarero si hospedábase allí cierta señora Winkle, a cuya pregunta no hay que decir que respondió el camarero afirmativamente.

—¿Está sola? —preguntó el viejecito.

—Creo que lo está, sir —replicó el camarero—. Puedo llamar a su doncella, sir, si usted...

—No, no la necesito —dijo con prontitud el viejecillo—. Indíqueme su habitación sin anunciarme.

—¿Cómo, sir? —preguntó el camarero.

—¿Es usted sordo? —inquirió el viejecito.

—No, sir.

—Entonces escuche si quiere. ¿Me oye usted ahora?

—Sí, sir.

—Está bien. Indíqueme la habitación de la señora Winkle sin anunciarme.

Al pronunciar este mandato el viejecito deslizó una moneda de cinco chelines en la mano del camarero y le miró con firmeza.

—La verdad, señor —dijo el camarero—, yo no sé, sir, si...

—iAh!, ya veo que lo hará usted —dijo el viejecito—. Lo mejor será que lo haga inmediatamente. Así no perderemos el tiempo.

Advirtióse en el viejecito tanto aplomo y decisión, que el camarero se metió en el bolsillo los cinco chelines y condujo al anciano al piso de arriba sin decir palabra.

—¿Es ésta la habitación? —dijo el caballero—. Puede usted retirarse.

Obedeció el camarero, no sin preguntarse a sí mismo quién pudiera ser el recién llegado y qué es lo que venía buscando. El viejecito, después de esperar que desapareciera el camarero, llamó ala puerta.

—¡Adelante! —dijo Arabella.

—iHum!, por de pronto la voz es muy dulce —murmuró el viejecito—; pero no importa.

Diciendo esto abrió la puerta y entró. Arabella, que estaba sentada haciendo labor, levantóse al ver que era un extraño, algo confusa, mas sin perder en manera alguna su gracia habitual.

—Tenga la bondad de no levantarse, señora —dijo el desconocido, entrando y cerrando la puerta—. ¿La señora Winkle, presumo?

Arabella hizo una inclinación de cabeza.

—¿La señora de Nathaniel Winkle, que se casó con el hijo del anciano de Birmingham? —dijo el desconocido, contemplando a Arabella con visible curiosidad.

Inclinó de nuevo Arabella la cabeza y miró inquieta en torno, dudando si llamar o no en demanda de socorro.

—Está usted asustada, bien lo veo, señora —dijo el anciano.

—Confieso que algo —replicó Arabella, cada vez más intrigada.

—Me sentaré, si usted me lo permite, señora —dijo el desconocido.

Tomó una silla, y sacando un estuche de su bolsillo, extrajo con toda pausa unos anteojos y los montó en su nariz.

—¿No me conoce usted, señora? —dijo, mirando con tanta fijeza a Arabella, que empezó ésta a sentirse alarmada.

—No, sir—replicó ella tímidamente.

—No —dijo el caballero, balanceando su pierna izquierda—. ¿Y por qué había de conocerme? Sin embargo, señora, conoce usted mi nombre.

—¿Sí? —dijo Arabella, temblando sin saber por qué—. ¿Me permite que le pregunte cuál es?

—En seguida, señora, en seguida —dijo el desconocido, sin retirar sus ojos del rostro de la dama—. ¿Se ha casado usted hace poco, señora?

—Sí —replicó Arabella en tono apenas perceptible, dejando su labor y sintiéndose grandemente agitada al notar que un pensamiento, que poco antes se insinuara en su mente, imponíasele ahora con mayor imperio.

—¿Sin haber aconsejado a su marido la conveniencia de consultar previamente a su padre, de quien depende, según creo?

Arabella se llevó el pañuelo a los ojos.

—¿Sin tratar siquiera de averiguar, por cualquier medio indirecto, cuál pudiera ser la opinión del anciano sobre un punto que por razón natural tanto debía interesarle? —dijo el desconocido.

—No puedo negarlo, sir—dijo Arabella.

—¿Y sin poseer fortuna propia suficiente con que proporcionar a su marido una ayuda permanente a cambio de las ventajas materiales que usted sabía podría él haber obtenido de haberse casado a gusto de su padre? —dijo el anciano—. Esto es lo que se llama entre los muchachos y muchachas amor desinteresado, hasta que tienen muchachos y muchachas y llegan a ver las cosas bajo una luz más cierta y diferente.

Las lágrimas comenzaron a fluir rápidamente de los ojos de Arabella, en tanto que imploraba desfallecida, alegando su juventud e inexperiencia, que sólo el amor habíala inducido a dar aquel paso y que casi desde su infancia habíase visto privada del consejo y guía de sus padres.

—Mal hecho —dijo el anciano en tono más dulce—, muy mal hecho. Fue locura, romanticismo y nada mercantil.

—Culpa mía, sólo culpa mía, sir —replicó, llorando, la pobre Arabella.

—Tonta —dijo el anciano—. ¿Cómo ha de haber tenido usted la culpa de que él se enamorase? Aunque, en rigor —dijo el anciano, mirando a Arabella con cierta picardía—, sí fue culpa de usted. Él no pudo evitarlo.

Esta solapada lisonja, la manera extraña con que el viejo hubo de formularla, o el énfasis vacilante —mucho más amable del que al principio empleara—, o las tres cosas juntas, hicieron sonreír a Arabella a través de sus lágrimas.

—¿Dónde está su marido? —preguntó el anciano de pronto, reprimiendo una sonrisa que pugnaba por asomar a su rostro.

—Le estoy esperando siempre, sir —dijo Arabella—. Le convencí esta mañana para que se diera un paseo. Está muy abatido y triste por no saber nada de su padre.

—Está abatido, ¿verdad? —dijo el anciano—. ¡Se lo merece!

—Lo que siento es que sufre por causa mía —dijo Arabella—; y al ver esto también sufro yo mucho. Yo sola he sido la que le he traído a esta situación.

—No sufra usted por él, querida —dijo el anciano—. Se lo merece bien. Me alegro... me alegro mucho por lo que a él se refiere.

Aún no había pronunciado el viejo estas palabras cuando se oyeron por la escalera unos pasos, que tanto él como Arabella reconocieron al momento. Palideció el hombrecito, y haciendo un gran esfuerzo por conservar la serenidad, levantóse al entrar Mr. Winkle.

—¡Padre! —gritó Mr. Winkle, retrocediendo lleno de asombro.

—Sí, sir—replicó el viejecito—. Bien, sir. ¿Qué es lo que tiene usted que decirme?

Mr. Winkle permaneció silencioso.

—¿Estará usted avergonzado de sí mismo, supongo, sir? —dijo el anciano.

Mr. Winkle persistió en su silencio.

—¿Está usted avergonzado, sir, o no? —preguntó el anciano.

—No, sir —replicó Mr. Winkle, cogiéndose del brazo de Arabella— No estoy avergonzado de mí ni tampoco de mi mujer.

—¡Hay que ver! —gritó irónicamente el anciano.

—Siento mucho haber hecho una cosa que ha hecho menguar su afecto hacia mí, sir —dijo Mr. Winkle—; pero digo al mismo tiempo que no hay razón alguna para que me avergüence de haber tomado a esta señora para esposa mía ni para que usted se avergüence de tenerla por hija.

—Dame tu mano, Nat —dijo el anciano con voz balbuciente—. Dame un beso, amor mío. Después de todo, es usted una nuera encantadora.

A los pocos minutos marchó Mr. Winkle en busca de Mr. Pickwick, y volviendo con él, se lo presentó a su padre, estrechándose las manos ambos caballeros por espacio de cinco minutos.

—Mr. Pickwick: doy a usted las gracias más cordiales por todas las bondades que ha dispensado a mi hijo —dijo el anciano Mr. Winkle con llana vehemencia—. Soy un hombre algo atropellado, y la última vez que le vi me sentí contrariado y sorprendido. Ahora he juzgado ya por mí mismo, y estoy más que satisfecho. ¿Quiere más explicaciones, Mr. Pickwick?

—Ninguna —replicó éste—. Acaba usted de hacer lo único que me faltaba para completar mi felicidad.

Con este motivo estrecháronse de nuevo las manos por espacio de otros cinco minutos, deshaciéndose en frases amables, que añadían a tal condición el mérito de ser sinceras.

Al volver Sam de dejar solícito a su padre en la Belle Savage, encontróse en el patio al chico gordo, que acababa de llegar con una esquela de Emilia Wardle.

—Oiga —dijo José, con desusada locuacidad—, qué muchacha tan bonita es María, ¿verdad? ¡Si viera usted cuánto la quiero yo!

Abstúvose Mr. Weller de darle verbal respuesta, y contemplando al chico gordo un momento, estupefacto ante aquella presunción, le lanzó hacia un rincón, agarrándole por el cuello, y le despidió, dándole un puntapié inofensivo, aunque ceremonioso. Acto seguido entró en la casa silbando.

57. En el que el Club Pickwick se disuelve finalmente y el relato llega a buen fin, para satisfacción de todos

Durante la semana que siguió a la feliz llegada de Mr. Winkle, de Birmingham, Mr. Pickwick y Sam Weller ausentáronse del hotel todos los días, sin regresar a él más que a las horas de comer, y mostraban en su semblante un aire de misterio y de importancia ajeno por completo a sus caracteres. Era evidente que se preparaban grave y memorables acontecimientos; mas todos perdíanse en conjeturas acerca de la causa de tan raro proceder. Algunos, entre los cuales se contaba Mr. Tupman, inclinábanse a sospechar que Mr. Pickwick acariciaba un proyecto de matrimonio, pero las señoras rechazaban enérgicamente esta hipótesis. Creían otros que tal vez preparase alguna expedición lejana, para la que hacía los aprestos preliminares. Pero también esto había sido rotundamente desmentido por el mismo Sam, quien, acosado a preguntas por María, aseguró firmemente que no se trataba de emprender nuevos viajes. Al fin, cuando los cerebros de todos hubiéronse atormentado con ociosas figuraciones durante seis días completos, decidióse por unanimidad invitar a Mr. Pickwick a que explicara su conducta y declarase de un modo terminante los motivos que así le retraían de la sociedad de unos amigos que tanto le admiraban.

Con este propósito, Mr. Wardle invitó a todo el círculo a comer en el Adelphi Hotel, y cuando las botellas hubieron dado dos veces la vuelta a la mesa planteó la cuestión en estos términos:

—Estamos todos impacientes —dijo el anciano señor— por saber en qué habremos podido ofenderle para que nos abandone así, consagrando su tiempo a esos solitarios paseos.

—¿Sí? ¡Qué cosa más singular! —respondió Mr. Pickwick—. Precisamente tenía yo la intención de darles hoy mismo una completa explicación. Así, pues, si queréis servirme otro vaso de vino quedará satisfecha vuestra curiosidad.

Las botellas pasaron de mano en mano con ligereza desacostumbrada, y Mr. Pickwick, mirando con alegre sonrisa a sus numerosos amigos, continuó:

—Todos los cambios que han sobrevenido entre nosotros, quiero decir el matrimonio que se ha efectuado y el que debe efectuarse, con los trastornos que acarrean, han hecho necesario que piense seriamente, antes que nada, en mis planes para el porvenir. He determinado retirarme a los alrededores de Londres, a un lugar bonito y tranquilo. He visto una casa que exactamente responde a mi deseo; la he comprado y amoblado. Está completamente dispuesta para recibirme, y cuento instalarme en ella en seguida, esperando que aún pueda vivir para pasar muchos años felices en este apacible retiro, alegrado durante el resto de mis días por la sociedad de mis amigos y seguido a mi muerte de sus tiernos recuerdos.

Aquí Mr. Pickwick se detuvo, dejándose oír alrededor de la mesa un leve murmullo.

—La casa que he comprado —prosiguió Mr. Pickwick— está en Dulwich y situada en uno de los parajes más agradables de los arrabales de Londres; tiene un gran jardín, está arreglada muy confortablemente y tal vez no le falte elegancia; pero sobre esto ya juzgaréis vosotros. Sam me acompañará allí. He tomado, siguiendo la recomendación de Perker, un ama de llaves, una anciana señora, y los criados que ella ha estimado necesarios. Me propongo consagrar ese pequeño retiro con una ceremonia que tengo mucho interés en que allí se celebre. Deseo, si mi amigo Wardle no se opone, que la boda de su hija se efectúe en esta nueva morada el día en que yo tome posesión de ella. La felicidad de los jóvenes —prosiguió Mr. Pickwick, un poco emocionado— ha sido siempre el placer más grande de mi vida; mi corazón se regocijará cuando sea testigo, bajo mi propio techo, de la felicidad de mis más caros amigos.

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