Los papeles póstumos del club Pickwick (120 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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Mr. Pickwick se detuvo en este punto; se percibían los sollozos de Arabella y Emilia.

—Me he puesto en comunicación verbal y por escrito con el Club —prosiguió Mr. Pickwick—, dándole a conocer mi propósito. Durante nuestra larga ausencia se han producido en él disensiones internas, y mi retirada, unida a otras diversas circunstancias, ha ocasionado su disolución. El Club Pickwick ya no existe. Por muy frívolo que mi afán de novedades haya podido parecer a ciertas gentes —continuó Mr. Pickwick con voz más grave—, jamás sentiré haber dedicado cerca de dos años a estudiar las diferentes variedades y matices del carácter humano. Dedicado casi toda mi vida a los negocios y a la persecución de la fortuna, han surgido ante mí numerosas escenas, de las que no tenía idea alguna, que espero hayan desarrollado mi inteligencia y perfeccionado mi espíritu. Si poco bien he podido hacer, confío que haya sido menor el daño por mí ocasionado. Tengo, pues, la esperanza de que, al declinar mi vida, todas mis aventuras no serán otra cosa que un manantial de recuerdos consoladores y agradables. ¡Dios os bendiga a todos!

Al terminar estas palabras, Mr. Pickwick llenó y bebió una copa con mano temblorosa. Sus ojos se humedecieron cuando sus amigos, levantándose simultáneamente, brindaron por él desde el fondo de sus corazones.

Pocas cosas había que arreglar para llevar a cabo el matrimonio de Mr. Snodgrass. Como no tenía padres y fuera en su menor edad pupilo de Mr. Pickwick, éste conocía perfectamente el estado de su fortuna. Las cuentas que rindió a Mr. Wardle le satisficieron completamente; bien es verdad que cualquier cuenta hubiérale satisfecho de igual manera, pues el buen anciano rebosaba de bondad y alegría. Habiendo otorgado a Emilia una buena dote, quedó fijada la fecha del casamiento para dentro de cuatro días. La premura con que hubieron de llevarse a cabo todos los preparativos hizo perder la cabeza a tres modistas y a un sastre.

Al día siguiente Mr. Wardle hizo enganchar caballos de posta a su carruaje y partió para Dingley Dell en busca de su madre, para traerla a la ciudad. Se desvaneció al pronto la vieja; mas, recobrándose en seguida, ordenó empaquetar al instante su vestido de brocado y se puso a contar algunas circunstancias semejantes sobrevenidas en el matrimonio de la hija mayor de la difunta lady Tollimglower, cuyo relato duró tres horas y se quedó a la mitad. Precisaba informar a la señora Trundle de los preparativos extraordinarios que se estaban haciendo en Londres; y como su estado de salud era a la sazón bastante delicado, fuele comunicada la noticia por Mr. Trundle de modo que no le causara una gran impresión. Mas no le afectó demasiado, pues acto seguido escribió a Muggleton para encargar un nuevo sombrero y un vestido de raso negro, y declaró además su propósito de asistir a la ceremonia. Al oír esto Mr. Trundle envió inmediatamente por el doctor, quien dictaminó que la señora Trundle debía de saber mejor que nadie cómo se encontraba; a esto la señora Trundle contestó diciendo que se sentía con fuerza bastante para ir a Londres, y que estaba decidida a ir. Ahora bien, el doctor, que era un hábil y prudente doctor y que sabía tanto lo que a él le convenía como lo que convenía a los demás, fue de opinión de que si la señora Trundle se quedaba en casa, habría de perjudicarle la contrariedad más que el viaje a la ciudad, y que, por tanto, era preferible dejarla marchar. Partió la dama, en consecuencia, y el doctor tuvo la atención de enviarle una docena de medicamentos para que los fuese tomando por el camino.

Además de todos estos pormenores, Mr. Wardle había sido encargado de escribir dos misivas para dos señoritas que debían figurar en la ceremonia como damas de honor, las cuales, al saber esta importante noticia, se desesperaron, por no estar «a la moda» sus vestidos en ocasión tan señalada y no haber tiempo para encargarse otros, circunstancia que parecía agradar más que otra cosa a los dignos papás de ambas señoritas.

Modificáronse, sin embargo, los anticuados vestidos; confeccionáronse precipitadamente nuevos sombreros, y las dos señoritas mostráronse tan lindas como fuera de esperar. Como, por otra parte, lloraron el día de la ceremonia cuando las circunstancias lo pidieron y se conmovieron oportunamente, granjeáronse la admiración de todos los convidados.

Es cosa que no podríamos decir cómo se las arreglaron para llegar a Londres los dos parientes pobres; si fueron a pie o montados en la trasera de los carruajes; si apelaron a las carretas o si mutuamente se llevaron a cuestas por turno. Lo cierto es que aún llegaron antes que Mr. Wardle y que fueron los primeros en llamar a la puerta de Mr. Pickwick el día de la boda, de punta en blanco y con risueños semblantes.

Fueron recibidos cordialmente, pues la pobreza y la riqueza merecían de Mr. Pickwick idéntica acogida. Los nuevos criados eran todo celo y prontitud; Sam se hallaba en un estado indescriptible de buen humor y exaltación y María estaba deslumbradora de belleza y de lindas cintas. El novio, que residía en casa de Mr. Pickwick desde dos o tres días antes, salió galantemente para reunirse con la novia en la iglesia de Dulwich, acompañado por Mr. Pickwick, Ben Allen, Sawyer y Mr. Tupman. Sam iba en el exterior del carruaje, llevando en el ojal un clavel blanco, regalo de su prometida, y vestido con una nueva y flamante librea, inventada expresamente para la ocasión. Esta alegre comitiva se unió a los Wardle y a los Winkle, a la novia y a las damas de honor y a los Trundle, y acabada la ceremonia rodaron todos los carruajes, de vuelta en demanda del almuerzo, hacia la casa de Mr. Pickwick, donde ya les esperaba el pequeño Perker.

Allí se desvanecieron las ligeras nubes de melancolía acumuladas por la solemnidad de la ceremonia. Todos los rostros brillaban con la más pura alegría y no se oían más que plácemes y felicitaciones. ¡Era tan bello todo!

Por delante, el césped; el jardín, detrás; el diminuto invernadero, el comedor, la sala, las alcobas, el salón de fumar y, sobre todo, el gabinete de trabajo, con sus cuadros, sus butacas, sus vitrinas llenas de curiosidades, sus extravagantes mesas, sus innumerables libros y sus alegres ventanas abiertas sobre un lindo prado y descubriendo un bello paisaje, moteado aquí y allá de pequeñas casas medio ocultas entre los árboles; en fin, las cortinas y las alfombras, las sillas y los sofás, todo era tan hermoso, tan sólido, tan limpio y de un gusto tan exquisito, al decir de todos, que realmente no era posible decidir entre tantas cosas cuál debiera admirarse más.

En medio de todo esto veíase de pie a Mr. Pickwick con su fisonomía iluminada de sonrisas, las cuales no hubiera podido resistir ningún corazón de hombre, mujer o niño. Parecía el más feliz de todos; estrechaba una y otra vez las manos de las mismas personas, y cuando no estaban las suyas ocupadas de esta suerte, se las frotaba con placer, volviéndose en todas direcciones a cada nuevo gesto de admiración o curiosidad y encantando a todo el mundo con su aire bondadoso y alegre.

Se anuncia el almuerzo. Mr. Pickwick conduce hasta la cabecera de una larga mesa a la vieja señora —tan locuaz como de ordinario sobre el asunto de lady Tollimglower—; Wardle se coloca en el frente opuesto; los amigos se van distribuyendo a su albedrío por una y otra bandas, y Sam ocupa su sitio detrás de la silla de su amo. Acalláronse risas y dicharachos.

Dada la bendición, Mr. Pickwick se detiene un momento, mira a su alrededor, y al hacerlo deslízanse por sus mejillas unas lágrimas que denotan la plenitud de su júbilo.

Despidámonos de nuestro viejo amigo en uno de esos momentos de pura felicidad, que, buscándolos bien, siempre habremos de hallar para que vengan a alegrar nuestro vivir transitorio. Cruzan la tierra sombras espesas, mas también sirven, por contraste, para reforzar sus claridades. Ciertos hombres, al igual de los búhos y murciélagos, ven mejor en las tinieblas que a la luz; nosotros, que no disponemos de ese poder visual, nos complacemos en detener nuestra postrer mirada sobre los compañeros imaginarios de muchas horas de soledad en un momento en que el fugaz destello del mundo les ilumina de lleno.

Es fatal para la mayoría de los hombres que viven en el mundo, y aun de aquellos que no rebasan la primavera de su vida, crearse amigos sinceros y perderlos en el curso normal de la existencia. Es el destino de todos los autores y cronistas crearse amigos fantásticos y perderlos en el curso del arte. Pero no es esto todo su infortunio, sino que además están obligados a dar de ellos cumplida noticia. Cumpliendo esta costumbre, mala indudablemente, añadiremos aquí una sucinta nota biográfica acerca de la sociedad congregada en casa de Mr. Pickwick. Los esposos Winkle, vueltos por completo a la gracia de Mr. Winkle padre, instaláronse poco después en una casa construida de nueva planta a menos de una milla de la de Mr. Pickwick. Actuando Mr. Winkle como corresponsal de su padre en la ciudad, cambió su antiguo indumento por el traje habitual de los ingleses, y en lo sucesivo conservó el aspecto de un cristiano civilizado.

Mr. Snodgrass y su mujer se establecieron en Dingley Dell, donde compraron y cultivaron una pequeña granja, que les daba más entretenimiento que provecho. A Mr. Snodgrass, que aún se mostraba a veces distraído y melancólico, repútasele hoy por un gran poeta entre sus amigos y conocidos, aunque no sabemos que haya escrito nada que venga a fomentar esta fama. Muchos personajes célebres existen en la literatura, en la filosofía y en otras varias artes que gozan de una alta reputación de semejante manera.

Cuando Mr. Pickwick estuvo instalado y sus amigos se hubieron casado, Mr. Tupman se domicilió en Richmond, donde reside desde entonces. Durante los meses de verano se pasea constantemente por la terraza con aire ostentoso y jovial, gracias al cual se ha atraído la admiración de las numerosas solteronas de la vecindad. No ha vuelto a hacer proposiciones de matrimonio.

Mr. Bob Sawyer y Mr. Ben Allen, después de haber quebrado, pasaron juntos a Bengala como cirujanos de la Compañía de Indias. Después de pasar ambos la fiebre amarilla hasta catorce veces, han resuelto ensayar un poco de abstinencia, y gozan desde entonces de buena salud.

La señora Bardell alquila sus habitaciones a varios caballeros solteros y comunicativos con excelente provecho; pero no entabla más procesos por violación de promesa de matrimonio. Sus procuradores, Mr. Dodson y Mr. Fogg, siguen todavía con sus negocios, en los que realizan ganancias pingües, considerándose como los más astutos entre los de su oficio.

Sam Weller, fiel a su palabra, permaneció dos años sin casarse; pero al cabo de este tiempo, muerta la vieja ama de llaves de Mr. Pickwick, fue promovida María a esta dignidad por su amo, con la condición de casarse con Sam, lo que fue aceptado sin chistar. Tenemos motivos para suponer no haber sido estéril la unión, pues se ha visto repetidas veces a dos rollizos bebés en la puerta falsa del jardín.

Mr. Weller padre guió el carruaje durante un año; pero, atacado de la gota, viose obligado a retirarse. El contenido de su cartera había sido tan acertadamente invertido por Mr. Pickwick, que pudo vivir con toda independencia en una excelente posada de las cercanías de Shooter's Hill, donde se le reverencia como a un oráculo; ufánase grandemente de su intimidad con Mr. Pickwick y perdura en su aversión desenfrenada hacia las viudas.

Mr. Pickwick continúa viviendo en su nueva casa y emplea sus ratos de ocio, ya en poner en orden las memorias que regaló después al secretario del un tiempo famoso Club, ya oyendo leer en alta voz a Sam Weller, cuyos agudos comentarios nunca dejan de divertirle. Al principio molestáronle un tanto los numerosos ruegos que le hicieran Mr. Snodgrass, Mr. Winkle y Mr. Trundle para que apadrinara a sus vástagos; pero se ha habituado ya y llena sus funciones con la mayor naturalidad del mundo. No ha tenido ocasión de lamentar haber colmado de bondades a Jingle, pues tanto éste como Job Trotter han llegado a ser con el tiempo dos respetables miembros de la sociedad, aunque siempre han rehusado firmemente volver al escenario de sus antiguas tentaciones y querencias. Mr. Pickwick se encuentra ya algo caduco; pero conserva su habitual jovialidad de espíritu y puede vérsele frecuentemente contemplando los cuadros de la galería Dulwich o paseando en los días buenos por aquella grata vecindad.

Conócenle todas las pobres gentes de los alrededores, quienes no dejan nunca de descubrirse respetuosamente cuando pasa. Los niños le idolatran, como le adoran los vecinos todos. Asiste todos los años a una gran fiesta familiar en casa de Mr. Wardle, y tanto en esta ocasión como en las demás, acompáñale su fiel Sam, pues existe entre amo y criado un afecto entrañable y recíproco, que sólo habrá de extinguirse con la muerte.

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