Los papeles póstumos del club Pickwick (6 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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—Porque, sir —replicó Mr. Winkle, que había tenido sobrado tiempo para meditar su respuesta—, usted me habló de un borracho, de una persona sin caballerosidad que llevaba un frac que he tenido el honor, no sólo de llevar, sino de haber inventado... el proyecto de uniforme, sir, del Club Pickwick de Londres. Por el honor de este uniforme me he sentido obligado a aceptar, sin hacer indagación alguna, el reto que usted me dirigió.

—Mi querido señor —dijo el risueño doctorcito, adelantándose con la mano extendida—, rindo el debido homenaje a su caballerosidad. Permítame que le diga, sir, que admiro altamente su conducta y que siento en extremo haberle causado la molestia de esta cita sin finalidad alguna.

—Le suplico que no se ocupe de eso, sir —dijo Mr. Winkle. —Para mí será un orgullo la amistad de usted, sir —dijo el pequeño doctor.

—Me proporcionará el mayor placer su conocimiento, sir —replicó Mr. Winkle.

Con lo cual, el doctor y Mr. Winkle se estrecharon las manos; luego, Mr. Winkle y el teniente Tappleton (el padrino del doctor); después, Mr. Winkle y el hombre de la silla, y, finalmente, Mr. Winkle y Mr. Snodgrass... presa el último de la mayor admiración hacia la noble conducta de su heroico amigo.

—Creo que podemos volvernos —dijo el teniente Tappleton.

—Ciertamente —añadió el doctor.

—A menos —interrumpió el hombre de la silla—, a menos de que Mr. Winkle se haya sentido agraviado por el reto, en cuyo caso yo creo que tiene derecho a una satisfacción.

Mr. Winkle, con gran magnanimidad, se declaró ya completamente satisfecho.

—O posiblemente —dijo el hombre de la silla—, el padrino de este caballero puede haber visto afrenta para él en alguna de las observaciones que hice yo en los primeros momentos de esta reunión; si es así, yo me complacería en darle una satisfacción inmediata.

Mr. Snodgrass se apresuró a mostrarse agradecidísimo al hermoso ofrecimiento del caballero que así hablaba; ofrecimiento que se sentía movido a declinar por la absoluta aprobación que le merecía todo el desarrollo del asunto. Los dos padrinos cerraron las cajas, y los concurrentes abandonaron el terreno en estado de mayor animación del que llevaban cuando a él se habían dirigido.

—¿Va usted a permanecer aquí mucho tiempo? —preguntó el doctor Slammer a Mr. Winkle, mientras caminaban juntos amigablemente.

—Creo que nos marcharemos pasado mañana —fue la respuesta.

—Confío en que tendré el gusto de ver por mi morada a usted y a su amigo, con objeto de pasar una velada agradable después de esta desdichada equivocación —dijo el pequeño doctor—. ¿Tiene usted algún compromiso para esta noche?

—Tenemos aquí algunos amigos —replicó Mr. Winkle—, y no me gustaría dejarlos esta noche. Tal vez usted y su amigo podrían ir a buscarnos a El Toro.

—Con mucho gusto —dijo el pequeño doctor—. ¿Sería demasiado tarde las diez para que pasáramos juntos media hora?

—¡Oh, no, querido! —dijo Mr. Winkle—. Será para mí una dicha presentar a usted a mis amigos Mr. Pickwick y Mr. Tupman.

—Me dará con ello un gran placer —replicó el doctor Slammer, sin sospechar quién fuera Mr. Tupman.

—¿Irán ustedes, seguramente? —dijo Mr. Snodgrass. —¡Oh, sin duda!

En esto llegaron a la carretera. Cruzáronse despedidas cordiales y el grupo se dividió. El doctor Slammer y sus amigos se dirigieron al cuartel, y Mr. Winkle, acompañado por su amigo Mr. Snodgrass, volvió a su fonda.

3. Una nueva amistad. El cuento del vagabundo. Una interrupción y un encuentro molesto

Mr. Pickwick había concebido algunas inquietudes a consecuencia de la desacostumbrada ausencia de sus dos amigos, cuya misteriosa conducta durante toda la mañana había contribuido a fomentar. Fue grande, por tanto, el placer con que se levantó para recibirles cuando aquéllos entraron; y no fue menor el interés que puso en informarse de lo ocurrido, para que así le hubieran privado de su compañía. En respuesta a sus preguntas acerca de este extremo, ya se disponía Mr. Snodgrass a hacerle puntual historia de las circunstancias que acaban de reseñarse, cuando se detuvo bruscamente al observar que allí se hallaban no sólo Mr. Tupman y su compañero de diligencia del día anterior, sino otro desconocido de parecida y singular apariencia. Era un hombre enteco, cuya demacrada faz y hundidos ojos ocasionaban más profunda impresión de la que propiamente ofrecieran por su naturaleza, por los negros cabellos que le colgaban en desordenados mechones hasta la mitad de la cara. Eran sus ojos penetrantes y de un brillo sobrenatural; levantados y prominentes sus pómulos. Su mandíbula era tan larga y enjuta, que cualquier observador hubiérale juzgado que circunstancialmente tiraba adrede de la carne de su cara por una contracción de sus músculos, a no ser porque su boca semiabierta y la inmovilidad de su semblante denotaran ser aquélla su apariencia habitual. Llevaba alrededor de su cuello una bufanda verde, cuyos anchos cabos colgábanle sobre el pecho, haciendo frecuentes apariciones por los carcomidos ojales de su chaleco. Su atavío exterior era una larga levita negra, y debajo llevaba anchos pantalones de tosco paño y amplias botas que caminaban velozmente a la ruina.

Hacia este mal encarado personaje dirigía sus ojos Mr. Winkle, y hacia él extendió su mano Mr. Pickwick al decir:

–Un amigo de nuestro amigo. Hemos descubierto esta mañana que nuestro amigo estaba en relación con el teatro de esta ciudad, si bien no desea que esto se conozca, y este caballero pertenece a la misma profesión. Iba a favorecernos con una anécdota relacionada con esa vida cuando ustedes entraron.

–Montones de anécdotas –dijo el desconocido de frac verde del día anterior, adelantándose a Mr. Winkle y hablando en tono quedo y confidencial.

–Buena pieza... se aprovecha del negocio... no es actor... hombre extraño... toda suerte de miserias... Jemmi el nefasto le llamamos los del oficio.

Mr. Winkle y Mr. Snodgrass acogieron amablemente al que con elegancia se designaba por Jemmi el nefasto, y pidiendo aguardiente y agua, como habían hecho los demás, sentáronse a la mesa.

–Ahora, sir –dijo Mr. Pickwick–, ¿nos hará usted el obsequio de contarnos lo que nos había prometido?

El melancólico individuo sacó de su bolsillo un rollo impulcro de papel y, volviéndose hacia Mr. Snodgrass, que acababa de sacar su libro de notas, dijo con voz hueca, que cohonestaba perfectamente con su apariencia externa:

—¿Es usted el poeta?

–Yo ... yo hago algo en ese terreno –replicó Mr. Snodgrass, algo sorprendido por lo inesperado de la pregunta.

—¡Ah! La poesía es para la vida lo que las luces y la música para la escena... despojemos a la primera de sus falaces bellezas y a la segunda de sus ilusiones, y ¿qué es lo que queda de real en una y en otra que merezca la pena?

–Es verdad, sir –replicó Mr. Snodgrass.

–Estar delante de las candilejas –prosiguió el hombre lúgubre— es lo mismo que sentarse ante una gran corte y admirar los sedosos atavíos de la gaya multitud... estar detrás de ella no es más que ser la plebe que fabrica esos bellos ropajes; plebe ignorada, desatendida, abandonada al naufragio y a morir de hambre o a vivir según plazca a la fortuna.

–Ciertamente –dijo Mr. Snodgrass, porque los hundidos ojos del hombre nefasto pesaban sobre él y consideraba necesario decir alguna cosa.

–Vamos, Jemmi –dijo el viajero español—, como Susana la de negros ojos... sin interrupción... venga... con animación.

—¿Quiere usted otro vaso antes de empezar, sir? –dijo Mr. Pickwick.

El hombre nefasto aceptó la invitación, y mezclando en el vaso el agua y el aguardiente, bebió pausadamente la mitad de su contenido, desenrolló el papel y, en parte leyendo y hablando en parte, relató el siguiente episodio, que encontramos reseñado en las Actas del Club como «El cuento del vagabundo».

EL CUENTO DEL VAGABUNDO

–Nada hay de maravilloso en lo que voy a relatar –dijo el hombre nefasto—; ni siquiera hay en ello nada de extraordinario. La pobreza y los padecimientos son harto comunes en muchas situaciones de la vida para que merezcan señalarse más que las demás vicisitudes de la naturaleza humana. Si he coleccionado estas breves notas, débese a que el protagonista de ellas me fue bien conocido durante muchos años y seguí paso a paso el proceso descendente de su vida hasta que llegó al plano de miseria del que no se levantó jamás.

»El hombre de quien hablo era un mimo de baja estofa y, como muchos otros de su clase, un borracho habitual.

»En mejores tiempos, antes de que la disipación le debilitase y le destrozaran las enfermedades, había disfrutado un buen salario, que, de haber sido él cuidadoso y prudente, podía haber seguido gozando por algunos años..., no muchos, porque estos hombres mueren pronto, o, por administrar con despilfarro las energías de su cuerpo, pierden prematuramente las facultades físicas, base exclusiva de su sustento. Su vicio dominante le poseyó con fuerza tal, que resultaba imposible utilizarle en aquellas situaciones en que sus servicios podían haber sido convenientes para el teatro. La taberna ejercía sobre él una fascinación irresistible. El abandono, las dolencias y la pobreza desesperada habrían de ser su lote seguro, así como la muerte, si perseveraba en aquel camino; mas perseveró, y es fácil de adivinar el resultado. No pudo contratarse, y necesitaba el pan.

»Todos aquellos que están algo familiarizados con asuntos de teatro conocen bien la casta de desharrapados y míseros entes oprimidos por la pobreza que dependen del escenario de una gran empresa...; no son, por lo general, actores contratados, sino gentes del cuerpo de baile, comparsas, tontos y figurantes de este jaez, de los que se echa mano mientras que se pone una pantomima o una obra oriental, y a los que se despide hasta que el estreno de una obra de gran espectáculo exige otra vez sus servicios. Tal era el género de vida que el hombre se vio precisado a abrazar, y desempeñando el oficio de acomodador por las noches en tal o cual teatrucho reunía unos cuantos chelines más, que le permitían complacer sus antiguas inclinaciones. Mas no tardó en faltarle hasta este recurso; sus irregularidades fueron demasiado frecuentes para ser compatibles con este medio de ganar la mísera pitanza, y pronto se vio conducido a las fronteras del hambre, con la que luchaba apelando de cuando en cuando al préstamo de algún viejo camarada o sirviendo circunstancialmente en teatros de inferior categoría; pero en cuanto ganaba algo, se lo gastaba, entregándose a sus viejas flaquezas.

»Por este tiempo, y después de haber vivido el hombre durante un año, no se sabe cómo, tuve yo un contrato en uno de los teatros de la ribera de Surrey, y allí le encontré, después de haberle perdido de vista algún tiempo; porque yo había estado trabajando en provincias, mientras que él merodeaba por las callejuelas y avenidas de Londres.

»Ya en traje de calle abandonaba yo el teatro y cruzaba el escenario, cuando me dieron en el hombro un golpecito. Nunca olvidaré el repulsivo espectáculo que encontraron mis ojos al volverme. Él estaba dispuesto para la pantomima, con el absurdo indumento que corresponde al clown. Los espectros de la Danza de la Muerte, las más espantosas formas que el pintor más hábil pudiera dibujar o imaginar, no ofrecieran apariencia más espeluznante. Su cuerpo seco y sus encogidas piernas (su deformidad aumentaba los pliegues del traje fantástico), sus ojos vidriosos, contrastaban terriblemente con la espesa capa de blanco que por su faz se extendía; la cabeza, grotescamente exornada; el temblor de la parálisis; sus largas manos huesudas, blanqueadas con yeso..., todo contribuía a darle una apariencia extraña y repulsiva, de la que no sería fácil dar idea, y que aún hoy me estremezco al recordar. Era su voz cavernosa y trémula cuando me llamó aparte y con palabras entrecortadas me hizo la relación de la interminable serie de dolencias y privaciones sufridas, y terminó, como de costumbre, por una apremiante demanda de una cantidad insignificante de dinero. Puse en su mano unos pocos chelines, y al volverme para salir oí la estrepitosa carcajada que ocasionaron sus primeros volatines.

»Unas cuantas noches después me entregó un chico un sucio papelucho con unos garabatos de lápiz, en los que este hombre me daba noticia de hallarse gravemente enfermo y me rogaba que, después de la función, fuera a verle a su casa, situada en una calle, de cuyo nombre no me acuerdo ahora, no muy alejada del teatro. Prometí complacerle tan pronto como saliera, y a poco de bajarse la cortina me encaminé a cumplir mi triste misión.

»Era tarde, porque yo había trabajado en la última pieza y, por ser noche de beneficio, los actos se habían prolongado excesivamente. Era una noche oscura y fría, en la que reinaba un viento helado que lanzaba con fuerza las gotas de lluvia contra las ventanas y fachadas de las casas. En las estrechas y solitarias calles se habían formado charcos, y casi todos los escasos faroles de aceite se habían apagado por la violencia del viento; por lo cual se hacía el caminar no sólo incómodo, sino dificilísimo. Por fortuna, tomé la ruta cierta y logré, después de una pequeña vacilación, dar con la casa que se me había indicado...: una carbonera, en cuya parte superior había un pequeño camaranchón y en su fondo yacía el objeto de mis pesquisas.

»Una mujer de mísero aspecto, que era la esposa, salió a mi encuentro a la escalera y me dijo que él acababa de caer en una especie de delirio. Me introdujo suavemente y colocó una silla para mí junto a la cabecera de la cama. El enfermo estaba echado con la cabeza hacia la pared, pero no se percató de mi presencia, y tuve ocasión de examinar el lugar donde me encontraba.

»Yacía en un viejo camastro que se desmontaba por el día; los jirones de una vieja cortina trataban de proteger la cabecera contra el viento, que, no obstante, penetraba en aquella estancia inhospitalaria a través de las rendijas de la puerta y soplaba a cada instante en todas direcciones. En una hornilla portátil veíase un fuego mortecino; en un viejo velador de mármol había algunos frascos de medicinas, un espejo roto y otros varios enseres domésticos. Un niño dormía en un lecho provisional que reposaba en el suelo, y a su lado, en una silla, se sentó la mujer. Había un par de alacenas con platos, tazas y salseras, y debajo de ellas veíase un par de zapatos de teatro y un par de floretes; con todo esto y con un pequeño montón de andrajos que habían sido cuidadosamente apartados hacia los rincones del cuarto se completaba el menaje de la vivienda.

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