Read Los perros de Riga Online

Authors: Henning Mankell

Los perros de Riga (4 page)

BOOK: Los perros de Riga
8.94Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—No lo sé.

El médico siguió estudiando su historial.

—Supongo que, como policía, a menudo debes de pasar momentos de mucha tensión.

—Casi siempre.

—¿Bebes alcohol?

—Me imagino que lo normal.

El médico se sentó en el borde de una mesa, y dejó el historial a un lado. Kurt Wallander vio que estaba muy cansado.

—No creo que haya sido un infarto —dijo—, sino un aviso del cuerpo de que no todo va bien. Solo tú puedes decirlo.

—Supongo que sí. A diario me pregunto qué estoy haciendo con mi vida. Además, no tengo a nadie con quien hablar.

—Pues deberías tener a alguien —continuó el médico—, todo el mundo lo necesita.

Se levantó de la mesa cuando el busca de su bata empezó a piar como un pajarillo.

—Será mejor que pases la noche aquí —concluyó—. Intenta descansar.

Wallander se quedó quieto, atento al susurro de una entrada de aire acondicionado que no veía. Desde el pasillo le llegaba el murmullo de voces.

«Todo dolor tiene una causa —pensó—. Si no ha sido el corazón, entonces, ¿qué? ¿Acaso el eterno remordimiento de conciencia por dedicar tan poco tiempo y esfuerzos a mi padre? ¿O que la carta de mi hija desde la escuela de Estocolmo no diga la verdad? Que no esté a gusto como ella dice; que eso de que trabaja y que se siente realizada con algo que había buscado durante tanto tiempo no sea cierto. Tal vez yo, sin ser consciente, tema que intente suicidarse de nuevo, como hizo a los quince años. ¿O acaso el dolor se debe a los celos que todavía siento por Mona, a pesar de que haya pasado más de un año desde que me abandonara?»

La luz de la habitación era muy intensa. Pensó que toda su vida estaba marcada por una especie de soledad que no podía romper. Pero el dolor que acababa de sentir, ¿se debía a la soledad? No encontró ninguna respuesta en su interior que no le provocase recelos.

—No puedo seguir así —se dijo a sí mismo en voz alta—. Tengo que hacer algo con mi vida ya.

A las seis se despertó sobresaltado. El médico le estaba mirando.

—¿Ningún dolor? —preguntó.

—Me siento bien —contestó Kurt Wallander—. ¿Qué puede haber sido?

—Tensiones. Estrés. Tú lo sabrás mejor que yo.

—Sí. Supongo que sí.

—Creo que deberías hacerte un chequeo completo —continuó el médico— para confirmar que no sufres ninguna enfermedad. Luego será más fácil mirar dentro de tu alma para ver qué se esconde en las sombras.

Se fue a casa, se duchó y tomó un café. El termómetro señalaba tres grados bajo cero. El cielo estaba totalmente despejado y no soplaba viento. Se quedó sentado largo rato, inmerso en lo que le había sucedido la noche pasada: el agudo dolor, la visita al hospital, todo tenía cierto aire de irrealidad. Comprendió que no podía olvidar lo que le había ocurrido: él era el único responsable de su vida.

Hasta las ocho y cuarto no volvió a ejercer de policía.

En cuanto llegó a la comisaría se enzarzó en una fuerte discusión con Björk, que era de la opinión de que deberían haber recurrido de inmediato al departamento técnico de Estocolmo para una investigación minuciosa del lugar del crimen.

—Pero si no hay ningún lugar del crimen —contestó Wallander—. Si algo sabemos, es que los dos hombres no fueron asesinados en el bote salvavidas.

—Ahora que no tenemos a Rydberg tendremos que pedir ayuda de fuera —argumentó Björk—. No tenemos la competencia necesaria. ¿Cómo es posible que ni siquiera acordonarais la parte de la playa donde se encontró el bote?

—Porque no es el lugar del crimen. El bote estaba flotando en el agua. ¿Qué querías, precintar las olas?

Kurt Wallander notó que se estaba enojando. Estaba claro que ni él ni los otros policías de homicidios de Ystad tenían la misma experiencia que Rydberg, pero eso no significaba que él no fuera capaz de decidir cuándo hacían falta unos especialistas del departamento técnico de Estocolmo.

—O me dejas hacer a mí las evaluaciones —dijo—, o te encargas tú de la investigación.

—No es eso —contestó Björk—. Pero sigo creyendo que ha sido una equivocación no dar parte a Estocolmo.

—No opino lo mismo —replicó Wallander.

De ahí no salían.

—Volveré a pasar dentro de un rato —dijo Wallander—. Tengo material que quiero que veas.

Björk puso cara de sorprendido.

—¿Tenemos algo? —preguntó—. Creía que no teníamos nada.

—Sí, tenemos algo. Vendré dentro de diez minutos.

Entró en su despacho, llamó al hospital y, ante su sorpresa, pudo hablar con Mörth enseguida.

—¿Algo nuevo? —preguntó.

—Estoy con el informe —contestó Mörth—. Necesito un par de horas más.

—Tengo que informar a Björk enseguida. ¿Puedes decirme al menos cuánto tiempo llevan muertos?

—No. Hay que esperar los análisis del laboratorio: estudiar el contenido de los estómagos y cuánto ha avanzado la descomposición celular. Por ahora, solo puedo hacer una conjetura.

—Hazla.

—No me gusta adivinar, ya lo sabes.

—Tienes experiencia, y conoces bien tu trabajo. Estoy seguro de que los resultados no harán otra cosa que confirmar tus sospechas. Venga, susúrramelo al oído, que no lo divulgaré.

Mörth se lo pensó.

—Una semana —afirmó—. Por lo menos una semana. Pero no se lo digas a nadie.

—Ya lo he olvidado. Y sigues pensando que son extranjeros, rusos o europeos del Este.

—Sí.

—¿Has descubierto algo que te haya sorprendido?

—No sé nada sobre municiones, pero nunca había visto este tipo de balas antes.

—¿Algo más?

—Sí. Uno de los hombres llevaba un tatuaje en la parte superior del brazo. Es la imagen de una especie de cimitarra, un sable turco, o como se llame.

—¿Un qué?

—Un tipo de espada. No puedes pedir que un médico forense sea experto en armas antiguas.

—¿Hay algo escrito?

—¿Qué quieres decir?

—Los tatuajes suelen llevar una leyenda: un nombre de mujer o un lugar.

—No pone nada.

—¿Alguna cosa más?

—Por ahora no.

—Pues entonces, gracias.

—No hay de qué.

Wallander colgó, fue a buscar café y entró en el despacho de Björk. Las puertas de los despachos de Martinson y Svedberg estaban abiertas, pero ellos no estaban dentro. Se sentó a tomar el café mientras Björk acababa una conversación telefónica. Distraídamente oyó que Björk se exaltaba cada vez más, y cuando colgó el auricular con todas sus fuerzas, Wallander se sobresaltó.

—¡Qué cabrones! —exclamó Björk—. ¿Qué sentido tiene nuestro trabajo?

—Buena pregunta —dijo Wallander—, pero no sé a qué te refieres.

Björk estaba tan furioso que temblaba. Wallander no recordaba haberlo visto nunca tan enfadado.

—¿Qué pasa? —preguntó. Björk le miró.

—No sé si debería comentártelo —dijo—, pero si no lo hago, reviento. Uno de los asesinos de Lenarp, aquel al que llamamos Lucía, obtuvo un permiso penitenciario el otro día, y naturalmente no ha vuelto a aparecer. Habrá salido del país. A ese ya no lo encontraremos nunca.

Wallander no podía creer lo que estaba oyendo.

—¿Un permiso? ¡Pero si no llevaba ni un año en la cárcel! ¡Por uno de los crímenes más atroces que hemos tenido en este país! ¿Cómo coño le han dado un permiso?

—Con motivo del entierro de su madre.

Wallander se quedó atónito.

—¡Pero si su madre murió hace diez años! Todavía lo recuerdo del informe que nos envió la policía checa.

—Una mujer que dijo ser su hermana fue a la cárcel de Hallfängelset y suplicó que le dejasen asistir al entierro de su madre. Parece ser que nadie controló nada. Trajo una esquela en la que se anunciaba que el entierro se celebraría en una iglesia de Ängelholm. La esquela era falsa, por supuesto, pero aún hay personas que creen que no se pueden falsificar las esquelas mortuorias. Anteayer le dieron un permiso de salida vigilada, pero no había ni entierro, ni madre muerta, ni hermana. Redujeron al guardia, lo ataron y lo dejaron tirado en un bosque a las afueras de Jönköping. E incluso tuvieron la desfachatez de ir hasta el aeropuerto de Kastrup vía Limham en el coche del departamento de prisiones. El coche lo dejaron allí, pero ellos, naturalmente, desaparecieron.

—No es posible —repitió Wallander—. ¿Quién diablos ha podido dar un permiso a semejante criminal?

—Suecia es un país fantástico —dijo Björk—. Es para ponerse enfermo.

—Pero ¿quién es el responsable? Quienquiera que sea que le haya concedido el permiso debería estar en la cárcel. ¿Cómo es posible que ocurran estas cosas?

—Descuida, lo investigaré minuciosamente —dijo Björk—. Así están las cosas: el tipo ese ha desaparecido.

Wallander aún se acordaba del cruel asesinato del matrimonio de ancianos de Lenarp. Luego miró acongojado a Björk.

—¿Qué sentido tiene perseguir a los criminales si el departamento de prisiones los suelta? —preguntó.

Björk no contestó. Wallander se levantó y se acercó a la ventana.

—¿Hasta cuándo podremos seguir? —preguntó.

—Tendremos que hacerlo —contestó Björk—. Y ahora explícame lo que sabes sobre los dos hombres del bote.

Wallander le informó de viva voz. Se sentía pesado, cansado y desilusionado. Björk hizo algunas anotaciones mientras hablaba.

—Rusos —dijo cuando Wallander acabó.

—O europeos del Este. Mörth parecía estar seguro.

—Entonces tendré que recurrir al Ministerio de Asuntos Exteriores —afirmó Björk—. Será de su competencia ponerse en contacto con la policía rusa, o polaca, o de los Estados del Este.

—Puede que fueran rusos que estuvieran viviendo en Suecia —dijo Wallander—. O en Alemania. ¿O por qué no en Dinamarca?

—La mayoría de los rusos siguen todavía en la Unión Soviética —afirmó Björk—. Hablaré inmediatamente con el Ministerio de Asuntos Exteriores. Ellos saben cómo ocuparse de una situación como esta.

—También podríamos meter los cadáveres en el bote y pedir a los guardacostas que lo dejen en aguas internacionales —sugirió Wallander—. Así nos quitaríamos los problemas de encima.

Björk parecía no oírle.

—Necesitamos ayuda para identificarlos —continuó—. Fotografías, huellas dactilares, indumentaria.

—Y un tatuaje. Una cimitarra.

—¿Una cimitarra?

—Sí, una cimitarra.

Björk sacudió la cabeza y estiró el brazo para alcanzar el teléfono.

—Espera un poco —dijo Wallander.

Björk dejó caer la mano.

—Estaba pensando en ese hombre que llamó —prosiguió Wallander—. Según Martinson era una persona que hablaba con dialecto de Escania. Deberíamos intentar encontrarlo.

—¿Tenemos alguna pista?

—Ninguna. Precisamente por eso sugiero que hagamos un llamamiento general. Pediremos a la gente que haya visto un bote de color rojo a la deriva que se ponga en contacto con nosotros.

Björk asintió.

—De todos modos, tendré que hablar con la prensa. Los periodistas ya llevan rato llamando. No entiendo cómo pueden enterarse tan deprisa de lo que ocurre en una playa desierta. Ayer tardaron solo media hora.

—Ya sabes que hay soplones —dijo Wallander, y se acordó otra vez del doble asesinato de Lenarp.

—¿Dónde?

—Entre la misma policía del distrito de Ystad.

—¿Quién es el soplón?

—¿Cómo voy a saberlo? Es responsabilidad tuya recordar al personal el deber de la discreción y el silencio.

Björk golpeó con la palma de la mano el escritorio, como si hubiera dado una bofetada simbólica, pero no hizo ningún comentario respecto a lo que Wallander había dicho.

—Haremos un llamamiento a las doce, antes de las noticias. Quiero que estés en la conferencia de prensa. Ahora tengo que llamar a Estocolmo para pedir instrucciones.

Wallander se levantó.

—Estaría bien no tener que hacerlo —sugirió.

—¿No tener que hacer qué?

—Buscar a los hombres que han matado a los del bote.

—Voy a ver qué dice Estocolmo —concluyó Björk sacudiendo la cabeza.

Wallander salió del despacho. Las puertas de los despachos de Martinson y de Svedberg seguían abiertas. Miró la hora: eran casi las nueve y media. Bajó al sótano de la comisaría. El bote de color rojo estaba sobre unos caballetes de madera. Con una buena linterna lo examinó de arriba abajo sin encontrar ni rastro del nombre de empresa o país de fabricación, lo que no dejó de sorprenderle. No podía encontrar una explicación razonable a ese hecho. Dio un par de vueltas más alrededor del bote, y de pronto un trozo de cuerda le llamó la atención. Era diferente a las otras cuerdas que sujetaban el sollado en su sitio. La examinó, parecía estar cortada con un cuchillo, para lo que tampoco tenía ninguna explicación. Intentó imaginar las conclusiones que Rydberg habría sacado de aquello, pero tenía la mente en blanco.

A las diez de la mañana estaba de vuelta en su despacho. Ni Martinson ni Svedberg contestaron cuando los llamó. Cogió un bloc de notas y empezó a hacer una relación de lo poco que sabía sobre los dos cadáveres: dos hombres de los países del Este asesinados, tras ser cruelmente torturados, por sendos disparos al corazón, enfundados luego con sus chaquetas y arrojados a un bote salvavidas cuya procedencia hasta ahora no habían podido averiguar. Apartó el bloc y pensó: «A las personas torturadas y asesinadas, se acostumbra a esconderlas; o cavas una tumba o las dejas hundirse en el fondo del mar con unos pesos atados en las piernas. Pero arrojándolas a un bote corres el peligro de que las encuentren».

¿Y si era esa la intención, que encontrasen a los dos hombres? Que apareciesen en un bote salvavidas, ¿no inducía a suponer que los asesinatos se habían cometido a bordo de un barco?

Arrugó la hoja y la tiró a la papelera. «Todavía no sé lo suficiente —pensó—. Estoy seguro de que Rydberg me habría dicho que no fuese tan impaciente.»

Sonó el teléfono. Eran las once menos cuarto. Al reconocer la voz de su padre se dio cuenta de que se había olvidado de la cita que tenían para ese día. A las diez tendría que haber estado en Löderup para recogerlo en coche e ir juntos a una tienda de Malmö donde vendían lienzos y pinturas.

—¿Por qué no has venido? —preguntó su padre enojado.

Kurt Wallander decidió decir la verdad.

—Lo siento —contestó—, pero me he olvidado por completo de que habíamos quedado hoy.

Hubo un largo silencio al otro lado de la línea antes de que el padre contestara:

BOOK: Los perros de Riga
8.94Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Removers by Donald Hamilton
Death Before Facebook by Smith, Julie
Under Fallen Stars by Odom, Mel
The Captain's Wallflower by Audrey Harrison
Winter's Kiss by Catherine Hapka