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Authors: Henning Mankell

Los perros de Riga (8 page)

BOOK: Los perros de Riga
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—¿Habías estado en Ystad alguna vez?

—Creo que no.

—Entonces puedo sugerir que la policía de Ystad te invite a cenar.

Una leve sonrisa se reflejó en su rostro antes de contestar.

—Eres muy amable, pero tengo mucho trabajo.

Kurt Wallander notó que se irritaba. ¿Es que un policía de una ciudad pequeña no era buena compañía para ella?

—Creo que donde mejor se come es en el hotel Continental —le explicó—. Bajando a la derecha desde la plaza. ¿Quieres que pase a recogerte mañana por la mañana?

—Ya sabré encontrarlo sola. De todos modos, te lo agradezco, y muchas gracias por venir a buscarme al aeropuerto.

Eran las seis y media de la tarde cuando Wallander se fue a su casa. De pronto se sintió harto de la vida que llevaba, no solo por el vacío que notaba al llegar a su solitario piso donde nadie le esperaba, sino también por la sensación que tenía de que cada vez le costaba más orientarse en su vida. Incluso su propio cuerpo había empezado a forcejear. Hasta hacía poco, se había sentido seguro en su trabajo de inspector de policía, pero ahora ya no. La inseguridad le invadió el año pasado cuando intentaba resolver el brutal doble asesinato de Lenarp. A menudo comentaba con Rydberg que un país como Suecia, que se había convertido en algo desconocido e indefinido, necesitaba otro tipo de policías. Cada día que pasaba se sentía menos útil. Y esta inseguridad no la remediaría ninguno de los cursos que la Dirección General de Policía impartía con regularidad.

Sacó una cerveza de la nevera, encendió el televisor y se dejó caer en el sofá. En la pantalla centelleaba uno de esos eternos programas de debate que emitían todos los días.

De nuevo pensó en solicitar el puesto de trabajo en la fábrica de caucho de Trelleborg. ¿Acaso era un cambio lo que necesitaba? Quizás el trabajo de policía solo podía ejercerse unos cuantos años, y luego había que dedicarse a otra cosa.

Se quedó sentado en el sofá hasta muy tarde, y hasta poco antes de medianoche, no se metió en la cama.

Acababa de apagar la luz cuando sonó el teléfono. «Oh, no, otra noche no —pensó—. Otra muerte por malos tratos, no.» Se incorporó en la cama y levantó el auricular. Enseguida reconoció al hombre que le había llamado por la tarde.

—Quizá sepa algo del bote salvavidas que pueda interesaros —dijo el hombre.

—Nos interesa toda la información que puedas facilitarnos.

—Solo contaré lo que sé si la policía me garantiza que no revelará mi identidad.

—Puedes permanecer en el anonimato si quieres.

—No es suficiente. La policía tiene que garantizarme que no revelarán que ha llamado alguien.

Wallander reflexionó con rapidez y se lo prometió. El hombre parecía dudar.

«Tiene miedo», pensó Wallander.

—Te doy mi palabra de policía —insistió.

—No doy mucho por ello —contestó el hombre.

—Pues deberías —dijo Wallander—. No hay ninguna institución bancaria que pueda dar información negativa sobre mí.

Hubo un largo silencio al otro lado de la línea telefónica. Wallander oyó respirar al hombre.

—¿Sabes dónde está la calle de Industrigatan? —preguntó de repente.

Wallander lo sabía. Estaba en un polígono industrial al este, en las afueras de la ciudad.

—Ve allí —le ordenó el hombre—. Entra con el coche. Es dirección única, pero no importa; no hay tráfico por la noche. Apaga el motor y las luces.

—¿Ahora? —preguntó Wallander.

—Ahora.

—¿Dónde debo detenerme? La calle es larga.

—Ve allí, que yo ya te encontraré. Y ven solo. Si no, nada. La comunicación se cortó.

Wallander sintió que le atenazaba la desazón. Rápidamente pensó en llamar a Martinson o a Svedberg para pedirles ayuda. Y luego se obligó a pensar sin tener presente el creciente malestar. ¿Qué podía ocurrir?

Apartó el edredón a un lado y se levantó. Minutos más tarde, abrió la puerta del coche en la desierta calle. La temperatura volvía a estar por debajo de los cero grados y cuando se sentó al volante se estremeció de frío.

A los cinco minutos, torcía por la calle Industrigatan, flanqueada por concesionarios de automóviles y diferentes empresas pequeñas.

No vio luz por ninguna parte. Condujo hasta la mitad de la calle, luego se detuvo, apagó el motor y las luces, y esperó en la oscuridad. El reloj del vehículo señalaba que pasaban siete minutos de la medianoche.

A las doce y media todavía no había pasado nada. Decidió esperar como mucho hasta la una. Si a esa hora no aparecía nadie, se iría a casa.

No lo vio hasta que estuvo al lado del coche. Bajó el cristal de la ventanilla. La cara del hombre estaba en la sombra. No pudo distinguir sus rasgos, pero sí reconoció la voz.

—Sígueme con el coche —ordenó.

Luego desapareció.

Al cabo de unos minutos un coche llegó en dirección opuesta, y le hizo señales con los faros.

Kurt Wallander puso el motor en marcha y le siguió. Salieron de la ciudad, hacia el este.

De pronto Wallander se dio cuenta de que tenía miedo.

5

El puerto de Brantevik estaba abandonado.

La mayoría de las farolas del lugar estaban apagadas. Solo algunos puntos solitarios de luz caían sobre el agua oscura y encalmada. Kurt Wallander se preguntó si era porque habían roto las bombillas o si era parte de la campaña de ahorro municipal general el no reponer las bombillas rotas. «Nuestra sociedad se está apagando —pensó—. Esta es una metáfora que se está haciendo realidad.»

Las luces de freno del coche de delante se apagaron, y luego los faros. Wallander apagó también las suyas y se quedó sentado en la oscuridad. El reloj del cuadro de mandos señalaba el paso del tiempo con sus espasmos electrónicos. La una y veinticinco. De repente se abrió en la oscuridad el haz de luz de una linterna. Wallander abrió la puerta del coche y salió al exterior. Se estremeció de frío en mitad de la noche. El hombre que sostenía la linterna se detuvo a pocos metros de él. Wallander todavía no podía distinguir su cara.

—Vamos a salir al muelle —dijo el desconocido.

Su escaniano vibraba en las erres. Wallander pensó que nada podía sonar realmente amenazador si se decía en escaniano. No conocía ningún otro dialecto que fuese tan considerado.

Pero aun así dudó.

—¿Por qué? —preguntó—. ¿Por qué tenemos que salir al muelle?

—¿Tienes miedo? —replicó el hombre—. Vamos al muelle porque allí hay un barco.

Se volvió y echó a andar. Wallander le siguió. Una ráfaga de viento le arañó la cara. Se detuvieron ante la silueta oscura de un pesquero. El olor a mar y a petróleo era muy intenso. El hombre le dio la linterna a Wallander.

—Enfoca los amarres —le ordenó.

Fue entonces cuando Wallander vio su cara por primera vez. Tenía unos cuarenta años o tal vez era algo mayor, la cara curtida por los vientos, la tez dura de la persona acostumbrada al aire libre. Iba vestido con un mono azul oscuro y una chaqueta gris, y con una gorra negra hasta la frente.

El hombre se agarró a los cabos gruesos de los amarres y subió a bordo. Desapareció en la oscuridad hacia la cabina de mandos y Wallander esperó. Al rato se encendió un farol de gas. El hombre volvió a proa por la crujiente borda.

—Sube a bordo —le indicó.

Wallander se agarró torpemente a la fría barandilla y le obedeció. Ya en el barco, siguió al desconocido por la inclinada borda y tropezó con el cabo de una cuerda.

—No vayas a caerte al agua, que está muy fría.

Wallander le siguió hasta la estrecha cabina de mandos y luego hasta la sala de máquinas, que olía a gasoil y a lubricantes. El hombre colgó el farol en un gancho del techo y redujo la intensidad de la luz con el tornillo.

Wallander se dio cuenta de que aquella persona estaba asustada, ya que los movimientos de sus dedos eran torpes y rápidos. Se sentó en el incómodo camastro, cubierto por una manta sucia.

—¿Cumplirás tu palabra? —exigió de nuevo.

—Siempre cumplo mi palabra —contestó Wallander.

—Nadie lo hace. Yo solo pienso en mí.

—¿Cómo te llamas?

—No importa mi nombre.

—Pero a lo mejor has visto un bote salvavidas con dos cadáveres.

—A lo mejor.

—Si no, no me habrías llamado.

El hombre cogió una carta marina sucia que estaba a su lado.

—Aquí —señaló—. Aquí lo vi. Eran las dos menos nueve minutos de la tarde cuando lo descubrí. El día doce, o sea, el martes pasado, y hasta hoy he estado pensando sobre cuál pudo ser su punto de partida.

Wallander buscó en los bolsillos un bolígrafo y un trozo de papel cualquiera donde tomar notas, pero como siempre, no llevaba nada.

—Despacio —dijo—. Cuéntamelo todo desde el principio. ¿Dónde descubriste el bote?

—Lo tengo apuntado. A seis millas de Ystad, en dirección sur. El bote iba a la deriva en dirección nordeste. Tengo anotada la posición exacta.

Estiró la mano y le entregó una nota arrugada a Wallander, que tuvo la impresión de que la posición era la exacta, si bien los números no le decían nada.

—El bote iba a la deriva —prosiguió—. Si no hubiese dejado de nevar no lo habría visto nunca.

«
Nolo
habríamos
visto nunca —pensó Wallander con rapidez—. Cada vez que habla en primera persona se detiene casi imperceptiblemente como si se obligase a decir solo la verdad a medias.»

—Iba a la deriva a babor —continuó el hombre—. Lo remolqué hacia la costa sueca, y cuando vi tierra lo solté.

«Eso explica lo del cabo cortado —pensó Wallander—. Tendrían prisa y estarían nerviosos, por lo que no dudaron en sacrificar un trozo de la cuerda.»

—¿Eres pescador? —preguntó a continuación.

—Sí.

«No —pensó Wallander—. Mientes de nuevo, y mal. Me pregunto a qué le tienes miedo.»

—Regresaba a casa —contestó el hombre.

—Supongo que tendrás una radio en el barco —dijo Wallander—. ¿Por qué no avisaste a los guardacostas?

—Tengo mis razones.

Wallander comprendió que debería hacer un gran esfuerzo para vencer el miedo de aquel hombre y obtener algún resultado. «Tengo que lograr que confíe en mí.»

—Necesito más información —insistió Wallander—. Lo que digamos aquí tengo que usarlo en la investigación; tranquilo, que nadie sabrá quién me lo ha dicho.

—Nadie ha dicho nada y nadie ha llamado.

De pronto Wallander lo vio todo con claridad. Había una explicación sencilla y lógica a la tozudez de aquel hombre en permanecer en el anonimato. Tuvo también una vislumbre del porqué de su evidente miedo. El hombre que estaba sentado enfrente no iba solo a bordo del barco cuando divisaron el bote salvavidas, lo que Wallander ya había supuesto durante la conversación con Martinson, pero ahora sabía el número exacto de la tripulación: eran dos, no tres, sino dos. Y precisamente a ese segundo hombre era al que temía.

—Está bien, nadie ha llamado —dijo Wallander—. ¿El barco es tuyo?

—¿Qué importa eso?

Wallander empezó de nuevo. Estaba seguro de que lo único que tenía que ver aquella persona con los dos cadáveres era haberse hallado en el barco que los descubrió y que los remolcó a tierra; lo que simplificaba la situación, si bien no entendía por qué el testigo estaba tan asustado.
¿Quién sería ese otro hombre?

«Contrabandistas —se le ocurrió de pronto—. Contrabandistas de refugiados o de alcohol. Este barco se usa para el contrabando. Por eso no huelo por ninguna parte a pescado.»

—¿Viste algún barco cerca de donde descubriste el bote?

—No.

—¿Estás seguro?

—Solo digo lo que sé.

—Pero acabas de decirme que estuviste pensando acerca del bote.

La respuesta fue muy tajante.

—El bote llevaba tiempo en el agua. No podían haberlo echado al mar recientemente.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque empezaba a tener incrustaciones de algas.

Wallander no recordaba este dato de cuando inspeccionó el bote.

—Nosotros no vimos ni rastro de algas al encontrar el bote.

El hombre reflexionó.

—Es posible que se las llevara el agua al remolcarlo a tierra. El bote estuvo expuesto al oleaje.

—¿Cuánto tiempo crees que llevaba en el agua?

—Quizás una semana. Es difícil decirlo.

Wallander observó a aquel hombre de ojos inquietos. Tenía la impresión de que estaba alerta, como a la escucha.

—¿Tienes algo más que contarme? Cualquier detalle puede ser de sumo interés.

—Creo que el bote provenía de alguno de los Estados bálticos.

—¿Por qué de ahí y no de Alemania?

—Conozco estas aguas. Creo que el bote provenía de donde te digo.

Wallander intentó representarse el mapa en su cabeza.

—Eso está muy lejos —objetó—. Cruzar toda la costa polaca por aguas alemanas... Me cuesta creerlo.

—Durante la Segunda Guerra Mundial las minas recorrían largas distancias a la deriva en muy poco tiempo. Además, el viento de los últimos días puede haber facilitado la travesía.

La luz del farol se debilitó de repente.

—No tengo nada más que añadir —concluyó, y dobló la sucia carta marina—. Ya sabes lo que has prometido, ¿eh?

—Lo sé, pero tengo una pregunta más: ¿por qué tienes tanto miedo a hablar conmigo? ¿Por qué en mitad de la noche?

—No tengo miedo. Y si lo tuviese, no sería de tu incumbencia. Tengo mis razones para actuar de este modo.

A continuación metió la carta marina en una casilla debajo del soporte del timón. Wallander se esforzó por recordar alguna otra pregunta antes de que fuese demasiado tarde.

Ninguno de los dos notó el suave movimiento del cascarón del barco. Fue un balanceo tan ligero que pasó imperceptible como una marejada que se demorase en llegar a tierra.

Wallander subió de la sala de máquinas. Rápidamente dejó que la linterna recorriese las paredes de la cabina de mandos. Por ningún sitio vio nada que le ayudara a identificar el pesquero en una ocasión venidera.

—Si te necesitara, ¿dónde podría localizarte? —le preguntó cuando estaban de regreso en el muelle.

—No podrás. Pero tampoco vas a necesitarlo. No tengo nada más que decir.

Wallander contó los pasos al cruzar el muelle. Al dar el paso número setenta y tres sintió la grava del puerto bajo sus pies. Las sombras engulleron al hombre, que se apoderó de la linterna y desapareció sin mediar palabra. Wallander se sentó en el coche sin poner el motor en marcha, y esperó unos minutos. Por un instante le pareció divisar una sombra que se movía en la oscuridad, pero debían de ser imaginaciones suyas. Más tarde comprendió que tenía que ser él quien se marchara primero. Al llegar a la carretera principal, aminoró la velocidad, pero no asomó ninguna luz detrás de él.

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