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Authors: Andreas Eschbach

Los tejedores de cabellos (21 page)

BOOK: Los tejedores de cabellos
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—Levantaos.

También el sonido de su voz era conocido, oscuro, contenido, matizado. Así hablaba alguien que estaba más allá del tiempo. Alrededor de Jubad, los hombres de la guardia se levantaron y se quedaron de pie, con las cabezas humildemente bajas. Asqueado, Jubad se dio cuenta de que al entrar el Emperador, también él había caído de rodillas inconscientemente. Se alzó de un salto.

El Emperador le miró de nuevo.

—Quitadle las ataduras.

Dos de los guardianes liberaron a Jubad de las últimas cadenas, las enrollaron y las hicieron desaparecer en los bolsillos de sus uniformes.

—Y ahora dejadme a solas con el rebelde.

El espanto apareció por un segundo en los rostros de los soldados, pero obedecieron las órdenes sin vacilar.

El Emperador esperó inmóvil hasta que todos desaparecieron y las puertas se hubieron cerrado detrás de ellos. Luego lanzó una corta mirada a Jubad, con una fina e impenetrable sonrisa en sus labios, y pasó junto al rebelde hacia el interior de la habitación, dándole la espalda sin prestarle atención, como si ni siquiera estuviera allí.

Jubad casi se desmayó, hasta tal punto ardía algo en él que decía: ¡Mátalo! ¡Mátalo! Ésta era una oportunidad que no volvería en miles de años. Estaba a solas con el tirano. Le mataría, con las manos desnudas, con dientes y uñas, y liberaría al Imperio del dictador. Cumpliría la misión de los rebeldes, él solo. Sin un ruido, sus manos se hicieron puños y su corazón golpeaba tan fuertemente que pensaba que el eco debía de estar resonando en toda la habitación.

—Todos tus pensamientos —dijo de pronto el gobernante— están girando ahora en torno a la idea de matarme. ¿Tengo razón?

Jubad tragó saliva. El aire de sus pulmones escapó en una tos. ¿Qué estaba pasando? ¿A qué juego jugaba el Emperador con él? ¿Por qué había hecho irse a la guardia?

El Emperador sonrió.

—Por supuesto que tengo razón. Los rebeldes sueñan con una situación como ésta desde hace milenios, estar a solas con el odiado déspota… ¿No es así? Di alguna cosa, me gustaría oír cómo suena tu voz.

Jubad tragó saliva.

—Sí.

—Te gustaría matarme ahora, ¿no es cierto?

—Sí.

El Emperador abrió los brazos.

—Bueno, guerrero, aquí estoy. ¿Por qué no lo intentas?

Jubad entrecerró los ojos con desconfianza. Observó al Dios Emperador, que estaba de pie esperando con paciencia, con su túnica sin adornos, las manos abiertas en un gesto de indefensión. Sí. Sí, lo haría. ¿Qué podía perder, más que la vida? Y él no quería más que morir, en cualquier caso.

Lo haría. Ahora. Enseguida, tan pronto como consiguiera saber la forma de hacer que su cuerpo se moviera y lo atacara. Miró aquellos ojos, los ojos del Emperador, el señor de los elementos y los astros, el todopoderoso amo, y la fuerza dentro de él desapareció. Sus brazos se agarrotaron. Tosió. Lo haría. Tenía que matarlo. Tenía que hacerlo, pero su cuerpo no le obedecía.

—No puedes —afirmó el gobernante—. Eso es lo que quería mostrarte. El respeto al Emperador está profundamente enraizado en todos los humanos, incluso en vosotros, los rebeldes. Es lo que te hace imposible atacarme.

Se volvió y fue hacia el pequeño cuadro de mandos, junto al que había dos sillones que estaban puestos en dirección a la pared. Con un gesto relajado y hasta gracioso, alargó la mano y pulsó un interruptor. Una parte de la pared se corrió sin hacer ruido hacia un lado y dejó ver una gigantesca proyección tridimensional de un panorama estelar. Jubad reconoció la silueta del Imperio. Parecía que cada estrella estaba representada y el reflejo de las galaxias bañaba la habitación en la que estaban con una luz fantasmal.

—Aquí me siento a menudo durante horas y contemplo el universo sobre el que tengo poder —dijo el Emperador—. Todas esas estrellas con sus planetas son mías. Todo ese espacio inabarcable es el lugar donde mi voluntad es hecho y mi palabra es ley. Pero el poder, el verdadero poder, no es jamás poder sobre cosas, ni siquiera sobre estrellas y planetas. El poder es siempre el poder sobre los seres humanos. Y mi poder no es sólo el poder de las armas y la violencia. Tengo también poder sobre los corazones y las mentes de los seres humanos. Billones de humanos viven en esos planetas y todos me pertenecen. Ninguno de ellos deja transcurrir un día sin dedicarme un pensamiento. Me adoran, me aman. Soy el punto central de sus vidas. —Miró a Jubad—. Jamás ha habido un Imperio más grande que el mío. Jamás ha tenido un ser humano más poder que yo.

Jubad miró fijamente al Emperador, a aquel hombre cuyos rasgos habían sufrido menos cambios que las imágenes de las estrellas en el firmamento. ¿Por qué le contaba esto a él? ¿Qué es lo que le tenía preparado?

—Te preguntas por qué te estoy contando esto y qué es lo que te tengo preparado —siguió el Emperador. Jubad quedó casi aterrorizado, al verse descubierto de un modo tan rápido y ligero—. Y además te preguntas si quizás soy capaz de leer la mente… No, no puedo. Tampoco es necesario. Lo que sientes y piensas está escrito en tu rostro.

Jubad sintió casi físicamente cuan inferior era ante aquel hombre antiquísimo.

—Por cierto, tampoco tengo intención de hacerte interrogar. Así que puedes relajarte. Te cuento todo esto porque quiero que entiendas algo… —El gobernante le miró con aire misterioso—. Ya sé todo lo que quiero saber. También sobre ti, Berenko Kebar Jubad.

Jubad no pudo reprimir un escalofrío al oír al Emperador pronunciar su nombre.

—Naciste hace veintinueve años en Lukdaria, uno de los puntos de apoyo secretos de la organización de los rebeldes, como primer hijo de Ikana Wero Kebar y de Uban Jegetar Berenko. Tu primera misión como explorador la emprendiste con doce años, luego recibiste formación en armamento pesado y artillería espacial, luego fuiste nombrado comandante de nave auxiliar y después comandante de navío, y finalmente designado para el mando de consulta del Consejo rebelde. —Una sonrisa casi irónica se formó en el rostro del Emperador al ver a Jubad completamente desconcertado—. ¿Debo contarte aún algunos detalles picantes de tu pequeño lío con aquella joven piloto? Tenías por entonces justo dieciséis años y ella se llamaba Rheema…

Jubad estaba horrorizado.

—¿Cómo… cómo sabéis eso? —balbuceó.

—Sé todo sobre vosotros —dijo el Emperador—. Conozco los nombres, posiciones y armamento de todos vuestros planetas de apoyo, Lukdaria, Jehemba, Bakion y como quiera que se llamen. Sé de vuestro gobierno en la sombra en Purat, de vuestra liga secreta en Naquio y Marnak y conozco incluso vuestro punto de apoyo secreto en Niobai. Conozco a cada uno de vosotros por su nombre, conozco vuestros objetivos y conozco vuestros planes.

Del mismo modo habría podido atravesar a Jubad con una espada ardiente. El terror que sintió era casi mortal. Jubad se había armado para una tortura que intentara arrancarle esas informaciones y estaba dispuesto a morir incluso para mantener secreto uno solo de esos nombres.

Sus piernas cedieron. Sin darse cuenta de lo que hacía, se sentó en uno de los sillones. Después de lo que había pasado, estaba cerca de perder la razón.

—Ah —dijo el Emperador y movió la cabeza en señal de reconocimiento. Veo que eres de verdad un rebelde…

Jubad tardó unos instantes en comprender lo que quería decir: se había sentado mientras que el Emperador aún estaba de pie. Normalmente eso hubiera sido interpretado como un insulto mortal. Jubad, sin embargo, se quedó sentado.

—Si sabéis todo eso —dijo, consiguiendo controlar su voz con mucho esfuerzo—, entonces me pregunto qué es lo que queréis de mí.

El emperador lo miró con ojos que eran más profundos que los abismos entre las estrellas.

—Quiero que vuelvas y te ocupes de que se cambien los planes.

Jubad se alzó indignado.

—¡Nunca! —gritó—. ¡Antes moriré!

Por primera vez escuchó reírse al Emperador en voz alta.

—¿Piensas que conseguirías algo con ello? No seas tonto. Como ves, sé todo sobre vosotros. Podría destruir completamente todo el movimiento rebelde en una hora, hasta el último hombre y sin que quedara huella. Soy el único que sabe cuántos levantamientos y rebeliones ha habido ya y siempre he sentido placer en sofocarlos y exterminarlos. Pero esta vez no lo haré, pues el movimiento rebelde juega un importante papel en mis planes.

—¡No nos dejaremos convertir en vuestro instrumento!

—Puede que no te guste pero sois mis instrumentos desde el principio —le respondió el Emperador con sosiego, y añadió—: Yo creé el movimiento rebelde.

Los pensamientos de Jubad se detuvieron, le pareció que para siempre.

—¿Qué? —se escuchó murmurar sin fuerzas.

—Conoces la historia del movimiento —dijo el Emperador—. Hace unos trescientos años apareció en los mundos de la frontera un hombre que pronunciaba discursos de rebeldía y que supo unir a mucha gente contra el poder del Emperador. Él fundó la célula original del movimiento rebelde y escribió un libro que a lo largo de los siglos ha sido el libro más importante del movimiento y al que ha dado nombre. El libro se llama
El viento inaudible
y el nombre del hombre era Denkalsar.

—Sí.

—Ese hombre era yo.

Jubad le miró con fijeza. El suelo debajo de él parecía romperse pedazo a pedazo.

—No…

—Fue una aventura interesante. Me disfrazaba y agitaba contra el Imperio y luego volvía al palacio y combatía a los rebeldes que yo mismo había incitado. A lo largo de mi vida he viajado infinitas veces disfrazado, pero éste fue mi mayor reto. Y tuve éxito. El movimiento rebelde creció y creció, imparable…

—No lo creo.

El Emperador se rió compasivo.

—Fíjate solamente en el nombre. Denkalsar: se trata de un anagrama de mi nombre, Aleksandr. ¿No se os ha ocurrido nunca?

El suelo bajo Jubad pareció ceder definitivamente. El abismo se abría y quería tragárselo.

—Pero… ¿por qué? —exhaló—. ¿Por qué todo esto?

Ya conocía la respuesta. No había sido más que un juego que el Emperador, en su hastío, había jugado consigo mismo, para pasar el tiempo. Todo en lo que él, Jubad, con todas las fibras de su ser había creído, servía en realidad únicamente para la diversión del gobernante inmortal y todopoderoso. Él había hecho surgir el movimiento rebelde, él lo destruiría de nuevo cuando estuviera harto.

No parecía haber ninguna oportunidad, ninguna esperanza contra su omnipresencia. Su lucha había carecido de posibilidades de éxito desde el principio. Quizás, pensó Jubad confusamente, era de verdad el dios por el que se le tenía.

El Emperador lo miró largo tiempo, en silencio, pero no parecía verle en realidad. Su mirada estaba ausente. Recuerdos, recuerdos de hacía miles de años, se reflejaban en su rostro.

—Hace ya mucho, y puede ser difícil de imaginar, pero también yo fui una vez un hombre joven, de la misma edad que tú ahora —comenzó a contar lentamente—. Era consciente de que sólo tenía una chispa de vida y fuera lo que fuera lo que quisiera, tenía que alcanzarlo antes de que esa chispa se extinguiera. Y yo quería mucho. Yo quería todo. Mis sueños no conocían fronteras y estaba dispuesto a hacer lo que fuera para hacerlos realidad, obligarme a lo más extremo para alcanzar lo más elevado. Quería conseguir lo que nadie había conseguido jamás. Quería ser amo de todas las clases, vencedor en todas las disciplinas, quería tener el universo en mi mano y su pasado y su futuro.

Hizo un vago gesto.

—Los contenidos de las conciencias de los emperadores anteriores a mí siguen viviendo en mi interior y por ello sé que a ellos les impulsaba la misma idea. En mi juventud gobernaba el Emperador Aleksandr X, y yo estaba decidido a ser su sucesor. Conseguí ser admitido en su escuela de Hijos del Emperador y mentí y engañé, soborné y asesiné hasta que me convertí en su favorito. En su lecho de muerte me otorgó el gobierno sobre el Imperio, me confió el secreto de la larga vida y me aceptó en el círculo de los emperadores.

Jubad estaba absorto escuchando al Emperador. Sentía vértigo al intentar hacerse una idea del inimaginable intervalo de tiempo que había transcurrido desde que había sucedido todo aquello.

—Pero había todavía más que conseguir, más que conquistar. Yo tenía poder y una larga vida y luché por lograr todavía más poder y más larga vida. No descansé hasta que la longevidad se hubo convertido en inmortalidad. Llevé a cabo guerra tras guerra para extender cada vez más las fronteras del Imperio. Cuanto más poder tenía, más sediento de poder me volvía. No había final. Era una fiebre lo que nos impulsaba. Fuera lo que fuera lo que teníamos, siempre había la promesa de más todavía.

La mirada del Emperador estaba dirigida hacia la proyección estelar.

—Hemos alcanzado el poder, lo hemos retenido y saboreado sin piedad alguna. Hemos llevado a cabo guerras, aplastamos y exterminamos pueblos, y siempre hemos realizado nuestra voluntad. No ha habido nadie que pudiera oponérsenos. Hemos cometido crímenes al lado de los cuales toda la historia parece un cuento para niños, crímenes para los que el lenguaje no conoce palabras y que la fantasía no es capaz de imaginar. Y nadie nos pidió que paráramos. Nos hemos bañado en sangre hasta las caderas y ningún rayo nos destruyó. Hemos hecho amontonar los cráneos en montañas y ningún poder más alto se nos ha opuesto. Hicimos fluir ríos de sangre humana y ningún dios intervino. Así que decidimos que nosotros mismos éramos dioses.

Jubad apenas se atrevía a respirar. Tenía la sensación de estar ahogándose, de estar siendo aplastado por lo que oía.

—Teníamos el poder sobre los cuerpos y nos dispusimos a conquistar el poder sobre los corazones. Todo mortal, bajo el sol que fuera, nos temía, pero eso ya no nos bastaba: tenían que aprender a amarnos. Enviamos sacerdotes que santificaron nuestro nombre y nuestro poder en todas las galaxias y logramos expulsar las antiguas imágenes de los dioses del corazón de los seres humanos y tomar nosotros mismos su lugar.

El Emperador guardó silencio. Jubad le miró fijamente y sin moverse. El aire en la habitación parecía estar hecho de acero masivo.

Con un movimiento interminablemente lento, el Emperador se volvió hacia él.

—He alcanzado lo que quería. Poder absoluto. Vida eterna. Todo —dijo—. Y ahora sé que no tenía sentido.

Jubad percibió una monotonía inexpresable en aquellas palabras y reconoció de pronto que aquél era el olor del Imperio, aquel entumecimiento sin respiración, aquella oscuridad sin esperanzas. Una putrefacción que no se extendía porque el tiempo se había parado.

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