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Authors: Andreas Eschbach

Los tejedores de cabellos (22 page)

BOOK: Los tejedores de cabellos
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—El poder es una promesa que sólo existe en tanto haya obstáculos que te alejen de él. Nosotros hemos acumulado un poder sin medida, pero con ello no hemos resuelto el enigma del ser. Hemos estado mucho más cerca de los dioses que los humanos normales y corrientes, pero se nos ha negado la perfección. El Imperio, tan grande como es, no es más que un grano de polvo en el universo, pero es previsible que más poder tampoco nos acerque a la perfección. ¿Tengo que conquistar otra galaxia más? ¿De qué serviría? Jamás hemos encontrado otros seres que fueran comparables a nosotros, los humanos, y los seres humanos sin excepción alguna viven bajo mi poder. Y de este modo reina la inmovilidad desde hace milenios, nada más se mueve, todo funciona, pero nada nuevo sucede. En lo que a mí respecta, el tiempo ha dejado de existir. Es igual ahora si he vivido cien mil años o solamente uno, no tiene sentido seguir ese camino. Hemos reconocido que nuestra búsqueda ha fracasado y hemos decidido liberar a los hombres de nuestro yugo, devolverles lo que les habíamos quitado y no guardar nada de ello.

Las palabras caían como golpes de martillo en el silencio. Jubad no podía librarse de la sensación de haberse disuelto en humo.

—¿Entiendes lo que quiero decir con ello? —preguntó el Emperador.

Sí. No. No, no lo entendía. Había dejado de intentar comprender nada.

—Hemos decidido morir —dijo el Emperador que de alguna forma misteriosa albergaba los recuerdos de sus predecesores.

—¿Morir?

No. No entendía nada.

—Quien ha alcanzado tanto poder como nosotros no se librará nunca de él —respondió el Emperador con serenidad—. Por eso tenemos que morir. El problema es que el Imperio, sin el Emperador, no puede seguir existiendo. Los seres humanos son demasiado dependientes de mí. Si simplemente desapareciera, no tendrían futuro. No puedo dejar sin más mi dominio sin que eso signifique condenarlos a todos a muerte. Para resolver ese problema he formado el movimiento rebelde.

—Ah. —Jubad sintió voces dentro de él que empezaban a dudar y que tenían todo aquello por una inescrutable maniobra del tirano, pero un conocimiento profundo, que surgía del interior de su corazón, le decía que el Emperador era completamente sincero.

—Crear un yugo espiritual es fácil, pero expulsarlo de nuevo de las cabezas de los seres humanos es difícil. Los seres humanos no tienen futuro si no se liberan de mi dominio espiritual. Por eso, el objetivo del movimiento rebelde era unir personas e instruirlas en la libertad espiritual.

El Emperador hizo que se cerrara de nuevo la pared que cubría la proyección del Imperio.

—Eso ya se ha conseguido. Nos acercamos a la fase final de mi plan y ahora os toca a vosotros. Tenéis que conquistar el mundo central, matarme, tenéis que alzaros con el gobierno y dividir el imperio de nuevo en partes más pequeñas y viables. Y sobre todo tenéis que extirpar de raíz del pensamiento de los seres humanos la creencia en mí como dios emperador.

Jubad se dio cuenta de que llevaba ya un buen rato conteniendo el aliento y respiró hondo. Un peso inhumano pareció alejarse de él, la atmósfera de oscuridad casi física se aligeró.

—Pero, ¿cómo tenemos que hacerlo? —preguntó.

—Ahora te lo aclararé —dijo el Emperador—. Conozco vuestros planes. No tienen posibilidades. A ti se te devolverá a tu celda después de nuestra conversación y así podrás huir. Mi departamento de contraespionaje ha organizado todo para que sea completamente creíble. No te dejes engañar, no es más que un montaje. Lo han preparado de tal modo que durante tu fuga te hagas con unos documentos en los que se muestra un punto débil en la defensa del mundo central. También esos planes con falsos. Si atacarais ese presunto punto débil, caeríais en una trampa sin salida. En vez de eso, comenzaréis sólo un ataque simulado y dirigiréis vuestro verdadero ataque al punto de apoyo Tauta. Tauta, tienes que acordarte de ese nombre. Tauta es uno de mis puntos de apoyo desde los que actúo camuflado. Allí existe un túnel dimensional secreto que termina directamente aquí, en el palacio. De este modo podréis burlar toda la defensa planetaria y ocupar el palacio desde dentro.

A Jubad se le cortó el aliento. Nadie hubiera creído posible la existencia de un pasadizo así.

—Y ahora, acerca de mi muerte —continuó el Emperador en igual tono—. Tú me matarás. Cuando ataquéis, yo estaré esperándote aquí, en esta habitación. Me matarás con un disparo en el pecho. ¡Y prepárate! Tú mismo has experimentado que no es fácil atacarme. ¡Cuando nos encontremos la próxima vez habrás de poder hacerlo!

Jubad asintió sin entender nada.

—Sí.

—Dos cosas son importantes —le comunicó el gobernante—. En primer lugar habréis de mostrar mi cuerpo a través de todos los canales de comunicación, para demostrar que estoy muerto. Ponedlo en una forma denigrante, por ejemplo colgándolo por los pies. No tenéis que mostrar consideración alguna, eso sería pernicioso. Piensa en que, por encima de todas las cosas, tenéis que derribar la creencia en el Emperador. Debéis mostrar que yo también era simplemente un mortal, pese a mi larga vida. Y tenéis que demostrar que se trata de verdad de mi cadáver; por ello, deja intacta la cabeza. No creas que tenéis una tarea fácil. No hay nada más difícil de extirpar que una religión, por muy falsa que sea.

Jubad asintió.

—La segunda cosa nos concierne a ambos, a ti y a mí —continuó el antiquísimo hombre y miró al rebelde inquisitivamente—. Es importante que te lleves esta conversación a la tumba como un secreto.

—¿Por qué?

—Los seres humanos deben creer que ellos mismos han recuperado la libertad. Tienen que poder estar orgullosos de su victoria. Ese orgullo les ayudará durante los tiempos difíciles que vendrán. No deben jamás enterarse de que no fue su victoria. Jamás. No deben enterarse de que habían perdido por completo su libertad y de que fue necesaria mi intervención para devolvérsela. Por el respeto por sí mismos de las generaciones futuras, por el futuro de todas las voluntades humanas, habrás de guardar silencio.

Jubad, el rebelde, miró al Emperador a los ojos y vio un abismal cansancio. Asintió, y fue como una promesa solemne.

Cuando medio año más tarde los rebeldes conquistaron el palacio, Jubad se separó inadvertido de su comando. Habían sorprendido por completo a la guardia palaciega. Había disparos por doquier, pero no cabía duda alguna sobre cuál sería el desenlace de la lucha. Jubad alcanzó sin necesidad de combatir los arrabales del gigantesco palacio y entró por fin en la habitación en la que le esperaba el Emperador.

Estaba en el mismo lugar en el que Jubad le había visto por última vez. Esta vez llevaba su uniforme de gala oficial y la capa imperial sobre los hombros.

—Jubad —dijo directamente cuando el rebelde entró—. ¿Estás dispuesto esta vez?

—Sí —le respondió Jubad.

—Entonces, terminemos.

Jubad sacó su pistola de rayos y la sopesó vacilante en su mano. Contempló al Emperador, que estaba de pie sereno y le devolvía la mirada.

—¿Sientes remordimientos por lo que hiciste? —le preguntó el rebelde.

El Emperador alzó la cabeza.

—No —dijo. La pregunta parecía haberle sorprendido.

Jubad no dijo nada.

—No —repitió por fin el Emperador—. No. Vine a este mundo sin saber para qué servía la vida. El poder era la única promesa que parecía ofrecer la perfección de esa vida, y yo la seguí, lo suficientemente lejos como para reconocer que era una falsa promesa y que ese camino no conduce a nada. Pero lo intenté. Si no recibimos respuesta alguna a nuestras preguntas, al menos es el derecho inalienable de todo ser vivo el buscarlas. Con todos los medios, por todos los caminos y con todas las fuerzas. Lo que hice era mi derecho.

Jubad se estremeció bajo la dureza de sus palabras. El Emperador estaba amargado contra todos, incluso contra sí mismo. Ni siquiera al final soltaba las riendas que había tenido en su mano durante cien mil años. Incluso en la muerte y más allá, era él quien decidía el destino de la humanidad.

Tiene razón
, reconoció Jubad turbado.
Jamás se librará del poder que ha alcanzado
.

Percibió la culata del arma como un peso en su mano.

—Quizás un tribunal juzgara de otro modo.

—Tienes que matarme. Si quedo con vida, fracasaréis.

—Quizás.

Jubad se había preparado para la ira del Emperador, pero para su sorpresa solamente leyó en sus ojos asco y tedio.

—Vosotros, mortales, sois afortunados —dijo lentamente el gobernante—. No vivís lo suficiente para saber que todas las cosas son vanas y que la vida no tiene sentido. ¿Por qué piensas que he hecho todo esto, todo el esfuerzo que me he tomado? Me hubiera llevado conmigo a la muerte a toda la humanidad si hubiera querido. Pero no quiero. No quiero tener absolutamente nada que ver con la existencia.

Desde fuera les llegaron gritos y el sonido de disparos. La lucha se iba acercando.

—¡Dispara ahora! —ordenó el Emperador bruscamente.

Y Jubad levantó su arma en un movimiento reflejo e inconsciente y disparó al Emperador en el pecho.

Más tarde le celebraron como libertador, como vencedor del tirano. Sonrió a las cámaras, adoptó poses triunfales y pronunció discursos entre ovaciones de júbilo, pero durante todo ello era consciente de que sólo interpretaba su papel de vencedor. Sólo él sabía que no era vencedor de nada.

Hasta el fin de su vida se preguntaría si también aquel último de todos los momentos pertenecía también al plan del Emperador.

La mera razón no resiste el paso del tiempo, cambia y se transforma. Pero la vergüenza es como una herida que nunca se deja al descubierto y que por ello jamás se cura. Él mantendría su promesa y guardaría silencio, pero no a causa de un razonamiento, sino por vergüenza. Guardaría silencio a causa de aquel único momento: aquél en el que el rebelde había obedecido al Emperador…

13. Te volveré a ver

El ataque no había sido anunciado. Las naves espaciales desconocidas habían surgido de la nada y se habían acercado a la estación espacial sin dar una señal de reconocimiento y sin reaccionar a las llamadas. Y cuando los robots de combate orbitales que constituían la primera línea de defensa de la estación abrieron fuego, los extraños les devolvieron el ataque masivamente. Los habían hecho huir e incluso habían dañado seriamente uno de sus navíos. Pero era previsible que los extraños volvieran. Los daños que había dejado el ataque en la estación tenían que ser arreglados lo más deprisa posible, de modo que la próxima vez pudieran enfrentarse a ellos bien preparados y completamente dispuestos para funcionar.

Ludkamon había sido destinado a trabajos de reparación en la sección básica 39-201, junto a unos simples estibadores bastante ruidosos, y lo había odiado desde el principio.

La sección básica 39-201, una unidad de construcción plana, como un hangar, que servía como almacén provisional de contenedores y que estaba completamente automatizada, había sido afectada por un disparo y estaba fuera de servicio desde entonces. Se habían reparado los daños de la cubierta exterior y se había llenado de nuevo la sección de aire, pero pese a ello seguía sin funcionar.

—Escuchad todos —tronó el jefe de la tropa de reparaciones con una voz acostumbrada a las órdenes—. Formaremos grupos de dos y marcaremos todas las partes de las instalaciones que no funcionen como es debido. Luego reduciremos la gravedad en la zona y descargaremos manualmente los contenedores que no respondan. Y todo ello deprisa, si se os puede pedir: ¡la nave del túnel está esperando!

El mamparo se abrió y dejó libre el paso a la sala inmensa y oscura, llena de estanterías y vías de transporte de las cuales algunas estaban abolladas o fundidas. Olía a frío y a polvo.

La división en grupos no funcionó y Ludkamon se fue solo. Le parecía bien. No podía aguantar a los estibadores, no desde que Iva…

No quería pensar en ello. Quizás estaba bien que tuviera una tarea en la que pudiera concentrarse. Sacó el rotulador y se dedicó totalmente absorto a comprobar los raíles: golpeaba los cilindros con la mano, escuchaba el sonido de su giro y los paraba de nuevo. Luego, donde los cilindros no se movían o el sonido al girar era sospechoso, pintaba una marca a un lado.

Y entonces descubrió un contenedor derribado.

Había muchos contenedores derribados en el hangar. Sin embargo, éste había caído desde una cinta de transporte que había sido afectada por los disparos, la parte lateral de una estantería destrozada lo había enganchado y había cortado la tapadera del contenedor como con un abrelatas.

Ludkamon contuvo el aliento. ¡Un contenedor abierto!

Toda su vida se había preguntado qué es lo que guardaban esos contenedores que llegaban a miles a diario para ser vueltos a cargar en la nave del túnel. Estaba prohibido saberlo. Los contenedores —altos como un hombre, anchos como un hombre y de un grueso que alcanzaba hasta las caderas— estaban siempre cerrados y sellados. Y corrían los más fantásticos rumores sobre su contenido.

Ludkamon miró hacia todos lados. Nadie le prestaba atención. Un paso nada más y lo sabría. Un paso y descargaría la cólera del Emperador sobre sí.

Y qué más daba. Un paso, y Ludkamon se inclinó sobre el agujero abierto en la tapadera del contenedor.

Le envolvió un olor desagradable y rancio. Su mano tocaba algo blando, peludo. Lo que pudo aferrar y sacar por el agujero parecía una colcha gruesa o una alfombra fina. Parecía tener exactamente las medidas del contenedor. Y el contenedor estaba lleno de ello. ¿Alfombras? Extraño. Ludkamon volvió a meter la cosa blanda lo mejor que pudo.

—¿Acaso querías echar un vistazo dentro del contenedor? —Una voz tronante le hizo sobresaltarse.

Ludkamon se alzó.

—Eh, no —balbuceó.

El jefe de equipo estaba delante de él y le contemplaba desconfiado de arriba a abajo.

—Apuesto a que sí. Ludkamon, tu curiosidad te costará algún día la cabeza.

El médico se inclinó sobre la herida abierta con una expresión inmutable, todo lo más ligeramente asqueada, y unos movimientos que traicionaban claramente que consideraba su presencia aquí una rutina molesta. El hueso del cráneo estaba desplazado, una superficie tan grande como dos manos, y debajo aparecía la masa cerebral, gris y sin vida. Acercó la lámpara que flotaba sobre su cabeza de modo que la luz iluminara la fractura sin sombras.

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