Read Lyonesse - 1 - Jardines de Suldrun Online

Authors: Jack Vance

Tags: #Fantástico

Lyonesse - 1 - Jardines de Suldrun (55 page)

BOOK: Lyonesse - 1 - Jardines de Suldrun
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—Sal, pequeño lagarto.

Dhrun había oído la conversación con gran alegría. Aparentemente Glyneth se había zafado de Carfilhiot. Fingiendo ceguera, tanteó la puerta y bajó al suelo, aunque le costaba dominar su exaltación. ¡Qué bello era el mundo! ¡Qué verdes los árboles, qué nobles los caballos! Nunca había visto el carromato del doctor Fidelms: colorido, alto y enorme. Y allí estaba Glyneth, tan entrañable y bonita como siempre, aunque pálida y demacrada, con ramas secas y hojas de roble en los rizos rubios.

Dhrun se quedó junto al carromato, mirando el vacío, Carfilhiot guardó el jergón en el carromato. Dhrun lo observaba furtivamente. ¡Conque éste era el enemigo! Dhrun lo había imaginado mayor, con rasgos borrosos y nariz manchada, pero Carfilhiot tenía ojos claros y era muy apuesto.

—Al carromato —dijo Carfilhiot—. Pronto, los dos.

—¡Primero mis gatos deben correr! —exclamó Glyneth—. Y deben comer algo. Les daré un poco de queso.

—Si hay queso, tráelo aquí —dijo Carfilhiot—. Los gatos pueden comer hierba, y esta noche todos nosotros podemos comer gato.

Glyneth no respondió, y dio el queso a Carfilhiot sin hacer comentarios. Los gatos corretearon, y habrían querido quedarse más. Glyneth tuvo que hablarles con severidad para que regresaran a sus cestos. Y una vez más el carromato se encaminó al sur. Dentro del carromato, Dhrun exclamó:

—¡Puedo ver! ¡Anoche las abejas se fueron de mis ojos! ¡Mi vista es más aguda que nunca!

—Cállate —dijo Glyneth—. Es una maravillosa noticia, pero Carfilhiot no debe enterarse. Es tan astuto como terrible.

—Nunca más estaré triste —dijo Dhrun—. Pase lo que pase. Recordaré la época en que el mundo era oscuro.

—Yo me sentiría mejor si estuviéramos viajando con otra persona —se lamentó Glyneth—. Pasé la noche en un árbol.

—Si se atreve a tocarte, lo cortaré en pedazos —declaró Dhrun—. No olvides que ahora puedo ver.

—Tal vez no sea necesario. Quizás esta noche piense en otras cosas… Me pregunto si Shimrod intentará encontrarnos.

—No puede estar demasiado lejos.

El carromato se dirigió al sur, y una hora después del mediodía llegó a la ciudad de Honriot, donde Carfilhiot compró pan, queso, manzanas y una jarra de vino.

En el centro de Honriot, el Camino de Icnield se cruzaba con el Camino Este-Oeste. Carfilhiot se dirigió hacia el oeste fustigando los caballos cada vez más, como si también él temiera la llegada de Shimrod. Resoplando y agitando las crines, las cabezas casi contra el suelo o a veces bien erguidas, los grandes caballos negros galopaban, devorando distancias con sus blandas patas de tigres. Detrás iba el carromato, bamboleándose, meciéndose sobre sus largos elásticos laminados. A veces Carfilhiot usaba el látigo para azotar las ancas negras y relucientes, y los caballos volvían las cabezas con furia.

—¡Cuidado, cuidado! —gritaban—. Obedecemos las instrucciones de tus riendas porque así es como debe ser. Pero no abuses, pues podríamos volver grupas corcoveando, para derribarte y pisotearte. ¡Cuidado, cuidado!

Carfilhiot no entendía su lenguaje y usaba el látigo a gusto; los caballos agitaban las cabezas con creciente furia.

Al caer la tarde el carromato pasó frente al palacio de verano del rey Deuel. Ese día el rey Deuel había preparado un espectáculo titulado «Aves de fantasía». Sus cortesanos se habían ataviado artesanalmente con plumas negras y blancas, para simular aves marinas imaginarias. Sus damas gozaban de mayor libertad y se paseaban por el césped en plena extravagancia avícola, llevando penachos de avestruz, airón, pájaro-lira y pavos reales. Algunas vestían de color verde, otras de color cereza, malva u ocre dorado: un espectáculo de deslumbrante complejidad que el loco rey Deuel disfrutaba plenamente, sentado en un alto trono y vestido de cardenal, el único pájaro rojo del espectáculo. Sus alabanzas eran entusiastas y halagaba a sus cortesanos señalando con la punta de su ala roja.

Carfilhiot, recordando su anterior encuentro con el rey Deuel, detuvo el carromato. Reflexionó un instante, luego bajó y llamó a Glyneth.

Le dio instrucciones en términos que no admitían discusiones ni flexibilidad. Ella bajó el panel lateral para usarlo como plataforma, extrajo el cesto, y mientras Dhrun tocaba la gaita, hizo bailar a sus gatos.

Las damas y caballeros de extravagante atuendo fueron a mirar; rieron y aplaudieron, y algunos de ellos fueron a contarle al rey.

El rey Deuel bajó del trono y cruzó el césped para observar el espectáculo. Sonrió y cabeceó, pero hizo ciertas críticas.

—Veo aquí un ingenioso esfuerzo, la verdad, y el número es bastante atractivo. ¡Vaya, excelente cabriola! ¡Ese gato negro es ágil! Aun así, se debe recordar que el orden de los felinos es inferior, a pesar de todo. ¿Por qué no tenemos pájaros danzarines?

—Majestad —dijo Carfilhiot—, hay aves danzarinas adentro. Las consideramos demasiado exquisitas para las miradas vulgares.

—¿Calificas mi augusta visión de vulgar —preguntó altivamente el rey Deuel—, o de menos que sublime?

—Claro que no, majestad. Con todo gusto te permitiré presenciar, sólo a ti, el extraordinario espectáculo que hay dentro del carromato.

El rey Deuel, aplacado, se dirigió a la puerta trasera del carromato.

—¡Un momento, majestad! —Carfilhiot cerró el panel lateral, con gatos y todo, y fue a la parte trasera—. ¡Glyneth, adentro! ¡Dhrun, adentro! Preparad los pájaros para nuestro visitante. Majestad, sólo tienes que subir esta escalerilla.

Cerró y atrancó la puerta, subió al pescante y se marchó a todo galope. Las damas emplumadas se quedaron mudas de asombro; algunos de los hombres corrieron unos pasos por el camino pero el plumaje blanco y negro les impedía andar, así que, arrastrando las alas, regresaron hacia el palacio de verano, donde trataron de hallar una explicación lógica a lo ocurrido.

Dentro del carromato el rey Deuel gritaba órdenes:

—¡Detened este vehículo al instante! ¡Aquí no veo ningún pájaro! ¡Esta es una travesura insípida!

—A su debido tiempo detendré el carromato, majestad —gritó Carfilhiot por la ventanilla—. Entonces hablaremos de las plumas que decretaste para mi trasero.

El rey Deuel calló, y durante el resto del día sólo emitió temerosos cloqueos.

El día tocaba a su fin. En el sur se perfiló una hilera de colinas grises y bajas; un brazo del Bosque de Tantrevalles se extendió oscuro al norte. Las chozas de campesinos escaseaban y la tierra se tornó agreste y melancólica.

Al caer el sol, Carfilhiot condujo el carromato hasta un bosquecillo de olmos y hayas.

Como antes, Carfilhiot desenganchó los caballos y los sujetó para que pastaran, mientras Glyneth cocinaba la cena. El rey Deuel se negó a salir del carromato, y Dhrun, aún fingiendo ceguera, se sentó en un tronco caído.

Glyneth le llevó sopa al rey Deuel y le sirvió también pan y queso. Luego se sentó junto a Dhrun. Hablaron en voz baja.

—Él finge no mirarte —dijo Dhrun—, pero te sigue con los ojos dondequiera que vas.

—Dhrun, no cometas una imprudencia. Puede matarnos, pero eso es lo peor que puede hacer.

—No permitiré que te toque —dijo Dhrun apretando los dientes—. Antes moriré.

—He pensado en algo, así que no te preocupes —susurró Glyneth—. Recuerda, todavía eres ciego.

Carfilhiot se puso de pie.

—Dhrun, entra en el carromato.

—Quiero quedarme con Glyneth —dijo hurañamente Dhrun. Carfilhiot lo aferró y, a pesar de sus patadas y forcejeos, lo llevó al carromato, lo arrojó dentro y atrancó la puerta. Se volvió hacia Glyneth.

—Esta noche no hay árboles a los que trepar.

Glyneth retrocedió. Carfilhiot fue detrás de ella. Glyneth se acercó a los caballos.

—Amigos —dijo—, aquí está la criatura que os fatiga tanto, y que azota vuestros lomos desnudos.

—Sí, eso veo.

—Veo con ambas cabezas al mismo tiempo. Carfilhiot ladeó la cabeza y se acercó despacio.

—¡Glyneth! ¡Mírame!

—Te veo muy bien —dijo Glyneth—. Márchate, o los caballos te pisotearán.

Carfilhiot se detuvo. Miró a los caballos, de ojos blancos y crines rígidas. Abriendo las bocas, le mostraron unos colmillos largos y bifurcados. Uno de ellos se irguió de pronto sobre las patas traseras y atacó a Carfilhiot con las garras de sus patas delanteras.

Carfilhiot retrocedió hacia el carromato y los miró con furia. Los caballos bajaron los crines, envainaron las garras y siguieron pastando.

Glyneth regresó al carromato. Carfilhiot avanzó en su búsqueda y ella se detuvo. Los caballos irguieron las cabezas y miraron a Carfilhiot. Empezaron a erguir las crines. Carfilhiot hizo un ademán furioso y trepó al pescante del carromato.

Glyneth abrió la puerta trasera. Ella y Dhrun prepararon un lecho bajo el carromato y durmieron sin ser molestados.

En una triste mañana de lluvia, el carromato pasó de Pomperol al oeste de Dahaut y entró en el Bosque de Tantrevalles. Carfilhiot, encorvado en el pescante, conducía a gran velocidad, empuñando el látigo, y los caballos negros atravesaban el bosque con espuma en la boca. Al mediodía, Carfilhiot se apartó de la carretera para tomar un sendero borroso que subía por el declive de una rocosa colina. Así llegaron a Pároli, la residencia octogonal de varios niveles de Tamurello el hechicero.

Tres pares de manos invisibles bañaron y acicalaron a Carfilhiot, y le enjabonaron de pies a cabeza con una savia dulce. Lo frotaron con una paleta de blanca madera de boj, y lo lavaron con agua tibia perfumada con lavanda, de modo que su fatiga se convirtió en una deliciosa languidez. Se puso una camisa negra y carmesí y una bata dorada. Una mano invisible le alcanzó una copa de vino de granadas, de la cual bebió, y luego estiró su ágil y bello cuerpo como un animal perezoso. Reflexionó unos instantes, preguntándose cómo debía actuar ante Tamurello. Mucho dependía del estado de ánimo de Tamurello, de su propensión a ser activo o pasivo. Carfilhiot debía controlar esos estados de ánimo como un músico controla sus melodías. Salió de su cámara y se reunió con Tamurello en la sala central, donde altos paneles de vidrio daban al bosque desde todas partes.

Tamurello rara vez se mostraba en su aspecto natural, pues siempre prefería adoptar un disfraz de los muchos que tenía a su disposición. Carfilhiot lo había visto en diversas fases; todas más o menos seductoras, todas memorables. Esa noche era un elderkin de los falloys, con una túnica verde mar y una corona de lunas de plata. Llevaba pelo blanco y tez plateada, con ojos verdes. Carfilhiot había visto antes ese aspecto y no tenía gran afición por sus sutiles percepciones ni la delicada precisión de sus exigencias. Como de costumbre cuando se enfrentaba con el elderkin falloy, adoptó una actitud de fuerza taciturna. El elderkin preguntó cómo se encontraba.

—He padecido varios días de penurias, pero una vez más estoy confortable.

El elderkin miró sonriendo por la ventana.

—Este infortunio tuyo… ¡qué curioso e inesperado!

—Culpo a Melancthe por todos mis contratiempos —repuso Carfilhiot con voz neutra.

El elderkin sonrió nuevamente.

—¿Y todo sin provocación?

—¡Desde luego que no! ¿Cuándo tú o yo hemos apelado a la provocación?

—Rara vez. ¿Pero cuáles serán las consecuencias?

—Ninguna, o eso espero.

—¿No has tomado una decisión?

—Me gustaría reflexionar.

—Cierto. En tales casos se debe ser juicioso.

—Hay otras consideraciones a tener en cuenta. He sufrido sorpresas inesperadas. ¿Recuerdas lo ocurrido en Trilda?

—Por supuesto.

—Shimrod descubrió a Rughalt gracias a sus repulsivas rodillas. Rughalt reveló mi nombre. Ahora Shimrod desea vengarse de mí. Pero tengo rehenes para protegerme.

El elderkin suspiró e hizo un gesto ondulante.

—Los rehenes son de utilidad limitada. Si mueren son un fastidio. ¿Quiénes son?

—Un niño y una muchacha que viajaban con Shimrod. El niño toca una música extraordinaria con la gaita y la muchacha habla con los animales.

Tamurello se puso de pie.

—Ven.

Los dos fueron al cuarto de trabajo de Tamurello. Éste sacó una caja negra del anaquel y vertió dentro una medida de agua. Le añadió gotas de un reluciente líquido amarillo y varias capas de luz aparecieron en el agua. En un libro encuadernado en cuero Tamurello encontró el nombre «Shimrod». Usando la fórmula que tenía al lado preparó un líquido oscuro que añadió al contenido de la caja, luego vertió la mezcla en un cilindro de hierro. Lo cerró con un tapón de vidrio, examinó el cilindro y se lo dio a Carfilhiot.

—¿Qué ves?

Mirando a través del vidrio, Carfilhiot vio a cuatro hombres galopando a través del bosque. Uno de ellos era Shimrod. No reconoció a los demás: guerreros, o caballeros.

Le devolvió el cilindro a Tamurello.

—Shimrod cabalga por el bosque con tres acompañantes —Tamurello asintió.

—Llegarán en una hora.

—¿Y entonces?

—Shimrod espera encontrarte aquí en mi compañía, lo cual le dará razones para llamar a Murgen. Aún no estoy preparado para enfrentarme a Murgen, así que inevitablemente serás juzgado y sufrirás la pena.

—Entonces debo irme.

—Y pronto.

Carfilhiot se paseó por la cámara.

—Muy bien, si así son las cosas. Espero que me facilites el transporte —Tamurello enarcó las cejas.

—¿Te propones retener a estas personas por quienes Shimrod siente afecto?

—¿Qué razones hay para no hacerlo? Son rehenes valiosos. A cambio de ellos exigiré las claves de la magia de Shimrod, y que él me deje en paz. Puedes citarle estas condiciones a Shimrod, si lo deseas.

Tamurello asintió a regañadientes.

—Haré lo que deba hacer. ¡Ven! —los dos fueron hasta el carromato.

—Hay otra cuestión —dijo Tamurello—. Shimrod me insistió en ello antes de tu llegada, y no se lo puedo negar. Te aconsejo enfáticamente, en realidad te exijo, que no dañes, humilles, rebajes, atormentes, maltrates, ni acoses a tus rehenes. No establezcas contacto físico con ellos. No los sometas a tormentos físicos ni mentales. No permitas que otros los maltraten. No les causes penurias ni incomodidades. No facilites ni sugieras, por acción u omisión, que padezcan infortunios, daños o turbaciones, accidentales o deliberadas. Asegúrate de su comodidad y salud. Suministra…

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