Read Lyonesse - 1 - Jardines de Suldrun Online

Authors: Jack Vance

Tags: #Fantástico

Lyonesse - 1 - Jardines de Suldrun (52 page)

BOOK: Lyonesse - 1 - Jardines de Suldrun
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A un lado de la plaza Carfilhiot vio el letrero de una posada: el Peral. Consultó al posadero, quien le informó de que no tenía habitaciones libres. Los modales aristocráticos de Carfilhiot sólo le proporcionaron un banco en el comedor, cerca de un grupo de juerguistas que bebían, reñían y cantaban canciones como Fesker quiere un amorío, Tiraliralá, y La dama avestruz y el noble gorrión. Una hora antes del alba se desplomaron en la mesa y roncaron entre patas de cerdo roídas y charcos de vino derramado. Carfilhiot pudo dormir un par de horas, hasta que llegaron las mujeres de la limpieza con baldes y estropajos y echaron a todos.

La fiesta había crecido en intensidad. Por todas partes ondeaban estandartes y banderas azules, verdes y amarillas. Los flautistas tocaban jigas mientras personas vestidas de pájaro daban tumbos y saltaban. Cada uno utilizaba una voz distinta de pájaro, de modo que trinos, gorjeos, silbidos y graznidos poblaban el aire. Los niños vestían atuendos de golondrinas, jilgueros o paros; la gente mayor cobraba aspectos más graves, como el del cuervo o el grajo. Los corpulentos a menudo se disfrazaban de búhos, pero en general cada cual lo hacía a su antojo.

Los colores, ruidos y celebraciones no lograron levantar el ánimo de Carfilhiot; en realidad, pensó, nunca había presenciado tantas tonterías. Había dormido mal y no había comido nada, lo cual le exasperaba aún más.

Pasó un vendedor de buñuelos vestido de codorniz, y Carfilhiot le compró uno pagándole con un botón de plata de su chaqueta. Comió de pie ante la posada, observando los festejos con despectivo distanciamiento.

Un grupo de jóvenes reparó en el mal talante de Carfilhiot y se detuvo.

—¡Oye! ¡Ésta es la Gran Celebración! Debes mostrar una sonrisa feliz, acorde con la ocasión.

—¿Qué? —gritó otro—. ¿Dónde está tu alegre plumaje? Todo celebrante debe tenerlo.

—¡Vamos! —declaró otro—. ¡Pongamos las cosas en orden! —Acercándose por detrás, intentó meter una larga pluma de ganso en el cinturón de Carfilhiot, pero éste se negó y echó al joven. Los otros cobraron mayor determinación y se produjo un enfrentamiento, con gritos, maldiciones y golpes. Una voz severa se oyó en la calle.

—¿Qué es este vergonzoso tumulto?

El rey Deuel en persona, que pasaba en un carruaje emplumado, se había detenido para reprenderlos.

—¡La culpa es de este maldito vagabundo! No quiere usar plumas en la cola. Tratamos de ayudarlo citando tu ordenanza, majestad. Nos dijo que metiéramos todas nuestras plumas en el trasero de su majestad.

El rey Deuel examinó a Carfilhiot.

—Conque eso dijiste. Eso no es cortés. Conocemos un truco que vale por dos de ése. ¡Guardias! ¡Asistentes!

Capturaron a Carfilhiot y lo arquearon sobre un banco. Le cortaron los fondillos de los pantalones y le pusieron entre las nalgas cien plumas de todos los tamaños, longitudes y colores, incluidas dos costosas plumas de avestruz. Desflecaron las puntas de las plumas para impedir que se separaran, y las dispusieron de tal manera que se sostuvieran mutuamente; el penacho, una vez terminado, sobresalía en ángulo del trasero de Carfilhiot.

—¡Excelente! —declaró el rey Deuel, aplaudiendo con satisfacción—. Un espléndido plumaje, del que puedes enorgullecerte. Vete ahora. ¡Disfruta del festival! Ahora estás adornado como corresponde.

El carruaje siguió su camino; los jóvenes examinaron a Carfilhiot con ojos críticos; convinieron en que el penacho capturaba el ánimo del festival, y también ellos se marcharon.

Carfilhiot caminó con las piernas rígidas hasta una encrucijada en la zona limítrofe de la ciudad. Un letrero señalaba al norte, hacia Avallon. Carfilhiot esperó mientras se arrancaba las plumas una por una. Un carro tirado por una vieja campesina llegó desde la ciudad. Carfilhiot alzó la mano para detenerlo.

—¿Adónde te diriges, abuela?

—A la aldea de Filster, en Deepdene, si eso significa algo para ti —Carfilhiot le mostró el anillo que llevaba en el dedo.

—Mira bien este rubí —la vieja lo examinó.

—Lo veo bien. Brilla como fuego rojo. A menudo me maravilla que tales piedras crezcan en las oscuras entrañas de la tierra.

—Otra maravilla: este rubí, tan pequeño, puede pagar veinte caballos y carros como el que llevas.

La vieja pestañeó.

—Bien, debo creer en tu palabra. Supongo que no me detendrías para decir mentiras.

—Escucha bien, pues estoy a punto de hacerte una propuesta de vanas partes.

—Habla, di lo que quieras. Puedo pensar tres cosas a la vez.

—Me dirijo a Avallon. Me duelen las piernas; no puedo caminar ni montar a caballo. Deseo ir en tu carro, para llegar cómodamente a Avallon. Por tanto, si me llevas, tendrás el anillo y el rubí.

La mujer alzó el índice.

—Tengo una idea mejor. Iremos a Filster, y allí mi hijo Raffin pondrá paja en el carro y te llevará a Avallon. Así todos los chismes y rumores a mis espaldas, y a mis expensas, morirán antes de nacer.

—De acuerdo.

Carfilhiot bajó del carro ante la posada del Gato Pescador y le dio el anillo de rubí a Raffin, que se marchó de inmediato.

Carfilhiot entró en la posada. Un hombre descomunal, mucho más alto que él, con cara rubicunda, apoyaba el vientre en el mostrador. Miró a Carfilhiot con ojos que parecían piedras.

—¿Qué deseas?

—Quiero encontrar a Rughalt de las rodillas doloridas. Dijo que tú sabrías dónde encontrarlo.

El gordo, sorprendido por los modales de Carfilhiot, desvió los ojos. Tamborileó en el mostrador con los dedos. Al fin masculló:

—Llegará pronto.

—¿Qué significa pronto?

—Media hora.

—Esperaré. Tráeme uno de esos pollos asados, pan fresco y una jarra de buen vino.

—Muéstrame tu dinero.

—Cuando llegue Rughalt.

—Cuando llegue Rughalt, serviré el ave.

Carfilhiot se apartó mascullando una maldición; el gordo lo siguió con la mirada sin cambiar de expresión. Se sentó en un banco delante de la posada. Rughalt apareció al fin, arrastrando las piernas una por una, jadeante por el esfuerzo.

Carfilhiot lo miró con ojos entornados. Rughalt vestía ropa gris y apelmazada, como un pedagogo. Carfilhiot se puso de pie y Rughalt se detuvo sorprendido.

—¡Duque Faude! —exclamó—. ¿Qué haces aquí en tal estado?

—La traición y la brujería me trajeron aquí. Llévame a una posada decente. Este lugar sólo sirve para celtas y leprosos.

Rughalt se frotó la barbilla.

—El Toro Negro está más allá, en la plaza. Se dice que los precios son excesivos. Pagarás en plata por el alojamiento de una noche.

—No tengo fondos encima, ni oro ni plata. Debes costear los gastos hasta que arregle mi situación.

Rughalt contrajo la cara.

—El Gato Pescador no está tan mal. Gurdy el posadero es intimidatorio sólo al principio.

—Bah. Él y su cuchitril hieden a repollo rancio o algo peor. Llévame al Toro Negro.

—Está bien. ¡Eh, piernas doloridas! El deber os exige otro esfuerzo.

En el Toro Negro Carfilhiot encontró alojamiento a la altura de sus exigencias, aunque Rughalt entornó los ojos cuando le dijeron los precios. Una tienda exhibía ropas que Carfilhiot consideró acordes con su dignidad; sin embargo, para consternación de Rughalt, Carfilhiot se negó a regatear y Rughalt pagó al astuto sastre con dedos lentos y arqueados. Carfilhiot y Rughalt se sentaron a una mesa frente al Toro Negro y observaron a la gente de Avallen. Rughalt hizo un modesto pedido al camarero.

—¡Espera! —ordenó Carfilhiot—. Tengo hambre. Tráeme una bandeja de buena carne fría, con puerros y pan fresco, y beberé una jarra de medio litro de la mejor cerveza.

Mientras comía, Rughalt miraba con una reprobación tan manifiesta que Carfilhiot al fin preguntó:

—¿Por qué no comes? Estás tan flaco como una correa de cuero.

—Para ser franco —repuso Rughalt con labios tensos—, debo ser cuidadoso con mi dinero. Vivo al borde de la pobreza.

—¿Qué? Pensé que eras un ratero experto que depredaba todas las ferias y festivales de Dahaut.

—Ya no es posible. Mis rodillas me impiden esos rápidos y ágiles movimientos que son parte fundamental del oficio. Ya no recorro las ferias.

—Pero es evidente que no estás en la miseria.

—Mi vida no es fácil. Afortunadamente, veo bien en la oscuridad y ahora trabajo de noche en el Gato Pescador robando a los huéspedes mientras duermen. Aun así, mis ruidosas rodillas son una desventaja, y como Gurdy, el posadero, insiste en tener una parte de las ganancias, evito los gastos innecesarios. Hablando de esto, ¿estarás mucho tiempo en Avallen?

—No mucho tiempo. Quiero encontrar a un tal Triptomologius. ¿Te resulta familiar ese nombre?

—Es un nigromante. Trabaja con elixires y pociones. ¿Para qué quieres verlo?

—Ante todo, me dará oro, todo el que necesite.

—En ese caso, pide bastante para los dos.

—Ya veremos. —Carfilhiot se levantó—. Primero vamos a buscarlo.

Haciendo crujir las rodillas, Rughalt se puso de pie. Los dos caminaron por las callejas de Avallen hasta una tienda pequeña y oscura en la cima de una loma que daba al estuario del Murmeil. Una vieja desaliñada cuya nariz casi le tocaba la barbilla les informó que Triptomologius se había marchado esa mañana para instalar un puesto, pues pensaba vender sus mercancías en la feria.

Los dos bajaron la loma por zigzagueantes tramos de escaleras de piedra, bajo los torcidos y viejos gabletes de Avallon: un gallardo joven en finas ropas nuevas y un hombre flaco que caminaba con el rígido andar de una araña. Fueron al parque, que desde el alba hervía de actividad y abigarrada confusión. Los que habían llegado temprano ya ofrecían sus mercancías. Los recién llegados se instalaban donde podían entre quejas, reproches, riñas, invectivas y algunas peleas ocasionales. Los buhoneros instalaban sus tiendas, clavando estacas en el suelo con grandes martillos de madera, y colgaban telas de cien colores desteñidos por el sol. En los puestos de comida ardían los braseros; las salchichas siseaban en la grasa caliente; se servía pescado asado, empapado en ajo y aceite, en rebanadas de pan. Las naranjas de los valles de Dascinet competían en color y fragancia con las rojas uvas de Lyonesse, las manzanas de Wysrod, las granadas, ciruelas y membrillos de Dahaut. Al final del parque, unos caballetes delimitaban una franja larga y estrecha donde se exigía que se instalaran los mendigos: leprosos, tullidos, trastornados, deformes y ciegos. Cada cual ocupaba un sitio desde donde emitía sus lamentos; algunos cantaban, otros tosían, otros ululaban de dolor. Los trastornados tenían espuma en la boca e insultaban a los paseantes. El ruido de este sector se oía en todo el parque, creando un contrapunto a la música de las gaitas, los violines y las campanas.

Carfilhiot y Rughalt caminaron de un lado al otro, buscando el puesto donde Triptomologius vendía sus esencias. Rughalt, con quejidos de frustración, señalaba gordas carteras que habrían sido fáciles de arrebatar si sus flaquezas no se lo hubieran impedido. Carfilhiot se detuvo para admirar un par de caballos negros bicéfalos de gran tamaño y fuerza que habían arrastrado un carromato al parque. Frente al carromato un niño tocaba alegres melodías con su gaita, mientras una bonita muchacha rubia dirigía junto a una mesa la actuación de unos gatos que, al son de esas melodías, saltaban, pateaban, giraban, se inclinaban y meneaban la cola.

El niño terminó de tocar y dejó la gaita a un lado; un hombre alto y delgado de aspecto juvenil, cara extraña y pelo de color arena salió a una plataforma frente al carromato. Llevaba una túnica negra con símbolos de los druidas y un alto sombrero negro con cincuenta y dos campanillas de plata colgadas del ala. Alzó los brazos para llamar la atención de la multitud. La niña subió de un brinco a la plataforma. Estaba vestida como un muchacho, con botas blancas, pantalones ceñidos de terciopelo azul, y una chaqueta azul oscuro con ranas doradas en la delantera.

—¡Amigos! —dijo la niña—. ¡Os presento al destacado maestro en las artes curativas, el doctor Fidelius!

Saltó al suelo y el doctor Fidelius interpeló a la multitud.

—Damas y caballeros: todos conocemos aflicciones de una u otra índole. La viruela, los furúnculos, las alucinaciones. Permitidme aclarar, ante todo, que mis facultades son limitadas. Curo la gota y la lombriz, el estreñimiento, la estrechez y la tumefacción. Calmo la picazón. Curo la sarna. Especialmente aplaco la angustia de las rodillas rechinantes y crujientes. Sólo quien sufra esa dolencia sabe cuánto malestar causa.

Mientras el doctor Fidelius hablaba, la niña se movía entre la multitud vendiendo ungüentos y tónicos que llevaba en una bandeja. El doctor Fidelius desplegó un gráfico.

—Observad este dibujo. Representa la rodilla humana. Cuando se lastima, como ante el golpe de una barra de hierro, la rótula retrocede; la articulación se convierte en una palanca; la pierna se mueve de atrás para adelante como el ala de un grillo, con sonidos crepitantes.

Rughalt sintió un profundo interés.

—¡Mis rodillas podrían servir como modelo para ese discurso! —le dijo a Carfilhiot.

—Fantástico —dijo Carfilhiot.

—Escuchemos —dijo Rughalt, alzando la mano.

—Esta aflicción tiene un remedio —continuó el doctor Fidelius, recogiendo un recipiente de arcilla y alzándolo—. Aquí tengo un ungüento de origen egipcio. Penetra directamente en la articulación y fortalece mientras alivia. Los ligamentos recobran el tono. La gente llega a mi laboratorio con muletas y sale renovada. ¿Por qué sufrir esta flaqueza cuando la curación puede ser casi inmediata? El ungüento es costoso, un florín de plata por frasco, pero resulta barato si se tienen en cuenta sus efectos. El ungüento cuenta además con mi garantía personal.

Rughalt escuchaba fascinado.

—¡Realmente debo probar ese ungüento!

—Vamos —dijo Carfilhiot—. Ese hombre es un charlatán. No gastes tiempo y dinero en esas tonterías.

—No tengo nada mejor en qué gastarlo —replicó Rughalt con repentino enfado—. ¡Si mis piernas fueran ágiles nuevamente, tendría dinero de sobra!

Carfilhiot miró de soslayo al doctor Fidelius.

—He visto a ese hombre en alguna parte.

—¡Bah! —gruñó Rughalt—. No eres tú quien sufre estos dolores, así que puedes darte el lujo de ser escéptico. Yo debo aferrarme a cualquier atisbo de esperanza. ¡Oye, doctor Fidelius! Mis rótulas responden a tu descripción. ¿Puedes procurarme alivio?

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