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Authors: Jack Vance

Tags: #Fantástico

Lyonesse - 1 - Jardines de Suldrun (47 page)

BOOK: Lyonesse - 1 - Jardines de Suldrun
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Un hombre alto de traje rojo oscuro, con pelo negro rizado y una pequeña barba negra, se detuvo para mirarlos.

—Bien, ¿qué pensáis de mi villa? —Garstang movió la cabeza.

—No tengo palabras.

—Hay muchas cosas que aprender.

Scharis estaba pálido y le brillaban los ojos, pero, como Garstang, no tenía nada que decir.

Aillas señaló la otomana y pidió a lord Daldace que se sentara con ellos.

—Con mucho gusto —dijo lord Daldace.

—Sentimos curiosidad —dijo Aillas—. Hay aquí una belleza tan abrumadora, tiene casi la irrealidad de un sueño.

Lord Daldace miró alrededor como si viera la villa por primera vez.

—¿Qué son los sueños? La experiencia común es un sueño. Ojos, oídos y nariz llevan imágenes al cerebro, y estas imágenes se denominan «realidad». De noche, cuando soñamos, se nos presentan otras imágenes de origen desconocido. ¿Cuál tiene solidez, cuál es ilusoria? ¿Por qué molestarnos en establecer la distinción? Cuando se saborea un vino delicioso, sólo un pedante analiza cada componente del sabor. Cuando admiramos una bella doncella, ¿evaluamos cada hueso del cráneo? Claro que no. Aceptad la belleza en sus propios términos: tal es el credo de Villa Meroe.

—¿Y la saciedad? —Lord Daldace sonrió.

—¿Alguna vez has conocido la saciedad en un sueño?

—Jamás —dijo Garstang—. Un sueño es constantemente vivido.

—La vida y los sueños son cosas de exquisita fragilidad —dijo Schans—. Un empujón, un corte, y desaparecen como un dulce aroma en el viento.

—Tal vez contestes a esto: ¿por qué están todos enmascarados?

—¡Un capricho, un antojo, una ocurrencia, un arrebato! Podría responder a tu pregunta con otra. Piensa en tu rostro: ¿no es una máscara de piel? Vosotros tres, Aillas, Garstang y Scharis, sois personas favorecidas por la naturaleza. Vuestra máscara de piel os recomienda al mundo. Vuestro camarada Bode no es tan afortunado; le alegraría estar siempre con una máscara delante de la cara.

—Ninguno de tus acompañantes parece desfavorecido por la naturaleza —dijo Garstang—. Los caballeros son nobles y las damas son bellas. Es evidente, a pesar de las máscaras.

—Tal vez. Aun así, por la noche, cuando los amantes se solazan en la intimidad y se desvisten juntos, la última prenda que se quitan es la máscara.

—¿Y quién toca la música? —preguntó Scharis. Aillas escuchó, y también Garstang.

—Yo no oigo música.

—Yo tampoco —dijo Garstang.

—Es muy suave —dijo lord Daldace—. Tal vez sea inaudible —se puso de pie—. Espero haber satisfecho vuestra curiosidad.

—Sólo un torpe pediría más —dijo Aillas—. Has sido más que gentil.

—Sois huéspedes agradables, y lamento que os debáis ir mañana. Pero ahora una dama me espera. Acaba de llegar a Villa Meroe y ansío gozar de sus placeres.

—Una última pregunta —dijo Aillas—. Si llegan nuevos huéspedes, los anteriores se deben ir, pues de lo contrario atestarían todos los cuartos de Villa Meroe. Cuando se marchan, ¿adónde van?

Lord Daldace rió suavemente.

—¿Adónde van las personas de tus sueños cuando despiertan? —se marchó con una reverencia.

Tres doncellas se detuvieron ante ellos. Una habló con pícaro atrevimiento.

—¿Por qué estáis tan callados? ¿Carecemos de encanto?

Los tres hombres se pusieron de pie. Aillas se enfrentó a una esbelta muchacha de pelo rubio y rasgos delicados como una flor. Ojos de color azul violáceo lo miraban tras la máscara negra. El corazón de Aillas dio un brinco de dolor y alegría al mismo tiempo. Quiso hablar, pero se contuvo.

—Excúsame —murmuró—. No me siento bien.

Se volvió, para descubrir que Garstang había hecho lo mismo.

—Es imposible —dijo Garstang—. Se parece a alguien que una vez fue muy querida para mí.

—Son sueños —dijo Aillas—. Son difíciles de resistir. ¿Es lord Daldace tan ingenioso, después de todo?

—Regresemos a nuestro cuarto. No me agradan los sueños tan reales… ¿Dónde está Scharis?

No se veía a Scharis ni a las doncellas.

—Debemos encontrarlo —dijo Aillas—. Su temperamento le traicionará.

Recorrieron los aposentos de Villa Meroé, ignorando las luces suaves, las fascinaciones, las mesas cargadas de manjares. Al fin encontraron a Scharis en un pequeño patio que daba a la terraza. Estaba en compañía de otros cuatro, arrancando suaves notas a una siringa. Los otros tocaban diversos instrumentos para producir una música de arrebatadora dulzura. Cerca de Scharis estaba sentada una delgada doncella de pelo oscuro; estaba tan cerca de él que le derramaba el cabello sobre el hombro. En una mano sostenía una copa de vino rojizo, del cual bebía. Cuando cesó la música, convidó a Scharis.

Scharis, absorto, lo cogió en la mano, pero Aillas se inclinó sobre la balaustrada y se lo arrebató.

—¿Qué te ocurre, Scharis? ¡Ven, debemos dormir! Mañana dejaremos atrás este castillo de sueños. Es más peligroso que todos los licántropos de Tantrevalles.

Scharis se levantó despacio. Miró a la muchacha.

—Debo irme.

Los tres hombres regresaron en silencio a la cámara, donde Aillas dijo:

—Casi bebiste de esa copa.

—Lo sé.

—¿Habías bebido antes?

—No. —Scharis titubeó—. Besé a la muchacha, que se parece mucho a alguien que amé una vez. Ella había bebido vino y una gota le colgaba de los labios. Lo probé.

—Entonces debo pedirle un antídoto a lord Daldace —protestó Aillas. De nuevo Garstang fue con él. Los dos recorrieron Villa Meroé pero no encontraron a lord Daldace en ninguna parte. Las luces empezaron a apagarse; finalmente regresaron a su alcoba. Schans dormía, o fingía dormir.

La luz de la mañana entró por las altas ventanas. Los seis hombres se levantaron y se examinaron con mal ceño.

—El día ha comenzado —dijo Aillas—. Reanudemos la marcha. Desayunaremos en el camino.

En la puerta les aguardaban los caballos, aunque el guardián no estaba a la vista. Ignorando lo que descubriría si miraba hacia atrás, Aillas mantuvo la cabeza resueltamente apartada de Villa Meroé. Sus compañeros hicieron lo mismo.

—¡En marcha, pues, y olvidemos el palacio de los sueños!

Los seis partieron al galope, las capas al viento. Un kilómetro y medio más adelante se detuvieron para desayunar. Scharis se sentó a un lado. Estaba absorto y no demostraba apetito.

Era extraño, pensó Aillas, que los pantalones le colgaran alrededor de las piernas. ¿Y por qué la chaqueta le quedaba tan floja?

Aillas se levantó de un brinco, pero Scharis ya se había deslizado al suelo, donde sus ropas yacían vacías. Aillas cayó de rodillas. El sombrero de Scharis se derrumbó; su cara, una máscara de pergamino, se ladeó y miró hacia alguna parte. Aillas se levantó despacio. Se volvió hacia el lugar de donde procedían. Bode se le acercó.

—Sigamos adelante —rezongó—. Nada se gana con regresar.

El camino continuaba hacia la derecha, y, a medida que pasaba el día, comenzó a serpentear siguiendo los contornos de protuberancias y prados. El suelo se volvió más delgado; aparecieron estribaciones de roca; el bosque raleó, reduciéndose a bosquecillos de tejo y roble achaparrado que se perdían hacia el este.

El día era ventoso; las nubes corrían en el cielo y los cinco cabalgaban por espacios de sol y sombra.

El crepúsculo los sorprendió en un páramo entre cientos de rocas de granito tan altas como un hombre o más. Garstang y Cargus dijeron que eran piedras druidas, aunque no tenían orden ni regularidad perceptible.

Se detuvieron a pernoctar junto a un arroyo. Improvisaron camas de helecho y pasaron la noche sin mayor comodidad, pero sólo perturbados por el silbido del viento. Al amanecer, los cinco montaron nuevamente y continuaron al sur por la Trompada, que ahí era apenas una senda que zigzagueaba entre las piedras druidas.

Al mediodía, el camino se desvió del erial para unirse otra vez con el río Siss, y luego siguió al sur por la ribera.

A media tarde la carretera llegó a una encrucijada. Tras descifrar un letrero gastado por el tiempo, supieron que la Carretera de Bittershaw se desviaba hacia el sudeste mientras que la Trompada cruzaba un puente y seguía el Siss en dirección al sur.

Los viajeros cruzaron el puente y a ochocientos metros encontraron a un labriego que guiaba un asno cargado de leños.

Aillas alzó la mano; el labriego retrocedió alarmado.

—¿Qué ocurre? Si sois ladrones, no tengo oro, y si no lo sois, tampoco lo tengo.

—Basta de tonterías —gruñó Cargus—. ¿Dónde está la mejor posada y la más cercana?

El labriego pestañeó con perplejidad.

—¿Conque la «mejor» y la «más cercana»? ¿Queréis dos posadas?

—Con una basta —dijo Aillas.

—Las posadas escasean en esta zona. La Torre Vieja os puede servir, si no sois demasiado detallistas.

—Somos detallistas, pero no demasiado —dijo Yane—. ¿Dónde está la posada?

—Seguid tres kilómetros hasta que la carretera doble para subir hacia la montaña. Un trecho después encontraréis la Torre Vieja.

Aillas le arrojó un penique y le dio las gracias.

Los cinco avanzaron tres kilómetros junto al río. El sol se hundió detrás de las montañas; cabalgaron en las sombras, bajo pinos y cedros.

Un peñasco daba sobre el Siss; allí, la carretera giraba abruptamente montaña arriba. Siguieron un sendero que se vislumbraba junto al peñasco bajo un denso follaje, hasta que el perfil de una torre alta y redonda se dibujó en el cielo.

Los cinco rodearon la torre bajo una pared descascarada, para llegar a una zona llana que se asomaba al río, treinta metros más abajo. Del antiguo castillo sólo permanecían intactas una torre lateral y un ala. Un muchacho los recibió y llevó los caballos a lo que había sido el gran salón, que ahora hacía las veces de establo.

Entraron en la Torre Vieja, y se encontraron en un lugar cuya lobreguez e imponencia eran inmunes a la presente indignidad. En el hogar ardía un fuego que arrojaba una luz trémula sobre una gran habitación redonda. El suelo era de losas de piedra; no había nada colgado en las paredes. Un balcón rodeaba la habitación a cierta altura, y había otro más arriba, en las sombras; existía un tercero, casi invisible en esa penumbra.

Había toscas mesas y bancos cerca del fuego. Al otro lado ardía otra fogata en un segundo hogar; ahí, detrás de un mostrador, un viejo de cara delgada y pelo blanco y lacio trabajaba enérgicamente con ollas y sartenes. Parecía tener seis manos, y usarlas todas al mismo tiempo. Adobaba un cordero que daba vueltas en el espetón, agitaba una sartén con palomas y codornices, y acomodaba cacerolas para que recibieran el calor adecuado.

Aillas observó unos instantes con respetuosa atención, maravillado ante la destreza del viejo. Al fin, aprovechando una pausa en el trabajo, preguntó:

—¿Eres el posadero?

—En efecto. Como tal me considero, si este improvisado edificio merece tal dignidad.

—La dignidad es nuestra menor preocupación, si nos puedes dar alojamiento para pasar la noche. Por lo que veo, intuyo que recibiremos una cena apropiada.

—Aquí el alojamiento es muy sencillo. Se duerme en el heno, en la parte superior del establo. El edificio no ofrece nada mejor y estoy demasiado viejo para hacer cambios.

—¿Cómo es tu cerveza? —preguntó Bode—. Sírvenos cerveza fresca, clara y amarga, y no oirás quejas.

—Alivias mi ansiedad, pues preparo buena cerveza. Sentaos, por favor. Los cinco se sentaron junto al fuego y se congratularon de no tener que pasar otra noche ventosa entre los helechos. Una mujer corpulenta les sirvió cerveza en tazas de madera de haya, que de algún modo enfatizaban la calidad del brebaje.

—¡El posadero es justo! —declaró Bode—. No oirá quejas de mí.

Aillas echó una ojeada a los demás huéspedes. Eran siete: un campesino de edad avanzada y su esposa, un par de buhoneros y tres jóvenes que podrían ser leñadores. Una vieja encorvada entró en la sala, arropada en un manto gris, la cabeza ceñida por un pañuelo que le ocultaba la cara.

Se detuvo a mirar. Aillas notó que titubeaba al verlo. Luego, agachándose y cojeando, cruzó la habitación para sentarse a una mesa lejana, en la penumbra.

La mujer corpulenta les trajo la cena: codornices, palomas y perdices en rebanadas de pan que despedían un aroma de ajo y romero, al estilo gallego, con una ensalada de berro y hortalizas frescas: una comida mejor de la que habían esperado.

Mientras cenaba, Aillas observó a la mujer de la mesa alejada, donde ella cenaba a su vez. Su actitud era inquietante; inclinándose, devoró un bocado. Aillas la observó fascinado, y notó que la mujer también lo espiaba desde la sombra arrojada por el pañuelo. Agachó la cabeza para engullir un trozo de carne y el manto se le resbaló, descubriendo el pie.

—Mirad a esa mujer y decidme lo que veis —dijo Aillas a sus camaradas.

—¡Tiene un pie de pollo! —masculló Garstang con asombro.

—Es una bruja, con máscaras de zorro y patas de ave —dijo Aillas—. Me atacó en dos ocasiones y ambas la corté en dos, pero en cada ocasión se recompuso.

La bruja, volviéndose hacia ellos, notó que la miraban y se apresuró a ocultar el pie y echar otra ojeada para ver si alguien más se había percatado. Aillas y sus compañeros fingieron indiferencia. Ella siguió comiendo deprisa.

—No olvida nada —dijo Aillas—, y sin duda intentará matarme. Si no lo hace aquí, me tenderá una emboscada en el camino.

—En ese caso —dijo Bode—, matémosla primero, ahora mismo. Aillas hizo una mueca.

—Así sea, aunque todos nos culparán por matar a una anciana indefensa.

—No cuando le vean los pies —dijo Cargus.

—Hagámoslo —dijo Bode—. Estoy dispuesto.

—Un momento —dijo Aillas—. Yo lo haré. Tened las espadas listas. Un rasguño de sus garras significa la muerte. No le deis oportunidad de embestir.

La bruja pareció adivinarles el pensamiento. Antes de que pudieran moverse se levantó, se alejó por una arcada poco elevada y se perdió en las sombras.

Aillas desenvainó la espada y fue a ver al posadero.

—Has dado de comer a una bruja maligna. Hay que matarla.

Mientras el posadero lo miraba sorprendido, Aillas corrió hacia la arcada. Escudriñó la oscuridad pero no vio nada, y no se atrevió a continuar. Volvió a ver al posadero.

—¿Adónde conduce la arcada?

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