Read Lyonesse - 1 - Jardines de Suldrun Online

Authors: Jack Vance

Tags: #Fantástico

Lyonesse - 1 - Jardines de Suldrun (45 page)

BOOK: Lyonesse - 1 - Jardines de Suldrun
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Se volvió a uno de los soldados.

—Ve a buscar al herrero —ordenó.

—El herrero está en la jaula, señor.

—¡Entonces busca al nuevo herrero!

—Allí está, señor.

—¡Herrero! Ven aquí. El caldero necesita una reparación.

—Eso veo.

—Repáralo enseguida, para que podamos cumplir con nuestra obligación.

—Yo soy herrero —protestó Elric—. Eso es trabajo de hojalatero.

—Herrero, hojalatero, llámalo como prefieras. Sólo repara ese caldero con buen hierro, y deprisa.

—¿Me obligarías a reparar el caldero donde van a hervir a mi padre? —Hunolt rió.

—Admito que hay ironía en esto, pero en todo caso sólo ejemplifica la imparcial majestad de la justicia de su señoría. Así que repara el caldero, a menos que quieras unirte a tu padre en él, para que burbujeéis juntos. Como ves, hay lugar de sobra.

—Debo traer herramientas y remaches.

—¡Rápido!

Elric fue a la herrería a buscar herramientas. Aillas y su grupo ya se habían desplazado por el camino hacia Bella Aprillion, para preparar una emboscada.

Transcurrió media hora. Abriendo las puertas; Halies salió en su carruaje con una guardia de ocho soldados.

Yane y el tío y los primos de Elric salieron al camino por detrás de la columna. Tensaron los arcos, soltaron las flechas: una, dos veces. Los otros, que habían permanecido ocultos, irrumpieron y en quince segundos terminaron la matanza. Desarmaron al atónito Halies y lo obligaron a bajar del carruaje.

Ahora bien armado, el grupo regresó a la plaza. Hunolt estaba junto a Elric, cerciorándose de que reparara el caldero a buena velocidad. Bode, Qualls, Yane y todos los que tenían arcos dispararon una andanada de flechas, derribando a otros seis paladines de Halies.

Elric golpeó el pie de Hunolt con el martillo. Éste gritó y cayó de rodillas. Elric martilló el otro pie con mayor fuerza, aplastándolo, y Hunolt cayó al suelo contorsionándose.

Elric sacó al padre de la jaula.

—¡Llenad el caldero! —exclamó—. ¡Traed los leños! —Empujó a Halies hacia el caldero—. Ordenaste que hirvieran a alguien. Te complaceremos.

Halies tambaleó, mirando el caldero con azoramiento. Masculló súplicas y barbotó amenazas, pero en vano. Lo maniataron y lo sentaron dentro del caldero, y colocaron a Hunolt junto a él. Llenaron el caldero hasta que el agua les llegó al pecho y encendieron los leños. La gente de Vervold brincó y saltó alrededor en un delirio de entusiasmo. En seguida se dieron las manos y bailaron alrededor del caldero en tres círculos concéntricos.

Dos días después Aillas y su tropa abandonaron Vervold. Llevaban buena ropa, botas de cuero blando y corseletes de la mejor malla de acero. Sus caballos eran los mejores que el establo de Bella Aprillion podía ofrecer, y en sus alforjas llevaban oro y plata.

Ahora sumaban siete. En un banquete, Aillas había aconsejado a los ancianos de la aldea que eligieran uno para que fuera el nuevo señor.

—De lo contrario, otro señor de los alrededores llegará con sus tropas y se declarará amo del lugar.

—Esa perspectiva nos inquieta —dijo el herrero—. Pero en la aldea estamos muy emparentados. Todos conocemos los secretos de los demás y nadie obtendría el respeto necesario. Preferimos a un extraño fuerte y honesto para esa tarea: alguien de buen corazón y espíritu generoso, que haga justicia equitativa, cobre pocos impuestos y no abuse de sus privilegios más de lo necesario. En pocas palabras, te pedimos que tú, Aillas, seas el nuevo señor de Bella Aprillion y sus dominios.

—Yo no —dijo Aillas—. Tengo cosas urgentes que hacer, y ya estoy retrasado. Elegid a otra persona para serviros.

—Entonces elegiremos a Garstang.

—Buena elección —dijo Aillas—. Es de sangre noble, valiente y generoso.

—Yo no —dijo Garstang—. Tengo mis propios dominios en otra parte, y ansío volver a verlos.

—Bien, pues, ¿y los demás?

—Yo no —dijo Bode—. Soy hombre inquieto. Lo que busco se encuentra en lugares lejanos.

—Yo no —dijo Yane—. Soy amigo de la taberna, no del salón. Os avergonzaría con mis enredos amorosos y mis juergas.

—Yo no —dijo Cargus—. No querréis tener por señor a un filósofo.

—Ni a un godo bastardo —dijo Faurfisk. Qualls habló con voz pensativa.

—Parece que soy la única posibilidad sensata. Soy noble, como todos los irlandeses; justo, tolerante, honorable; también toco el laúd y canto, y así puedo animar los festivales de la aldea con mis actuaciones. Soy generoso pero no solemne. En las bodas y ejecuciones me muestro sobrio y reverente; por lo general soy amable, alegre y ligero. Más aún…

—¡Basta, basta! —exclamó Aillas—. Sin duda, eres el indicado. Qualls, danos permiso para abandonar tus dominios.

—El permiso es vuestro, y mis buenos deseos os acompañan. A menudo me preguntaré cómo os va, y mi salvajismo irlandés me despertará nostalgia, pero en las noches de invierno, cuando la lluvia tamborilee contra las ventanas, acercaré mis pies al fuego, beberé vino tinto y me alegraré de ser el señor Qualls de Bella Aprillion.

Los siete cabalgaron al sur por una vieja carretera que, según la gente de Vervold, giraba al sudoeste rodeando el Bosque de Tantrevalles, y luego se volvía al sur hasta convertirse en la Trompada. Nadie de Vervold se había aventurado en esa dirección —ni en ninguna otra, en la mayoría de los casos—, y nadie pudo ofrecerles buena información sobre lo que podrían encontrar.

Durante un trecho la carretera trazó curvas y recodos: a izquierda, a derecha, colina arriba, valle abajo, junto a un plácido río, a través del oscuro bosque. Los campesinos rastrillaban los prados y arreaban ganado. A dieciséis kilómetros de Vervold los campesinos habían cambiado: ahora eran de pelo y ojos oscuros, de físico ligero, cautelosos hasta el extremo de la hostilidad.

Gradualmente la tierra se volvió áspera, las colinas abruptas, los prados pedregosos, los sembradíos menos frecuentes. Al caer la tarde llegaron a un villorrio, apenas un apiñamiento de casas que se brindaban mutua protección y compañía. Aillas pagó una pieza de oro al patriarca de una casa, y a cambio les dieron una gran cena: cerdo asado con uvas, habichuelas, cebollas, pan de centeno y vino. Dieron heno a los caballos y los guardaron en un establo. El patriarca permaneció un rato con el grupo para cerciorarse de que todos comieran bien y renunció a su silencio, hasta tal punto que preguntó a Aillas.

—¿Qué clase de gente sois? —Aillas los señaló uno por uno.

—Un godo, un celta, un ulflandés, un gallego —éste era Cargus— y un caballero de Lyonesse. Yo soy troicino. Somos un grupo dispar, reunido, a decir verdad, contra nuestra voluntad por los ska.

—He oído hablar de los ska —dijo el viejo—. No se atreverán a hollar esta comarca. No somos muchos, pero nos enfurecemos cuando nos provocan.

—Te deseamos larga vida —dijo Aillas—, y muchos banquetes tan alegres como el que nos has ofrecido esta noche.

—Bah, esa fue una apresurada colación para huéspedes inesperados. La próxima vez avisadnos de vuestra llegada.

—Nada nos agradaría más —dijo Aillas—. Aun así, es un camino largo y difícil, y todavía no estamos en casa. ¿Qué nos espera al sur?

—Oímos noticias contradictorias. Algunos hablan de fantasmas, otros de ogros. Algunos han sido atacados por bandidos, otros se quejan de trasgos que andan como caballeros, montados en flamencos con armadura. Es difícil distinguir entre la verdad y la histeria. Sólo puedo recomendar cautela.

La carretera se transformó en una ancha huella que serpenteaba hacia el sur perdiéndose en la brumosa lejanía. A la izquierda se veía el Bosque de Tantrevalles y a la derecha se erguían los peñascos del Teach tac Teach. Las granjas desaparecieron al fin, aunque las ocasionales chozas y un ruinoso castillo que se usaba como refugio para ovejas testimoniaban una población escasa. En una de las viejas cabañas los siete se detuvieron para pasar la noche.

Ahí el gran bosque se erguía a poca distancia. Por momentos Aillas oía extraños sonidos que le ponían la carne de gallina. Scharis escuchaba fascinado, y Aillas le preguntó qué oía.

—¿No lo oyes? —preguntó Scharis, con ojos relucientes—. Es música. Nunca he oído nada semejante.

Aillas escuchó un instante.

—No oigo nada.

—Va y viene. Ahora ha cesado.

—¿Estás seguro de que no es el viento?

—¿Qué viento? La noche está calma.

—Si es música, no deberías escucharla. En estas regiones la magia siempre está cerca, y pone en peligro a los hombres comunes.

—¿Cómo no escuchar lo que deseo oír? —preguntó Scharis con impaciencia—. ¿Cuándo me dice cosas que deseo saber?

—No entiendo de esas cosas —dijo Aillas, poniéndose de pie—. Me iré a acostar. Mañana nos espera una larga cabalgata.

Aillas propuso turnos de guardia, marcando períodos de dos horas por el movimiento de las estrellas. Bode hizo la primera guardia solo; le seguían Garstang y Faurfisk, luego Yane y Cargus, y finalmente Aillas y Scharis; el grupo se acomodó. Scharis se acostó de mala gana, pero pronto se durmió, y lo mismo hizo Aillas.

Cuando Arcturus llegó al sitio indicado, Aillas y Scharis se levantaron e iniciaron su turno de guardia. Aillas notó que Scharis ya no prestaba atención a los sonidos de la noche.

—¿Qué pasa con la música? —preguntó—. ¿Aún la oyes?

—No. Desapareció antes de que me durmiera.

—Ojalá hubiera podido oírla.

—No te habría hecho bien.

—¿Por qué?

—Te convertirías en lo que yo soy, para tu pena —Aillas rió turbadamente.

—No eres el peor de los hombres. ¿Cómo podría hacerme daño? —Scharis miró el fuego, y al fin habló en voz baja.

—En verdad, soy bastante común, casi vulgar. Pero tengo este defecto: los caprichos y fantasías me distraen fácilmente. Como sabes, oigo música inaudible. A veces, cuando miro el paisaje, veo un fugaz movimiento; cuando concentro la mirada, pasa por el borde de mi visión. Si fueras como yo, tu misión se retrasaría o se perdería, lo cual responde a tu pregunta.

Aillas agitó el fuego.

—A veces tengo sensaciones… caprichos, fantasías, como quieras llamarlas. Son similares a las tuyas. No pienso mucho en ellas, pues no son tan insistentes como para causarme preocupación.

Scharis rió sin ganas.

—A veces creo que estoy loco; otras tengo miedo. Hay bellezas demasiado intensas para soportarlas, a menos que uno sea eterno. —Miró el fuego y cabeceó bruscamente—. Sí, ese es el mensaje de la música.

—Scharis, querido amigo —dijo embarazosamente Aillas—, creo que sufres alucinaciones. Eres demasiado imaginativo, eso es todo.

—¿Cómo podría imaginar algo tan maravilloso? Yo lo oí, tú no. Hay tres posibilidades. O mi mente me engañó, como sugieres tú; o mi percepción es más aguda que la tuya; o bien, y esta es la idea más inquietante, la música está dirigida sólo a mí.

Aillas resopló con escepticismo.

—Harías bien en olvidar esos extraños sonidos. Si los hombres estuvieran destinados a sondear tales misterios, o si tales misterios existieran de veras, sabríamos más sobre ellos.

—Tal vez.

—Cuando vuelvas a oír algo así, dímelo.

—Como quieras.

El alba llegó despacio, pasando del gris al perla y al melocotón. Cuando despuntó el sol, los siete ya estaban en camino por un paisaje agradable aunque desierto. Al mediodía llegaron a un río que según Aillas debía de ser el Siss dirigiéndose hacia el Gloden, y el resto del día siguieron la ribera hacia el sur. A media tarde unos nubarrones cruzaron el cielo. Truenos lejanos retumbaron en el viento frío y húmedo.

Cerca del anochecer llegaron a un puente de piedra de cinco arcadas y a una encrucijada, donde el Camino Este-Oeste, saliendo del Bosque de Tantrevalles, cruzaba la Trompada y continuaba por una grieta entre las montañas para finalizar en Oaldes, en Ulflandia del Sur. Junto a la carretera, cuando empezó a arreciar la lluvia, los siete encontraron una posada, La Estrella y el Unicornio. Llevaron los caballos al establo y entraron en la posada, donde un alegre fuego crepitaba en un enorme hogar. Detrás del mostrador había un hombre alto, calvo y delgado. Una larga barba negra le colgaba sobre el pecho, una larga nariz le colgaba sobre la barba, y las cejas le colgaban sobre los ojos anchos y negros. Junto al fuego había tres hombres, acuclillados como conspiradores, bebiendo cerveza, las caras cubiertas por sombreros negros. Ante otra mesa, un hombre de nariz aguileña y bigote tostado, con elegantes prendas azules y pardas, estaba sentado solo.

—Queremos albergue para esta noche y lo mejor que puedas darnos para cenar —le dijo Aillas al posadero—. También, si lo permites, envía a alguien a cuidar de nuestros caballos.

El posadero se inclinó cortésmente, pero sin entusiasmo.

—Haremos lo posible para satisfacerte.

Los siete fueron a sentarse ante el fuego y el posadero les llevó vino. Los tres hombres inclinados sobre la mesa los inspeccionaron solapadamente y murmuraron algo. El caballero de azul y pardo, tras una ojeada, continuó con sus reflexiones. Los siete se relajaron junto al fuego, y bebieron vino en abundancia. Yane llamó a la camarera.

—Dime, muñeca, ¿cuántas jarras de vino nos has servido?

—Tres, señor.

—¡Correcto! Ahora, cada vez que traigas una jarra a la mesa, debes acercarte a mí y pronunciar el número. ¿Está claro?

—Sí, señor.

El posadero se les acercó con sus piernas de espantajo.

—¿Cuál es el problema?

—Ninguno. La muchacha cuenta las jarras de vino, así no habrá errores.

—¡Bah! ¡No turbes la mente de esa criatura con tales cálculos! Yo llevo una cuenta allá.

—Y yo hago lo mismo aquí, y la muchacha nos sirve de equilibrio.

El posadero alzó los brazos y volvió a la cocina, de donde pronto sirvió la cena. Las dos camareras, que permanecían atentas en la penumbra, se adelantaban solícitas para volver a llenar las copas y servir nuevas jarras, y en cada ocasión le cantaban el número a Yane, mientras el posadero, de nuevo apoyado con mal ceño sobre el mostrador, llevaba una cuenta paralela y se preguntaba si no le convendría aguar el vino.

Aillas, que bebía tanto como los demás, se reclinó en la silla para observar a sus compañeros. Garstang, fueran cuales fuesen las circunstancias, no podía ocultar su nobleza. Bode, liberado por el vino, olvidó su semblante temible para volverse inesperadamente jocoso. Scharis, como Aillas, se reclinaba en la silla disfrutando de esa comodidad. Faurfisk contaba anécdotas de tono subido con mucha gracia y bromeaba con las camareras. Yane hablaba poco pero parecía regodearse en el buen ánimo de sus amigos. Cargus, por su parte, contemplaba el fuego. Aillas, sentado junto a él, le preguntó:

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