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Authors: Jack Vance

Tags: #Fantástico

Lyonesse - 1 - Jardines de Suldrun (41 page)

BOOK: Lyonesse - 1 - Jardines de Suldrun
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Esa noche ya no habría acciones contra Tintzm Fyral. Los skalings marcharon cuesta abajo hacia el campamento, donde les dieron potaje hervido con bacalao seco. Los cabos condujeron sus pelotones a una trinchera-letrina, donde todos se agacharon y defecaron al unísono. Luego desfilaron ante un carro donde cada cual tomó una tosca manta de lana y se acostó en el suelo.

Aillas durmió el sueño del agotamiento. Despertó dos horas después de medianoche. El lugar lo confundió. Se levantó bruscamente, sólo para sentir un brusco tirón en la cadena del collar.

—¡Detente! —gruñó Taussig—. Los nuevos siempre tratan de escapar la primera noche, pero conozco todos los trucos.

Aillas se desplomó en la manta. Permaneció escuchando el silbido del frío viento entre las rocas, el murmullo de las voces de los centinelas ska y de los que cuidaban las fogatas, los ronquidos y clamores de los skalings dormidos. Pensó en su hijo Dhrun, que quizás estaba solo y desamparado, que quizá sufría o peligraba en ese preciso instante. Pensó en Nunca-falla, bajo una mata de laurel en la cuesta del Tac. El caballo rompería la soga y se iría a buscar forraje. Pensó en Trewan y en Casmir, de corazón de piedra. ¡Desquite! ¡Venganza! Las palmas le sudaban con apasionado odio. Al cabo de media hora volvió a dormirse.

Poco antes del alba, en esa desolada hora de la noche, un rumor y un estrépito lejano, como de árboles cayendo, despertó a Aillas por segunda vez. Permaneció inmóvil, escuchando los gritos vibrantes de los ska.

Al amanecer, el tañido de una campana despertó a los skalings. Aturdidos y huraños, llevaron sus mantas al carro, visitaron la letrina y, los que deseaban hacerlo, se bañaron en un arroyo de agua helada. El desayuno era igual que la cena: potaje y bacalao seco, con una taza de té de menta mezclado con pimienta y vino para estimularles las energías.

Taussig llevó a su cuadrilla al risco, y allí se reveló el origen de los ruidos que habían oído antes del alba. Durante la noche, los defensores del castillo habían enganchado garfios en lo que quedaba del túnel de madera. Una cabria había tensado la línea desde arriba y había arrojado el túnel al fondo de la cañada. Todo el esfuerzo de los ska había sido en vano; peor aún, habían desperdiciado materiales y les habían destruido las máquinas. Tintzin Fyral no había sufrido el menor daño.

Los ska ahora no se concentraban en el pasaje destruido sino en un ejército acampado a cinco kilómetros al oeste del valle. Exploradores que regresaban de sus misiones de reconocimiento mencionaron cuatro batallones de tropas bien disciplinadas: las Milicias Factoriales de Ys y Evander, compuestas por lanceros, arqueros, lanceros a caballo y caballeros, unos dos mil hombres en total. Tres kilómetros atrás, la luz de la mañana destellaba en el metal y en el movimiento de otras tropas en marcha.

Aillas hizo sus cálculos: el contingente de ska era menos numeroso de lo que él había calculado al principio, tal vez no más de mil guerreros. Taussig notó su interés y soltó una risotada.

—¡No cuentes con la batalla, muchacho! ¡No abrigues falsas esperanzas! No lucharán por la gloria, a menos que haya algo que ganar. No cometerán tonterías, te lo aseguro.

—Aun así, tendrán que romper el cerco.

—Eso ya está decidido. Esperaban coger a Carfilhiot desprevenido. ¡Mala suerte! Los burló con sus tretas. La próxima vez las cosas serán diferentes, ya verás.

—No pienso estar aquí.

—Eso dices. He sido skaling diecinueve años. Tengo una posición responsable y en once años tendré mi pensión. Mis esperanzas están del bando de mis propios intereses.

Aillas lo miró con desprecio.

—Parece que no quieres ser libre.

—¡Ojo! —advirtió Taussig con voz cortante—. ¡Esas palabras pueden valerte unos azotes! Allí está la señal. Se levanta el campamento.

Los ska y los skalings abandonaron el risco y se pusieron en marcha por los brezales de Ulflandia del Sur. Aillas nunca había visto una comarca como aquella: colinas bajas cubiertas de aulaga y brezo y vallecitos cruzados por arroyuelos. Estribaciones rocosas se recortaban en las alturas; matorrales y bosquecillos sombreaban los prados. Los campesinos huían hacia todas partes al ver a las tropas vestidas de negro. Casi toda la región estaba abandonada, las chozas desiertas, los cercos de piedra rotos, y la aulaga marchita. Los castillos custodiaban los lugares altos, testimoniando los peligros de la guerra entre clanes y el predominio de las incursiones nocturnas. Muchos de esos lugares estaban en ruinas, las piedras moteadas de liquen; los que habían sobrevivido alzaban los puentes levadizos mientras los hombres miraban el paso de las tropas ska desde los parapetos.

Caminaban entre altas colinas separadas por turberas y un agreste suelo negro. Nubes bajas se arremolinaban en el cielo, entreabriéndose para dejar pasar la luz del sol, cerrándose de pronto para cortar el resplandor. Pocas personas habitaban esas regiones, salvo granjeros, mineros y renegados.

Aillas caminaba sin pensar. Sólo veía la espalda corpulenta y el pelo desmelenado del hombre que tenía delante y el vínculo establecido por la cadena que oscilaba entre ambos. Obedecía la orden de comer; obedecía la orden de dormir; no hablaba con nadie, excepto para intercambiar murmullos con Yane.

La columna pasó a sólo ochocientos metros de la ciudad fortificada de Oáldes, donde el rey Orlante había mantenido su corte durante mucho tiempo, emitiendo sonoras órdenes que rara vez se obedecían y pasando mucho tiempo en el jardín del palacio, entre sus dóciles conejos blancos. Cuando se avistaron las tropas ska, los rastrillos bajaron con estrépito y los arqueros subieron a las murallas. Los ska no prestaron atención y continuaron la marcha a lo largo de la costa, donde el oleaje del Atlántico se estrellaba en la orilla.

Una patrulla ska llevó noticias que pronto llegaron a oídos de los skalings: el rey Oriante había muerto entre convulsiones y el retardado Quilcy había heredado el trono de Ulflandia del Sur. Compartía el interés de su padre en los conejos blancos, y se decía que sólo comía natillas, pastelillos de miel y bizcochos.

Yane explicó a Aillas por qué los ska permitían que Oriante, y ahora Quilcy, reinaran sin ser perturbados.

—No nos crean problemas. Desde el punto de vista ska, Quilcy puede reinar para siempre, mientras siga jugando con sus casas de muñecas.

La columna entró en Ulflandia del Norte por una frontera sólo indicada por un montón de piedras junto al camino. En las aldeas pesqueras próximas a la carretera sólo quedaban viejos, pues los jóvenes y fuertes habían huido para evitar que los capturaran.

Una mañana lúgubre en que un viento feroz arrastraba la espuma hacia la costa, la columna pasó bajo una vieja torre de señales de Firbolg, construida para levantar a los clanes contra los incursores danaan, y así entró en la Costa Norte, territorio ska. Ahora las aldeas estaban desiertas del todo, pues sus anteriores habitantes habían sido exterminados, esclavizados o expulsados. En Vax, la columna se dividió en varias partes.

Algunos se embarcaron rumbo a Skaghane; unos pocos continuaron por la carretera de la costa hacia las canteras, donde algunos skalings intratables pasarían el resto de sus vidas moliendo granito. Otro contingente, que incluía a Taussig y su cuadrilla, viró tierra adentro hacia el castillo Sank, sede del duque
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Luhalcx y escala de las caravanas de skalings que se dirigían a Poélitetz.

22

En el castillo Sank la cuadrilla de Taussig fue asignada al molino. Una poderosa rueda hidráulica, moviendo una cadena de palancas de hierro, hacía subir y bajar una sierra de hoja recta de acero forjado, de casi tres metros de largo, que valía su peso en oro. La sierra descortezaba leños y cortaba planchas con una velocidad y una precisión que Aillas encontraba fascinante. Skalings con gran experiencia controlaban el mecanismo, afilaban afectuosamente los dientes y aparentemente trabajaban sin coerción ni supervisión. La cuadrilla de Taussig debía encargarse del galpón donde se apilaban las planchas para que se curara la madera.

Con el paso de las semanas Aillas despertó poco a poco la animadversión de Taussig. Éste despreciaba los hábitos meticulosos de Aillas y su resistencia a trabajar más de lo absolutamente necesario. Yane compartía la animadversión de Taussig porque lograba realizar su parte del trabajo sin esfuerzo perceptible, lo cual inducía a Taussig a sospechar que eludía sus tareas, aunque nunca pudiera demostrarlo.

Al principio Taussig intentó razonar con Aillas.

—Mira, te estuve observando y no me engañas ni por un instante. ¿Por qué te das esos aires, como si fueras un noble? Así nunca te perfeccionarás. ¿Sabes lo que pasa con los holgazanes y los melindrosos? Los ponen a trabajar en las minas de plomo, y si terminan su período los envían a la fábrica de espadas y su sangre templa el acero. Te aconsejo que demuestres más interés.

Aillas contestó con la mayor cortesía posible:

—Los ska me capturaron contra mi voluntad. Destruyeron mi vida. Me han causado gran daño. ¿Por qué debo esforzarme para beneficiarlos?

—Tu vida ha cambiado, es verdad —replicó Taussig—. Saca el mejor partido de ello, como todos nosotros. ¡Piensa! ¡Treinta años no es tanto tiempo! Te irás como hombre libre, con diez monedas de oro, o te darán una granja con una cabaña, una mujer, animales. Y tus hijos quedarán libres de captura. ¿No es eso generoso?

—¿Durante casi toda mi vida? —repuso Aillas burlonamente, apartándose.

Taussig lo obligó a volver.

—¡A ti no te importará el futuro, pero a mí sí! Si mi cuadrilla trabaja mal, salgo perjudicado. ¡Y no quiero perjudicarme por tu culpa! —rezongó Taussig, marchándose con la cara roja de rabia.

Dos días después, Taussig llevó a Aillas y Yane al patio trasero del castillo. No dijo una palabra, pero movía los codos y la cabeza como presagiando algo. Al llegar al portón, dio rienda suelta a su furia.

—Querían un par de criados y hablé con todo el fervor de mi corazón. Ahora estoy libre de ambos e Imboden el mayordomo es vuestro amo. ¡Provocadlo y veréis lo que ganáis!

Aillas estudió la cara congestionada que lo enfrentaba, luego se encogió de hombros y se apartó. Yane sólo manifestó aburrimiento. No había nada más que decir. Taussig llamó a un palafrenero.

—¡Llama a Imboden! ¡Tráelo aquí! —Les dirigió una sonrisa de trasgo por encima del hombro—. No os gustará Imboden. Tiene vanidad de pavo real y alma de armiño. Vuestros días de holganza al sol han terminado.

Imboden salió a un porche que daba al patio: un hombre maduro, de hombros angostos y brazos delgados, tobillos largos y flacos, vientre blando. Los rizos se le pegaban al cráneo; no parecía tener cara, sólo un apiñamiento de rasgos gruesos: largas orejas, nariz abultada y grande, ojos negros y redondos rodeados por círculos venenosos, boca caída y gris. Hizo un gesto imperioso, y Taussig rugió:

—¡Ven aquí! No pisaré el patio del castillo.

Imboden soltó un juramento, bajo la escalera y cruzó el patio con un andar desafiante que provocó la ira de Taussig.

—¡Vamos, vieja cabra! No tengo todo el día. —Se volvió a Aillas y Yane—. Es medio ska, un bastardo de una mujer celta: el peor de todos los mundos para un skaling, y se lo hace saber a todos.

Imboden se detuvo en la puerta.

—Bien, ¿qué ocurre?

—Aquí tienes un par de monos domésticos. Éste es melindroso y se lava demasiado. Este se cree más sabio que los demás, sobre todo más que yo. Que te aprovechen.

Imboden los examinó a ambos. Señaló a Aillas con el pulgar.

—Éste tiene un aire desencajado por ser tan joven. ¿No está enfermo?

—¡Es tan sano como un héroe! —Imboden inspeccionó a Yane.

—Éste tiene facha de villano. Supongo que es dulce como la miel.

—Es diestro y rápido y camina con el sigilo del fantasma de un gato muerto.

—Muy bien, servirán. —Imboden hizo un gesto imperceptible. Con gran alegría, Taussig informó a Aillas y Yane:

—Esto significa «Seguidme». Pero ya disfrutaréis de sus señas, pues es demasiado tímido para hablar.

Imboden clavó en Taussig una mirada de abrumador desprecio, luego dio media vuelta y cruzó el patio seguido por Aillas y Yane. Al llegar a la escalinata Imboden hizo otro pequeño gesto, apenas un movimiento del dedo.

—¡Eso significa que debéis esperarlo allí! —bramó Taussig desde la puerta. Y se marchó profiriendo una sonora risotada.

Pasaron unos minutos. Aillas se inquietó. Sentía un cosquilleo. Miró hacia la puerta y la campiña que se extendía más allá.

—Tal vez ahora sea el momento —le murmuró a Yane—. ¡Quizá nunca haya uno mejor!

—Quizá nunca haya uno peor —dijo Yan—. Taussig espera allá atrás. Nada le gustaría más que vernos correr, pues de lo contrario tendrá que evitar los azotes.

—La puerta, los campos tan cerca… son tentadores.

—En cinco minutos nos echarían los perros.

Un hombre ligero de cara tristona, con librea gris y amarilla, salió al porche: pantalones cortos y amarillos abrochados bajo la rodilla a unas medias negras, chaleco gris sobre camisa amarilla. Un sombrero negro y redondo le ocultaba el pelo, que evidentemente estaba cortado al rape.

—Soy Cyprian. No tengo título. Llamadme amo de esclavos, capataz, intermediario, jefe skaling, lo que gustéis. Recibiréis órdenes de mí, pero sólo porque soy el único que tiene el privilegio de hablar con Imboden; él habla con el senescal, que es ska y se llama Kel. Él recibe esas órdenes del duque Luhalcx, las cuales al fin llegan a vosotros a través de mí. Si tuvierais un mensaje para el duque Luhalcx, deberíais comunicármelo primero a mí. ¿Vuestros nombres?

—Yo soy Yane.

—Parece ulflandés. ¿Y tú?

—Aillas.

—¿Aillas? Parece un nombre del sur. ¿Lyonesse?

—Troicinet.

—Bien, qué más da. En Sank los orígenes importan tan poco como la carne de una salchicha: no interesan a nadie. Venid conmigo; os daré ropa y os explicaré las reglas de conducta, que, como hombres inteligentes, ya conocéis. En términos simples son —Cyprian alzó cuatro dedos—: primero, obedeced las órdenes con exactitud; segundo, sed limpios; tercero, sed invisibles como el aire, nunca llaméis la atención de los ska; creo que no quieren ni pueden ver a un skaling a menos que haga algo notable o ruidoso; cuarto, y obvio: no intentéis escapar. Causa consternación a todos menos a los perros que gozan destrozando hombres. Pueden seguir un rastro un mes después, y os encontrarían.

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