Read Lyonesse - 1 - Jardines de Suldrun Online

Authors: Jack Vance

Tags: #Fantástico

Lyonesse - 1 - Jardines de Suldrun (44 page)

BOOK: Lyonesse - 1 - Jardines de Suldrun
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El túnel lateral, de metro y medio de alto y menos de un metro de ancho, y curvado ligeramente hacia arriba, avanzaba deprisa, y los cavadores sondeaban continuamente con paladas cautas, pues temían abrir en la superficie un gran boquete que fuera visible desde la fortaleza. Al final encontraron raíces de hierbas y arbustos, y el suelo negro les informó de que la superficie estaba cerca.

Poco antes del anochecer los skalings cenaron en una cámara en lo alto del túnel, luego reanudaron la tarea. Diez minutos después, Aillas fue a llamar a Kildred el capataz, un alto ska de mediana edad, con la cara llena de cicatrices, la cabeza calva y una actitud distante incluso para un ska. Como de costumbre, Kildred estaba jugando a los dados con los guardias. Miró por encima del hombro cuando se acercó Aillas.

—¿Qué ocurre ahora?

—Los cavadores se han topado con una capa de roca azul. Quieren partidores de roca y taladros.

—¡Partidores de roca! ¿Qué herramienta es ésa?

—No lo sé. Sólo traigo mensajes.

Kildred masculló una maldición y se puso de pie.

—Vamos. Echemos un vistazo a esa roca azul.

Entró en el túnel seguido por Aillas y avanzó en el resplandor turbio y anaranjado de las lámparas de aceite. Cuando se agachó para examinar la roca azul, Cargus le pegó con una barra de hierro, matándolo al instante.

Era el momento del crepúsculo. La cuadrilla se reunió junto al túnel lateral donde los cavadores en ese momento abrían un boquete.

Aillas llevó una carretilla de tierra a la cámara del extremo opuesto.

—Ya no habrá más tierra por un tiempo —le dijo al encargado de la cabria en voz alta, para que oyeran los guardias—. Nos hemos topado con una capa de roca. —Los guardias miraron por encima del hombro y siguieron jugando a los dados. El encargado de la cabria siguió a Aillas hasta el túnel.

El túnel de escape estaba abierto. Los skalings treparon y salieron al crepúsculo, entre ellos el encargado de la cabria, que no sabía nada del plan pero se alegró de escapar. Todos se tendieron en los juncos y la hierba. Aillas y Yane, los últimos en salir, pusieron los soportes en su sitio, disimulando su propósito. Una vez en la superficie taparon el boquete con helechos, echaron tierra en el orificio y transplantaron hierba.

—Que crean que fue magia —dijo Aillas—. ¡Será mejor si piensan eso!

Los ex skalings corrieron agazapados por la Llanura de las Sombras, en la creciente oscuridad, hacia el este, internándose cada vez más en el reino de Dahaut. Detrás, el negro perfil de Poélitetz, la gran fortaleza ska, se recortaba en el cielo. El grupo se detuvo para mirar atrás.

—Ska —dijo Aillas—, extraño pueblo que vienes del pasado con tu alma oscura: la próxima vez que nos encontremos portaré una espada. Mucho me debes por el dolor que me has causado, y por los trabajos que me impusiste.

Tras una hora de correr, trotar y caminar llegaron al río Gloden, cuyas fuentes incluían el Tamsour.

La luna, casi llena, se elevaba sobre el río, trazando una hilacha de luz en el agua. Junto a un enorme sauce llorón plateado por la luna, el grupo se detuvo a reflexionar y deliberar.

—Somos quince —dijo Aillas—: un grupo fuerte. Algunos de vosotros deseáis regresar a vuestro hogar. Otros no tenéis hogar adonde regresar. Puedo ofreceros perspectivas si os unís a mí en lo que debo hacer. Tengo una misión. Primero me llevará hacia el sur, al Cerro Tac, luego no sé adonde: tal vez a Dahaut, para hallar a mi hijo. Luego iremos a Troicinet, donde poseo fortuna, honor y posición. Los que me sigan como camaradas, para unirse a mi misión y, según espero, regresar conmigo a Troicinet, sacarán buen partido de ello. ¡Lo juro! Recibirán buenas tierras, y tendrán el título de caballero acompañante. Os advierto que es peligroso. Primero al Tac, junto a Tintzin Fyral, luego quién sabe dónde. Elegid, pues. Seguid vuestro camino o venid conmigo, pues aquí nos separamos. Yo cruzaré el río y seguiré hacia el sur con mis compañeros. El resto hará bien en viajar hacia el este, cruzando la llanura para llegar a las partes habitadas de Dahaut. ¿Quién viene conmigo?

—Estoy contigo —dijo Cargus—. No tengo adonde ir.

—Y yo —dijo Yane.

—Nos unimos en días oscuros —dijo un tal Qualls—. ¿Por qué separarse ahora? Además, deseo tener tierras y un título nobiliario.

Al final, otros cinco fueron con Aillas. Cruzaron el Gloden por un puente y siguieron un camino que se desviaba hacia el sur. Los otros, la mayoría dauts, eligieron su propio camino y continuaron hacia el este junto al Gloden.

Los siete que se habían unido a Aillas eran Yane, Cargus, Garstang, Qualls, Bode, Scharis y Faurfisk, un grupo dispar. Yane y Cargus eran bajos; Qualls y Bode eran altos. Garstang, que hablaba poco de sí mismo, tenía modales de caballero, mientras que Faurfisk, macizo, rubio y de ojos azules, declaraba ser el bastardo de un pirata gordo y una pescadora celta. Scharis, más joven que Aillas, se distinguía por una cara apuesta y una disposición agradable. En cuanto a Faurfisk, la viruela, las cicatrices y las quemaduras le habían infligido una innegable fealdad. Un pequeño barón de Ulflandia del Sur lo había sometido al potro; el pelo se le había vuelto blanco y siempre lucía una expresión de furia. Qualls, un monje irlandés fugitivo, era irresponsablemente jovial y se declaraba tan mujeriego como cualquier obispo de Irlanda.

Aunque el grupo estaba dentro de Dahaut, la proximidad de Poélitetz arrojaba una sombra opresiva en la noche, y se pusieron en marcha por la carretera.

Mientras caminaban, Garstang habló con Aillas.

—Es necesario aclarar una cosa. Soy caballero de Lyonesse, de Twanbow, en el ducado de Ellesmere. Como tú eres troicino, estamos nominalmente en guerra. Desde luego eso es descabellado, y pongo mi suerte al lado de la tuya, hasta que entremos en Lyonesse. Entonces tendremos que separarnos.

—Así sea. Pero míranos ahora: con ropas de esclavo y collares de hierro, escurriéndonos por la noche como perros carroñeros. ¡Vaya par de gentilhombres! Y como no tenemos dinero, debemos robar para comer, como cualquier banda de vagabundos.

—Otros gentilhombres hambrientos han hecho concesiones similares. Robaremos hombro con hombro, para que nadie pueda despreciar al otro. Y sugiero que en lo posible robemos a los ricos, aunque los pobres son presa más fácil.

—Las circunstancias nos guiarán… Ladran perros. Hay una aldea cerca, y realmente necesitamos un herrero.

—A esta hora de la noche estará profundamente dormido.

—Un herrero de buen corazón podría levantarse para ayudar a un grupo de desesperados como nosotros.

—O podríamos levantarlo nosotros.

Las casas de la aldea lucían grises bajo la luz de la luna. Las calles estaban desiertas; no se veía ninguna luz salvo la de la taberna, de donde llegaban los ruidos de una bulliciosa juerga.

—Mañana debe de ser día de fiesta —dijo Garstang—. Mirad, en la plaza, ese caldero preparado para hervir un buey.

—Extraordinario caldero, sin duda, ¿pero dónde está la herrería?

—Debe estar allá, por el camino, si existe.

El grupo atravesó la aldea y en los alrededores descubrió la herrería, frente a un edificio de piedra donde se veía una luz.

Aillas fue hasta la puerta y golpeó suavemente. Al cabo de una larga pausa, un joven de diecisiete o dieciocho años abrió la puerta con lentitud. Parecía deprimido y demacrado, y habló con voz quebrada.

—¿Quiénes sois? ¿Qué queréis aquí?

—Amigo, necesitamos la ayuda de un herrero. Hoy escapamos de los ska y no soportamos más estos detestables collares.

El joven titubeó.

—Mi padre es herrero de Vervold, esta aldea. Yo soy su hijo Elric. Pero como él nunca más volverá a trabajar en su oficio, ahora yo soy el herrero. Venid al local. —Cogió una lámpara y los condujo a la herrería.

—Temo que tu trabajo será un acto de caridad —dijo Aillas—. Sólo podemos pagar con el hierro de los collares, pues no tenemos nada más.

—No importa —dijo con voz apagada el joven herrero. Uno por uno los ocho fugitivos se agacharon delante del yunque. El herrero usó martillo y cincel para cortar los collares; uno por uno los hombres se incorporaron libres del hierro.

—¿Qué le ocurrió a tu padre? —preguntó Aillas—. ¿Murió?

—Todavía no. Mañana por la mañana será su hora. Será hervido en un caldero y arrojado a los perros.

—Es una mala noticia. ¿Cuál ha sido su delito?

—Cometió una ofensa —dijo Elric con voz sombría—. Cuando el señor Halies bajó de su carruaje, mi padre le pegó en la cara, le pateó el cuerpo y le causó dolor.

—Insolencia, por decir lo mínimo. ¿Qué lo provocó?

—La obra de la naturaleza. Mi hermana tiene quince años. Es muy bella. Era natural que Halies quisiera llevarla a Bella Aprillion para que le calentara el lecho. ¿Y quién se habría negado si ella hubiese aceptado la propuesta? Pero ella se negaba a ir, y el señor Halies envió a sus sirvientes a buscarla. Mi padre, aunque herrero, es poco práctico y pensó que corregiría la situación golpeando y pateando a Halies. Pero ahora, por su error, debe hervir en un caldero.

—El tal Halies… ¿es rico?

—Vive en Bella Aprillion, en una mansión de sesenta habitaciones. Tiene un establo con hermosos caballos. Come alondras, ostras y carnes asadas con clavo y azafrán, con pan blanco y miel. Bebe vino blanco y tinto. Hay alfombras en sus suelos y sedas sobre su espalda. Viste a veinte matones con vistosos uniformes y los llama «paladines». Ellos imponen los edictos del señor, y muchos propios.

—Hay buenas razones para creer que Halies es rico —dijo Aillas.

—Me disgusta ese hombre —dijo Garstang—. La riqueza y la noble cuna son excelentes circunstancias, codiciadas por todos. Aun así, el noble rico debería disfrutar de su distinción con decoro, sin infligir tal humillación a los suyos. En mi opinión, se le debe castigar, multar, humillar y privar de ocho o diez de sus hermosos caballos.

—Coincido contigo —dijo Aillas. Se volvió nuevamente hacia Elric—. ¿Halies tiene sólo veinte soldados?

—Sí. Y también al maestro arquero Hunolt, el verdugo.

—Y mañana por la mañana todos vendrán a Vervold para presenciar esta ceremonia y Bella Aprillion quedará desierta.

Elric soltó una risa histérica.

—¿De modo que mientras mi padre hierve asaltaréis la mansión?

—¿Cómo puede hervir si el caldero pierde agua? —preguntó Aillas.

—Es un buen caldero. Mi padre mismo lo reparó.

—Lo que se ha hecho se puede deshacer. Traed un martillo y cinceles. Abriremos algunos orificios.

Elric cogió las herramientas.

—Causará una demora… ¿pero qué sucederá luego?

—Cuando menos, tu padre no hervirá tan pronto.

El grupo dejó al herrero y regresó a la plaza. Como antes, todas las casas estaban a oscuras, excepto por el resplandor amarillo de las velas de la taberna, donde una voz entonaba una canción.

El grupo se acercó al caldero a la luz de la luna.

—¡Ahora! —le dijo Aillas a Elric.

Elric apoyó el cincel en el caldero y le asestó un martillazo, provocando un clamor tan vibrante como el de un gong.

—¡De nuevo!

Elric golpeó una vez más; el cincel mordió el hierro y abrió un orificio. Finalmente, abrió tres orificios más, y un cuarto por las dudas, luego se incorporó con dolorida euforia.

—Aunque también me hiervan, jamás lamentaré el trabajo de esta noche.

—No te hervirán, y tampoco a tu padre. ¿Dónde queda Bella Aprillion?

—Por aquel camino, entre los árboles.

La puerta de la taberna se abrió. Cuatro hombres tambaleantes se perfilaron contra el rectángulo de luz amarilla y comenzaron a vociferar.

—¿Soldados de Halies? —preguntó Aillas.

—En efecto, y cada cual más bruto que el otro.

—Deprisa entonces, vamos detrás de esos árboles. Haremos un poco de justicia sumaria, y también reduciremos los veinte a dieciséis.

—No tenemos armas —objetó Elric.

—¿Qué? ¿Sois cobardes en esta aldea? ¡Somos nueve contra cuatro! —Elric no supo qué decir.

—Rápido —dijo Aillas—. Ya que nos hemos convertido en ladrones y asesinos, desempeñemos nuestro papel.

El grupo cruzó la plaza y se ocultó entre los arbustos que bordeaban el camino. Dos grandes olmos filtraban la luz de la luna arrojando una filigrana de plata en el camino.

Los nueve hombres encontraron palos y piedras, y esperaron. Los gritos que atravesaban la plaza enfatizaban el silencio de la noche.

Transcurrieron unos minutos, y las voces se volvieron más fuertes. Los paladines se acercaron, contoneándose, contando historias, quejándose y eructando. Uno pidió a Zinctra Leli, diosa de la noche, que mantuviera más firme el firmamento; otro maldijo por sus piernas flojas y le dijo que se arrastrara. El tercero no pudo contener una absurda risa por un episodio jocoso que sólo él conocía, o tal vez nadie; el cuarto empezó a hipar al compás de sus pasos; se acercó. De pronto hubo un correteo, un martillo astillando hueso, jadeos de terror; en segundos, los cuatro paladines ebrios fueron cuatro cadáveres.

—Tomad sus armas —dijo Aillas—. Llevadlos detrás del seto. El grupo regresó a la herrería y durmió donde pudo.

Por la mañana se levantaron temprano, comieron potaje y tocino, luego cogieron las armas que Elric podía ofrecerles: una vieja espada, un par de dagas, barras de hierro y un arco con doce flechas del que Yane se adueñó de inmediato. Cubrieron los blusones grises de skalings con los harapos que pudieron encontrar en la casa del herrero, y así fueron a la plaza, donde encontraron a varias personas reunidas a los lados mirando el caldero y murmurando.

Elric descubrió a un par de primos y a un tío. Fueron a casa, se armaron con arcos y se unieron al grupo.

El maestro arquero Hunolt fue el primero en llegar de Bella Aprillion, seguido por cuatro guardias y un carretón que llevaba una jaula con forma de colmena, donde estaba el hombre condenado. Mantenía los ojos fijos en el suelo de la jaula, y sólo una vez los alzó para mirar el caldero. Detrás marchaban dos soldados más, armados con espadas y arcos.

Hunolt, frenando el caballo, reparó en el daño hecho al caldero.

—¡Aquí hay traición! —exclamó—. ¡Se ha dañado la propiedad de su señoría! ¿Quién es el culpable? —Su voz vibró en la plaza. Todos volvieron la cabeza, pero nadie respondió.

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