Read Lyonesse - 1 - Jardines de Suldrun Online

Authors: Jack Vance

Tags: #Fantástico

Lyonesse - 1 - Jardines de Suldrun (37 page)

BOOK: Lyonesse - 1 - Jardines de Suldrun
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—¿Has oído? Debes tocar lo mejor que puedas y tarde o temprano el rey Rhodion se acercará. Luego nos desharemos de tus siete años de mala suerte.

—Sólo la buena suerte lo atraerá. Así que tendré que esperar siete años. Para entonces seré viejo y achacoso.

—¡Dhrun, no seas ridículo! La buena música siempre derrota la mala suerte, no lo olvides.

—Estoy de acuerdo con eso —dijo el doctor Fidelius—. Ahora, venid conmigo. Tenemos que hacer algunos cambios.

El doctor Fidelius llevó a los niños a ver a un mercader que vendía zapatos y ropa. Al ver a Dhrun y Glyneth alzó las manos en el aire.

—Id al cuarto trasero.

Los criados les prepararon tinas de agua tibia y jabón aromático bizantino. Dhrun y Glyneth se desvistieron y se lavaron. Los criados les llevaron toallas y camisas de lino, y luego ambos niños se vistieron con ropa nueva y elegante: pantalones azules, una camisa blanca y una túnica oscura para Dhrun; un vestido verde claro para Glyneth, con una cinta verde oscuro para el pelo. Empacaron otras prendas en una caja y las enviaron al carromato.

El doctor Fidelius los miró aprobatoriamente.

—¿Dónde están esos dos vagabundos? He aquí a un gallardo príncipe y a una bella princesa.

Glyneth rió.

—Mi padre era sólo un escudero de Throckshaw, en Ulflandia, pero el padre de Dhrun es un príncipe y su madre es una princesa.

—¿Quién te lo dijo? —preguntó el doctor Fidelius a Dhrun con interés.

—Las hadas.

El doctor Fidelius habló despacio:

—Si eso es verdad, y quizá lo sea, eres una persona muy importante. Tu madre puede haber sido Suldrun, princesa de Lyonesse. Lamento decirte que está muerta.

—¿Y mi padre?

—No sé nada de él. Es una figura bastante misteriosa.

20

Por la mañana temprano, con el sol bajo detrás de los árboles y el rocío todavía húmedo sobre la hierba, Graithe el leñador llevó a Aillas al prado de Madling. Le señaló un montículo donde crecía un roble nudoso y pequeño.

—Eso es Thripsey Shee. Para ojos mortales parece muy poca cosa, pero hace mucho tiempo, cuando yo era joven y temerario, robé aquí los leños de una Víspera del Solsticio de Verano, cuando las hadas no se molestan en disimular; y donde ahora ves montículos de hierba y un viejo árbol, yo vi pabellones de seda y un millón de lámparas y torres una sobre otra. Las hadas pidieron a los músicos una pavana, y la música empezó. Quería correr a unirme a ellos, pero sabía que si bailaba un solo paso en territorio de hadas, debería bailar sin descanso el resto de mi vida, así que me tapé los oídos y me fui arrastrando los pies con desconsuelo.

Aillas investigó el prado de Madling. Oyó gorjeos y trinos que podían haber sido risas. Se adentró tres pasos en el prado.

—Hadas, os ruego que me escuchéis. Soy Aillas, y el muchacho Dhrun es mi hijo. ¿Alguien se puede acercar a hablarme?

El silencio se impuso en el prado, salvo por lo que quizás era otro trino de pájaros. Cerca del montículo se mecían lupinos y consólidas reales, aunque el aire de la mañana estaba quieto.

Graithe le tiró de la manga.

—Ven. Están preparando una maldad. Si quisieran hablarte, ya lo habrían hecho. Ahora están tramando algo dañino. Ven, antes de que seas víctima de sus trucos.

Los dos regresaron por el bosque.

—Es gente rara —dijo Graithe—. Nos valoran tanto como nosotros a los peces.

Aillas se despidió de Graithe. Mientras regresaba a la aldea de Glymwode, se desvió del camino para acercarse a un deteriorado tocón. Sacó a Persilian del envoltorio y lo apoyó erguido en el tocón. Por un instante se vio a sí mismo en el cristal, apuesto a pesar de la tosca estructura de la mandíbula, la barbilla y los pómulos, con ojos brillantes como luces azules. Persilian, por pura perversidad, alteró la imagen, y Aillas se sorprendió mirando la cara de un erizo.

—Persilian, necesito tu ayuda —dijo Aillas.

—¿Deseas hacer una pregunta?

—Sí.

—Será la tercera.

—Lo sé. Por tanto, quiero describir el sentido de mi pregunta, para que no me des una respuesta voluble. Estoy buscando a mi hijo Dhrun, quien fue llevado por las hadas de Thripsey Shee. Te pregunto: ¿Cómo puedo rescatar a mi hijo sano y salvo? Quiero saber exactamente cómo encontrarlo, liberarlo de Thripsey Shee con buena salud, juventud y facultades mentales, sin incurrir en un castigo. Quiero encontrar y liberar a mi hijo, y no según un plan que tarde semanas, meses o años; tampoco quiero sufrir engaños ni frustraciones de algún modo que no haya previsto. De modo que, Persilian…

—¿Has pensado —preguntó Persilian— que tu estilo es sumamente arrogante? Exiges mi ayuda como si yo estuviera obligado a dártela, y tú, al igual que los demás, rehúsas firmemente liberarme mediante una cuarta pregunta. ¿Te asombra que encare tus problemas con distanciamiento? ¿Has reflexionado un solo instante sobre mis propios anhelos? No, me explotas a mí y mi poder tal y como usarías un caballo para llevar una carga. Me reprendes y me das órdenes como si mediante algún acto heroico hubieras ganado el derecho a mandarme, cuando en realidad me robaste furtivamente al rey Casmir. ¿Seguirás tratándome como a un criado?

Tras un momento de confusión, Aillas respondió con voz sumisa:

—Tus quejas son justas, en general. Aun así, en este momento, mi afán de hallar a mi hijo se impone sobre todo lo demás.

»Por tanto, Persilian, debo repetir mi encargo. Dame una respuesta detallada a esta pregunta: ¿Cómo puedo lograr que mi hijo quede bajo mi cuidado y custodia?

—Pregunta a Murgen —dijo hurañamente Persilian.

Aillas se apartó furiosamente del tocón. Hizo un esfuerzo para hablar con calma.

—Esa no es una respuesta adecuada.

—Es bastante buena —dijo airosamente Persilian—. Nuestros afanes nos impulsan en diferentes direcciones. Pero si deseas hacer otra pregunta, no vaciles en hacerlo.

Aillas hizo girar el espejo para ponerlo frente al prado y señaló.

—Mira. En aquel campo hay un viejo pozo. El tiempo puede significar poco para ti, pero si te arrojo en el pozo, te hundirás en el barro. Pronto el pozo se derrumbará y quedarás sepultado, tal vez para siempre, y esa duración sí debe significar algo para ti.

—Es un tema que no comprendes —dijo altivamente Persilian—. Te recuerdo que la brevedad es la esencia de la sabiduría. Como pareces insatisfecho, me explayaré sobre mis instrucciones. Las hadas no te darán nada a menos que reciban un obsequio como pago. No tienes nada que ofrecerles. Murgen es un maestro en magia. Vive en Swer Smod bajo el monte Bacín, en el Teach tac Teach. En el camino acechan peligros. En la Brecha de Binkings debes pasar bajo una roca en equilibrio. Has de matar al cuervo guardián, o él arrojará una pluma para que la roca se te desplome en la cabeza. En el río Siss una vieja con cabeza de zorro y piernas de pollo te pedirá que le hagas cruzar el río. Debes actuar al instante: cortarla en dos con tu espada y llevar cada parte por separado. Cuando el camino llegue al monte Bacín encontrarás un par de grifos barbados. Tanto a la ida como a la vuelta, da a cada uno un panal de miel que habrás llevado a propósito. Frente a Swer Smod, llama tres veces de este modo: «¡Murgen! Soy yo, el príncipe Aillas de Troicinet…» Cuando conozcas a Murgen no te intimides. Es un hombre como tú… no es afable, pero no carece de sentido de la justicia. Escucha sus instrucciones y obedece con exactitud. Incluyo un consejo final, para ahorrarme nuevos reproches. ¿Irás a caballo?

—Ése es mi plan.

—Guarda tu caballo en un establo de la aldea Sotovalle Oswy antes de llegar al río Siss; de lo contrario comerá la hierba de la locura y te arrojará contra las rocas.

—Es un valioso consejo. —Aillas echó una mirada nostálgica hacia el prado de Madling—. Sería preferible tratar con las hadas en vez de visitar a Murgen con tantos peligros.

—Sería, pero hay razones por las cuales es ventajoso visitar primero a Murgen.

Con estas palabras, Persihan permitió que la imagen de Aillas se reflejara nuevamente en el cristal. Mientras Aillas miraba, su cara hizo una serie de muecas burlonas antes de desaparecer.

En Tawn Timble, Aillas canjeó un broche dorado con incrustaciones de granate por un fuerte capón ruano, provisto con bridas, sillas de montar y alforjas. En una armería compró una espada de discreta calidad, una daga de hoja gruesa al estilo lionés, un arco viejo y frágil, pero servicial, pensó Aillas, si lo aceitaba y tensaba adecuadamente, junto con doce flechas y un carcaj. En una mercería compró una capa negra de guardamonte, y el zapatero le proporcionó cómodas botas negras. Montado en su caballo, se sintió nuevamente un caballero.

Aillas se marchó de Tawn Timble, cabalgó hacia el sur rumbo a Pequeña Saffield, y luego hacia el oeste por la Calle Vieja. El Bosque de Tantrevalles formaba una margen oscura en el paisaje del norte. El Bosque quedó atrás y adelante se irguieron las azules sombras del gran Teach tac Teach.

En Frogmarsh, Aillas viró hacia el norte por la carretera de Bittershaw y llegó finalmente a Sotovalle Oswy, una letárgica aldea de doscientos habitantes. Se alojó en la Posada del Pavo Real y pasó la tarde afilando la espada y probando las flechas en un blanco de paja en las cercanías de la posada. El arco parecía apto pero requería cierta práctica; las flechas eran precisas hasta unos cuarenta metros. Aillas encontró un melancólico placer en acertar con sus flechas en un blanco de quince centímetros: no había perdido su destreza.

De madrugada dejó el caballo en el establo de la posada y caminó rumbo al oeste. Subió por una larga loma arenosa entre cuyas rocas sólo crecían abrojos y malezas. En la cima de la elevación pudo ver un ancho valle. Al oeste y al norte, cada vez más alto, peñasco sobre peñasco, se erguía el poderoso Teach tac Teach, cerrando el paso hacia las Ulflandias. Por debajo, el camino descendía en diagonal hasta el suelo del valle, y allí corría el río Siss, desde los Troaghs al fondo de Cabo Despedida hasta unirse al Yallow Dulce. Tras el valle creyó distinguir Swer Smod, en lo alto de los flancos del monte Bacín, pero las formas y las sombras eran engañosas y no podía estar seguro de lo que veía.

Echó a andar a paso rápido, deslizándose y brincando, de modo que pronto llegó al valle. Se encontró en un huerto de manzanos con frutas rojas, pero pasó resueltamente de largo y así alcanzó la orilla del río. En un tocón estaba sentada una mujer con máscara de zorro rojo y piernas de pollo.

Aillas la inspeccionó atentamente.

—Hombre, ¿por qué me miras así? —exclamó ella.

—Señora Cara de Zorro, eres extraña.

—Esa no es razón para avergonzarme.

—No he pretendido ser descortés, señora. Eres como eres.

—Advierte que estoy aquí sentada dignamente. No he sido yo quien ha bajado la colma a brincos. Nunca podría incurrir en semejantes retozos. La gente me tomaría por una desvergonzada.

—Quizás he sido un poco impetuoso —admitió Aillas—. ¿Me permitirías una pregunta, por pura curiosidad?

—Siempre que no sea impertinente.

—Tú debes juzgar, y entiéndase que al hacer la pregunta no incurro en ninguna obligación.

—Pregunta pues.

—Tienes cara de zorro rojo, torso de mujer, patas de ave. ¿Cuál influye más en tu vida?

—La pregunta es impertinente. Ahora me toca a mí pedir algo.

—Pero he renunciado específicamente a toda obligación.

—Apelo a tu caballerosa educación. ¿Dejarías que una pobre y asustada criatura fuera capturada ante tus ojos? Llévame al otro lado del río, por favor.

—Es una solicitud que ningún caballero podría ignorar —dijo Aillas—. Ven por aquí hasta la orilla y señala el sitio más fácil para cruzar.

—Con mucho gusto. —La mujer bajó por el camino hasta el río. Aillas desenvainó la espada y de un sólo tajo en la cintura cortó a la mujer en dos.

Los fragmentos no descansaron. La pelvis y las patas corrían de un lado a otro; el torso superior daba furiosos golpes en el suelo, mientras que la cabeza soltaba maldiciones que helaron la sangre de Aillas.

—¡Calma, mujer! —dijo al fin Aillas—. ¿Dónde está la dignidad de que alardeabas?

—¡Sigue tu camino! —chilló ella—. ¡Mi venganza no tardará! Aillas agarró el borde de la túnica, y la arrastró por el vado hasta el agua.

—Con las patas en una orilla y los brazos en la otra, sentirás menos deseos de cometer actos malignos.

La mujer respondió con una nueva salva de maldiciones, y Aillas siguió su camino. El sendero conducía ladera arriba; Aillas se detuvo para mirar atrás. La mujer había alzado la cabeza para silbar; las piernas cruzaron el río de un salto; las dos partes se unieron y la criatura quedó entera una vez más. Aillas continuó sombríamente su camino subiendo el monte Bacín. Al este se extendían tierras llanas, en general bosques verdes y oscuros, y luego un páramo donde no crecía ni siquiera una hoja de hierba. Un risco se elevaba sobre la comarca, y el camino parecía haber llegado a su fin. A dos pasos vio la Brecha de Binkings, una grieta angosta en el peñasco. En la boca de la brecha un pedestal de tres metros de altura terminaba en una punta sobre la cual, en exacto equilibrio descansaba una enorme roca.

Aillas se aproximó con suma cautela. Cerca, en la rama de un árbol muerto, se posaba un cuervo que le observaba atentamente. Aillas le dio la espalda, puso la flecha en el arco, dio media vuelta, y disparó. El cuervo se desplomó aleteando, rozó la roca en equilibrio con el ala. La roca osciló, se inclinó y se desplomó ante el pasaje.

Aillas recobró la flecha, cortó las alas y la cola del pájaro y se las guardó en la mochila; un día adornaría sus doce flechas de negro.

El camino conducía por la Brecha de Binkings hasta una terraza por encima del peñasco. A un kilómetro bajo el monte Bacín, Swer Smod se erguía sobre el paisaje: un castillo mediano, protegido sólo por una alta muralla y un par de garitas que daban sobre el portal.

Junto al camino, a la sombra de ocho cipreses negros, un par de grifos barbados de dos metros y medio de altura jugaban al ajedrez ante una mesa de piedra. Cuando Aillas se acercó, dejaron el ajedrez y cogieron unos cuchillos.

—Ven por aquí —dijo uno—, para ahorrarnos la molestia de levantarnos —Aillas sacó dos panales de miel de la mochila y los puso sobre la mesa de piedra.

—Aquí tenéis vuestra miel.

—De nuevo miel —gruñó uno de los grifos.

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