Read Lyonesse - 1 - Jardines de Suldrun Online

Authors: Jack Vance

Tags: #Fantástico

Lyonesse - 1 - Jardines de Suldrun (34 page)

BOOK: Lyonesse - 1 - Jardines de Suldrun
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—Nunca las encontrarías. Son tan desalmadas como las hadas, o peor. Hasta podrían hacerte daño. Vayámonos de aquí.

Al caer la tarde llegaron a las ruinas de una capilla cristiana construida por un misionero olvidado tiempo atrás. Al lado crecían un ciruelo y un membrillo, ambos cargados de fruta. Las ciruelas estaban maduras; los membrillos, aunque de grato aroma, sabían ácidos y amargos. Glyneth cogió un montón de ciruelas, con las cuales merendaron. Glyneth apiló hierba entre las ruinas mientras Dhrun permanecía sentado de cara al río.

—Creo que el bosque está menos denso —le dijo Glyneth a Dhrun—. No tardaremos mucho en estar entre gente civilizada. Luego tendremos pan y carne para comer, leche para beber y camas donde dormir.

La puesta de sol refulgía sobre el Bosque de Tantrevalles, luego se desvaneció en la noche. Dhrun y Glyneth se acostaron y se durmieron.

Poco antes de medianoche asomó la luna, arrojó un reflejo sobre el río y brilló sobre la cara de Glyneth, despertándola. Cálida y somnolienta escuchaba los grillos y las ranas, cuando a lo lejos oyó un tamborileo. El ruido creció y con él un retintín de cadenas, y los chirridos del cuero de las sillas de montar. Glyneth se apoyó sobre el codo y vio a una docena de jinetes que se acercaban por la margen del río. Iban agazapados en las sillas, las capas al viento; el claro de luna alumbró las antiguas armaduras y los relucientes cascos de cuero negro. Uno de los jinetes, la cara hundida en la crin del caballo, se volvió para mirar a Glyneth. La luna le iluminó la cara pálida, y luego la fantasmal procesión desapareció. El tamborileo murió a lo lejos.

Glyneth se recostó en la hierba y al fin se durmió.

Al alba, se levantó en silencio y trató de arrancar una chispa a un trozo de pedernal que había encontrado, con el objeto de encender una fogata, pero no pudo.

Dhrun despertó. Soltó un grito sobresaltado, y pronto lo ahogó.

—Conque no era un sueño —dijo al cabo de un instante. Glyneth miró los ojos de Dhrun.

—Todavía se te ven los círculos dorados —dijo, dándole un beso—. Pero no te entristezcas, encontraremos un modo de curarte. ¿Recuerdas lo que te dije ayer? La magia da, la magia quita.

—Sin duda tienes razón —dijo Dhrun con voz hueca—. En todo caso, no puedo hacer nada. —Se puso de pie y casi de inmediato tropezó con una rama y se cayó. Estiró los brazos y se aferró a la cadena de donde colgaba su amuleto, provocando que ésta saltara por los aires.

Glyneth se le acercó corriendo.

—¿Estás herido? Oh, tu pobre rodilla. Esta piedra tan afilada te ha hecho sangrar.

—No te preocupes por la rodilla —gruñó Dhrun—. He perdido mi talismán. Se me soltó la cadena y ahora ha desaparecido.

—No escapará —dijo Glyneth en tono práctico—. Primero te vendaré la rodilla y luego encontraré el talismán.

Arrancó un jirón de tela de su enagua y lavó la herida con agua de un manantial.

—Dejaremos que esto se seque. Luego lo vendaré y te encontrarás mejor que nunca.

—¡Glyneth, busca mi talismán, por favor! No podemos postergarlo. Imagínate que lo encontrara un ratón.

—Se convertiría en el más valiente de los ratones. Los gatos y los búhos echarían a correr —palmeó la mejilla de Dhrun—. Pero lo encontraré… Debe de haber caído por aquí. —Se puso a andar a gatas, mirando palmo a palmo. Casi de inmediato vio el amuleto, pero el cabujón había golpeado contra una piedra y se había hecho trizas.

—¿Lo ves? —preguntó Dhrun con ansiedad.

—Creo que está en esta mata de hierba —Glyneth encontró un guijarro pequeño y liso y lo introdujo en el hueco. Ajustó el guijarro con una piedra más grande, metiéndolo dentro—. Aquí tienes. Déjame arreglar la cadena —apretó el eslabón torcido y colgó el amuleto del cuello de Dhrun, para su gran alivio—. Listo. Está como nuevo.

Los dos desayunaron ciruelas y continuaron caminando junto al río. El bosque se fue convirtiendo en un parque de arboledas separadas por prados donde altas hierbas ondeaban al viento. Llegaron a una cabaña desierta, un refugio para los pastores que se atrevían a llevar los rebaños a pastar tan cerca de los lobos y osos del bosque.

Después de varios kilómetros llegaron a una agradable casa de piedra de dos pisos, llena de jardineras bajo las ventanas superiores. Un cerco de piedra rodeaba un jardín de nomeolvides, pensamientos y escabiosas. En cada remate altas chimeneas se elevaban sobre la paja fresca y limpia. Más adelante se veía una aldea de casas de piedra gris apiñadas en un terreno pantanoso. Una mujer de vestido negro y delantal blanco desbrozaba el jardín. Se detuvo para mirar a Dhrun y Glyneth, ladeó la cabeza y siguió trabajando.

Cuando Glyneth y Dhrun se acercaron al portón, una rechoncha y bonita mujer madura salió al porche.

—Bien, niños, ¿qué hacéis tan lejos de casa?

—Me temo que somos vagabundos —respondió Glyneth—. No tenemos hogar ni familia.

La sorprendida mujer miró hacia el camino por donde habían venido.

—¡Pero si este camino no conduce a ninguna parte!

—Acabamos de atravesar el Bosque de Tantrevalles.

—¡Entonces un encanto os protege! ¿Cómo os llamáis? A mí me podéis llamar Melissa.

—Yo soy Glyneth y él es Dhrun. Las dríades le pusieron abejas en los ojos y ahora no puede ver.

—¡Ah, qué pena! A menudo son crueles. Ven aquí, Dhrun, y déjame ver tus ojos.

Dhrun se adelantó y Melissa estudió los anillos concéntricos de oro y ámbar.

—Conozco un par de trucos de magia, pero no tantos como una verdadera bruja, y no puedo hacer nada por ti.

—Tal vez puedas vendernos un poco de pan y queso —sugirió Glyneth—. Desde ayer sólo hemos comido ciruelas.

—Desde luego, y no tenéis que pagar nada. Didas, ¿dónde estás? ¡Aquí tenemos un par de niños hambrientos! Trae leche, mantequilla y queso. Entrad, niños. Creo que en la cocina encontraremos algo.

Una vez que Dhrun y Glyneth estuvieron sentados a la pulida mesa de madera, Melissa les sirvió pan y una suculenta sopa de oveja y cebada, luego un sabroso plato de pollo cocinado con azafrán y nueces, y al final queso y jugosas uvas verdes.

Melissa se sentó junto a ellos y bebió té de hojas de luisa. Sonreía al verlos comer.

—Veo que gozáis de buena salud —dijo—. ¿Sois hermanos?

—Casi —dijo Glyneth—. Pero en verdad no somos parientes. Ambos hemos sufrido contratiempos y nos creemos dichosos de estar juntos, pues ninguno de los dos tiene a nadie más.

—Ahora estáis en Lejana Dahaut —dijo Melissa con voz tranquilizadora—, fuera del espantoso bosque, y sin duda todo os irá mejor.

—Eso espero. Estamos muy agradecidos por esta maravillosa comida, pero no queremos molestar. Con tu permiso, seguiremos nuestro camino.

—¿Por qué tan pronto? Supongo que estáis cansados. Hay un bonito cuarto para Glyneth arriba, y una buena cama en la buhardilla para Dhrun. Cenaréis pan con leche y un par de pasteles, y luego podréis comer manzanas ante el fuego y contarme vuestras aventuras. Mañana, cuando estéis bien descansados, seguiréis vuestro camino.

Glyneth titubeó y miró a Dhrun.

—Quedaos —suplicó Melissa—. A veces me siento sola aquí, sin nadie más que la achacosa vieja Didas.

—No me importa quedarme —dijo Dhrun—. Tal vez puedas decir nos dónde encontrar a un mago poderoso, para extraer las abejas de mis ojos.

—Pensaré en ello, y también le preguntaré a Didas. Ella sabe un poco de todo.

—Temo que nos malcriarás —suspiró Glyneth—. Los vagabundos no deben aficionarse a la buena comida y las camas blandas.

—Sólo una noche. ¡Luego un buen desayuno, y en marcha!

—De nuevo agradecemos tu bondad.

—En absoluto. Me agrada que unos niños tan guapos alegren mi casa. Sólo os pido que no molestéis a Didas. Es muy vieja y un poco avinagrada, e incluso, lamento decirlo, extravagante. Pero si la dejáis en paz, no os molestará.

—Naturalmente, la trataremos con toda cortesía.

—No lo dudo, querida. ¿Por qué no vais afuera y disfrutáis del jardín hasta la hora de la cena?

—Gracias, Melissa.

Los dos salieron al jardín, donde Glyneth condujo a Dhrun de una flor a otra, para que disfrutara del aroma.

Al cabo de una hora de pasear y oler las plantas, Dhrun se aburrió y se tendió en la hierba para dormitar al sol, mientras Glyneth intentaba descifrar el misterio de un reloj de sol.

Alguien le hizo una señal desde un lado de la casa; Glyneth vio que era Didas, quien de inmediato le indicó que tuviera cautela, guardara silencio y se acercara.

Glyneth se le acercó despacio, pero se apresuró cuando Didas, impaciente, le indicó que lo hiciera.

—¿Qué te ha dicho Melissa de mí? —preguntó Didas. Glyneth titubeó, luego habló con franqueza.

—Nos ha dicho que no te molestáramos, que eras muy vieja y a menudo irritable, e incluso un poco imprevisible.

Didas rió secamente.

—Esto tendrás oportunidad de juzgarlo por ti misma. Mientras tanto, escúchame bien, niña. No bebas leche en la cena. Yo distraeré a Melissa. Mientras ella habla conmigo arroja la leche en la pila, luego finge que has terminado. Después de la cena di que estás muy cansada y que te gustaría ir a la cama. ¿Entiendes?

—Sí.

—Si no me haces caso, correrás peligro. Esta noche, cuando la casa esté en silencio, y Melissa esté en su taller, te daré explicaciones. ¿Lo harás?

—Sí. A decir verdad, no pareces avinagrada ni extravagante.

—Así me gusta. Hasta luego, entonces. Ahora debo seguir desbrozan do el jardín. Estas malezas crecen apenas las arranco.

Pasó la tarde. Al caer el sol, Melissa los llamó para cenar. En la mesa de la cocina puso una hogaza crujiente, mantequilla y una fuente de setas en salmuera. Ya había servido la leche para Glyneth y Dhrun; también había una jarra por si querían más.

—Sentaos, niños —dijo Melissa—. ¿Tenéis las manos limpias? Bien, comed todo lo que queráis, y bebed la leche. Es buena y fresca.

—Gracias, Melissa.

Desde el cuarto contiguo llegó la voz de Didas.

—¡Melissa, ven enseguida! Quiero hablar contigo.

—Más tarde, Didas, más tarde. —Pero Melissa se levantó y caminó hasta la puerta. En un instante Glyneth vació las dos tazas de leche.

—Finge que bebes de la taza vacía —le susurró a Dhrun.

Cuando Melissa regresó, tanto Glyneth como Dhrun aparentaban beber leche de sus tazas.

Melissa no dijo nada, sino que dio media vuelta y no les prestó más atención.

Glyneth y Dhrun comieron una rebanada de pan con mantequilla, luego Glyneth simuló un bostezo.

—Estamos cansados, Melissa. Si no te importa, nos gustaría ir a acostarnos.

—¡Desde luego, Glyneth! Lleva a Dhrun hasta su cama, y tú ya sabes dónde está tu cuarto.

Glyneth, vela en mano condujo a Dhrun hasta la buhardilla. Éste preguntó dubitativo:

—¿No tienes miedo de estar sola?

—Un poco, pero no mucho.

—Ya no puedo luchar —se lamentó Dhrun—. Aun así, si te oigo gritar acudiré.

Glyneth bajó a su cuarto y se tendió en la cama con la ropa puesta. Poco después apareció Didas.

—Ahora está en su taller. Tenemos unos segundos para hablar. Ante todo, debo decirte que Melissa, como se hace llamar, es una bruja perversa. Cuando yo tenía quince años, me dio leche drogada para beber, luego se transfirió a mi cuerpo, el que usa hoy. Yo, una niña de quince años, quedé alojada en el cuerpo que usaba Melissa: una mujer de unos cuarenta años. Eso ocurrió hace veinticinco años. Esta noche cambiará mi cuerpo de cuarenta años por el tuyo. Tú serás Melissa y ella será Glyneth, sólo que ella te dominará y terminarás tus días como su esclava, tal como yo. Dhrun tendrá que trabajar acarreando agua desde el río hasta el huerto. Ahora está en el taller preparando la magia.

—¿Cómo podemos detenerla? —preguntó Glyneth con voz trémula.

—Quiero hacer algo más que detenerla —escupió Didas—. ¡Quiero destruirla!

—Yo también… ¿pero cómo?

—Ven conmigo, deprisa.

Didas y Glyneth corrieron hacia la pocilga. Había un cerdo joven tendido en una sábana.

—Lo he lavado y drogado —dijo Didas—. Ayúdame a llevarlo arriba. Una vez en el cuarto de Glyneth, vistieron al cerdo con una bata y una cofia, y lo pusieron en la cama, de cara a la pared.

—¡Deprisa! —susurró Didas—. Ella llegará pronto. ¡Entremos en el armario!

Apenas habían cerrado la puerta cuando oyeron pasos en la escalera. Melissa, con un vestido rosa y una vela roja en cada mano, entró en el cuarto.

Un par de incensarios colgaban de unos ganchos sobre la cama; Melissa les acercó la llama y ambos despidieron un humo acre. Melissa se acostó en la cama junto al cerdo. Colocó una barra negra entre su cuello y el cuello del cerdo, y luego pronunció un encantamiento:

¡Yo en ti,

tú en mí!

¡Pronto, deprisa, cambiemos así!

¡Bezadiah!

El cerdo chilló de pronto al encontrarse en el cuerpo no drogado de Melissa. Didas saltó del armario, arrastró al cerdo al suelo, y empujando a la antigua Melissa a la pared se recostó junto a ella. Puso la barra negra sobre su cuello y el de Melissa. Inhaló el humo de los incensarios y pronunció el encantamiento:

¡Yo en ti,

tú en mí!

¡Pronto, deprisa, cambiemos así!

¡Bezadiah!

De inmediato el cuerpo de la vieja Didas emitió los chillidos del asustado cerdo. Melissa se levantó de la cama y le habló a Glyneth:

—Calma, niña. Todo está hecho. He vuelto a mi propio cuerpo. Me han arrebatado mi juventud y mis años mozos, y nadie podrá devolvérmelos. Ahora ayúdame. Primero llevaremos a la antigua Didas a la pocilga, donde al menos se sentirá segura. Es un cuerpo viejo y enfermo y pronto morirá.

—Pobre cerdo —murmuró Glyneth.

Llevaron a la criatura que antes era conocida como Didas a la pocilga y la ataron a un poste. Luego, al regresar a la alcoba, arrastraron el cuerpo del cerdo, que empezaba a reaccionar. Melissa lo ató a un árbol fuera de la casa y luego le arrojó una olla de agua fría.

El cerdo despertó de inmediato. Intentó hablar, pero su lengua y su cavidad bucal volvían incomprensibles los sonidos. Se puso a gemir de terror y pesadumbre.

—Toma ya, bruja —dijo la nueva Melissa—. No sé cómo luzco a través de tus ojos de cerdo, ni cuánto puedes oír con tus orejas, pero tus días de brujería han terminado.

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