Read Lyonesse - 1 - Jardines de Suldrun Online

Authors: Jack Vance

Tags: #Fantástico

Lyonesse - 1 - Jardines de Suldrun (8 page)

BOOK: Lyonesse - 1 - Jardines de Suldrun
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—Eso no te salvará. Te juzgaré por piratería. —El ska miró el sol, el cielo y el mar.

—Haz como gustes. Nosotros estamos muertos. El rey Casmir sonrió con fiereza.

—Muertos o no, vuestro destino servirá para intimidar a otros asesinos. La hora será mañana al mediodía.

A lo largo del espigón se erigieron diecinueve bastidores. Pasó la noche; el día amaneció claro y brillante. A media mañana se habían reunido multitudes a lo largo del Chale, incluyendo gente de aldeas costeras, campesinos con ropas limpias y sombreros acampanados, vendedores de salchichas y pescado seco. En las rocas al oeste del Chale se amontonaron los tullidos, leprosos y retardados, de acuerdo con los estatutos de Lyonesse.

El sol llegó al cénit. Sacaron a los ska de la fortaleza. Los ataron desnudos a los bastidores y los colgaron cabeza abajo, de cara al mar. Zerling, el verdugo principal, vino desde el Peinhador. Caminaba a lo largo de la fila, se detenía ante cada hombre, le abría una brecha en el abdomen, arrancaba los intestinos con un garfio de doble punta, de modo que cayeran sobre el pecho y la cabeza, y pasaba al siguiente. Se izó una bandera negra y amarilla en la entrada de la bahía y los moribundos quedaron librados a su suerte.

Maugelin se puso un bonete bordado en la cabeza y fue al Chale. Suldrun pensó que la dejarían tranquila, pero Boudetta la llevó al balcón de la alcoba de la reina, donde las damas de la corte se reunían para mirar la ejecución. Al mediodía cesaron las conversaciones y todos se acercaron a la balaustrada para presenciar el acontecimiento. Mientras Zerling cumplía con su deber, las damas suspiraban y murmuraban. Alzaron a Suldrun a la balaustrada para que conociera el destino de los que quebrantaban la ley. Con fascinada repugnancia observó como Zerling iba de un hombre al otro, pero la distancia ocultó los detalles del acontecimiento.

Pocas de las damas presentes hablaron favorablemente de la ocasión. Para Duisane y Ermoly, que tenían mala vista, la distancia era excesiva. Spaneis consideró que el asunto era aburrido.

—Fue como un trabajo de carnicero con animales muertos. Los ska no demostraron temor ni arrepentimiento. ¿Qué clase de ejecución es ésta?

—Para colmo —rezongó la reina Sollace—, el viento sopla desde la bahía hacia nuestras ventanas. En tres días el hedor nos obligará a ir a Sarris.

Suldrun escuchó con esperanza y entusiasmo; Sarris era el palacio de verano, a unas cuarenta millas al este, junto al río Glame.

Pero no hubo viaje a Sarris, a pesar de las inclinaciones de la reina Sollace. Las aves carroñeras devoraron pronto los cuerpos. El rey Casmir se aburrió de los bastidores y de los colgajos de hueso y cartílago y ordenó que desmantelaran todo.

Haidion estaba en silencio. Maugelin, que sufría de hinchazón en las piernas, gemía en su cuarto de la Torre de los Búhos. Suldrun, sola en su habitación, se impacientó, pero un tumultuoso viento, crudo y frío, la disuadió de ir al jardín secreto.

Se quedó mirando por la ventana, turbada por un dulce y triste malestar. ¡Si un corcel mágico la elevara en el aire! Volaría lejos a través de las blancas nubes, sobre la Tierra del Río de Plata, hasta las montañas del confín del mundo.

Por un instante soñó con ponerse la capa, escabullirse del palacio y marcharse: por el Sfer Arct hasta la Calle Vieja, con toda la ancha tierra por delante. Suspiró y sonrió ante sus locas fantasías. Los vagabundos que había visto desde los parapetos eran de dudosa catadura, hambrientos, sucios y a veces groseros. Esa vida carecía de atractivos y Suldrun, pensándolo bien, decidió que le gustaba tener un refugio contra el viento y la lluvia y ropas bonitas y limpias y la dignidad de su persona.

¡Si tan sólo tuviera un carruaje mágico que de noche se convirtiera en una casa donde pudiera comer las cosas que le gustaban y dormir en una cama tibia!

Suspiró una vez más. Se le ocurrió una idea. Se relamió los labios ante su audacia. ¿Se atrevería? ¿Qué podía tener de malo, si actuaba con prudencia? Pensó un instante, frunciendo los labios y ladeando la cabeza: ta clara imagen de una niña planeando una travesura.

Suldrun encendió en la chimenea la vela de su mesilla; la tapó con un capirote y bajó por la escalera.

El Salón de los Honores estaba opaco y lúgubre, tan silencioso como una tumba. Suldrun entró en la cámara con exagerada cautela. Las grandes sillas le prestaron poca atención. Las sillas hostiles mantenían una pétrea reserva; las sillas amables parecían absortas en sus propios asuntos. Muy bien, que la ignoraran. Hoy ella también las ignoraría.

Llegó hasta la pared trasera rodeando el trono, donde quitó el capirote de la vela. Sólo un vistazo, no se proponía más. Era una niña demasiado sabia como para aventurarse en el peligro. Descorrió la colgadura. La luz de la vela alumbró el cuarto y la pared de piedra.

Suldrun se apresuró a buscar la vara de hierro; si titubeaba, perdería la audacia, así que decidió actuar deprisa. Introdujo la vara en ambos orificios y la dejó en su sitio.

La puerta se abrió temblando, revelando una luz verde y púrpura. Suldrun dio un paso cauteloso. ¡Sólo una ojeada! Con prudencia, y despacio. Sabía que la magia tenía sus trampas.

Empujó la puerta. El cuarto nadaba en capas de luz multicolor: verde, púrpura, rojo níspola. A un lado había una mesa con un raro instrumento de vidrio y madera negra tallada; estantes con redomas, frascos, bajos cuencos de barro, así como libros, piedras de toque y extraños artefactos. Suldrun avanzó con cautela.

Una voz suave y gutural preguntó:

—¿Quién viene a vernos, callada como un ratón, paso a paso, con pequeños dedos blancos y olor a flores?

—¡Entra, entra! —dijo una segunda voz—. Quizá puedas prestarnos un amable servicio, para ganar nuestras bendiciones y nuestras recompensas.

En la mesa Suldrun vio un frasco de vidrio verde de unos cuatro litros de capacidad. La boca rodeaba el cuello de un homúnculo bicéfalo, de modo que sólo sobresalían sus dos pequeñas cabezas. Eran chatas, no mayores que la cabeza de un gato, con coronillas arrugadas y calvas, ojos negros y movedizos y un pico córneo y pardo. El cuerpo estaba ensombrecido por el vidrio y por un líquido oscuro, parecido a la cerveza fuerte. Las cabezas se volvieron hacia Suldrun. Ambas hablaron.

—¡Qué niña tan bonita!

—¡Y tan amable, además!

—Sí, es la princesa Suldrun. Ya es conocida por sus buenas obras.

—¿Supiste cómo cuidó de un gorrión hasta que se sanó?

—Acércate, querida, para que podamos disfrutar de tu belleza.

Suldrun permaneció en su lugar. Otros objetos le llamaban la atención; todos parecían más raros y asombrosos que funcionales. Una urna despedía una luz coloreada que bajaba o subía como un líquido hasta su nivel adecuado. En la pared colgaba un espejo octogonal con un marco de madera carcomida. Más lejos, unas perchas sostenían un esqueleto cuasihumano de huesos negros, delgados como juncos. De los omoplatos sobresalía un par de piñones curvos, llenos de orificios donde podrían haber crecido plumas o escamas. ¿El esqueleto de un demonio? Mirando las cuencas oculares, Suldrun tuvo la inquietante convicción de que esa criatura nunca había volado por los aires de la tierra. Los trasgos insistieron:

—¡Suldrun, bella princesa! ¡Acércate!

—¡Permítenos gozar de tu presencia!

Suldrun avanzó un paso más. Se inclinó para examinar una plomada suspendida sobre una bandeja de mercurio arremolinado. En la pared, una tablilla de plomo exhibía ininteligibles caracteres negros que fluctuaban bajo sus ojos: un objeto realmente notable. Suldrun se preguntó qué dirían los caracteres; no se parecían a nada que ella hubiera visto.

Una voz salió del espejo, y Suldrun vio que una parte inferior del marco tenía forma de boca ancha, curvada en las comisuras.

—Los caracteres dicen esto: «Suldrun, dulce Suldrun, sal de este cuarto antes de que sufras algún daño».

Suldrun miró alrededor.

—¿Qué me podría causar dolor?

—Deja que los trasgos embotellados te aferren el pelo o los dedos y aprenderás qué significa el dolor.

Las dos cabezas hablaron al mismo tiempo.

—¡Qué comentario tan malicioso! Somos fieles como palomas. Ay, es triste sufrir calumnias sin poder remediarlo.

Suldrun se hizo a un lado y se volvió hacia el espejo.

—¿Quién me habla?

—Persihan.

—Eres amable al advertirme.

—Quizá, pero en ocasiones me mueve la perversidad. —Suldrun avanzó con cautela.

—¿Puedo mirarme en el espejo?

—Sí, pero te prevengo: quizá no te guste lo que veas.

Suldrun reflexionó. ¿Qué podría no gustarle? En todo caso, la idea acicateaba su curiosidad. Empujó un taburete de tres patas por la habitación y se subió encima para mirarse en el espejo.

—Persilian, no veo nada. Es como mirar al cielo.

La superficie del espejo onduló. Por un instante la miró otra cara, una cara de hombre. Un pelo oscuro y rizado cubría un semblante liso; cejas finas se arqueaban sobre ojos oscuros y lustrosos; una nariz complementaba una boca carnosa y blanda. La magia se esfumó. Suldrun vio de nuevo el vacío. Preguntó con voz pensativa:

—¿Quién era ése?

—Si algunas vez lo conoces, pronunciarás su nombre. Si nunca más lo ves, no tiene sentido que sepas cómo se llama.

—Persilian, te burlas de mí.

—Tal vez. En ocasiones demuestro lo inconcebible, o me burlo de los inocentes, o respaldo a embusteros, o desbarato la virtud, cuando la perversidad me inspira. Ahora callo. Tal es mi estado de ánimo.

Suldrun bajó del taburete, parpadeando para enjugarse las lágrimas que le habían humedecido los ojos. Estaba confundida y deprimida. El duende bicéfalo de pronto estiró un cuello y aferró el pelo de Suldrun con el pico. Atrapó sólo unos mechones que arrancó de raíz. Suldrun salió tambaleándose del cuarto. Iba a cerrar la puerta cuando recordó su vela. Entró precipitadamente, sacó la vela y se fue. Los chillidos burlones del duende bicéfalo se apagaron cuando cerró la puerta.

5

En el día de Beltane, en la primavera siguiente al año que Suldrun cumplió once, se celebró el antiguo rito conocido como Blodfadh o Florecimiento. Con otras veintitrés niñas de linaje noble, Suldrun atravesó un círculo de rosas blancas y luego bailó una pavana con el príncipe Bellath de Caduz como acompañante. Bellath, de dieciséis años, era más bien enjuto. Sus rasgos eran marcados y armoniosos, aunque un poco austeros; sus modales eran precisos y correctos, y agradablemente modestos. En ciertas cualidades le recordaba a Suldrun otra persona que había conocido. ¿Quién podía ser? En vano intentó recordar. Mientras seguía las pausadas cadencias de la pavana, le estudió la cara y descubrió que él también la examinaba.

Suldrun había resuelto que le gustaba Bellath. Rió tímidamente.

—¿Por qué me miras con tanta intensidad?

—¿Te digo la verdad? —preguntó Bellath, casi disculpándose.

—Desde luego.

—Muy bien, pero debes dominar tu angustia. Me han dicho que tú y yo debemos casarnos.

Suldrun no supo qué decir. Realizaron en silencio los majestuosos movimientos de la danza.

—Espero que lo que dije no te haya turbado —jadeó al fin Bellath.

—No… Debo casarme un día, o eso supongo. No estoy preparada para pensar en ello.

Más tarde, esa noche, mientras yacía en la cama evocando los episodios del día, Suldrun recordó a quién le recordaba el príncipe Bellath: nada menos que a maese Jaimes.

Blodfadh provocó cambios en la vida de Suldrun. Contra sus deseos, la trasladaron de sus queridos y familiares aposentos de la Torre Este a un sitio más cómodo un piso más abajo, y el príncipe Cassander ocupó las antiguas habitaciones de Suldrun. Dos meses antes, Maugelin había muerto de hidropesía. Fue reemplazada por una costurera y un par de criadas.

La supervisión del príncipe Cassander quedó a cargo de Boudetta. El nuevo archivista, un pedante menudo y gris llamado Julias Sagamundus, se hizo cargo de instruir a Suldrun en ortografía, historia y cálculos numéricos. Para el perfeccionamiento de sus gracias doncellescas, Suldrun fue encomendada a la dama Desdea, viuda del hermano de la reina Sollace, quien residía en Haidion y realizaba tareas gentiles por lánguida solicitud de la reina Sollace. Cuarentona, sin propiedades, de huesos grandes, alta, con rasgos toscos y mal aliento, Desdea no tenía ninguna perspectiva; aun así, se engañaba a sí misma con fantasías imposibles. Se acicalaba, empolvaba y perfumaba; se arreglaba el pelo castaño con gran cuidado, con un complicado rodete e hileras gemelas de rígidos bucles encerrados en redecillas sobre las orejas.

La joven y lozana belleza de Suldrun y sus distraídos hábitos conmovían las más sensibles fibras de Desdea. Las visitas de Suldrun al viejo jardín ahora eran conocidas por todos. Desdea las reprobaba. Para una doncella de alta cuna —o cualquier otro tipo de doncella— el deseo de privacidad no sólo era excéntrico, sino que despertaba sospechas. Suldrun era demasiado joven para tener un amante. Y sin embargo… La idea era absurda. Apenas se le notaban los pechos. Aun así, la podía haber seducido un fauno, cuya preferencia por los agridulces encantos de las púberes era conocida.

Así pensaba Desdea. Un día sugirió que Suldrun la llevara al jardín. Suldrun trató de evadirla.

—No te agradaría el lugar. El sendero va sobre piedras, y no hay mucho que ver.

—Aun así, me gustaría visitarlo.

Suldrun guardó silencio, pero Desdea insistió.

—El tiempo es bueno. Supongo que podríamos dar nuestro paseo ahora…

—Debes excusarme, señora —dijo Suldrun cortésmente—. Voy a ese lugar únicamente cuando estoy sola.

Desdea enarcó las finas cejas castañas.

—¿Sola? No es procedente que una joven de tu posición ande sola en sitios alejados.

—No tiene nada de malo disfrutar del propio jardín —repuso Suldrun con desenvuelta calma, como si enunciara una verdad conocida.

Desdea no supo qué responder. Luego mencionó la obstinación de Suldrun a la reina Sollace, quien en ese momento estaba probando una nueva pomada compuesta con cera de lirios.

—He oído algo de eso —dijo la reina Sollace, frotándose la muñeca con crema blanda—. Es una criatura extraña. A su edad yo me fijaba en varios jóvenes galantes, pero tales ideas no entran en la rara cabecita de Suldrun… ¡Vaya! ¡Esto tiene un rico aroma! ¡Huele este ungüento!

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