Read Lyonesse - 1 - Jardines de Suldrun Online

Authors: Jack Vance

Tags: #Fantástico

Lyonesse - 1 - Jardines de Suldrun (4 page)

BOOK: Lyonesse - 1 - Jardines de Suldrun
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Boudetta estaba sentada a una mesa, sirviendo nabo silvestre con la punta de su largo y delgado índice a un pájaro enjaulado.

—¡Picotea, Dicco! ¡Cómo un buen pájaro! ¡Así me gusta! Maugelin avanzó dos pasos más y al fin Boudetta se volvió hacia ella.

—¿Qué ocurre ahora?

Maugelin movió la cabeza, se restregó las manos y se relamió los labios fruncidos.

—Esa niña es como una piedra. No puedo hacer nada con ella.

—¡Debes ser enérgica! —exclamó Boudetta—. ¡Establece un plan! ¡Insiste en la obediencia!

—¿Cómo? —suspiró Maugelin abriendo los brazos.

Boudetta chasqueó la lengua con fastidio. Se volvió hacia la jaula del pájaro.

—¿Dicco? Oye, Dicco. Un picotazo más y ya está… Eso es —Boudetta se levantó y, seguida por Maugelin, bajó la escalera y subió al aposento de Suldrun. Abrió la puerta y miró la sala.

—¿Princesa?

Suldrun no respondió. No se la veía en ninguna parte. Las dos entraron en el cuarto.

—¿Princesa? —insistió Boudetta—. ¿Te escondes de nosotras? Ven, no seas traviesa.

—¿Dónde está esa criatura perversa? —gimió Maugelin—. Le ordené que se quedara sentada en la silla.

Boudetta miró la alcoba.

—¿Princesa Suldrun? ¿Dónde estás?

Ladeó la cabeza para escuchar, pero no oyó nada. Los aposentos estaban vacíos.

—Se fue de nuevo a ver a esa campesina —masculló Maugelin. Boudetta fue hasta la ventana para mirar hacia el este, pero el camino estaba oculto por el tejado en declive que cubría la arcada y por la mole enmohecida de la Muralla de Zoltra. Debajo estaba el naranjal. Al costado, semioculto bajo el follaje verde oscuro, vio el destello del vestido blanco de Suldrun. Abandonó el cuarto en hosco silencio, seguida por Maugelin, que susurraba y farfullaba frases airadas.

Bajaron la escalera, salieron y fueron al naranjal.

Suldrun estaba sentada en un banco, jugando con un manojo de hierba. Notó que las dos mujeres se acercaban, no le dio importancia y siguió jugando con la hierba.

Boudetta se detuvo y miró la pequeña cabeza rubia. Hervía de furia, pero era demasiado astuta y cauta como para demostrarlo. Detrás estaba Maugelin, la boca fruncida de excitación, esperando que Boudetta fuera terminante con la princesa: una sacudida, un pellizcón, una palmada en las nalgas firmes y pequeñas.

La princesa Suldrun alzó los ojos, miró a Boudetta un instante y desvió la cara con indiferencia. Boudetta tuvo la extraña sensación de que la niña estaba viendo el futuro.

—Princesa Suldrun, ¿no estás contenta con las enseñanzas de Maugelin? —preguntó Boudetta, la voz cascada por el esfuerzo.

—Ella no me gusta.

—¿Pero te gusta Ehirme?

Suldrun torció apenas el tallo de hierba.

—Muy bien —dijo pomposamente Boudetta—. Así sea. No podemos permitir que nuestra preciosa princesa sea infeliz.

Suldrun le echó una rápida ojeada, como si le leyera el pensamiento.

Boudetta pensó, entre amargada y divertida: «Que así sea, si así ha de ser. Al menos nos entendemos».

Para salvar la cara dijo con severidad:

—Ehirme regresará, pero debes escuchar a Maugelin, quien te instruirá en modales.

2

Ehirme regresó y Maugelin siguió tratando de educar a Suldrun, sin mayor éxito que antes. Suldrun era menos desobediente que distante: en vez de malgastar esfuerzos desafiando a Maugelin, se limitaba a ignorarla.

Maugelin se encontraba en un trance irritante; si admitía su incapacidad, Boudetta podría buscarle un empleo aún menos agradable, así que diariamente se presentaba en los aposentos de Suldrun, donde Ehirme ya estaba presente.

A veces le prestaban atención y a veces no. Maugelin, con una sonrisa boba y mirando hacia todas partes, vagaba por la habitación, fingiendo que ordenaba las cosas. Al fin se acercaba a Suldrun con forzada simpatía.

—Bueno, princesa, hoy debemos pensar en convertirte en una delicada dama de la corte. Para empezar, muéstrame tu mejor reverencia.

Maugelin había enseñado a Suldrun seis reverencias de diversa formalidad, principalmente mediante pomposas demostraciones, repetidas una y otra vez mientras le crujían las articulaciones, hasta que Suldrun, apiadándose, intentaba repetir el ejercicio.

Después del almuerzo, que se servía en los aposentos de Suldrun, o en el naranjal si el tiempo lo permitía, Ehirme regresaba a su casa para atender sus propias labores domésticas, mientras Maugelin se acostaba a dormir una siesta. Se suponía que Suldrun también debía dormir, pero en cuanto Maugelin empezaba a roncar Suldrun saltaba de la cama, se ponía los zapatos, se alejaba por el corredor y bajaba la escalera para recorrer recovecos del antiguo palacio.

Durante las lentas horas de la tarde, el palacio parecía dormitar, y la figura pequeña y frágil se movía por las galerías y las altas cámaras como arrancada de un sueño.

Cuando había sol visitaba el naranjal para entretenerse con pensativos juegos a la sombra de los añosos naranjos; con más frecuencia, iba al Gran Salón y de allí al Salón de los Honores, donde cincuenta y cuatro grandes sillas, que bordeaban las paredes a derecha e izquierda, representaban las cincuenta y cuatro casas más nobles de Lyonesse.

El emblema que había encima de cada silla hablaba a Suldrun de la naturaleza innata de la silla: cualidades distintivas, vividas y complejas. Una silla se caracterizaba por su aspecto engañoso, pero fingía un encanto grácil; otra exhibía una fatal temeridad. Suldrun reconocía muchas variedades de amenaza y crueldad, así como inefables emociones que le revolvían el estómago, o le ponían la carne de gallina, o le causaban sensaciones eróticas, transitorias y agradables, pero muy extrañas. Ciertas sillas amaban y protegían a Suldrun; otras irradiaban peligro. Moviéndose entre esas entidades macizas, Suldrun se sentía aturdida y vacilante. Caminaba despacio, alerta a sonidos inaudibles y atenta a movimientos o fluctuaciones en los opacos colores. Sentada en los brazos de una silla que la amaba, Suldrun, entre adormilada y alerta, se volvía receptiva. Las voces murmurantes se volvían casi audibles para contar una y otra vez historias de tragedia y victoria: el coloquio de las sillas.

Al final de la habitación un pendón rojo oscuro que tenía bordado un Árbol de la Vida colgaba desde las vigas hasta el suelo. Una división en la tela permitía el acceso a una cámara de retiro: una habitación oscura y mugrienta que olía a polvo antiguo. En esta habitación se almacenaban objetos ceremoniales: un cuenco tallado en alabastro, cálices, paños. A Suldrun no le gustaba esa habitación; parecía un sitio pequeño y cruel donde se habían planeado, y tal vez cometido, actos crueles, dejando un temblor subliminal en el aire.

A veces los salones carecían de vitalidad, y Suldrun salía a los parapetos de la vieja Fortaleza, desde donde siempre podía ver espectáculos interesantes a lo largo del Sfer Arct: viajeros que iban y venían; carretones cargados de barricas, fardos y cestos; caballeros andantes con armaduras melladas; nobles con su séquito; mendicantes, estudiantes viajeros, sacerdotes y peregrinos de diversas sectas; terratenientes que venían a comprar buenas telas, especias y chucherías.

Al norte el Sfer Arct pasaba entre los montes Maegher y Yax: gigantes petrificados que habían ayudado al rey Zoltra Estrella Brillante a drenar la Bahía de Lyonesse; cuando se rebelaron, Amber el hechicero los había transformado en piedra, o eso decía la leyenda.

Desde los parapetos Suldrun podía ver la bahía y maravillosas naves de tierras lejanas crujiendo en sus amarras. Eran inalcanzables: aventurarse tan lejos habría provocado tormentas de reproches por parte de Maugelin; podrían llevarla humillada ante la reina Sollace, o incluso ante la temible presencia del rey Casmir. No deseaba ver a ninguno de los dos. La reina Sollace era poco más que una voz imperiosa desde pliegues de espléndidas túnicas; el rey Casmir, para Suldrun, era un rostro severo de prominentes ojos azules, rizos dorados, corona dorada y barba dorada.

No tenía el menor interés en enfrentarse a la reina Sollace o al rey Casmir. Los muros de Haidion eran el límite de las aventuras de Suldrun.

Cuando Suldrun cumplió siete años, la reina Sollace quedó nuevamente encinta, y esta vez tuvo un varón. Sollace estaba menos asustada, y en consecuencia sufrió mucho menos que con Suldrun. Llamaron Cassander al niño; con el tiempo llegaría a ser Cassander V. Nació durante el buen tiempo del verano, y los festivales que celebraban su nacimiento se prolongaron una semana.

Haidion recibió a notables huéspedes de las Islas Elder. Desde Dascinet vino el príncipe Othmar con su esposa aquitana, la princesa Eulinette, y los duques Athebanas, Helmgas y Outrimadax con sus séquitos. Desde Troicinet, el rey Granice envió a sus principescos hermanos Arbamet y Ospero, Trewan, hijo de Arbamet, y Aillas, hijo de Ospero. Desde Ulflandia del Sur vino el gran duque Erwig con un obsequio: un magnífico baúl de caoba con incrustaciones de calcedonia roja y turquesa azul. El rey Gax de Ulflandia del Norte, sitiado por los ska, no envió ningún representante. El rey Audry de Dahaut envió una delegación de nobles y una docena de elefantes tallados en marfil. Y así sucesivamente.

En la ceremonia de bautismo, en el Gran Salón, la princesa Suldrun permaneció recatadamente sentada junto a seis hijas de la nobleza superior; enfrente estaban los príncipes Trewan y Aillas de Troicinet, Bellath de Caduz, y los tres jóvenes duques de Dascinet. Para la ocasión, Suldrun llevaba un vestido de terciopelo celeste, y una cinta tachonada con piedras lunares le enmarcaba el pelo suave y claro. Era bonita, y llamaba la atención de muchas personas que antes casi no habían reparado en ella, incluido el mismo rey Casmir. «Es bonita, sin duda —pensaba el rey—, aunque algo delgada y huesuda. Tiene un aire solitario. Quizá sea demasiado reservada… Bien, eso se puede remediar. Cuando crezca, será un partido codiciable». Y Casmir, cada vez más ansioso de restaurar la antigua grandeza de Lyonesse, pensó además: «Realmente no es prematuro pensar en esto».

Estudió las posibilidades. Dahaut era desde luego el gran obstáculo para sus planes, y el rey Audry era un tenaz aunque solapado enemigo. Un día la vieja guerra debería continuar, pero en vez de atacar Dahaut desde el este, por Pomperol, donde las líneas operativas de Audry eran cortas (ése había sido el lamentable error del rey Phristan), Casmir pensaba atacar a través de Ulflandia del Sur, para desgastar los expuestos flancos occidentales de Dahaut. Y el rey Casmir reflexionó sobre Ulflandia del Sur.

El rey Oriante, un pálido hombrecito de cabeza redonda, era ineficaz, chillón e irascible. Reinaba en su castillo Sfan Sfeg, cerca de la ciudad de Oaldes, pero no podía dominar a los feroces e independientes barones del pantano y la montaña. Su reina Behus era alta y corpulenta y le había dado un solo hijo varón, Quilcy, ahora de cinco años, corto de entendederas e incapaz de controlar la saliva que le goteaba de la boca. Una boda entre Quilcy y Suldrun podía resultar muy ventajosa. Mucho dependía de la influencia que Suldrun pudiera ejercer sobre un cónyuge retardado. Si Quilcy era tan dócil como sugerían los rumores, una mujer inteligente no tendría problemas con él.

Así reflexionaba el rey Casmir mientras permanecía de pie en el Gran Salón el día del bautismo de su hijo Cassander.

Suldrun sintió los ojos de su padre. La intensidad de su mirada la incomodó, y por un momento temió haberle enfadado. Pero él desvió enseguida la cabeza, y para su alivio no le prestó más atención.

Enfrente estaban sentados los principitos de Troicinet. Trewan tenía catorce años, y era alto y fuerte para su edad. El pelo oscuro estaba cortado recto sobre la frente y le tapaba las orejas. Tenía rasgos quizás un poco toscos, pero de ningún modo era desagradable; en realidad, ya se había notado su presencia entre las criadas de Zarcone, la casa señorial del príncipe Arbamet, su padre. A menudo posaba los ojos en Suldrun, de una manera que a ella le perturbaba.

El segundo principito troicino era Aillas, dos o tres años menor que Trewan. Era de caderas delgadas y hombros cuadrados. El pelo lacio, castaño claro, estaba cortado como una gorra que le llegaba a las orejas. La nariz era corta y pareja; la línea de la mandíbula se destacaba con limpieza y definición. Parecía no reparar en Suldrun, lo cual le fastidiaba, aunque había reprobado el atrevimiento del otro príncipe. La llegada de cuatro enjutos sacerdotes druidas distrajo su atención.

Vestían largas y ceñidas túnicas de aulaga marrón, con cogullas que les tapaban la cara, y cada cual traía una rama de roble de su bosque sagrado. Avanzaron arrastrando los blancos pies, que asomaban bajo las túnicas, y se situaron al norte, al sur, al este y al oeste de la cuna.

El druida colocado en el norte sostuvo la rama de roble sobre el niño y le tocó la frente con un amuleto de madera.

—El Dagda te bendice —dijo— y te otorga el don de tu nombre, Cassander.

El druida del oeste extendió su rama de roble.

—Brigit, primera hija del Dagda, te bendice y te otorga el don de la poesía, y te llama Cassander.

El druida del sur extendió su rama de roble.

—Brigit, segunda hija del Dagda, te bendice y te otorga el don de la buena salud y los poderes de la curación, y te llama Cassander.

El druida del este extendió su rama de roble.

—Brigit, tercera hija del Dagda, te bendice y te otorga el don del hierro, en espada y escudo, en hoz y arado, y te llama Cassander.

Con las ramas todos formaron un dosel sobre el niño.

—Que la luz de Lug entibie tu cuerpo; que la oscuridad de Ogma mejore tus perspectivas; que Lir soporte tus naves; que el Dagda te otorgue su gracia para siempre.

Se volvieron y salieron del salón con sus lentos pies descalzos.

Pajes con pantalones abolsados de color escarlata alzaron sus clarines y tocaron En honor de la reina. Los presentes apenas murmuraban mientras la reina Sollace se retiraba del brazo de Lenore y la dama Desdea supervisaba el traslado del príncipe niño.

Aparecieron músicos en la galería alta, con dúlcemele, flautas, laúd y un cadwal (un violín de una sola cuerda, para tocar jigas). El centro del salón se despejó; los pajes tocaron una segunda fanfarria, «Mirad al jocundo rey».

El rey Casmir se dirigió a Arresme, duquesa de Slahan; los músicos tocaron un acorde majestuoso y el rey Casmir condujo a Arresme a la pista para la pavana, seguido por los nobles y damas del reino, en una procesión de magníficos trajes multicolores; cada gesto, cada paso, cada reverencia y posición de la cabeza, las manos y las muñecas respetaba lo ordenado por la etiqueta. Suldrun miraba fascinada: un paso lento, una pausa, una inclinación y un grácil ademán, luego otro paso, y un destello de seda, el susurro de las enaguas al cuidadoso son de la música. ¡Qué severo y majestuoso parecía su padre, aun en el frívolo acto de bailar la pavana!

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