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Authors: Josephine Angelini

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

Malditos (11 page)

BOOK: Malditos
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—Ya hemos hablado de esto mil veces —anunció Casandra con tono autoritario—. No podemos arriesgarnos tanto. Algunos de estos pergaminos contienen maldiciones insertas en los textos que podrían herir a los no iniciados.

Los tres se volvieron hacia Claire, para ver cuál sería su reacción.

—Entonces inícianos —replicó la chica. Se cruzó de brazos y entrecerró los ojos, retando así al oráculo de los Delos—. Conviértenos en sacerdotes y sacerdotisas de Apolo.

—Repite eso otra vez —farfulló Jasón volviéndose hacia Claire. Estaba tan atónito y asombrado por las palabras de la muchacha que apenas tenía expresión en el rostro.

—¿Ese es el plan que has estado tramando los últimos dos días? ¿Ese plan sobre el que no teníamos que preocuparnos? —preguntó Matt, cuyo tono cada vez resultaba más agudo.

—Sí —contestó la joven, sin inmutarse.

—Oh, cariño. Me niego en rotundo a transformarme en una sacerdotisa —protestó Ariadna sin dejar de negar con la cabeza—. No me malinterpretes; arriesgaría mi vida para ayudar a Helena, pero ¿entrar a formar parte del clero? Nada, nada. Lo siento.

—¿Por qué no? ¿Acaso sabes qué significa convenirse en una sacerdotisa? —inquirió Claire—. Para vuestra información, he estado indagando por ahí y, creedme, no es lo que imagináis.

Claire les explicó que en la antigua Grecia se tomaban el asunto de los sacerdotes mucho más a la ligera que en cualquier religión moderna. No se les permitía tener hijos mientras sirvieran al dios Apolo, pero nadie estaba obligado a ser un sacerdote, o sacerdotisa, hasta el fin de sus días. Uno podía abandonar ese cometido cuando lo deseara. Había un puñado de normas que debían seguir, como mantener ciertas partes del cuerpo limpias, quemar ofrendas susurrando cánticos básicos o realizar un día de ayuno cuando había luna nueva para honrar a la hermana gemela de Apolo, Artemisa. Y eso era todo.

—Oh. Visto así, me apunto —dijo Ariadna con una sonrisa de oreja a oreja—. Creo que no habrá problema en limpiarme a conciencia los dedos de los pies antes de sentarme a la mesa. Pero, por favor, no me pidáis que deje a un lado…

—Lo hemos pillado, Ari —interrumpió Jasón, quien se negaba a escuchar lo que su hermana estaba a punto de decir—. Así pues, ¿cómo lo hacemos?

—Sino me equívoco, estamos obligados a pasar una especie de prueba —añadió Matt, intrigado. Por lo visto, la idea de pasar a ser un sacerdote de Apolo empezaba a llamarle la atención.

—Las parcas sentencian quién puede entrar y quién debe quedarse fuera. Después, el oráculo celebra un ritual de iniciación —relató Claire con la mirada clavada en Casandra.

—¿Yo? —dijo. Al parecer, el comentario la había pillado desprevenida—. Yo no sé cómo… Casandra se quedó muda cuando Claire le entregó un antiguo pergamino con cierta vergüenza. Obviamente, lo había sustraído de la biblioteca de la familia, lo cual significaba que la joven asiática había estado entrando a hurtadillas en la sala para husmear entre los cientos de volúmenes repletos de pergaminos malditos hasta encontrar lo que estaba buscando.

Se produjo un momento de silencio cuando todos los presentes se percataron de lo peligrosa que había sido la hazaña de Claire.

—¡Tenía que hacer algo! —protestó la chica sin dirigirse a nadie en particular—. Helena se ha estado jugando el pellejo noche tras noche para bajar al Infierno, y me refiero literalmente al Infierno…

—¿Y qué te hacer pensar que Helena es más importante que tú? —preguntó Jasón tratando de contener la rabia, aunque su rostro enrojecido le delataba—. ¡Podrías haber sido una víctima mortal de algún texto escrito en esos pergaminos!

—Lo siento, pero no soporto quedarme de brazos cruzados mientras veo a mi amiga sufrir de este modo. No estoy dispuesta a aceptarlo, aunque «solo sea una mortal cualquiera» —gritó Claire, como si estuviera citando algo que Jasón le había dicho en alguna ocasión.

—No quise decir eso, y lo sabes perfectamente —se quejó mientras alzaba las manos en un gesto de frustración.

—Chicos —interrumpió Helena situándose entre ambos y haciendo el gesto universal que significaba «tiempo muerto».

—¡No te metas en esto! —chilló Jasón. El joven rozó el hombro de Helena al dirigirse a la puerta de la biblioteca—. No eres el centro del universo, a ver si lo entiendes de una vez.

Dio un terrible portazo y desapareció escaleras abajo. Tras el estruendo, la habitación se llenó del silencio más incómodo. Claire dio varias vueltas por la biblioteca hasta situarse frente a Casandra.

—¿Puedes hacerlo? —quiso saber. Helena se sorprendió al ver que su mejor amiga estaba a punto de echarse a llorar—. ¿Puedes iniciarnos o no?

Casandra echó un fugaz vistazo a los pergaminos que Claire le había entregado antes y que había leído muy por encima, y se tomó unos instantes para meditar.

A Helena le daba la impresión de que a la hermana pequeña de Lucas le importaba lo mismo la riña emocional entre Jasón y Claire que un programa de televisión que se oía de fondo mientras intentaba leer. En cierto modo, le parecía más desalentador que los reproches que se habían sucedido durante la pelea. Era más que evidente que Jasón le guardaba rencor a Helena, pero al menos se preocupaban el uno por el otro. La joven no sabía si podía decir lo mismo de la pequeña Casandra.

—Sí, puedo —confirmó Casandra—. Pero esa no es la pregunta apropiada.

—¿Debería Casandra iniciarnos, Sibila? —preguntó Matt entrecerrando los ojos, como si estuviera poniendo a prueba una peligrosa teoría que podía estallarle en la cara.

De repente, la temperatura descendió en picado. La brillante y a la vez fantasmagórica aura del oráculo envolvió la figura de niña de Casandra. El resplandor le presionaba los hombros, de forma que la jovencita quedó encorvada, a la vez que se le ensombreció el rostro. Ahora, parecía una anciana. Cuando volvió hablar, su voz era el coro de las tres parcas que hablaban a través de ella.

—Todos vosotros sois dignos de este conocimiento que tanto ansiáis, y, por lo tanto, no sufriréis ningún daño. Pero tened cuidado, porque un tremendo dolor os depara a todos.

El brillo ácido y púrpura del aura se esfumó y el cuerpo de Casandra se desplomó sobre el suelo.

Antes de que alguno de los testigos pudiera recuperarse del impacto sufrido al ver con sus propios ojos la presencia de las moiras, Lucas apareció junto a su hermana y la recogió con suma ternura del suelo.

—¿Cuándo has entrado? —le preguntó Ariadna, no sin antes fijarse en la puerta de la biblioteca. Miró a Lucas con los ojos abiertos de par en par, pero su primo no se molestó en contestar. Tenía toda la atención puesta en su hermana pequeña.

Casandra parpadeó varias veces antes de abrir los ojos y, tras recobrar el conocimiento, alzó la cabeza. El diminuto cuerpo de la pequeña se sacudió al darse cuenta de que Lucas la sostenía en volandas. Su hermano le dedicó una tierna sonrisa y ella le respondió con el mismo gesto; era evidente que no necesitaban palabras para comunicarse. Helena habría dado todo lo que tenía para que Lucas le sonriera así. Cuando sonreía, su rostro se convertía en una hermosa máscara y ella sentía unas irreprimibles ganas de tocarle.

El joven rozó a Matt al pasar junto a él cuando salía de la biblioteca con Casandra entre los brazos y, en ese preciso instante, Helena se percató de que sus pasos eran silenciosos, que no emitían sonido alguno. De algún modo, durante las últimas semanas, Lucas se las había ingeniado para aprender a utilizar su habilidad de manipular el aire para crear un vacío silencioso. Era como si no estuviera allí. Acto seguido, a Helena se le encogió el corazón y por unos momentos pensó que se asfixiaría. De forma paulatina sin que nadie se diera apenas cuenta, Lucas se desvanecía, su figura se borraba y, con toda probabilidad, lo hacía para no tener que sufrir estar en la misma habitación que ella. Sin duda, el desprecio que sentía hacia Helena había alcanzado un límite inimaginable.

Claire puntualizó que, para leer los pergaminos sin correr peligro alguno, primero necesitaba una iniciación adecuada. De modo que tenían que esperar que Casandra se recuperara para celebrar el ritual. Todos abandonaron la biblioteca en silencio, absortos en sus pensamientos, pero Helena prefirió quedarse unos segundos más en la sala para recuperarse.

Cada vez que veía a Lucas, empeoraba. El joven estaba cambiando, pero no para bien. Algo malo le estaba sucediendo.

La joven empezó a notar un escozor en los ojos, señal de que iba a llorar, y se regañó por ello. No tenía ningún derecho a preocuparse por él. No era su novia. Y, por lo visto, no estaba autorizada ni a mirarle.

Antes de que la idea pudiera abrumarla, se deshizo de ella con actitud desafiante. Tenía que mantener la mente ocupada. Entretenerse. Moverse.

Esa era la clave.

Al salir de la biblioteca, se topó con Claire y Jasón. La parejita estaba sentada en uno de los muchísimos peldaños de la escalinata trasera de la casa de los Delos. Por lo que Helena podía intuir, ya habían pasado la fase de enfado de toda discusión y ahora se hallaban en la fase de comprensión y entendimiento. Mientras charlaban no se soltaron de la mano en ningún momento. Claire estaba un peldaño ligeramente más alto para compensar su pequeña estatura, pero eso no le impidió a Jasón acercarse a ella, como si quisiera trepar hasta sus ojos.

Helena se escabulló por la puerta antes de presenciar cualquier otro gesto cariñoso. Oyó unos golpes y bufidos que provenían de las antiguas pistas de tenis convertidas en un campo de batalla y se dirigió hacia allí preguntándose quién estaría entrenando a esas horas. Al principio creyó que Cástor y Palas estarían haciendo algo de ejercicio, pero al entrar distinguió a Ariadna y Matt luchando como un par de gladiadores con espadas de madera para practicar. Matt se cayó bruces y Helena sintió compasión por su amigo. Sabía perfectamente por lo que estaba pasando.

—Bien, Matt —le felicitó Ariadna mientras se inclinaba para ofrecerle la mano—. Pero sigues bajando demasiado la guardia cuando… Ariadna se quedó muda cuando percibió la figura de Helena observándolos.

—No sabía que estuvieras enseñando a Matt a luchar —reconoció Helena con torpeza, casi tartamudeando al darse cuenta de que tanto Matt como Ariadna se estaban ruborizando.

Los dos intercambiaron miradas de nerviosismo antes de volverse hacia Helena, con ademán preocupado.

—¿Chicos? ¿Qué ocurre? —preguntó al fin Helena. No lograba explicarse por qué se comportaban como si fueran culpables de algo.

—Mi padre no quiere que los mortales participen en ninguna pelea —admitió Ariadna—. En cierto modo, nos prohibió enseñar a Matt a usar una espada.

—Entonces, ¿Por qué lo haces?

Ninguno se atrevió a responder.

Helena trató de imaginarse a Matt luchando con alguien como Creonte, y la imagen la dejó aterrorizada. Tenía que decir algo.

—Matt, sé que eres un buen atleta, pero, incluso con entrenamiento y esfuerzo, sería un suicidio enfrentarte con cualquier vástago.

—¡Ya lo sé! —aceptó con voz ahogada—. Pero ¿qué se supone que debo hacer si de repente me encuentro en medio de una reyerta? ¿O si vuelvo a atropellaros con el coche? ¿Quedarme parado esperando a que venga alguien a rescatarme? Sabes que podría morir. Al menos así tengo una oportunidad.

—Los vástagos no suelen atacar a los mortales. No te ofendas, pero lo consideramos deshonroso —replicó Helena con timidez. No quería menospreciar al bueno de Matt, pero era la verdad.

—No hace falta que ataquen a Matt para que salga herido, o para que resulte muerto —añadió Ariadna con voz temblorosa.

—Soy consciente de ello, pero… —empezó Helena tratando de no herir sus sentimientos, pero prefirió no continuar. No podía evitar pensar que, tras varias semanas de duro entrenamiento, Matt empezaría a creer seriamente que podría enfrentarse por sí solo a alguno de los Cien Primos, lo cual era una locura—. Chicos, es una mala idea, de veras.

—¡No pienso quedarme de brazos cruzados y no hacer nada al respecto! ¡No tengo miedo! —gritó Matt.

Acto seguido, Ariadna dio un paso hacia adelante y apoyó la mano sobre el hombro del chico, para tranquilizarle.

—Nos has ayudado mucho —dijo con dulzura antes de volverse hacia Helena con una mirada acerada—. En mi opinión, estar rodeado de vástagos no es lo más apropiado para Matt, sin ni siquiera saber cómo empuñar una espada. Pero, con toda sinceridad, me da absolutamente igual si nadie más de esta familia está de acuerdo conmigo. Voy a enseñarle. Así que, ahora, la única pregunta importante es: ¿vas a contárselo a mi padre o no?

—¡Por supuesto que no! —exclamó Helena con voz exasperada antes de dirigirse de nuevo a su amigo de la infancia—. Pero Matt, por favor te lo pido, ¡no intentes luchar con un vástago a menos que no tengas más remedio que hacerlo para defenderte!

—De acuerdo —replicó él con tono resentido y glacial—. ¿Sabes?, puede que no sea capaz de levantar un coche con los brazos, pero eso no significa que sea inútil.

Helena no había visto jamás a Matt mostrarse tan resentido por algo.

Intentó explicar lo que había querido decir, pero por alguna extraña razón empezó a titubear y se trabó varias veces. En el fondo, deseaba que su amigo fuera un poquito más cobarde. Posiblemente, de ser así viviría más años, pero no era el momento para decírselo.

Al ver que Helena no le daba una respuesta firme e inmediata, el chico decidió abandonar el campo de entrenamiento seguido por Ariadna.

Cuando se alejaron varios pasos de la zona cercada, Helena escuchó a Ariadna aconsejarle algo conciliador, pero Matt la interrumpió, frustrado.

Continuaron charlando mientras se alejaban, pero Helena ni siquiera intentó seguir oyendo a hurtadillas la conversación. Estaba demasiado cansada.

Se dejó caer sobre la arena y apoyó su cabeza entre las manos. No tenía a nadie a quien acudir, ni siquiera alguien con quien charlar unos minutos antes de enfrentarse a su cometido en el Submundo, hasta el momento una tarea aparentemente inalcanzable.

Empezaba a anochecer. Un día más estaba llegando a su fin, lo cual significaba que una noche más la esperaba en el Submundo. Levantó la cabeza y trató de reunir energía para volar hasta casa, pero estaba tan extenuada que apenas era capaz de enfocar la visión. Si se quedaba allí un minuto más, se quedaría dormida, y lo último que deseaba era descender desde el jardín trasero de los Delos.

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