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Authors: Josephine Angelini

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

Malditos (12 page)

BOOK: Malditos
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Con un esfuerzo tremendo, se puso de pie y, al incorporarse, notó aquel extraño vértigo otra vez. Era como si una parte del mundo se hiciera añicos para después convertirse en una fotografía, mientras su cuerpo se movía a su alrededor. Perdió el equilibrio y tuvo que apoyar una rodilla en tierra para evitar vomitar. Los granitos de arena parecían nadar sobre el suelo y, por un instante, estuvo convencida de que en realidad se movían.

Helena se quedó inmóvil y cerró los ojos.

Percibió el suave latido de un corazón. Un corazón que no era el suyo.

—¿Quién anda ahí? —susurró mientras escudriñaba cada rincón. Invocó un globo de electricidad que permaneció sobre la palma de su mano—. Acércate un milímetro más y acabaré contigo.

Esperó unos instantes más, pero no obtuvo respuesta. De hecho, ningún sonido alteró la perfecta calma del ambiente. En realidad, se respiraba paz y tranquilidad. Dobló la mano para dejar que la electricidad se dispara y, de inmediato, una lluvia de chispas se deslizó entre sus dedos para rebotar de modo inofensivo sobre la arena. La joven sacudió la cabeza y se rio de sí misma, aunque fue incapaz de esconder una nota de histeria en la risa.

Estaba a punto de sufrir un ataque de nervios, y lo sabía.

Cuando llegó a casa, empezó a preparar la cena para Jerry y para ella, pero, justo cuando estaba a punto de servirla, recibió la llamada de su padre. Por el tono severo e inflexible de su voz, sabía que deseaba regañarla por haber roto la ventana de su habitación, pero, puesto que la llamaba para decirle que no vendría a dormir a casa porque se había producido una terrible confusión en el envío de globos con forma de serpiente, se sintió tan culpable que decidió obviar todo el asunto del cristal. Ella procuró no sonar demasiado hosca al decirle que lamentaba que tuviera que trabajar hasta tarde. Después de colgar el teléfono, se quedó mirando la cena y decidió que no la serviría, pues de repente le parecía poco apetecible, así que guardó lo que pudo en la nevera y cenó un bol de cereales de pie, junto al fregadero de la cocina, antes de subir a su habitación.

Se cubrió los hombros con la chaqueta de Orión y abrió la puerta de su habitación. Justo cuando estaba a punto de entrar, sus pies no respondieron; se quedó así en el umbral. Su dormitorio solía ser su santuario, su refugio, pero ahora apenas lo reconocía. Era un lugar donde sufría noche tras noche. Y, por si fuera poco, hacía un frío polar. Todavía en el umbral, inspiró hondamente y, al dejar escapar el aire, formó una densa nube de vapor.

—Bueno, Orión Sea-Cual-Sea-Tu-Apellido —dijo al entrar en el cuarto. Después cerró la puerta y deslizó los pies en unas botas de goma—. Espero que cuando te ofreciste a ayudarme lo dijeras en serio, porque nunca he necesitado tanta ayuda como ahora.

Por supuesto, Orión no apareció. Helena malgasto un día entero en el Submundo deambulando por la periferia de los prados Asfódelos. Caminó por el resbaladizo barro de las marismas que rodeaban aquel prado de flores repulsivas y escalofriantes con la esperanza de que el chico apareciera en cualquier momento, pero no lo hizo.

Decidió no adentrarse en los prados porque las flores la deprimían. Los asfódelos eran flores pálidas y sin perfume que brotaban del suelo rígidas y estiradas. Crecían esparcidas de forma irregular, como lápidas en un cementerio. Había leído en alguna parte que lo asfódelos eran el único alimento del que se nutrían los fantasmas hambrientos del Submundo y, a pesar de que todavía no había avistado ningún fantasma, podía notarlos a su alrededor y percibir sus miradas implacables en el aire.

Antes de sumirse en un profundo sueño, Helena se había concentrado en Orión confiando en aparecer en el Infierno junto a él. Todavía no había explorado cada rincón del Submundo ni por asomo, pero conocía lo suficiente como para saber que solo encontraría a Orión si él también descendía esa misma noche. Vagaba de un lado a otro, con la esperanza de que el joven apareciera en cualquier momento, pero, por alguna extraña razón, sospechaba que, si no se encontraba delante de él cuando descendía, era casi imposible que se cruzaran en el Infierno, aunque le aguardara durante una eternidad.

Después de darle decenas de vueltas a la idea, no tuvo más remedio que admitir que no estaba segura de que Orión se reuniera con ella la siguiente noche. Quizás el muchacho ya se había hartado del Submundo.

Intentó ser optimista y ver el lado bueno de todo el asunto. Al menos Orión le había regalado el consejo de vestir mejor antes de acostarse. Sería imposible explicarle a Jerry por qué se llevaba un par de botas de agua a la cama, pero siempre sería mejor eso que caminar descalza por ese barro mugriento y asqueroso.

El lunes por la mañana, se despertó y suspiró apenada. La entristecía saber que esa noche ya no tendría un incentivo para irse a dormir. Se recordó que Orión jamás había formado parte del trato. Siempre había creído que tendría que enfrentarse a su cometido sola. A regañadientes, se arrastró por la cama y se levantó para limpiar el fango que cubría las sábanas, antes de prepararse para ir al instituto.

Capítulo 5

«¿Has dormido bien?» ese era el mensaje que había recibido de un número desconocido. Helena agarró a Claire por el hombro y a punto estuvo de tirarla al suelo.

—¡Qué demonios haces, Lennie! —se quejó Claire, malhumorada.

Helena se hizo a un lado y procuró seguir el ritmo de su mejor y pequeña amiga para no llevársela por delante.

—Lo siento, Risitas… —farfulló un tanto distraída mientras tecleaba la respuesta al mensaje: «¿Quién eres?».

—¿A quién le estás enviando mensaje? —curioseó mientras Claire.

«¿Ya m has olvidado? Stoy desolado», contestó el misterioso número. «Muy hábil», pensó Helena. Tan hábil que decidió probar suerte y continuar con el juego.

«¿Desolado? ¿Pq tienes 4 apellidos?», replicó Helena. No pudo esconder una sonrisita bobalicona. Por una extraña razón empezó a sentir mariposas aleteando en su estómago.

—¿Lennie? ¿Qué está pasando? —pregunto Claire antes de agarrarla por el brazo y arrastrarla hacia el pasillo que conducía al comedor del instituto.

—Tengo la corazonada de que puede ser Orión, el chico que conocí en el Submundo, pero no logro explicarme cómo ha podido contactar conmigo. Jamás le di mi número de teléfono —masculló.

Claire guio a Helena por la cafetería, impidiendo así que chocara con alguna mesa mientras miraba absorta la pantalla de su teléfono. Quizá se trataba de una broma pesada, pero tenía que poner a prueba al enigmático desconocido para asegurarse de que era Orión. Saber que un extraño tenía su número de teléfono hacía que se sintiera bastante insegura. Por fin, recibió una respuesta.

«¡Ja! 4 apellidos, pero 1 chaqueta. ¡Que frío! ¿Quedamos sta noche?», escribió Orión. Ahora, Helena sabía que al otro lado de la línea solo podía estar él. Nadie más sabía que, de manera accidental, Helena se había llevado su chaqueta y había dormido con ella desde entonces. Ni siquiera había tenido la oportunidad de contárselo a Claire.

«Claro. Sta noche. Al menos, yo no t dejaré plantado», contestó. Justo cuando pulsó el botón de envió cayó en la cuenta de que la última línea resultaba un tanto arrogante y vanidosa, y, desesperada, trató de impedir que el mensaje llegara a la pantalla de Orión. La muchacha esperó durante horas. En realidad, no se trataba de una cita, ni mucho menos.

Simplemente era la primera vez que un chico no se presentaba. Un chico al que esperaba ver. No le haya sentado fenomenal, tan sencillo como eso.

«Eh, no es justo. No pude ir a las cuevas ayer. Examen hoy», fue la respuesta retrasada del joven.

¿Cuevas? Sintió cierto alivio al comprobar que Orión tenía una buena excusa, pero, en vez de detenerse y reflexionar que era eso de las cuevas, prefirió abordar asuntos más importantes primero. Entre ellos, como la había encontrado: «¿Cómo has conseguido mi n.º?», tecleó Helena al mismo tiempo que Claire la empujaba hacia su habitual lugar de la mesa y le sacaba el almuerzo. «Dafne», respondió el otro. «¡Qué! ¿¿¿Cuándo???» los pulgares de Helena pulsaban las teclas con tal fuerza que tuvo que hacer un ejercicio de autocontrol antes de partir el teléfono por la mitad. «Uh… ¿hace 5 min? Tengo q irme», respondió. «¿Has HABLADO con ella?»

Helena esperó sin apartar los ojos de la pantalla y con la boca desencajada, pero al no recibir una respuesta inmediata asumió que la conversación había acabado.

—Así que Orión, ¿eh? —dijo Claire con los labios fruncidos—. No me habías dicho que sabías su nombre.

—Bueno, nunca me volviste a preguntar por él.

—Lo siento —se disculpó Claire a sabiendas de que la había pifiado—. Estaba demasiado ocupada tratando de esquivar a Casandra y a Jasón para conseguir ese pergamino. Cuéntame, ¿qué paso?

—Charlamos —espetó Helena mientras mordisqueaba distraída el bocadillo que Claire le había colocado en la mano.

En cuestión de segundos se le había ocurrido al menos una docena de preguntas para Orión, pero tendría que esperar hasta la noche para obtener alguna respuesta. Lo primero que iba a preguntarle era por qué Dafne sí respondía a las llamadas de Orión y no a las de su propia hija.

Había dicho que conocía a Dafne de toda la vida. Quizá estaban muy unidos. ¿Más unidos que Dafne a Helena, sangre de su sangre? No sabía qué pensar sobre todo aquello.

—¿Vas a contarme algo sobre el tal Orión o tengo que quedarme aquí sentada viéndote masticar el pavo? —preguntó Claire con las cejas arqueadas—. Además, ¿por qué estás tan gruñona últimamente?

—¡No estoy gruñona!

—Entonces, dime: ¿por qué tienes el ceño fruncido todo el tiempo?

—¡Es que no sé qué pensar de todo esto!

—¡¿De todo qué?! —gritó Claire desesperada.

Una vez más, Helena se dio cuenta de que había muchas cosas que había dejado de compartir.

Para poder explicar la historia entera durante la hora del almuerzo, Helena relató los distintos episodios con suma rapidez y en voz baja, para ahuyentar a cualquier entrometido. Le narró cómo conoció a Orión mientras el muchacho intentaba sacarla de las mugrientas arenas movedizas. Después describió el tatuaje dorado en forma de rama que se enroscaba alrededor de su brazo. Tampoco se olvidó de mencionar que, hasta el momento, en dos ocasiones se había visto obligada a defenderse del ataque de dos monstruos infernales, lo cual era bastante sorprendente teniendo en cuenta que Helena jamás había visto algo parecido allí abajo, y cómo la había protegido durante cada uno de esos altercados.

—Preferiría que no le contaras nada de esto a Jasón, ¿de acuerdo?

Básicamente porque, aparte de cruzarnos un par de mensajes, solo he hablado con Orión en una ocasión y no sé qué pensar de él. Me dijo que Dafne le había enviado al Submundo para echarme una mano —explicó algo confundida mientras meneaba la cabeza—. Y, con toda sinceridad, Risitas, no sé qué se traen entre manos. Me da la sensación de que mi madre siempre está urdiendo algún plan, confabulando contra alguien.

—Eso no significa que Orión este conspirando contra ti. Tus poderes no funcionan en el Submundo, ¿verdad? —preguntó Claire con una mirada perspicaz—. ¿Es un buen luchador?

—Es un luchador inigualable y, por lo que he visto hasta ahora, no necesita más poderes para cuidarse solito. Casi mata con las manos a la criatura que se abalanzó sobre mí.

—Entonces puede que la única confabulación de Dafne sea intentar mantenerte con vida. De hecho, si haces memoria, tu madre te salvó la vida cuando os conocisteis —dijo Claire con una sonrisa indulgente.

Helena deseaba enzarzarse en una discusión, pero, como siempre, Claire tenía buenos argumentos. Dafne quería librarse de las furias y, según Casandra, Helena era la única que podía conseguirlo. Por si fuera poco, era la hija de Dafne y, por lo tanto, su única heredera. Pero a pesar de todo eso, la muchacha todavía dudaba de que Dafne solo intentara protegerla.

Mordisqueándose el labio inferior, Helena se estrujó el cerebro tratando de encontrar una brecha en el argumento de Claire, pero, tras unos instantes, no tuvo más remedio que admitir que la única razón por la que seguía discrepando era porque Dafne la había abandonado cuando no era más que un bebé. Sencillamente, no se fiaba de ella. Quizás estaba siendo demasiado dura con su madre. Quizás esta vez Dafne solo intentaba ayudar.

—De acuerdo, tienes razón… Tengo problemas más importantes con Beth… o Dafne, o como prefiera llamarse en esta década. Pero no sospecharía tanto de ella si respondiera al maldito teléfono cuando la llamo —protestó Helena, exasperada—. No espero que me cuente todo lo que hace, pero al menos me gustaría saber en qué país está.

—¿Alguna vez te has planteado que el hecho de no saber dónde está o qué está haciendo es más seguro para ti? —preguntó Claire con suma amabilidad.

Helena abrió la boca para rebatir sus palabras, pero la cerró enseguida.

Sabía que este punto del partido tampoco lo ganaría. Pero, aun así, ansiaba saber dónde demonios estaba su madre cuando la necesitaba.

Dafne contuvo la respiración y permaneció inmóvil, como una estatua. Se las había arreglado para convencer a sus pulmones de que solo necesitaba una pequeñísima fracción del oxígeno al que estaban acostumbrados, pero apenas logró interceder en el martilleo de su corazón. El hombre al que había jurado matar estaba en la sala de al lado. Tenía que encontrar un modo de calmarse o, de lo contrario, todo su sacrificio habría sido en vano.

Desde su escondite, en la habitación del tipo que había venido a matar, podía oírle en el despacho contiguo. Estaba sentado en el escritorio, redactando la legión de cartas que solía dirigir a su culto, los Cien primos.

Incluso por un instante evocó su antiguo rostro cincelado y su cabellera rubia. Los dientes empezaron a castañetearle al imaginarse a Dafne estaba a unos pocos metros de Tántalo, el líder y patriarca de la casa de Tebas y asesino de su querido marido, Áyax.

Pasaban las horas y Tántalo seguía garabateando en las hojas de papel.

Dafne sabía que todas y cada una de las cartas que se esmeraba en escribir serían recogidas por distintos mensajeros y mandadas a través de diferentes oficinas de correos esparcidas por toda la costa americana.

Era muy meticuloso a la hora de ocultar dónde estaba y, precisamente por tal motivo, Dafne había tardado diecinueve años en dar con su paradero.

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