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Authors: E. M. Forster

Tags: #Drama, Romántico

Maurice (7 page)

BOOK: Maurice
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VIII

Al llegar a casa, habló de Durham hasta que el hecho de que tenía un amigo penetró en la mente de todos los miembros de su familia. Ada preguntó si era hermano de una cierta señorita Durham —pero no, ella era hija única—, mientras que la señora Hall lo confundía con un profesor llamado Cumberland. Maurice se sentía profundamente herido. Un sentimiento fuerte hace brotar otro, y se asentó en él una profunda irritación contra las mujeres de su familia. Sus relaciones con ellas, hasta entonces, habían sido, aunque triviales, estables, pero parecía inicuo que todas confundiesen el nombre de aquella persona que se había transformado en lo más importante del mundo para él. El hogar lo castraba todo.

Lo mismo sucedió con su ateísmo. A nadie afectó lo profundamente que él esperaba. Con la crudeza de la juventud, llamó aparte a su madre y le dijo que él respetaría siempre los prejuicios religiosos de ella y de las niñas, pero que a él su conciencia no le permitía asistir más a la iglesia. Su madre dijo que era una gran desgracia.

—Sé que esto te trastornará un poco. No puedo evitarlo, madre querida. Eso es lo que siento, y no vale la pena discutir.

—Tu pobre padre siempre fue a la iglesia.

—Yo no soy mi padre.

—Morrie, Morrie, cómo dices eso.

—Bueno, no lo es —dijo Kitty con su descaro habitual—. Realmente, madre, convéncete.

—¡Kitty, querida, qué haces aquí! —gritó la señora Hall, advirtiendo que era necesario manifestar disgusto y no deseando volcarlo en su hijo—. Estamos hablando de cosas distintas, y además no tienes ninguna razón, porque Maurice es la viva imagen de su padre… El doctor Barry lo dijo.

—Bueno, el doctor Barry tampoco va a la iglesia —dijo Maurice, cayendo en el hábito familiar de salirse por la tangente.

—El doctor Barry es un hombre listísimo —dijo la señora Hall con decisión—, y también la señora Barry.

Este desliz de su madre hizo estallar a Ada y a Kitty. No podían contener la risa ante la idea de que la señora Barry fuera un hombre. Y el ateísmo de Maurice quedó olvidado. No comulgó el domingo de Pascua, y suponía que iba a organizarse una trifulca por ello, como en el caso de Durham, pero nadie lo advirtió, pues entre la burguesía suburbana no se exigía ya ser cristiano. Esto le disgustó, le hizo contemplar con nuevos ojos a la sociedad, ¿le importaba a aquella sociedad, que se proclamaba tan moral y tan sensible, realmente alguna cosa?

Escribió a menudo a Durham largas cartas en las que intentaba cuidadosamente expresar matices de sentimientos. Durham no les dio apenas importancia y así lo decía. Sus respuestas eran igualmente largas. Maurice nunca las sacaba del bolsillo, cambiándolas de traje a traje y hasta metiéndolas en el pijama cuando se iba a la cama. Despertaba y las tocaba y, contemplando los reflejos de la farola de la calle, recordaba el miedo que sentía cuando era niño.

Episodio de Gladys Olcott.

La señorita Olcott fue uno de sus escasos huéspedes. Había intimado con la señora Hall y con Ada en un balneario, y, habiendo recibido una invitación, la había aceptado. Era encantadora, o al menos eso decían las mujeres, y los visitantes del sexo masculino decían al varón de la casa que era un afortunado guardián. Él se reía, ellos se reían, y, habiéndola ignorado al principio, pasó a dedicarle sus atenciones.

Entonces Maurice, aunque no lo sabía, se había convertido ya en un atractivo joven. El mucho ejercicio había suavizado su tosquedad. Era corpulento pero ágil, y su rostro parecía seguir el ejemplo de su cuerpo. La señora Hall atribuía a su bigote —«el bigote de Maurice es su característica»— algo más profundo que ella comprendía. Desde luego, aquella pequeña línea negra armonizaba su rostro, y hacía destacar sus dientes cuando sonreía, y sus ropas parecían ajustarse también a él: por consejo de Durham llevaba pantalones de franela incluso los domingos.

Se dedicó a sonreír a la señorita Olcott; le parecía lo más propio. Ella le respondía. Puso sus músculos al servicio de la dama llevándola de paseo en su nuevo sidecar. Se tendió a sus pies. Descubriendo que fumaba, la convenció para que se quedara con él en el salón y lo mirara a los ojos. El vapor azul se agitaba y se enredaba y construía fluctuantes paredes, y los pensamientos de Maurice viajaban con él, para desvanecerse tan pronto como se abrió una ventana por la que entró aire fresco. Vio que ella se sentía complacida. Maurice la galanteó, le dijo que su cabello, etc., era maravilloso. Ella intentó pararle, pero él no se dio cuenta, y no supo que estaba molestándola. Había leído que las muchachas siempre pretenden detener a los hombres que las requiebran. La acosó. Cuando ella se excusó para no ir con él de paseo, él adoptó la actitud del macho dominador. Ella era su huésped. Fue. Y habiéndola llevado a un escenario que consideraba romántico, tomó su pequeña mano entre las suyas.

No era que la señorita Olcott pusiese objeciones a que cogiesen su mano. Otros lo habían hecho, y Maurice podía haberlo hecho si hubiese sabido cómo. Pero ella advirtió que había algo que no era correcto. El contacto de él la repugnaba. Era como el de un cadáver. Levantándose de un salto, gritó:

—Señor Hall, no sea estúpido. Quiero decir que
no
sea estúpido. No lo digo para que usted sea más estúpido aún.

—Señorita Olcott, Gladys… preferiría morir antes que ofenderla —masculló el muchacho, intentando seguir adelante.

—Debo regresar en tren —dijo ella, con un leve gemido—. Debo hacerlo. Lo siento muchísimo.

Ella llegó a casa antes que él y contó una pequeña historia sobre un dolor de cabeza y polvo en los ojos, pero la familia se dio cuenta de que algo había ido mal.

Salvo por este episodio, las vacaciones transcurrieron agradablemente. Maurice leyó un poco, siguiendo los consejos de su amigo más que los de su tutor, y reafirmó en uno o dos sentidos su creencia de que era ya un adulto. Por instigación suya, su madre despidió a los Howell, que habían ocupado desde hacía mucho tiempo el departamento exterior, y sustituyó el carruaje por un coche de motor. Todo el mundo quedó impresionado, incluidos los Howell. Habló también con el antiguo socio de su padre. Había heredado cierta aptitud para los negocios y algún dinero, y quedó decidido que cuando abandonase Cambridge entraría en la empresa como empleado sin autorización; Hill & Hall, Agentes de Bolsa. Maurice iba caminando hacia el nicho que Inglaterra había preparado para él.

IX

Durante el curso anterior, Maurice había alcanzado un nivel mental nada usual en él, pero las vacaciones le hicieron retroceder hacia sus años de colegio. Estaba menos despierto, de nuevo se comportaba como se suponía que debía comportarse; un hecho peligroso para quien no está dotado de imaginación. Por su mente, no oscurecida del todo, pasaban a menudo nubes, y aunque la señorita Olcott se había desvanecido, la falta de sinceridad que le llevó a ella, permanecía. La principal causa de esto era su familia. Aún no había comprendido que eran más fuertes que él y que le influían inmensamente. Tres semanas en su compañía le dejaban desconcertado, sucio, victorioso en cada cosa, pero derrotado en todo. Regresaba pensando y hasta hablando como su madre o como Ada.

Hasta que Durham llegó, Maurice no advirtió el retroceso. Durham había estado enfermo, y regresó con unos días de retraso. Cuando su rostro, un poco más pálido de lo normal, asomó por la puerta, Maurice sintió un estremecimiento de desesperación, e intentó volver al lugar donde estaban el curso anterior, y volver a reunir los hilos de su estrategia. Se sentía débil y con miedo a actuar. La parte peor de él surgía a la superficie y le impulsaba a preferir la comodidad a la alegría.

—Qué hay, chico —dijo torpemente.

Durham entró sin hablar.

—¿Qué te pasa?

—Nada.

Y Maurice se dio cuenta de que había perdido contacto. El curso anterior hubiese comprendido aquella silenciosa entrada.

—Bueno, siéntate.

Durham se sentó en el suelo, fuera de su alcance. Era al final de la tarde. Los rumores del mes de mayo, los olores de la primavera de Cambridge floreciendo, llegaban en oleadas a través de la ventana y decían a Maurice: «No eres digno de nosotros.» Sabía que estaba muerto en más de la mitad de su ser, y se sentía ajeno, un palurdo en Ate-nas. Nada tenía que hacer allí, ni con un amigo como aquél.

—Durham…

Durham se acercó más. Maurice extendió una mano y sintió la cabeza del otro anidando en ella. Olvidó lo que iba a decir. Los rumores y los aromas murmuraban: «Tú eres nosotros, nosotros somos la juventud.» Suavemente revolvió el cabello y hundió sus dedos en él como para acariciar aquel cerebro.

—Durham, te decía, ¿lo has pasado bien?

—¿Y tú?

—No.

—En tus cartas me decías que sí.

—Pues no era verdad.

La verdad en su propia voz le hizo temblar. «Han sido las vacaciones más espantosas que he pasado», y se preguntó hasta qué punto debía contárselo. La niebla se hacía menos espesa otra vez; se sintió seguro, y con un pesaroso suspiro atrajo la cabeza de Durham hacia su rodilla, como si fuese un talismán para aclarar su vida. La cabeza quedó allí apoyada, y él había alcanzado una nueva ternura. Le acarició con firmeza desde la sien al cuello. Después apartó ambas manos, las dejó caer a los lados y se reclinó suspirando.

—Hall.

Maurice le miró.

—¿Algún problema?

Le acarició de nuevo y de nuevo apartó sus manos. Le parecía tan cierto que no tenía aquel amigo como que lo tenía.

—¿Nada con aquella chica?

—Nada.

—Me decías que te gustaba.

—No me gustaba… No.

Suspiros más profundos brotaron de él. Se articularon en su garganta, transformándose en gemidos. Su cabeza cayó hacia atrás, y olvidó la presión de Durham en su rodilla, olvidó que Durham contemplaba su turbio calvario. Fijó los ojos en el techo, con la boca y las cejas fruncidas, sin comprender nada salvo que el hombre ha sido creado para sentir dolor y soledad sin que el cielo le ayude.

Entonces Durham se alzó hacia él, alisó su cabello. Se cogieron. Pronto estaban pecho contra pecho, la cabeza en el hombro, pero justo cuando sus mejillas se encontraban alguien llamó, «Hall», desde el patio, y éste respondió; él siempre había respondido cuando le llamaban. Ambos se incorporaron bruscamente, y Durham se colocó junto a la repisa de la chimenea y apoyó la cabeza sobre un brazo. Gente absurda llegaba atronando por las escaleras. Querían té. Maurice se lo ofreció, después se dejó arrastrar por su conversación, y apenas se dio cuenta de la marcha de su amigo. Habían tenido una charla ordinaria, se decía a sí mismo, aunque demasiado sentimental, y cultivó su inquietud frente al próximo encuentro.

Éste tuvo lugar muy pronto. Estaba esperando para entrar en el teatro con media docena de compañeros, cuando le llamó Durham.

—Ya sé que has leído el
Symposium
en vacaciones —dijo en voz baja.

Maurice se sintió incómodo.

—Entonces ya comprendes… Sin que yo te diga más…

—¿Qué quieres decir?

Durham no podía esperar. La gente los rodeaba, pero con ojos que se habían vuelto intensamente azules murmuró:

—Que te amo.

Maurice se escandalizó, se horrorizó. Se estremeció hasta las raíces de su alma burguesa, y exclamó: «¡Oh, maldición!» Las palabras, los gestos, surgían de él antes de que pudiera evitarlo.

—Durham, eres un inglés. Y yo otro. No digas necedades. No estoy ofendido, porque sé que no quieres decir eso, pero es la única cosa totalmente fuera de límite, como sabes; es el peor crimen de la lista, y nunca debes mencionarlo de nuevo. ¡Durham!, qué estúpida idea, realmente…

Pero su amigo se había ido, se había ido sin decir una palabra, cruzaba corriendo el patio, y el ruido del portazo taladró los rumores de la primavera.

X

Una naturaleza torpe como la de Maurice parece insensible, pues necesita tiempo para sentir. Su instinto la lleva a asumir que nada bueno ni malo ha sucedido, y a resistirse al invasor. Sin embargo, una vez atrapada siente intensamente, y sus sentimientos amorosos son particularmente profundos. Llegado el momento, puede conocer y compartir el éxtasis; llegado el momento, puede hundirse hasta el fondo del infierno. Así pues, su calvario comenzó con una ligera pesadumbre, noches sin sueño y días de soledad la intensificaron hasta transformarla en un frenesí que le consumía. Se sumergía en su interior, hasta tocar la raíz de donde cuerpo y alma brotan. El «yo» que le habían enseñado a ocultar, comprendido al fin, redobló su poder y se hizo sobrehumano. Podría haber sido la alegría. Nuevos mundos se derrumbaron en él ante esto, y vio desde la inmensidad de su ruina qué éxtasis había perdido, qué comunión.

Estuvieron dos días sin hablarse. Durham lo habría prolongado aún más, pero la mayoría de sus amigos eran comunes, y se veían obligados a encontrarse. Comprendiendo esto, escribió a Maurice una fría nota sugiriéndole que sería conveniente, pensando en los demás, que se comportasen como si nada hubiese sucedido, y añadía: «Estaría muy agradecido si no mencionases mi criminal morbosidad a nadie. Estoy seguro que lo harás así, dada la actitud comprensiva con que escuchaste mis palabras.» Maurice no contestó, pero puso aquella nota con las cartas que había recibido durante las vacaciones, y después lo quemó todo.

Suponía que había llegado a la cima de su calvario. Pero no conocía el verdadero sufrimiento, como no conocía realidad de ningún género. Tenían aún que encontrarse. En la segunda tarde coincidieron en la misma partida de tenis, y el dolor le mordió intensamente. Apenas si se sentía capaz de permanecer allí y de mirarle; si devolvía el servicio de Durham, la pelota le enviaba una vibración a lo largo del brazo. Después tuvieron que jugar emparejados; en una ocasión tropezaron; Durham retrocedió, pero se las arregló para reír como siempre.

Además, parecía conveniente que regresase al
college
en el sidecar de Maurice. Montó en él sin vacilar. Maurice, que llevaba dos noches sin acostarse, despistándose se metió por una vereda a toda velocidad. Enfrente apareció un carro lleno de mujeres. Continuó derecho hacia ellas, pero cuando las oyó gritar apretó a fondo los frenos y pudo evitar por poco el desastre. Durham no hizo comentario alguno. Como indicaba en su nota, sólo hablaría cuando otros estuviesen presentes. Toda otra relación había concluido.

Aquella noche, Maurice se acostó como siempre. Pero cuando apoyó la cabeza en la almohada, un torrente de lágrimas se derramó sobre ella. Estaba horrorizado. ¡Un hombre llorando! Fetherstonhaugh podría oírle. Ahogó sus sollozos tapándose con la sábana, después alzó la cabeza y comenzó a golpear con ella la pared, aplastando el yeso. Alguien subía las escaleras. Se detuvo inmediatamente y no prosiguió cuando los pasos se apagaron. Encendiendo una lámpara, miró con sorpresa su pijama roto y sus miembros temblorosos. Continuó llorando, pues no podía detener las lágrimas, pero el impulso suicida había pasado, y arregló la cama y se tendió. Cuando abrió los ojos su criado arreglaba los destrozos. Le pareció extraño a Maurice que hubiese penetrado allí un criado. Se preguntó si sospecharía algo, después se durmió de nuevo. Al despertar por segunda vez, vio cartas en el suelo. Una de su abuelo, el viejo señor Grace, que le hablaba de una fiesta que se celebraría cuando Maurice llegase a la mayoría de edad. Otra, de la mujer de un profesor convidándole a comer («El señor Durham vendrá también, así que no te dará vergüenza»), otra de Ada, que hablaba de Gladys Olcott. Y otra vez más se quedó dormido.

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