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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Mensajeros de la oscuridad (17 page)

BOOK: Mensajeros de la oscuridad
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Cuando me despertó el sonido del teléfono mi autosugestión hipnótica había sido tan profunda que no sabía quién era, de dónde venía y, muchísimo menos, a qué voz correspondían las sumamente aceleradas palabras que oí.

—Pero ¿quién habla? —pregunté sin comprender.

—¿Cómo que quién habla? Soy yo, inspectora, Garzón. ¿Se encuentra bien?

Aparté el auricular, me retrepé en el asiento.

—Sí, Garzón, espere un minuto. —Pasé ese minuto en silencio, recomponiendo mi presencia en el mundo—. De acuerdo, Garzón, es usted. ¿Qué hay de nuevo?

—Pero Petra, ¿de verdad se encuentra bien?

—¡Que sí, Garzón, joder, no puede una ni trasponerse un momento! ¿Qué es lo que ocurre?

—Inspectora, algo muy importante. Han encontrado a un joven muerto en un descampado.

—¿Y?

—Tiene el pene amputado, inspectora; en fin, quiero decir que no lo tiene... Será mejor que venga inmediatamente a comisaría, la espero aquí.

El estilo atropellado de mi compañero había semi-desvelado una terrible realidad que al llegar a comisaría acabé de entender gracias a sus explicaciones y las del comisario Coronas. El día anterior habían hallado el cuerpo muerto de un joven, de unos veintidós años, que no portaba encima documentos de identificación. No presentaba síntomas visibles de violencia. Juez y forense se habían personado en el lugar, un descampado junto a la autopista A-19, y habían procedido al levantamiento del cadáver, que fue conducido al Anatómico Forense. Allí, en una inspección inicial, se comprobó que el cuerpo carecía de pene. Coronas había sido informado enseguida del asunto, y después Garzón, hasta que aquella noticia llegó a mis soñolientos oídos, que acabaron de despejarse por completo.

Un cadáver, el primer rasgo macabro e inequívoco de que estábamos frente a un caso de asesinato, probablemente múltiple. Muy bien, ¿no queríamos un cadáver?, pues allí lo teníamos; sólo que verlo no resultaba agradable. Era un chico alto, muy corpulento, de cabello rubio y expresión inocente, si es que un muerto puede tener expresión. El doctor Montalbán, a quien habían transferido el cuerpo, nos lo mostró con rostro grave. Después, de un tirón enérgico, apartó la sábana que lo tapaba y descubrimos su cerúlea desnudez. Nuestros ojos no pudieron despegarse de los genitales incompletos que, como toda amputación vista directamente, resultaba terrorífica.

—Por lo que llevo observado, la herida quirúrgica es fresca. Está hecha con una técnica parecida a la de las amputaciones anteriores. Sin embargo, no parece que el chico muriera a consecuencia de ella; no hay síntomas de hemorragia ni signos de una infección que hubiera podido transmitirse por la sangre.

—¿Cuánto tiempo lleva muerto?

—Casi veinticuatro horas. Debió de morir al poco de practicarle la castración; miren estos puntos tan recientes.

—¿De qué manera murió?

—Eso no puedo asegurarlo hasta que no haga la autopsia, cosa que no será posible hasta dentro de un buen rato. Tengo antes otro cuerpo que atender.

Quedamos en volver más tarde, y mientras tanto fuimos al lugar donde el cadáver había sido hallado. El comisario Coronas había desplazado gente hasta allí y estaban rastreando los alrededores. Él mismo supervisaba la búsqueda de pruebas.

—¿Hay algo nuevo? —le preguntó Garzón.

—No han encontrado objetos por el momento, pero parece que ya han determinado la manera en que llegó hasta aquí el cuerpo. Lo lanzaron rodando por esta pequeña pendiente desde ese camino paralelo a la autopista, y ahí se quedó hasta que un trabajador de mantenimiento de esa misma autopista lo vio desde lejos. Casi no hay huellas de arrastre del cuerpo, por lo que debieron de situar el coche en el borde mismo de la cuneta.

Me coloqué en el sitio exacto que Coronas señalaba.

—¿Desde aquí lo tiraron?

—Más o menos desde ahí tuvo que ser.

El punto exacto estaba acotado por vallas móviles y señalado por un cono de tráfico. Bajé hasta él.

—¿Y aquí es donde se encontró?

—Eso es.

—¿Han examinado la trayectoria que trazó el cuerpo al rodar?

—Ahí la tiene. —Coronas señaló un lecho descendente de hierbas que estaban ligeramente chafadas.

—¿No hay pisadas hasta abajo? —pregunté.

—No, no las hay.

—Comisario, para que el cadáver llegara hasta aquí con un desnivel tan poco pronunciado, es lógico pensar que lo empujaron con fuerza, ¿no es así?

—Eso parece.

—Entonces tuvo que ser más de una persona quien lo hizo. Dos, quizá, incluso me atrevería a decir que tres.

—Espere, vamos a llamar al teniente Segarra, que está al frente del rastreo y es quien efectuará el informe.

Coronas le preguntó y el teniente estuvo de acuerdo conmigo. Sí, dos personas era lo mínimo en que podía pensarse. De hecho, la huella de descenso empezaba a un paso del borde del camino, por lo que era posible arriesgarse a decir que el cuerpo, sujetado desde brazos y piernas, había sido mínimamente impulsado en el aire antes de dejarlo caer.

—¿Por qué piensa que podría existir una tercera persona? —me interrogó Garzón.

Yo miré hacia el teniente y dije con humildad:

—Pensaba en que no hay huellas que indiquen que antes de tirar el cuerpo lo dejaron descansar en el suelo, ¿me equivoco?

—No se equivoca. Yo juraría que han tirado ese cuerpo sin que haya rozado el suelo ni por un instante. La cuneta es de tierra, y se vería.

—Entonces, ¿no tendrían que haber sido dos tipos muy hábiles y muy fuertes para conseguir algo así? Manejar un cuerpo es incómodo, y el muerto que está en el depósito es muy voluminoso.

—Lo que dice la inspectora Delicado no se puede descartar; tres tipos hubieran podido hacerlo de manera más fácil y sin dejar huellas.

Coronas asintió.

—Muy bien, señores, sigan en este tajo; yo tengo que volver a comisaría. Y ya saben, si aparece un periodista alertado por alguien, están ustedes buscando setas, ¿okey?

—Me fastidia que diga okey —rezongó Garzón mientras lo miraba alejarse—. Se cree muy moderno por eso.

Lo observé con incredulidad. Mi mente estaba alejada de sus palabras, de las del comisario. Soplaba un viento húmedo y el fragor de la autopista era ensordecedor. Las linternas de los hombres peinando el campo daban al conjunto un aire irreal. Un estremecimiento me recorrió la espalda.

—¿Cree que tienen para mucho tiempo aún con el rastreo?

Garzón miró su reloj de pulsera.

—Seguro que mañana con luz de día continuarán, pero usted y yo podemos irnos cuando queramos, ya está Segarra al mando.

—Sí, por favor, este sitio me está poniendo enferma.

—Volvamos al Anatómico.

—Antes paremos en un bar; necesito una copa.

Nuestro punto de relajo fue un pequeño local en el que ni siquiera había mesas para sentarse. Un par de clientes acodados en la barra nos miraban sin el mínimo interés. Probé a calentar mi espíritu con un whisky, y Garzón me secundó. Tenía el ánimo por los suelos después de haber estado en aquel sitio tan horrible. Las estribaciones de las autopistas siempre me han provocado una impresión desoladora. Además, ver un chico tan joven sin vida..., y aquella castración... Ahí sí que Garzón no me secundaba; hablaba del hallazgo macabro como si nos hubiera tocado la lotería de Navidad.

—Bueno, esto ya es otra cosa, inspectora, con un buen cadáver sí podemos avanzar.

—¡Joder, Garzón, tiene usted una sensibilidad...!

—No me alegro de que haya muerto, sino de que aparezca, ¿o es que piensa usted que es el único? A los demás penes corresponden otros tantos cadáveres. Ya los encontraremos, todo es cuestión de tiempo. De momento, hay que identificar a éste y ver cuál es la causa directa de la muerte. Después, todo se andará.

—Está usted más animado que un cuervo en un entierro.

—Al menos tenemos un punto contundente del que partir. Ya no iremos por donde quiera ese fantasmón que le escribe.

—No olvide que ese fantasmón es probablemente el asesino.

—Bueno, pues ahora lo perseguiremos con nuestras pistas y no con las suyas.

—A no ser que ese chico que yace en el depósito sea el fantasmón en persona.

—Si el fantasmón es el mismo que le deja recados con el casco puesto, entonces no es éste. Los dos testigos que lo han visto describieron a un hombre delgado.

—Mucho me temo que Hamed tendrá que pasarse por el depósito e intentar reconocerlo.

—Puede servir, pero se hará muchas preguntas.

—Pues que se las haga; con no responderle ya está.

—¿Teme que Pepe se vaya de la lengua con su periodista?

—Sinceramente, sí.

—Es usted demasiado rigurosa; ya le dije el otro día que al fin y al cabo él también ha estado casado con usted.

—Mire, Fermín, los amores pasados sólo cuentan cuando los presentes no funcionan bien, y no me parece el caso de Pepe. Se lo dice alguien que ya ha ventilado a dos maridos.

—Cuando habla así produce la impresión de una mujer fatal.

—Me hubiera gustado ser una mujer fatal. A veces pienso que es mi auténtica vocación, romper corazones a mansalva mientras fumo en una kilométrica boquilla de marfil.

Garzón cabeceó, entre el escándalo y la risa. Le gustaba en el fondo una buena
boutade,
la disfrutaba, sobre todo si tenía componentes amorosos.

—Cuando salgamos del Anatómico podemos ir a cenar al Efemérides y le decimos a Hamed que lo esperamos mañana.

—No, mejor vaya usted solo.

—¿Por qué?

—Por razones que no hacen al caso, hoy prefiero no ir.

Un misterio más para mi compañero; no me hubiera creído de decirle que también para mí era difícil desentrañar la raíz.

No quise asistir a la autopsia de nuestro joven cadáver; hubiera sido demasiado para mí. Garzón, más acostumbrado que yo a aquellos trances, sí entró en la sala con el doctor Montalbán. Les esperé en el pasillo, hilvanando pensamientos divagatorios no muy halagüeños. Castrar a un hombre era una venganza cruel. Por primera vez se me ocurrió la posibilidad de un asunto homosexual, pero eso sería algo que también determinaría la autopsia. Las ropas con las que el chico fue encontrado revelaban su clase social media, quizá alta, y un gusto cercano al que pueda exhibir un estudiante o tal vez un joven ejecutivo en horas libres. ¿Por qué castrar a alguien, por qué? Era mucho más irracional que simplemente matarlo. El silencio hizo que me adormeciera; tenía que abandonar las conjeturas, dejarme llevar. Cuando abrí los ojos, Montalbán estaba mirándome con aire paternal.

—Va usted cansada, ¿no es cierto, inspectora?

—Es mi estado natural —contesté, intentando despejarme deprisa.

Junto al forense estaba Garzón, quizá un poco más pálido de lo habitual. El primero nos hizo pasar a su despacho y, sin siquiera preguntar si nos apetecía, sacó de la máquina tres vasitos de café. Mientras lo preparaba, interrogué con la mirada al subinspector, que siguió inexpresivo como un mimo en reposo. No pude resistir por más tiempo la curiosidad.

—¿Cómo ha muerto ese hombre, doctor?

Creí percibir cierta teatralidad en el médico cuando respondió.

—¿Me creería si le dijera que de muerte natural?

Acabé de despejarme por completo.

—¿Qué quiere decir?

—Quiero decir que no hay más hallazgo clínico visual que una parada cardíaca. No existen signos de violencia ni evidencias flagrantes de intoxicación...

—¿Entonces?

Retomó sus modales de senador romano perorando en el foro.

—Pero..., pero... siempre hay un pero, bien lo sabe usted, pero no estamos hablando de un cadáver normal, sino del que corresponde a un hombre terriblemente mutilado. Eso, tal y como le comentaba a Garzón, cambia la base de las consideraciones y me hace pensar que este muchacho se les quedó en la operación. ¿Motivo de mi sospecha? Su cicatriz. Parece evidente que ha sido mal cosido, que le dieron cuatro puntos precipitados con hilo de catgut, cosa que sólo harían si aquel a quien estaban cosiendo era ya cadáver, ¿para qué esmerarse más?

—¿Hay modo de corroborar su teoría?

—Por supuesto. Ya he extraído muestras de sangre para analizar, aparte del estudio dental para su identificación. A partir de mañana cuenten con ello.

—¿Era el chico homosexual?

—No, no existen signos de que lo fuera.

—¿Ha hecho algún descubrimiento que pueda ser significativo?

—Todo parece indicar que se trataba de un chico muy sano y normal. Ni siquiera tiene alguna pequeña cicatriz de operaciones anteriores.

Quedó atento a mis cavilaciones y en silencio.

—¿Lo que he dicho la decepciona, inspectora?

—No lo sé, doctor, no lo sé; estoy confusa. Si castraron médicamente a ese chico por el motivo que fuera, ¿por qué no lo enterraron o intentaron ocultarlo mejor?

—Eso no es fácil de hacer sin que te vean —intervino por primera vez Garzón—; aunque supongo que la explicación es que les urgía deshacerse del cuerpo. Alguien o algo los hostigaba o temieron ser descubiertos.

—Puede ser.

Nos despedimos del médico hasta el día siguiente.

—Hemos de empezar a trabajar en la identificación.

Garzón, que caminaba junto a mí, se paró en seco.

—Lo siento, inspectora, pero hay que cenar, y hay que dormir, descansar; le recuerdo que acabo de pasar un rato difícil allí dentro.

—Sí, perdone, lleva razón, ese chico seguirá mañana en el mismo sitio.

—¿Seguro que no quiere venir al Efemérides?

Le sonreí mientras me alejaba; era divertido ver cómo se debatía entre la intriga y la discreción.

6

Identificar a nuestro cadáver fue más fácil de lo que habíamos creído. A las veinticuatro horas de su hallazgo se presentó una denuncia de desaparición que podía coincidir. Un joven estudiante universitario faltaba de su casa desde hacía un día y medio. La descripción y los datos del atuendo parecían ser los mismos. Citamos a sus padres en comisaría. Nunca antes había pasado por un trago así. Eran una pareja que pasaba de los cincuenta, bien vestidos, de modales discretos y expresión grave. El padre, médico especialista en corazón, llevó la voz cantante en todo momento, sin soltar jamás el brazo de su esposa. También fue él quien entró en el depósito y quien, tragándose el horror, reconoció al muerto como su hijo Esteban. La mujer había esperado fuera, temblorosa, y en cuanto lo vio aparecer supo cuál era la trágica realidad. Se abrazaron en silencio y ahogaron los sollozos el uno en el cuerpo del otro. Dos vidas quizá plácidas y tranquilas acababan allí. Garzón y yo nos manteníamos a cierta distancia sin saber qué hacer. Contemplábamos inútiles la amargura, la indefensión, la enormidad de una pena que impedía cualquier reacción normal. Comprendí inmediatamente que no era momento para hablar, de modo que el interrogatorio quedó pospuesto para el día siguiente. Un día que fue largo y triste, unas horas en las que cualquier deseo de saber se vio eclipsado por nuestro respeto ante el dolor. Por una vez intentaríamos que la bofia perdiera su carácter de insensible.

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