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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Mensajeros de la oscuridad (21 page)

BOOK: Mensajeros de la oscuridad
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—No, ni hablar, ni hablar. Me niego a pensar que todas las pistas que nos han venido dando hayan sido un juego sin más. Me niego también a pensar en cadáveres castrados desaparecidos como en el aire.

—¿Qué hemos obtenido de esas pistas sino pasos en falso? ¡Hilos de catgut, sectas fantasmas, canteras de piedra...! De verdad, Petra, me inclino a explicar las cosas desde los hechos que tenemos; eso es además lo habitual.

—Entonces, según usted, ¿hay que cerrar el caso aun sin entender?

—Querer entenderlo todo supone que todo tiene explicación, y ni la vida ni la criminología es así.

—¡No se puede forzar la lógica!

—¡Justamente eso es lo que estoy diciéndole yo! Y contésteme con sinceridad: ¿es tan insólito que un par de jóvenes de familia bien se monten un macabro juego de rol, o que uno de ellos esté como una cabra sin que nadie se haya dado cuenta? ¿Sería la primera vez que cuerpos sin vida permanezcan durante años enterrados en un bosque o incluso en un jardín? ¿Cuántas certificaciones de muerte no han podido firmarse porque los individuos están desaparecidos? ¿Y cuántos muertos se producen sin que nadie reclame sus cuerpos? No, inspectora, no, lo insólito sería que, como policías, le diéramos alas a la imaginación.

Negué con la cabeza varias veces, pero me callé. Luego fui a buscar mis grandes tijeras de oficina y me acerqué al exánime pingajo motivo de la controversia.

—¿Qué va a hacer? —preguntó alarmado Garzón.

—Pues abrir la bolsita. Quiero saber por qué la voz de Ramón me incitaba a investigar a raíz de esta cosa.

—Pero, inspectora, eso sí tiene que hacerlo el forense.

—No pasa nada. Ya ha visto que, manteniéndose en formol, aunque se manipule no se borran las huellas.

—Pero, inspectora, ¿se ha vuelto loca usted también?

—¡Ya está tocándome las pelotas con su actitud! Le recuerdo que quien está haciendo algo indebido soy yo. De modo que, si su conciencia es estricta, puede marcharse o incluso correr a denunciarme a Coronas. Será un buen comienzo de día de Navidad.

Se quedó quieto en su lugar, con cara de enfado. Empleando el máximo cuidado abrí la bolsita de plástico de un tijeretazo y deposité el formol en un cenicero limpio para poder emplearlo más tarde. Utilicé las pinzas de depilación que siempre llevo en el bolso para sacar el pene y extenderlo sobre un folio en blanco. He de reconocer que realizar aquella operación me impresionó. De buena gana me hubiera echado atrás, pero ya había tomado una decisión y debía mantenerla. Era, además, un momento crucial en el que saber cosas rápidamente determinaría el curso de la investigación posterior. De modo que me lancé con valor sobre la reliquia y la manipulé sin miedo con ayuda de las pinzas y un punzón. Notaba la respiración contenida del subinspector junto a mí. Observando bien la línea del corte, y recordando los penes anteriores y lo que el doctor Montalbán había dictaminado, era evidente que éste también había sido amputado por procedimientos quirúrgicos, y con la misma pulcritud. Lo escudriñé minuciosamente dándole la vuelta y no pude hallar ninguna marca o incisión en la piel. Después corrí el prepucio y, liberado de su encierro, un pequeño objeto saltó desde el interior.

—¿Qué
coño
es eso? —soltó maquinalmente Garzón.

—Nuestra ansiada pista —murmuré.

Era una pequeña viruta de metal enrollada en sí misma. Desplegándola con las pinzas advertí que tenía gran flexibilidad. En su interior había una inscripción grabada toscamente.

—¿Qué pone?

—No lo sé, subinspector.

—Déjeme ver. No se entiende un carajo.

—Está escrito en alfabeto cirílico.

—¿Y a qué idioma corresponde?

—Puede ser ruso, griego, búlgaro..., vaya usted a saber. Estudié algo de griego clásico en mi juventud, pero sería completamente incapaz de descifrar esto.

—¡Vaya, ya volvemos a los juegos! ¿Qué va a hacer ahora con el pene?

—Llevarlo al Anatómico Forense.

—¿Abierto tal como está?

—Sí, es fiesta y Montalbán seguro que tiene día de descanso. Le diré al forense de guardia que meta el pene en un tarro de formol y en paz. Nadie va a preguntar quién lo desenvolvió.

—Entiendo, ¿y el cartelito metálico?

—Lo devolveremos a su escondrijo, puede haber dejado alguna escoriación en el glande y ahí sí podrían cazarnos.

—Tiene usted mente de criminal, Petra.

—Hago lo que puedo. Por cierto, páseme bolígrafo y papel que voy a copiar la inscripción.

—¡Para lo que va a servir...!

—¿Quiere dejarme en paz?

—Pero inspectora, usted esperaba esta vez tener una gran revelación y ¿qué ha obtenido?, otra pista del tesoro más, y encima con frase en jeroglífico secreto, ya sólo falta el plano de los piratas.

—Mire, Garzón, el que ha proporcionado estas pistas tiene la mentalidad de un hombre joven y lo ha hecho a su manera, pero no le quepa la menor duda de que algo quiere decirnos.

—Con dos hombres muertos es un poco tarde para ponerse a jugar.

—¡Y qué coño quiere que hagamos si es lo único que tenemos!

—¡Tenemos los hechos, las evidencias mayores!

—Me siento sin fuerzas para seguir discutiendo con usted. Le expondremos el estado de cosas a Coronas y que él decida si seguimos investigando o nos dedicamos a armar el puzzle a partir de lo que hay. ¿Está de acuerdo?

—Usted es mi jefa.

—Y Coronas es el jefe de los dos, de modo que dejémoslo en sus manos.

No tuvo más remedio que aceptar... ¡y callarse!, que era lo que de verdad me interesaba conseguir. Puede que Garzón considerara la testarudez como una cualidad femenina, pero él mismo se encargaba de quitarse razón con su propia manera de obrar.

Cuando concluyeron los nefastos días navideños y por fin la gente se avino a trabajar, pudimos obtener todos los resultados médicos que nos interesaban. En primer lugar supimos que el último pene enviado era el de Esteban Riqué, con lo que al fin teníamos un cadáver completo. Por su parte, la autopsia de Ramón demostró que no había sufrido violencia de ningún tipo y que la causa inmediata de su muerte había sido el desangramiento paulatino sufrido después de que, parecía evidente, se hubiera automutilado. La hipótesis del suicidio se convertía en una certidumbre, y justamente ese hecho se revelaba como una dificultad para mis planes de continuidad en la investigación. Como muy bien apuntaba el subinspector, ¿quién puede impedirle hablar a un hombre que ha decidido morir?, y ¿qué razón puede haber para que un hombre dispuesto a ayudar a la policía lo haga en jeroglífico y no claramente si ya tiene un pie en la tumba? Según Garzón, sólo podía haber un motivo: la locura. Yo no pensaba lo mismo. Todo quedaba en manos del comisario Coronas.

7

A Coronas le tocaba oficiar de Salomón. Tampoco se lo pusimos demasiado difícil; entre dos posturas tan distantes como la de Garzón y la mía encontrar un punto intermedio que fuera razonable parecía coser y cantar. Aun así lo pensó bien antes de decidirse.

—Señores, he de decir que abandonar la investigación en este punto conformándonos con las explicaciones que encontremos para las dos muertes y las castraciones anteriores me parece excesivo. Pero también me lo parece tener dos profesionales metidos en esto a
full time
durante un plazo indefinido. Para ser justos, creo que quizá siguiendo las pistas con las que contamos, podamos ir un poco más allá en las pesquisas y aclarar puntos que quedan demasiado oscuros. También es más que posible que, muertos estos dos jóvenes, tengamos en el otro mundo a los responsables de un despropósito que ya no se repetirá. En resumen, la solución creo que pasa por que sigan ustedes en la investigación, pero vamos a acotar el tiempo y, si no hay avances, se ocuparán del caso de modo parcial durante un período simultaneándolo con otros trabajos. Si después de ese período seguimos en las sombras... entonces recomendaremos al juez que dé el caso por cerrado.

—¿De qué márgenes de tiempo hablamos? —preguntó enseguida Garzón.

—Quizá, en principio, de un mes.

—¿Por qué no de dos? —intervine.

—Digamos que un mes y medio estaría bien —finalizó Coronas, regateando como si estuviéramos en un bazar oriental. Garzón resopló y entonces el comisario, mirándolo, añadió sorprendentemente—: Por supuesto, subinspector, quede claro que si usted está tan convencido de que su trabajo va a ser en vano, entonces no daría un rendimiento adecuado; por lo que, si lo desea, le brindo la oportunidad de relevarlo del caso durante este mes y medio y poner a otro en su lugar.

—¡No, ni pensarlo! —reaccionó con presteza Garzón.

—¿Puede explicarme por qué no quiere que lo aparte del caso?

—Porque tengo curiosidad.

Coronas soltó un sonoro «
¡Ajá!
» al tiempo que daba una palmada que nos sobresaltó.

—Usted lo ha dicho, mi querido Garzón, siente curiosidad. Eso es exactamente lo mismo que siento yo. Y si hay curiosidad es que hay caso aún, porque de lo contrario, ¿para qué preguntarse y desear saber? ¿Lo ven? Mi pregunta y mi estrategia no eran casuales; yo quería llevarle a decir lo que ha dicho.

No sé si Salomón se dio tanto autobombo cuando se le ocurrió la burrada de trinchar al niño por la mitad, pero al fin y al cabo Salomón era un sabio judío, y Coronas un polizonte español; no podían pedirse milagros. Además, a mí su solución me beneficiaba. Un mes y medio no estaba mal. Encima, Garzón había confesado que sentía curiosidad, lo cual yo sabría utilizar arteramente cada vez que se le ocurriera ponerse pesado.

Lo primero que tenía que hacer al enfrentarme con mi compañero después del «juicio corónico» era no darle la impresión de que consideraba el desenlace como un triunfo personal. Hubiera sido una impresión falsa además; siempre me ha fastidiado la gente que se adscribe con tal pasión al trabajo que acaba confundiendo sus intereses laborales con los privados. De modo que pasé a la acción e hice que Garzón se sumara a ella encomendándole que llamara a declarar de nuevo a los padres de Ramón. Debían reconocer la voz de su hijo de modo definitivo en la grabación que se había efectuado durante la última llamada a mi casa. Yo me veía incapaz de enfrentarme a sus caras mientras escuchaban, de soportar las preguntas que podían suscitarse tras la audición. Me fui en busca de soluciones para mi jeroglífico.

Miré la inscripción cirílica que había copiado en un papel. Finalmente, el subinspector llevaba razón: todo aquello resultaba exasperante. Un hombre va a suicidarse. Al borde de la desesperación, horrorizado por la muerte del amigo, por su propia actuación quizá espantosa, piensa, sin embargo, que debe hacer algo para que un asunto a todas luces terrible sea conocido por la policía y planea un último envío que remata llamándome por teléfono. Perfecto, todo atado y bien atado a pesar de su abatimiento, un último detalle de equilibrio. Abrimos el paquete y ¿qué?, junto al miembro perteneciente al propio amigo, una inscripcioncilla esotérica. ¡Por Dios!, había que ser completamente gilipollas para hacer algo así. A no ser que siguiera bajo amenaza y que tal amenaza se centrara en alguien que no fuera él: su familia, un amigo, un amor... En cualquier caso, la suya era una manera de proceder estúpida, irritante. Había que reconocerlo por muy muerto que estuviera.

Me largué con la maldita frase insondable a la Escuela Oficial de Idiomas, donde la misma directora me recibió. Por supuesto que estaba fascinada de ver a un policía por allí; y su grado de fascinación aumentó cuando le puse los signos cirílicos delante. Los observó con atención:

—Bueno, yo diría que se trata de ruso, aunque no es mi especialidad; yo enseño inglés. De lo que pueda significar no tengo ni idea. Será mejor que la acompañe al departamento de lenguas eslavas, allí nos dirán.

Subimos escaleras incontables tropezando con jóvenes alumnos. Ya en el departamento, que como todo el resto del edificio me recordaba a comisaría, la directora me presentó a una fornida mujer rubia con fuerte acento extranjero. No creo en las generalizaciones nacionales. Así pues, tras conocerla, no deduje que todos los rusos eran antipáticos, sino que lo atribuí a una particularidad. Eficaz y secamente tomó el papel y dijo:

—Sí, esto es idioma ruso y se traduce así: «Blochín, puro como el aire.»

—¿Blochín? ¿Qué quiere decir «blochín»?

—Es un apellido, supongo, no tiene traducción.

—¿Puro como el aire?

—Eso es lo que dice: «Blochín, puro como el aire.» ¿Quiere que se lo apunte? —preguntó de mal talante.

—No es necesario, lo haré yo misma.

Cuando la directora me acompañó hasta la salida, todos los poros de su cuerpo pedían saber.

—¿Ha podido solucionar su problema? Espero que ningún alumno de nuestra escuela se encuentre metido en dificultades.

—No, es una investigación rutinaria.

Creo que es lo más imbécil que he dicho jamás, aparte de lo más inverosímil, pero la gente debe acostumbrarse a que son ellos quienes tienen la obligación de informar a la policía, y no al revés. La era mediática ha acabado por hacernos creer que eso de saberlo todo es de verdad un derecho. Por fortuna, en aquel momento no se me ocurrió soltarle tal soflama a la pobre directora; tuve la lucidez necesaria para darme cuenta de que estaba de muy mal humor, así que me fui a casa.

Julieta me había preparado un enorme trozo de carne con verduras, sin duda para compensar sus excesos pasados, aunque quizá fuese para acabar antes en la cocina y poder charlar más tiempo con su novio Palafolls. Así es la vida, pensé, yo creía que la estancia de los guardianes frente a mi puerta era innecesaria, y sin embargo para otros había resultado crucial. De pronto recordé que no había visto a mi pareja tutelar cuando entraba. Me asomé a la ventana y comprobé que no estaban. Muy significativo, Coronas ordenaba continuar con la investigación, pero muerto Ramón Torres, consideraba que el peligro para mí había desaparecido. Me sentí reconfortada, esa noche dormiría mejor.

Cené en la cocina, bebiendo un buen Rioja y escuchando música de jazz. Basta de correr, me dije a mí misma sintiendo por primera vez desde hacía días una cierta paz. Basta de ir tras los acontecimientos. Reflexión. Partí un trozo de bistec y los jugos sanguinolentos tiñeron el plato. Inmediatamente me vino a la memoria el espectáculo del suicida en su cuarto de baño y, sobre todo, el olor. No era el día ideal para comer carne, la aparté. Acabé las verduras y fui a sentarme en el salón. Tomé toda la documentación del caso y empecé a recapitular. Si íbamos a continuar investigando sobre la estela de pistas que acompañaban a los penes era imprescindible comprobar hasta qué punto habíamos profundizado en cada una de ellas. La pista número uno, el punto con hilo de catgut, resultó por fin fundamentada. Con ella nos habían indicado que el asunto de las castraciones tenía un entorno médico. Ramón y Esteban eran estudiantes de medicina. La conclusión que se me antojaba importante demostraba que el nivel de transparencia de las pistas no era ni mucho menos alto. Si el resto tenía el mismo índice de relación, no era extraño que nos costara hallarles un sentido. ¿Habíamos llevado las investigaciones de esa primera pista hasta las últimas consecuencias? En absoluto. Tomé un bloc de notas y apunté: «Interrogar a todos los compañeros de curso de Ramón y Esteban. Eventualmente infiltrar algún agente en la facultad para que mantenga los ojos abiertos a cualquier dato.» La segunda pista, la crucecilla de cera, no fue reveladora en absoluto. Nuestras pesquisas encaminadas sobre iglesias o sectas habían acabado en vía muerta. Tampoco el resto de pistas presentaba cadencia o relación con ella. La dejaríamos aparcada de momento. Luego estaba la esquirla de piedra especial, que tampoco parecía significativa ni conectaba con nada, a no ser que... Una idea me vino a la mente como un efluvio de Magdalena de Proust. Busqué entre los papeles fotocopiados hasta hallar el expediente de esa prueba: un informe de la visita a la cantera redactado por Garzón, una descripción de la piedra, el informe técnico del perito y la lista de clientes que nos habían facilitado. Empecé a leerla nombre por nombre hasta hallar lo que buscaba: Serguei Ivanov. Ciertamente era un nexo débil, pero quizá... Una inscripción en ruso y un ruso que compra la piedra especial... Existía, además, una proximidad geográfica relativa entre Cambrils y Ulldecona. Serguei Ivanov. Tiraríamos de ese hilo. Serguei Ivanov. Contemplé por último las fotografías planas de cada una de las pruebas, objetos absurdos en sí mismos. El subinspector estaba en lo cierto, todo aquello tenía un punto de entretenimiento diseñado por niños pijos que hacía humillante su utilización policial. Garzón nunca se equivocaba por completo, siempre tenía sus razones. ¿Un juego de rol? Todo aquello era un tanto delirante. Nunca, nunca más me avendría a una entrevista televisiva que me pusiera en contacto con la oscuridad exterior.

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