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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Mensajeros de la oscuridad (22 page)

BOOK: Mensajeros de la oscuridad
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Al día siguiente convoqué a Garzón a una reunión de trabajo que preví intensa. Comenzó con su informe sobre la última gestión frente a los señores Torres. Entre emociones que incluyeron sollozos, titubeos e imprecaciones contra la adversidad, ambos reconocieron, con mínimo margen de error la voz de su hijo en la cinta grabada. Algo que era de esperar. Yo a mi vez notifiqué al subinspector las conclusiones y planes pergeñados tras mis meditaciones de la noche anterior. Un par de resoplidos de insatisfacción fueron inevitables al enterarse de que le aguardaba una casi masiva investigación entre los alumnos de la facultad. Por el contrario, cuando le dije que esa misma tarde haríamos un nuevo viaje a la cantera, no hubo bufido de protesta sino franca rebelión.

—Lo siento, inspectora, esta noche ni hablar.

—¿Puede decirme por qué?

—¡Porque es 31 de diciembre, carajo, y esta noche me voy a una fiesta! Si viajamos a Ulldecona no llegaré con tiempo suficiente. Además, dudo mucho de que trabajen en un día así. Las empresas suelen dar tiempo libre a partir de mediodía; la cantera no tiene por qué ser diferente.

—Es cierto, disculpe, ni siquiera se me había ocurrido.

—¿No tiene usted plan para la entrada del año?

—Lo había olvidado por completo.

—¿Y qué va a hacer?

—Pues..., quizá llame a algunos amigos y me sume a su cena y si no... La verdad es que me da igual, comeré cualquier cosa y después me pondré a leer.

—No me parece nada bien. Comprendo que le importen un pito las celebraciones, pero despedir un año y empezar otro nuevo debe hacerse entre amigos. ¿Por qué no se viene conmigo? La fiesta que le digo es en el Efemérides, se pagan cinco mil pesetas y eso incluye cenar, la bolsita de uvas, cava y música hasta el amanecer. Yo la invito si me lo permite.

—En fin..., tanto follón; además, estará la mujer de Pepe.

—No estará, participa en un programa de televisión hasta altas horas de la madrugada. ¡Vamos, anímese, se está volviendo más seria que un enterrador!

Me dejé convencer. No me gusta que la gente me aconseje cosas presuntamente por mi bien, o quizá resultó decisiva la sutil imagen del enterrador, pero el caso es que aquella misma noche a las diez, Garzón y yo hicimos en el Efemérides una entrada triunfal.

Yo llevaba un sencillo vestido de satén gris, de los que demuestran que la edad no me ha tratado del todo mal sin aspirar a excepciones milagrosas. Garzón estaba estupendo, ataviado con traje oscuro y camisa de blanco sepulcral. Una corbata de tono amoratado le aportaba la solemnidad de un cardenal en misa mayor. Enseguida nos dimos cuenta, sin embargo, de que nuestra elegancia contrastaba con el aire general; o puede que no, porque la gente que llenaba el Efemérides se caracterizaba por la absoluta libertad con que había escogido su atuendo. Había jóvenes de tribu ultramoderna que aunaban moda e inspiración personal. Jóvenes con pinta de estudiantes que ni siquiera se habían cambiado los tejanos de diario. Jóvenes con un toque hippiesco que incluían en su pinta pantalones acampanados y faldas hasta los pies, y había también algunos jóvenes marroquíes con detalles étnicos propios de su país. Es decir, que si desentonábamos en algo era únicamente en la edad. Pero nadie parecía dispuesto a recordárnoslo. Reinaba tal algarabía, un tan alegre alboroto, que tendríamos que haber sido bastante cenizos para ponernos a meditar sobre el paso del tiempo o el declive de la madurez.

Garzón conocía a muchos de aquellos ruidosos contertulios que lo saludaban con palmadas en la espalda y frases del tipo «¡Qué guapo estás, Fermín!». Se ganan muchos amigos siendo un habitual. Yo estaba bastante más desplazada y, pasados los primeros momentos de euforia, empecé a arrepentirme de haber ido, algo por otra parte normal en mí. Por eso, en evitación de una huida ofensiva, me puse a trasegar vasitos de cóctel de champán pensando que así me animaría. Y lo conseguí. Al cabo de una hora me movía como pez en el agua desde las mesas al bufé, incluso había hecho algún conocimiento. Saludé a Pepe, que estaba guapísimo, o al menos eso me pareció después de la inducida animación, y, ya puesta en confianza, ayudé a Hamed a secar unas copas. Cuando lo estaba pasando francamente bien tuve una visión repentina que me desconcertó. ¿Quiénes eran aquellos dos chicos que se besaban ajenos al gentío? Pues sí, ni más ni menos que Julieta y Palafolls. ¿Qué coño estarían haciendo allí aparte de lo obvio? En cuanto se percataron de mi presencia, vinieron hacia mí y me saludaron con toda amabilidad. Naturalmente, la recomendación de asistir a aquel local había partido del subinspector, verdadero relaciones públicas desaprovechado. Me reí, comenté, bromeé, y fue charlando con ellos como me di cuenta del aspecto de Palafolls. Vestido de modo informal y entre otros coetáneos parecía uno más. Quiero decir que nadie lo hubiera tomado por policía, lo cual... Garzón interrumpió mis pensamientos:

—Pero ¿qué carajo hacen aún aquí? ¡Vayan a buscar sus bolsitas de uvas, sólo faltan cinco minutos para las doce!

Corrimos hacia una mesa donde se amontonaban las uvas de la suerte y nos aprestamos a cumplir con la tradición. Todos los muebles del restaurante habían sido apartados y la gente ocupaba el centro de la sala formando pequeños corros entre amigos. La megafonía fue conectada con el reloj de la Puerta del Sol. Un hormigueo de expectación antecedió a las doce campanadas. Al fin sonaron una a una generando un inmenso trajín de manos que iban a parar a bocas, de atragantamientos, de risas nerviosas. Cuando se oyó la última, todos estallamos en un intenso clamor y acto seguido empezaron los besos y abrazos. «¡Feliz Año Nuevo!», me gritó Garzón, y como un oso pardo me apretó entre sus brazotes haciendo que mis pies dejaran de tocar el suelo. Luego besé a Julieta y Palafolls, que por fin habían acabado con su arrullo, y después todo el mundo se lanzó a abrazarse sin haberse presentado previamente, como si acabáramos de ganar la Segunda Guerra Mundial. En aquel pandemónium emotivo me encontré con Pepe frente a frente. Él me dijo: «Te deseo felicidad, mi querida ex esposa», y soltada la
boutade
, me besó. Yo sentí que apreciaba de nuevo lo que siempre me había gustado de él, su juventud, y puse más efusión en el beso de lo que hubiera sido conveniente. Pero daba lo mismo, un año acababa de nacer y por lo visto eso daba licencia para cualquier demasía. De hecho, y para demostrármelo, observé cómo Garzón danzaba una especie de polka tocado con un sombrerito de papel a lo Gengis Jan. Yo bailé con Pepe, con Hamed, con un chico de falso bigote y nariz de Groucho Marx... En fin, que la imbecilidad de masas que siempre había criticado prendió con fuerza en mí sin que hiciera mucho por evitarlo.

Exhausta, me senté a descansar y logré que Garzón se estuviera quieto a mi lado durante dos minutos por el procedimiento de llamarlo.

—¿Sabe qué he pensado, subinspector?

—Dígame, Petra mía.

—Creo que, en vez de mandarlo a usted a la facultad de Medicina para investigar, vamos a infiltrar como alumno a Palafolls. ¡Es igualito que uno de esos estudiantes!, y pienso que el procedimiento resultará de más efectividad. ¿Qué opina usted?

Me miró con algo muy cercano al odio.

—Desde luego, inspectora, es usted implacable. ¿Le parece oportuno hablar de trabajo en una ocasión así? Le aseguro que, por mí, esta noche pueden cortarle la polla al Sursuncorda; ¡no pienso ni inmutarme!

Y, dicha tal grosería, se largó soplando un matasuegras como un camaleón que cazara mosquitos. «En fin —pensé—, mañana lo verá con otra óptica.» Tampoco yo podía pararme a reflexionar demasiado sobre si aquello era lo ideal; ni siquiera un instante me dejaron descansar tranquila. Enseguida tuve a Pepe delante para invitarme a bailar, esta vez un ritmo lento y cadencioso.

—¿Lo pasas bien? —me susurró al oído.

—Eso mismo me pregunto yo, pero no he tenido tiempo de contestarme con este follón.

—Sigues igual que siempre.

—¿Igual?

—Conflictiva, respondona, irónica, rebelde...

—Un coñazo de tía, en fin.

—Digamos... incómoda.

—Nunca he sido una almohada mullida.

—No, más bien una cama de faquir.

Me eché a reír de buena gana. Él me apretó. Sentí su cuerpo joven, nervioso, conocido y ya casi olvidado. Era una ocasión tan agradable para dejarse llevar... sin necesidad de entablar nuevas relaciones, sin tensión, sin malos entendidos, sin comercio previo, sin... Acabó la canción y nos costó separarnos.

—¿Te traigo una copichuela? —me preguntó.

¿Una copichuela? Recordé que ésa era justo su pregunta cotidiana del atardecer. Una copichuela. La Magdalena de Proust. El sabor rancio de nuestro matrimonio. Las veladas vacías, las discusiones, las filosofías irreconciliables, la impresión de agobio, de íntima soledad. ¡Benditas sensaciones olfativas, gustativas, auditivas, capaces de devolvernos de un plumazo animal a la realidad!

—¿Una copichuela? Ni hablar, tengo que irme, no me había fijado en la hora que es.

—¿Cómo que te vas?

—Me voy, querido Pepe, dale muchos recuerdos a tu mujer.

Se quedó despagado, absurdo en su sorpresa. Sonrió tristemente y levantó la mano con teatralidad.

—¡Adiós, inspectora Delicado, espero que este próximo año encuentre usted la felicidad!

—Seguro que la habré dejado en cualquier parte, prometo buscarla, adiós.

Llegué a Garzón abriéndome paso entre la gente. Estaba rodeado de un grupito de chicas que se desternillaban de risa bailando con él. Había cambiado el gorrito de chino por un fez y se contoneaba con los pasos de lo que parecía una mazurca.

—Me largo, Fermín. Le espero el día dos como un clavo a las ocho.

—Inspectora, ¿no le he cantado nunca una canción que dice: «Son las pollas instrumento de gran efectividad...»?

Salí huyendo en busca del coche. El aire helado de la madrugada me devolvió una cierta serenidad. La gente que se divierte es temible. ¿Una copichuela? ¡Dios, menudo alivio! Y al mismo tiempo, ¡qué frustración! El Destino me debía una, ¡y grande!, de al menos metro noventa, ojos azules, porte impecable, alocada tendencia a la pasión... Mejor no pensar, quizá aún no fuese demasiado tarde para prepararme una taza de té y leer unas líneas. Moderación.

Hubiera podido jurar que un día entero no había sido suficiente para disipar la resaca de Garzón. Cuando se presentó en mi despacho estaba grumoso aún. Hice caso omiso de su estado general y pasé a comentarle la nueva estrategia por la que ya me había decidido definitivamente.

—Habrá que poner a Palafolls en antecedentes del caso. Habrá que prepararle una personalidad y hablar con el decano de Medicina para que nos autorice y le proporcione respaldo entre los profesores. Encárguese de todo esto, Fermín.

—De acuerdo, inspectora, descuide.

—Yo, mientras tanto, voy a ir a la cantera para seguir la pista del ruso. Creo que es una coincidencia suficiente como para insistir. ¿Qué le parece?

Mostró con un gesto su escepticismo.

—En fin, no sé qué decirle, ya sabe mi punto de vista en general. En cuanto a la coincidencia..., en fin, también es rusa la ensaladilla y los bistecs y el vodka, sin ir más lejos.

—Muy bien, subinspector, si eso es todo lo que se le ocurre, creo que ya podemos empezar. Póngase en movimiento ahora mismo. Quiero a Palafolls convertido lo antes posible en un alumno modelo.

Salió disparado como una flecha. Si los argumentos no lo convencían, una buena orden era concluyente para mi compañero. Yo, por el contrario, estaba persuadida de hallarme por fin en la línea correcta y me arrebataba la pasión de saber, mucho más que el deseo de castigar al culpable. Movida por ese impulso conduje a toda velocidad hasta Ulldecona.

El encargado de la cantera se acordaba perfectamente de mí; ventajas de ser policía y mujer. Me condujo hasta su despacho y cuando le pregunté sobre su cliente ruso se rascó la mejilla y me miró con perspicacia.

—Ya sé quién quiere decir. Claro que lo conozco, aunque sólo lo he visto dos veces, pero lo recuerdo muy bien. Vino para contratar piedra por un año para una construcción cerca de aquí. Es el que lleva los asuntos de un hombre de negocios ruso, y se queda aquí mientras duran las obras; eso me contó.

—¿Qué tipo de construcción es ésa?

—Él no me dijo nada, pero en la región se comenta que los rusos han comprado mucho terreno en la costa. Están haciendo unas casas estupendas, de un montón de millones cada una, para otros rusos que se supone que algún día se instalarán aquí. Además, hacen un edificio muy grande forrado con nuestra piedra. No sé qué será, a lo mejor un hotel.

—¿Cómo se desarrollaron las conversaciones con ese Ivanov?

—Todo fue de trabajo, muy normal: el precio, las cantidades, las fechas para servirles, el transporte; ya sabe, lo que se hace en todos los casos. Luego vino otra vez para ampliar el trato a unos meses más. Habla el español muy bien.

—¿Qué tipo de hombre es?

—Es raro, no sé cómo decirle.

—¿Raro?

—Sí, raro, vestido de negro, los pelos... Parece Rasputín. —Se echó a reír un poco avergonzado de su propia ocurrencia—. Bueno, quiero decir que vi una película donde salía Rasputín, y tenía una pinta como él.

—Le entiendo. Necesito que me dé las indicaciones para llegar a esa construcción.

—Enseguida llamamos a uno de los camioneros que hace el transporte. Oiga, ¿es un estafador o algo así? No me gustaría que nos dejara alguna partida sin pagar.

—No se preocupe; si averiguamos algo de eso, se lo comunicaré.

Cuando me encaminaba hacia el lugar indicado tuve la certeza, corazonada, el
pálpito
seguro de que estaba llegando a un centro neurálgico del caso. No saldríamos con las manos vacías de aquello. Afortunadamente no me acompañaba Garzón, porque las corazonadas compartidas siempre pierden mucho fuelle.

Encontré el lugar con facilidad según las indicaciones del transportista. Además, se veía desde lejos; había máquinas de construcción y albañiles que hacían su trabajo. Fue a uno de ellos a quien di mi nombre y pregunté por Serguei Ivanov. Asintió, se alejó hacia una caseta de obra y volvió acompañado del propio Ivanov. Me sorprendí de la inmensa perspicacia popular; el tipo era en verdad igualito que Rasputín. Cuarenta y tantos, casi cincuenta, barba rala, cabello bastante largo apartado tras las orejas, pantalón y levita negras, una bufanda... Pero ya estaban cerca, aparté la vista de él para no ser indiscreta y cuando la levanté, Ivanov estaba mirándome directamente a los ojos. Me estremecí. Detrás de aquel hombre había algo profundo, oscuro, un espacio poblado de cosas peligrosas, misteriosas, latentes y vivas como corazones descarnados. Sonrió con gesto inescrutable, me tendió la mano, fría, seca.

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