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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Mensajeros de la oscuridad (28 page)

BOOK: Mensajeros de la oscuridad
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—¿Qué te ha contado?

—Hablaremos en el coche.

El santón me miraba ahora exclusivamente a mí.

Lanzó una frase que pensé me estaba dirigida. Rekov la tradujo:

—El padre Belinski dice que ve mucho hielo en tu corazón, también mucho miedo a lo desconocido. Te da un consejo: descansa, deja tu mente vagar un poco, no quieras controlarlo todo.

¡Joder con el padre Belinski! Nadie le había pedido una sesión de psicoanálisis. De cualquier modo, sonreí y dije:

—Dale las gracias; prométele que lo intentaré.

Alexander volvió a hacer inteligible para mí la nueva frase del anciano.

—Pregunta que si quieres su bendición.

Estuve a punto de mandarlo al carajo, pero luego pensé que a lo largo de mi vida había recibido ya un montón de maldiciones no solicitadas y que una bendición tampoco iba a hacerme daño. De modo que incliné la cabeza ante el hombre y dejé que infundiera su fe sobre mí. Lo oí pronunciar una breve oración que repitió frente a Rekov.

Salimos de la casa en noche cerrada. Alexander llevaba el libro bajo el brazo. La nevada caía con tal intensidad que resultaba difícil conducir.

—¿No vas a contarme qué te ha dicho, qué es ese libro?

Pareció salir de un extraño trance.

—¡Perdona! Estoy un poco impresionado, siempre me ocurre cuando visito al padre Belinski por alguna razón. Creo que una fuerza extraordinaria dimana de él. Después me siento alterado, un poco adormecido. El padre ha dicho que Blochín es el nombre de un antiguo sacerdote partidario de una especial religión. Ha hablado de los
skopis
.

—¿Y...?

—Nos ha rogado que vayamos con muchísimo cuidado, porque estamos entrando en el terreno de lo oscuro, de la tiniebla profunda. Aseguró que rezará a Dios por nosotros solicitando protección.

—¿Y aparte de eso?

—No sé más. Me ha dado este libro, en el capítulo diez encontraremos la información que necesitamos.

—¡Oh, pásamelo, yo iré leyendo con la luz interior del coche!

—¿En ruso?

—¡Joder, es verdad! Para un momento.

—¿Estás loca? No puedo parar con esta nevada.

—Y yo no puedo esperar más para saber.

—Creí que el contacto con el padre Belinski iba a infundirte un poco de paz.

—¡Vamos, Alexander, por favor, esto es muy importante para mí! Llevo meses detrás de este asunto.

—Tengo una idea. Cerca de aquí hay un pequeño hotel rural. Dormiremos allí. Tampoco es aconsejable conducir con este tiempo.

Me pregunté cómo era posible que un hombre duro y bragado como Rekov fuera tan sensible a la vena mística. Sólo esperaba que saliera pronto de su trance y volviera a hacerse práctico y razonable, ya que me encontraba en sus manos.

Paramos en un minúsculo hotelito rural que más bien parecía una antigua posada. Nos asignaron una habitación en el primer piso. Una gran cama cubierta de edredones dominaba la estancia. La madera del suelo crujía al andar. Seguí los movimientos de Alexander al quitarse el abrigo, encender un cigarrillo, y ponerse, ¡por fin!, a leer.

—Ve traduciendo simultáneamente —le supliqué.

Me observó con paciencia. Bebí su voz cuando empezó a oírse, titubeante, buscando el término apropiado en inglés.

—Los
skopis
. Se trata de una secta fundada en Rusia en 1772 por Akoulina Ivanovna, una de las últimas místicas del siglo XVIII. Decía ser la madre de Dios. Esta religión creía que Adán y Eva habían sido creados sin sexo, por lo que estaban a favor de la pureza más extrema y los hombres se castraban para evitar la procreación. Blochín, el hijo espiritual de Ivanovna era «el Cristo» de este grupo y se castró por su propia mano. En su día fue deportado a Siberia y más tarde volvió a Rusia y reasumió el mando de la secta con el nombre de Kondrati Selivanov, haciéndose pasar por el zar Pedro III, que había escapado milagrosamente de los asesinos contratados por Catalina II. Murió en 1832. Los
skopis
creen que volverá a la tierra reencarnado para luchar contra el anticristo e instaurar el Milenio. En 1874 hubo una gran campaña policial para su erradicación. Se demostró entonces que había más de cinco mil
skopis
en Rusia, setecientos sesenta de los cuales se habían mutilado voluntariamente. Existen motivos para pensar que la secta sigue viva en Rusia y algunos países balcánicos.

Me dejé caer sobre la cama, las sienes me golpeteaban con violencia, impulsadas por el montón de ideas que se arremolinaban en mi mente.

—Eso es. Eso es. Ya está. Ahora sí —musité casi en éxtasis—. Ese chico nos dio todas las pruebas. Todas estaban allí. Nos señaló el contexto médico por medio del punto de sutura. Nos señaló el carácter de secta con la crucecita de cera. También el lugar donde estaba Ivanov por medio de la esquirla de piedra. ¡La propia secta al final con su última nota! ¡Dios mío! ¿Cómo no supimos verlo? ¡Todo estaba dentro de esos penes cortados!

—¿Y sus poseedores?, ¿y el chico que murió?, ¿y el presunto suicida que te informaba luchando entre su conciencia y el secreto?, ¿de verdad se suicidó?

—¡No sé, no sé, no puedo saberlo aún!

Creo que casi grité al decir esto. Alexander se acercó a mí, me tomó las manos.

—Petra, por favor, tranquilízate.

—Y ahora, ¿qué hacemos? Dime, ¿qué hacemos?

—En comisaría hay un departamento que se ocupa de sectas. Son bastante corrientes en este país. Mañana iremos y pasaremos el día trabajando con ellos. Algo aparecerá sobre los
skopis
. El padre Belinski me dijo que deben estar activos otra vez.

—¿Y si no hay nada consignado? Mañana es nuestro último día en Moscú.

No respondió. Me atrajo hacia su pecho.

—No hay nada que podamos hacer ahora. Mira fuera, no se ve luz, estamos en un sitio desconocido, cae una nieve densa que nos aísla. Piensa por un momento que todo se ha detenido, que nada sucederá mientras nosotros estemos aquí. Llamaré por teléfono a Silaiev y le diré que no llegaremos hasta mañana. Todo estará tranquilo, nosotros también.

Lo hizo sin perder un momento. Cuando colgó, comenté:

—El subinspector Garzón debe de sentirse inquieto por mí.

—Creo que se encuentra perfectamente. Silaiev y él están corriéndose una juerga en un burdel muy alegre. ¿Hay algo más que te preocupe?

Sin duda Rekov era multiforme y extraño. Cruel, místico, sereno, amoroso, cínico, pasional y exaltado. Contradictorio. Tenía, además, sentido del humor.

Había creído que mi ansiedad seguiría creciendo, pero me equivoqué. Mientras Alexander me desnudaba y yo lo desnudaba a él, todo cuanto segundos antes me había quitado la respiración fue alejándose poco a poco. Al final sólo quedó el cuerpo de aquel hombre llenándolo todo, la tibieza de su olor.

A la mañana siguiente la cara de Garzón le llegaba a los pies. En parte por la resaca, y en parte también por el enfado que acumulaba contra mí. Confesó haber estado lleno de inquietud por mi suerte. Le escuché con paciencia infinita, dispuesta a dejar que se explayara, pero cuando empezó a enumerar los peligros que según él me habían acechado, desde la desaparición hasta el asesinato, no pude aguantar más y salté.

—Espero no haberle aguado el plan en la casa de putas con tanto desasosiego.

Quedó algo descolocado y me miró con aire casual.

—¡Ah, eso! Le aseguro que...

No le permití acabar.

—Mire, Fermín, tengo la sensación de que será preferible que nos centremos en el trabajo. A lo mejor incluso le interesa saber que tenemos resuelto parte del caso. ¿O no?

Conté toda la historia frente a sus ojos de par en par. No podía creer lo que estaba oyendo, seguía pareciéndole demasiado irreal. Pero debió aceptar que nos hallábamos en el buen camino. Sobre todo cuando, en comisaría, nos trasladamos a otro departamento en compañía de Rekov y Silaiev. La brigada que se encargaba de sectas entre otros asuntos estaba en efecto al corriente de los
skopis
. Informaron a Alexander de que el grupo había resurgido con fuerza extraordinaria durante el gobierno de Gorbachev. Y siguieron: un año atrás habían llevado a cabo la última acción contra ellos. Hubo algunas detenciones, pero no pudieron condenar a nadie por falta de pruebas. Se comprobó que muchos de los adeptos que pudieron localizar, casi todos jóvenes, habían sido castrados. Sin embargo, la operación policial encontró numerosas dificultades debido al secreto absoluto que rodeaba a la secta.

—Hacen una promesa de silencio que es la base de su pacto. Tanto es así que se autodenominan «sociedad secreta» por encima de cualquier otra definición. Mis compañeros están convencidos de que siguen en acción a pesar de que, aparentemente, lograron acabar con la estructura el año pasado.

—¿Cuál es su finalidad última?

—¡Cualquiera sabe! ¿La conquista del mundo? En cualquier caso, introduciéndose en el tejido social dentro de sectores profesionales o empresariales, tienen muchas posibilidades de extorsionar, hacer negocios fraudulentos, tener gente en sus manos... el dinero no es ajeno a esta historia.

Todo coincidía. Ramón Torres había sentido un pánico profundo a romper el voto de secreto. Pero cada día se encontraba más horrorizado por el alcance de la locura en la que participaba. Me vio en televisión y pensó en una solución que liberaba por ambas partes su conciencia. No revelaría la verdad, pero me daría las pistas suficientes como para que yo la descubriera. ¡Pobre muchacho, se hizo una idea excesiva de mis capacidades profesionales y eso le costó la vida! Ahora habría que averiguar de qué modo habían sucedido las cosas, la muerte del otro muchacho... Quizá aún no fuera demasiado tarde para evitar nuevos males. Probablemente otros jóvenes siguieran metidos hasta los ojos en semejante basurero.

—Van a traerte todos los expedientes de los sospechosos que obran en nuestro poder, Petra. Creo que es la última oportunidad de localizar a Ivanov. Pediremos té y nos sentaremos a trabajar. Por desgracia, mis compañeros no tienen fotos de algunos de los que pudieron huir antes de la eclosión del asunto. Confiemos en la suerte.

Me encontraba tranquila, aunque no contenta; la idea de que toda aquella historia macabra se había desarrollado ante nuestros ojos me atormentaba. Por su parte, a Garzón se le veía algo atónito, sorprendido de que aquel presunto juego infantil tuviera raíces tan poco comunes.

Los policías del departamento pusieron varias carpetas sobre la mesa. La rueda de fotografías mudas recomenzó, pero esta vez yo actuaba bajo una tensión creciente que me hacía ver al Ivanov en cada rostro. Encendí un cigarrillo y me serví una taza de té auto-imponiéndome calma y frialdad. Miré a Alexander. Me sonrió y, como si supiera cuál era mi estado de ánimo, dijo:

—Nadie, nadie en el mundo, ni el mejor equipo de policías trabajando mil horas seguidas habría podido ligar esas pistas llevando la investigación más allá de donde lo hiciste tú.

Llevara razón o no, se lo agradecí. Suspiré y pensé que seguir adelante suele ser siempre la mejor solución, la única.

Y lo fue. Dos horas más tarde, al abrir uno de aquellos expedientes topé directamente con la cara de Ivanov y no tuve ninguna duda en identificarle. Levanté claramente la voz y dije:

—Éste es.

Rekov y los dos policías que estaban con nosotros se abalanzaron sobre la mesa, observaron la foto y los informes. Hablaron entre sí. Silaiev y Garzón se mantenían a la expectativa. Por fin, Alexander tradujo.

—Se trata en realidad de Yuri Shumiatski. Estaba implicado en el asunto de la secta, pero se les escapó. No tenía antecedentes penales. No pudieron encontrar a su familia ni a nadie que supiera darles noticias de él. Se halla en paradero desconocido.

—¿Creéis que trabaja para la mafia?

Se enzarzó en nuevas deliberaciones con sus colegas. Habló después.

—Nos inclinamos a pensar que contactó con Esvrilenko y le pidió que lo sacara del país. Pudo ser un acuerdo conveniente para ambos. Esvrilenko necesitaba alguien que cuidara sus obras en España y no hiciera preguntas llegado el caso. Shumiatski, un pasaporte, una salida discreta del país y un lugar bien lejano en el extranjero.

—Pues ése es nuestro hombre.

—En efecto, ése es.

Hubo que dejar constancia escrita de todas aquellas diligencias y tuve que firmar una declaración para que figurara en los archivos de Moscú.

Más tarde, le dije a Rekov:

—Tengo que llamar inmediatamente a España para que detengan a ese tipo, pero...

—Pero ¿qué?

—Si lo hago mi jefe ordenará que volvamos esta misma tarde. Lo conozco bien. De hecho, no lo he llamado en todos estos días temiendo algo así. Y una tarde es una tarde, ¿no te parece, Alexander? Una tarde y su noche también. Creo que le mandaré un fax.

—Será lo mejor. No puedes marcharte aún, tengo un regalo para ti.

—¿Qué regalo?

—Ya lo verás.

Envié el condenado fax por una de las líneas de comisaría. Coronas se pondría frenético al no recibir ninguna explicación, pero no tenía ganas de contarle mentiras, ni mucho menos de apelar a su comprensión. En cuanto tuve la certeza de que mi mensaje había sido recibido por la vía de urgencia, Alexander y yo salimos escapados de allí. Mi avión despegaba a las nueve de la mañana del día siguiente y la mínima cortesía hacía irremediable cenar con Garzón y Silaiev. Teníamos poco tiempo para nosotros.

Experimenté la sensación juvenil de escapar, de huir de las obligaciones, también de aprovechar cada instante. Mientras caminaba con Alexander por la Plaza Roja, notaba mi corazón partido en dos mitades. Por un lado estaba exaltada y gozosa debido a la gran atracción que sentía hacia él, al contexto de aventura en el que todo se desarrollaba. Por otro, experimentaba un triste adelanto de lo que sería mi nostalgia al marcharme de Rusia.

No sé qué carajo pensaría Rekov, pero parecía alegre. Me hacía caminar a grandes zancadas siguiendo su paso. Nos movíamos como formando parte de un ballet callejero en el que intervinieran turistas, ancianos, familias y copos de nieve.

Permanecimos toda la tarde en la misma zona, él no quiso que nos fuéramos. Charlamos, reímos y nos besamos; un plan que si alguien me hubiera contado habría tachado de ridículo e infantil. Pero así eran las cosas.

A las cinco de la tarde empezó a mirar su reloj con insistencia, y cuando se acercaban las seis me cogió del brazo y caminamos con decisión hacia algún punto concreto.

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