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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Mensajeros de la oscuridad (27 page)

BOOK: Mensajeros de la oscuridad
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—El trabajo nos espera —dijo, y ante tal concienciación, no tuve otro remedio que abandonar las sábanas.

En la calle el frío nos saludó de nuevo. Alexander fue en busca del coche y yo me quedé aguardándolo en la acera. Me entretuve mirando un escaparate que había al lado; nada muy atractivo: rodamientos, piezas metálicas cuyo uso me resultaba imposible determinar... De pronto, me sobresaltó el ruido de un coche chirriando sobre la calzada, me volví y, sin tiempo de pensar en lo que estaba sucediendo, vi que un todoterreno gris había saltado el bordillo y se abalanzaba sobre mí. Tuve el tiempo justo de reaccionar retrocediendo y pegándome a la pared, pero fue imposible evitar que uno de los retrovisores me diera un fuerte golpe en la cadera. Caí de lado. Busqué mi pistola y, tumbada en el suelo, intenté acertar a los neumáticos que se alejaban a toda velocidad. No lo conseguí, y el vehículo desapareció por la esquina haciendo un ruido infernal.

Varios peatones se acercaron y me rodearon para ayudar. Sin embargo, al ver que llevaba una pistola en la mano, daban un paso atrás sin atreverse a nada. Entonces oí la voz recia de Alexander que se abría paso enérgicamente entre la gente.

—¡Petra!, ¿estás bien?

—He estado mejor otras veces —respondí, y entonces empecé a notar que el dolor me paralizaba las piernas.

9

En el dispensario diagnosticaron que no tenía nada serio. Sin fracturas ni derrame, lo único que sobresalía era el golpe en el hueso de la cadera y la enorme moradura que empezó a formarse. La consecuencia peor de todo aquello fue el emperramiento de Garzón en afirmar que Rekov estaba implicado en mi intento de asesinato. Le repetí cien veces que tanto el ruso como yo pensábamos que no había existido tal intento.

—Si hubieran querido matarme me habrían disparado. Rekov dice que ha sido sólo una advertencia para que no siga incordiando. Los tipos de la mafia se las gastan así en este país.

—Y usted le ha creído, naturalmente.

—Pues sí, le he creído.

—No sé qué decirle, inspectora. Ese hombre la lleva a su casa y al día siguiente, en la misma puerta, un coche se le echa encima. Pero usted cree todo lo que Rekov le dice.

—Oiga, Garzón, fui yo quien le pidió que me llevara a su casa. Es obvio que nos siguieron y que estaban vigilando la salida.

—¿Y cómo sabían que iba a quedarse un rato sola en la calle? ¿No es más razonable pensar que él la dejó sola a propósito mientras los otros hacían su trabajo?

—No, no es nada lógico pensar eso. Podían haberme atacado igualmente estando presente Rekov, o incluso podían haber estado siguiéndonos todo el día hasta encontrar el momento de agredirme de alguna manera.

—¿Sabe qué pienso, inspectora? Pienso que está usted actuando como una mujer seducida que no quiere ver la realidad de su seductor.

Noté que la cólera me subía a la cara como una erupción.

—¡Alto, subinspector Garzón! ¡Nadie, absolutamente nadie, le ha autorizado a inmiscuirse en mi vida privada! Yo he tenido mucho cuidado en no comentarle qué me parecen sus borracheras con esa bestia de Silaiev.

—¿Y qué coño quiere que haga? Usted se ha dedicado a darme esquinazo sistemáticamente.

—¡Le ordeno que se calle!

Nunca me había gustado zanjar una discusión por medio de mi autoridad, pero esta vez él había ido demasiado lejos. ¡Una mujer seducida! ¿En qué novela barata habría leído semejante expresión? ¿Habría reaccionado igual si yo hubiera sido su superior masculino? ¡Por supuesto que no! Se habría limitado a contemplar mi ligue desde lejos o incluso se hubiera permitido darme unas palmaditas en el hombro alabando mi buen gusto en plan cómplice. Muy bien, Garzón, muy bien; al final siempre salían las esencias, el más puro machismo, lo que uno pensaba de verdad. Es terrible reconocerlo, pero los hombres siempre desarrollan frente a las mujeres un absurdo sentido de propiedad. No tenía intención de que la cosa quedara ahí.

Rekov hizo las averiguaciones pertinentes y concluyó que el coche que me embistió era un Lada integrante sin duda del parque móvil de Esvrilenko. Aunque no podíamos probarlo. No le sorprendieron demasiado los métodos disuasorios de la mafia. Hacían cosas peores.

Aquello no era precisamente el imperio de la ley. Los mafiosos sabían que la organización policial presentaba numerosos puntos débiles gracias a la corrupción. Tampoco los jueces estaban libres de triquiñuelas. Comprendí que cuando se señalaba Moscú como una ciudad de riesgo nadie estaba exagerando. Sin embargo, Alexander parecía tranquilo, aceptaba la situación sin desesperarse. Así eran las cosas. Lo comprendí, finalmente su oficio era policial y no político. Tenía además los nervios templados, una serenidad que helaba la sangre. No me hubiera gustado contarme entre sus sospechosos, y juro que pensé eso antes de verle actuar.

Porque le vi, vi sus ojos adoptar la mirada de un gato y su boca sonreír sin atisbo de piedad. Fui yo quien insistió en acompañarle a visitar de nuevo a Esvrilenko cuando determinó que debíamos responder a la agresión.

—Pero si tú mismo has dicho que no es posible probar nada.

—Lo sé; sin embargo, no deben dejarse las cosas en el aire.

No tenía idea de a qué se refería, pero por nada del mundo me hubiera quedado sola en comisaría viéndole marchar con Silaiev. Naturalmente, el subinspector se unió a la expedición.

Después de haber traqueteado por las mal asfaltadas calles de las afueras de Moscú, paramos el coche frente a un enorme edificio de aspecto soviético. Rekov nos hizo indicación de bajar. En el entresuelo había una especie de local con puerta traslúcida a la que llamó Silaiev. Apareció un hombre joven de pinta patibularia que en cuanto nos vio echó un paso atrás. Pude ver el interior, que parecía una sala de juego. Mesas de póquer, un billar, y unos diez o doce hombres sentados en actitud tranquila. Supuse que se trataba de uno de los cuarteles generales de Esvrilenko. Rekov preguntó por alguien y ese alguien se levantó inmediatamente de su asiento y vino hacia nosotros. Era algo más viejo que el anterior, pero su aspecto de delincuente común no tenía nada que envidiar al del primero. Observé que Alexander le hacía una seña con la cabeza pidiéndole que saliera. Lo hizo sin rechistar. Nos miró despacio al subinspector y a mí. Esperé a que se produjera un interrogatorio, al menos un intercambio de palabras, pero nada de eso sucedió. Sin que nadie abriera la boca ni para saludar, Silaiev se adelantó y cogió al tipo por la solapa con una mano. Entonces levantó la otra en el aire y la descargó asestándole un golpe brutal. El hombre no intentó defenderse, ni siquiera hurtó la cara a aquel mazo de hierro que, alzándose de nuevo, volvió a caer sobre él. La misma maniobra fue ejecutada una tercera vez, y una cuarta, cada vez con más velocidad y mayor contundencia. El bárbaro de Silaiev pegaba de arriba a abajo, arrastrando más que percutiendo, con una intensidad que nacía de su propia fuerza sin necesidad de tomar impulso. Algunas gotas de sangre saltaron por el aire desde la castigada nariz. Noté que el estómago se me revolvía mientras el aire apenas llegaba a mis pulmones. De pronto, vi que Rekov agarraba a su ayudante del brazo intentando contenerlo. Paró en seco como un autómata o un perro amaestrado. El vapuleado se tambaleó sin llegar a caer. Entonces fue el propio Rekov quien lo tomó de la ropa y, escupiéndole una frase corta y seca, lo empujó contra la cristalera, que sonó con gran estrépito.

Sin que nadie hubiera salido del local siquiera a ver lo que ocurría, volvimos al coche, subimos despacio y nos alejamos del lugar. Yo estaba impresionada, chocada aún por el ruido de los impactos y la visión de la sangre.

—Ya está —dijo lacónicamente Alexander.

—No has preguntado nada, no sabes si fueron ellos, ¿por qué le habéis pegado así?

—Ellos saben que han ido lo más lejos que han podido; nosotros hemos hecho lo mismo. Ahora estamos en paz. No te preocupes, lo esperaban. No podemos consentir ninguna provocación.

—Pero ¿y ahora? Ahora intentarán buscar venganza.

—No, todos sabemos que esto se ha acabado. La próxima será otra distinta.

—¡Es como Chicago años treinta! —exclamé en español.

La voz de Garzón respondió desde el asiento de atrás.

—¡Vaya ensalada de hostias! ¿Ha visto cómo pega este cabrón, inspectora? ¡Es como una máquina de hierro!

Oí varios ruidos y, al volverme, comprobé que el subinspector hacía chocar su puño derecho sobre la mano izquierda. Estaba excitado como un niño después de una sesión de cine violento. Silaiev mostraba una ligera sonrisilla orgullosa.

—¿Se da cuenta, Petra? Si en el departamento tuviéramos a alguien que hostiara así, las cosas nos resultarían más fáciles.

—Cierre el pico, Fermín.

Comimos los cuatro juntos en un silencio algo tenso. Por mucho que intentara comprender que cada país es un mundo, no podía aprobar los métodos de Alexander. Su mirada evidenciaba que él conocía mi reproche sin necesidad de explicárselo. Hubiera podido argumentar que los mafiosos me habían atacado salvajemente, o que era preciso atajar un segundo atentado de modo radical. Sin embargo, muy acordemente con su carácter, se limitó a exponer la filosofía profunda de la historia y sólo dijo:

—La vida es dura en Rusia, y cuando la vida es dura en algún lugar, todo es duro, todo.

No había nada que añadir, ni hubiera sido prudente por mi parte hacerlo; de modo que intenté olvidarme de aquel episodio desagradable que tampoco aportaba nada a nuestro caso.

Por la tarde Alexander me dijo que el «hombre santo» nos esperaba en su casa y, naturalmente, a esa cita debíamos ir solos él y yo. Tuve que aguantar los recelos de Garzón, su convencimiento de que estaba corriendo algún peligro marchándome sola con aquel hombre.

—Descuide, subinspector, me las apañaré. Usted puede aprovechar para que Dimitri le explique su técnica del guantazo.

—¡Qué va! Dice que va a llevarme a un museo...

—¿Al museo del vodka, quizá?

Me miró con rencor.

—Puede sonarle tan raro que Dimitri y yo pasemos la tarde en un museo como me suena a mí que usted y Rekov la pasen viendo a hombres santos.

Su impertinencia se desataba por momentos. Simplemente no podía soportar que Rekov suplantara su lugar en el caso. Pensé que debería haberse fijado en nuestro amigo Silaiev, el cual no sólo repartía mamporros con brío, sino que se mostraba siempre disciplinado. Daba igual, no quedaba mucho tiempo de estancia en Rusia y, para cuando saliéramos de allí, supuse que a Garzón ya se le habrían pasado los resquemores.

De nuevo transité en coche por Moscú junto a mi amante ex soviético. Creo que me sentía algo euforizada por la cerveza tomada en la comida. Necesitaba olvidarme de todo. En cierto modo, aquella especie de misión en el extranjero hacía que me evadiese de las rutinas españolas, pero por otro lado me mantenía las veinticuatro horas con sensación de estar trabajando. Bien es cierto que en algunos momentos holgaba junto a Rekov, pero me faltaban los ratos de soledad en mi apartamento durante los que analizaba los acontecimientos del día.

Supongo que ese deseo de intimidad es una lacra de todas las personas habituadas a vivir solas. Miraba su sólido perfil al volante, las manos huesudas de nudillos pétreos. Garzón tenía razón: aquel hombre podía ser cualquier cosa, un desalmado, un cínico, un compendio oculto de todos los vicios. Pero era mi amante, y era hermoso, y después de aquella semana no volvería a verlo, y sólo por el recuerdo de aquella semana ocuparía un lugar en mi mente durante toda la vida.

Los parajes por los que pasábamos me hicieron salir de mis pensamientos. Hacía tiempo que habíamos abandonado el centro de la ciudad y nos movíamos por barrios cada vez más marginales y solitarios. Empezó a nevar. Rekov puso los limpiaparabrisas en marcha y soltó una breve maldición. Posiblemente la blancura de los copos hubiera sido hermosa en el campo, pero en aquellas carreteras flanqueadas de bloques altos y viejos resultaba triste. Al cabo de tres cuartos de hora pregunté:

—¿Dónde se ha ido a vivir tu hombre santo?

—Estamos llegando —me contestó.

Las destartaladas viviendas comunitarias habían ido dejando paso a pequeñas casas de planta, negras como grutas en el resplandor del aire. Habría costado creer que allí vivía alguien de no haber sido por alguna ventana iluminada. Nos detuvimos frente a una que estaba oscura y con los postigos cerrados.

Al salir del coche pensé que el frío iba a reventarme los pulmones. Alexander me pasó el potente brazo por los hombros una vez más. Salió a abrirnos una
mamushka
de aspecto avejentado que nos hizo pasar sin mediar palabra. Entramos en una sala de estar pequeña y repleta de estanterías con libros. El padre Belinski se sentaba junto a una ventana, al abrigo de la mesa camilla. Tenía un rostro barbado y un tanto decrépito, los ojos amarillos como los de un gato. Pensé que su pinta no era especialmente impresionante, y no percibí en él ningún halo de santidad. Sin embargo, Rekov adoptó una actitud respetuosa y casi devotamente se inclinó y le besó la mano. Yo le sonreí sin saber qué hacer. Nos invitó a sentarnos y enseguida apareció de nuevo la sirvienta trayendo una bandeja donde humeaba el té.

Permanecieron hablando un buen rato mientras bebíamos. No hubo ninguna traducción. El anciano me miraba con ojos penetrantes. Empecé a sentir una gran incomodidad y auténticos deseos de que aquello acabara pronto. En el fondo todo seguía pareciéndome poco serio. De pronto Alexander se volvió hacia mí y me pidió que sacara el papel con la frase cifrada. Busqué en mi bolso y lo saqué precipitadamente, poniéndolo en su mano. El hombre lo desdobló con parsimonia y leyó en silencio. Al cabo de un interminable minuto dijo:

—Blochín. —Y quedó callado.

Cerró los ojos como si se concentrara en un pensamiento profundo y siguió así un tiempo tan largo que me pareció grotesco. Intenté urgir a Rekov con la mirada para que le hiciera preguntas, pero éste se puso un dedo en los labios pidiéndome silencio. Al fin el viejo abrió los ojos y mortalmente serio pronunció una sola palabra cuya fonética entendí con claridad:


Skopis
—dijo, y tras un instante, repitió—:
Skopis
.

Alexander no hizo la menor indicación de hablar. Yo estaba a punto de saltar sobre aquel endemoniado santo y zarandearlo, pero en un momento dado se levantó y fue renqueando hasta un punto de su nutrida biblioteca. Se agachó y cogió un libro que trajo hasta nosotros. Mientras buscaba una página concreta, comenzó a explicarle algo a mi compañero. Tampoco en esta ocasión tradujo ni una sola palabra. Cuando acabaron le pregunté:

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