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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Trhiller, Biotecnología, Guerra biológica

Nivel 5 (24 page)

BOOK: Nivel 5
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Un conmocionado silencio se extendió por el despacho.

—¡Mierda! — exclamó Singer. En sus ojos había aparecido una mirada ausente, como si calculara algo mentalmente. Teece levantó un dedo.

—Pero Burt no presenta anticuerpos de la gripe X, y han transcurrido semanas desde que saliera de Monte Dragón. Así pues, no puede haber contraído la enfermedad.

Se produjo un notable descenso de la tensión.

—Seguramente es una coincidencia —dijo Nye, y se reclinó en el sofá.

—No lo creo. ¿Están trabajando con algún otro patógeno mortífero?

Singer meneó la cabeza.

—Disponemos del habitual material congelado: Marburg, ébola, Zaire, Lasa… pero ninguno de esos virus produciría locura.

—Tiene razón —asintió Teece—. ¿Nada más?

—Nada más.

Teece se volvió hacia el jefe de seguridad.

—¿Qué le sucedió exactamente al doctor Burt?

—El doctor Singer recomendó su relevo —contestó Nye. —¿Doctor?— preguntó Teece.

—Había empezado a mostrarse confuso y agitado —contestó Singer con vacilación—. Éramos amigos. Era una persona insólitamente sensible, muy afable y preocupada. Aunque no hablaba mucho al respecto, creo que echaba de menos a su esposa. La tensión que soportamos aquí es considerable… Se necesita tener una clase especial de dureza, y él no la tenía. Cuando empecé a observar señales de una paranoia incipiente, recomendé que se le trasladara en observación al Hospital General de Albuquerque.

—La tensión le destrozó —murmuró Teece—. Discúlpeme, doctor, pero lo que me describe no parece un colapso nervioso habitual. — Bajó la mirada hacia el maletín abierto—. Creo que el doctor Burt obtuvo su licenciatura y doctorado en la Johns Hopkins en apenas cinco años, la mitad del tiempo que se necesita habitualmente.

—Sí —asintió Singer—. Era un hombre… brillante.

—A continuación, y según el curriculum que se me ha facilitado, Burt efectuó uno de sus períodos de rotación médica en el servicio de urgencias del hospital Harlem Meer, en el 944 de la calle 155 Este. ¿Ha visitado usted alguna vez esa zona?

—No —contestó Singer.

—La gente llama a la policía de allí «polis Dixie», una macabra referencia a lo poco que vale la vida en esa barriada. El internado del doctor Burt fue lo que los internos suelen llamar un treinta y seis especial. Es decir, estaba de servicio en la unidad de urgencias durante treinta y seis horas seguidas, seguidas por otras treinta y seis horas libres y un nuevo período de servicio durante el mismo tiempo. Y eso día tras día, durante tres meses.

—No lo sabía —dijo Singer—. Nunca me hablaba de su pasado.

—Luego, durante sus dos primeros años de médico residente, el doctor Burt se las arregló para escribir una monografía de cuatrocientas páginas titulada
Metastatización
. Un trabajo extraordinario. Mientras sucedía eso, también se vio envuelto en una dolorosa batalla legal por cuestiones de custodia con su primera esposa. — Teece volvió a hacer una pausa, y luego elevó la voz—. ¿Y quiere usted decirme que ese hombre no fue capaz de soportar la tensión? — Emitió una risa que más pareció un ladrido, pero su rostro ya había perdido su expresión de regocijo.

Nadie dijo nada. Al cabo de un rato, el inspector se levantó.

—Bien, caballeros. Creo que de momento ya les he robado bastante tiempo. — Guardó la grabadora y la carpeta en el maletín—. Sin duda tendremos más de que hablar una vez me haya entrevistado con su personal. — Se volvió a rascar la pelada nariz y sonrió afablemente—. Algunas personas se broncean mientras otras se pelan —dijo—. Supongo que yo soy de estos últimos.

La noche había caído sobre la casa de tablas pintadas de blanco que se elevaba en la esquina de Church Street y Sycamore Terrace, en el suburbio Cleveland de River Pointe. Una suave brisa de mayo agitaba las hojas. El ladrido distante de un perro y el pitido solitario de un tren aumentaron la sensación de misterio que rodeaba la barriada.

La luz que emanaba de la ventana del segundo piso, bajo el tejado inclinado, no era la cálida luz amarilla que se podía observar en las ventanas de otras casas situadas a lo largo de la calle. Era de un apagado tono azulado, similar al brillo de un televisor, pero sin oscilaciones de color ni intensidad. Un viandante, que se hubiera detenido bajo la ventana abierta, podría haber escuchado el suave pitido, junto con el débil y lento teclear de las teclas de un ordenador. Pero no había ningún viandante en la desierta calle.

En el interior de la habitación había una pequeña figura sentada. Por detrás de ella había una pared desnuda en la que aparecía una sencilla puerta de madera; las otras paredes estaban cubiertas por estanterías metálicas, sobre las que hileras de tableros de circuitos electrónicos se elevaban hacia el techo. Entre los tableros de circuitos se veían monitores, sistemas RAID de disco fijo, y equipo que a muchos gobiernos de países pequeños les habría gustado poseer: rastreadores de red, instrumentos de intercepción de fax, unidades Van Eyck para la captación remota de imágenes de ordenador, sofisticados dispositivos para descifrar claves, interceptores de teléfonos celulares. La habitación olía débilmente a metal caliente. Gruesos haces de cables colgaban entre las hileras, como serpientes en una jungla.

La figura se removió e hizo crujir la silla de ruedas que ocupaba. Una extremidad marchita se extendió hacia el teclado especial, situado a la distancia de un brazo de la silla de ruedas. Un dedo engarfiado se flexionó en la luz azulada y empezó a pulsar los blandos almohadillados del teclado. Se oyó el débil tono rápido del mareaje de un número de teléfono. En una estantería metálica se encendió una terminal de ordenador. Una secuencia de códigos computarizados pasó rápidamente por la pantalla, seguida por un pequeño logotipo.

El dedo se movió hacia arriba, en dirección a unas teclas más grandes, con códigos de colores, y seleccionó una de ellas.

Los segundos de silencio se extendieron hasta convertirse en minutos. La figura de la silla de ruedas no creía en la penetración en sistemas informáticos mediante el uso de métodos tan burdos como los ataques por la fuerza bruta o las inversiones de logaritmos. En lugar de eso, su programa se insertaba en el punto donde el tráfico externo de la red internet penetraba en la red privada de la empresa, hasta entrar en la máquina-puerta y circunnavegar las palabras clave. De repente, la pantalla se iluminó y un torrente de códigos empezó a pasar por ella rápidamente. El brazo marchito se elevó de nuevo y empezó a teclear, primero con lentitud y luego con mayor rapidez, extrayendo fragmentos de código hexadecimal, para detenerse de vez en cuando en espera de una respuesta. La pantalla se volvió roja, y en ella aparecieron las palabras «Sistemas en línea de GeneDyne. Subsección de mantenimiento», seguidas por una corta lista de opciones.

Una vez más, había conseguido penetrar el muro computarizado de la GeneDyne.

El brazo subdesarrollado se elevó por tercera vez, e inició dos programas que trabajarían simbióticamente. El primero efectuaría una conexión provisional con uno de los archivos del sistema operativo, enmascarando así los movimientos del segundo al hacer que pareciera un inofensivo agente de la red de mantenimiento. El segundo programa crearía un canal seguro a través de la médula espinal de la red, hasta las instalaciones de Monte Dragón.

La figura de la silla de ruedas esperó pacientemente mientras los programas soslayaban los puentes de la red. Finalmente se oyó un pitido bajo y luego una serie de mensajes rutinarios cruzaron rápidamente la pantalla.

El brazo se extendió de nuevo hacia el teclado y el crujido siseante de un módem llenó la habitación. Se encendió una segunda pantalla y en ella apareció una frase, rápidamente tecleada por una mano invisible.

«¡Hace una hora que dijo usted que llamaría! No resulta fácil mantener mi programa de actividades mientras espero noticias suyas.»

El dedo marchito tecleó una respuesta en el teclado acolchado:

«Me encanta cuando es usted justo conmigo, profesor. ¡Informe! Páseme esa maldita fórmula de una vez.»

«Es demasiado tarde. Él debe de haber abandonado ya el laboratorio.»

El dedo tecleó otro mensaje:

«¡Ah, qué poca fe posee! Sin duda el doctor Carson tiene otra ordenadora en su habitación. Deberíamos lograr que su atención se concentrara allí. Y ahora, recuerde las reglas básicas.»

«De acuerdo. Adelante.»

El dedo apretó un botón, y empezó a ejecutarse una rutina que estaba a la espera, enviando una página anónima a través de la red de Monte Dragón, dirigida a Guy Carson. Basándose en su encuentro anterior, Mimo decidió prescindir de la presentación estándar; Carson podía apagar su ordenador si volvía a ver el logotipo inicial de Mimo. Transcurrió un momento y luego apareció una respuesta, procedente del desierto de Nuevo México:

«Aquí Guy. ¿Quién es?»

El dedo apretó una tecla del código de colores y envió a través de la red un mensaje previamente memorizado.

«¡Qué es! Permítame presentarme de nuevo. Soy Mimo, portador de noticias. Le puse en contacto con el profesor Levine.»

Luego apretó otra tecla que permitió que Levine se introdujera en el canal seguro.

«Olvídelo —llegó la respuesta de Carson—. Salga ahora mismo del sistema.»

«Guy, por favor, soy Charles Levine. Espere un momento. Déjeme hablar.»

«De ningún modo. Voy a desconectar.»

Mimo apretó otro botón y otro mensaje apareció en la pantalla.

«¡Sólo un condenado minuto, socio! Ahora trata usted con Mimo. Controlamos lo vertical y lo horizontal. He instalado una pequeña trampa en su nódulo de red, de modo que si corta la conexión disparará las alarmas internas. Y en tal caso tendrá que hablar con su querido señor Scopes. Me temo que la única forma de librarse de Mimo es escuchar al bueno del profesor. Y ahora escuche, vaquero. A petición del profesor he creado un medio para que usted pueda llamarlo. Si alguna vez quiere ponerse en contacto con él, no tiene más que enviar una petición de charla consigo mismo. ¿Lo ha entendido bien?: consigo mismo. Eso iniciará un proceso de comunicación por parte de un demonio que he ocultado dentro de la red. El demonio se encargará de marcar y conectarlo con el bueno del profesor, siempre que éste tenga conectado su ordenador personal, que es de toda confianza. Y ahora doy paso al profesor Levine.»

«Si cree que ésta es la forma de convencerme, Levine, está muy equivocado. Está poniendo en peligro toda mi carrera. No quiero tener nada que ver con usted y su cruzada, sea la que fuere.»

«No tengo otra alternativa, Guy. El virus es un asesino.»

«Contamos con las mejores medidas de seguridad del mundo…»

«Al parecer, no son suficientes.»

«Eso fue un accidente fortuito.»

«La mayoría de accidentes lo son.»

«Trabajamos en el desarrollo de un producto médico que producirá un bien incalculable, que salvará millones de vidas cada año. No me diga que lo estamos haciendo mal.»

«Guy, le creo. Pero si es así, ¿por qué manejar un virus tan mortal como éste?»

«Mire, ése es precisamente el problema; estamos tratando de neutralizar el virus, de hacerlo inofensivo. Y hora, salga de la red.»

«Un momento. ¿Qué es ese milagro médico que ha mencionado?»

«No puedo hablar de ello.»

«Contésteme una cosa: ¿altera ese virus el ADN de las células germinales humanas, o solamente el de las somáticas?»

«El de las germinales.»

«Lo sabía. Guy, ¿cree tener el derecho moral de alterar el genoma humano?»

«Si es una alteración beneficiosa, ¿por qué no? Si podemos librar a la raza humana para siempre de una enfermedad terrible, ¿dónde está la inmoralidad?»

«¿Qué enfermedad?»

«Eso no es asunto suyo.»

«Entiendo. Está usted utilizando el virus para producir la alteración genética. ¿Ese virus es capaz de producir la extinción? ¿Es un VMM? ¿Podría destruir a la raza humana? Respóndame y desconectaré.»

«No lo sé. Su epidemiología en los seres humanos es desconocida, pero ha sido ciento por ciento letal en los chimpancés. Tomamos toda clase de precauciones. Especialmente ahora.»

«¿Es un contagio que se transmite por el aire?»

«Sí.»

«¿Período de incubación?»

«De un día a dos semanas, dependiendo de la cepa.»

«¿Tiempo transcurrido entre los primeros síntomas y la muerte?»

«Imposible decirlo con certeza. De varios minutos a varias horas.»

«¿Minutos? Santo Dios. ¿De qué forma es letal?»

«Ya he contestado bastantes preguntas. Desconecte.»

«¿De qué forma es letal?»

«Aumento masivo del líquido cerebroespinal, que causa edema y hemorragia del tejido cerebral.»

«Eso me suena a virus máximamente maligno, un VMM. ¿Cómo se llama?»

«Eso es todo, Levine. No haga más preguntas. Salga de una vez del sistema y no vuelva a llamar.»

En la pequeña casa de Church y Sycamore, el brazo pulsó suavemente unas teclas. Un monitor mostró el programa que cortaba las comunicaciones y se retiraba de la red de la GeneDyne. En la otra pantalla apareció el frenético mensaje de Levine:

«¡Maldita sea! Se ha cortado la comunicación. Mimo, ¡necesito más tiempo!»

El dedo escribió una respuesta:

«Frío, profesor. Su celo acabará por hacerle daño. Y ahora, al otro asunto. Prepare su ordenador. Le enviaré un pequeño archivo muy interesante. Como verá, he conseguido la información que me solicitó. Me planteó un desafío muy singular, y le asombrarían los gastos de teléfono que he tenido a causa de ese proceso. Me temo que cierta señora Harriet Smythe, de Darlington, Iowa, se enfadará mucho cuando reciba la próxima factura telefónica.»

El dedo pulsó unas teclas más y esperó a que se vertiese el contenido del archivo. Luego, las dos pantallas se apagaron. Por un momento, el único sonido que se oyó en la habitación fue el suave chirrido de los ventiladores de las terminales y, a través de la ventana abierta, el chirriar de un grillo en la cálida noche. Luego se oyó una risa por lo bajo, un jadeo regocijado que sacudió el cuerpo hundido en la silla de ruedas.

El chef de Monte Dragón, un italiano llamado Ricciolini, siempre servía personalmente el plato principal, con objeto de regodearse con los halagos esperados, por lo que el servicio era insoportablemente lento. Carson estaba sentado en una mesa del centro, en compañía de Harper y Vanderwagon, luchando sin éxito contra un tenaz dolor de cabeza. A pesar de la presión de Scopes, no había podido hacer prácticamente nada durante el día, absorto con el mensaje de Levine. Se preguntaba cómo demonios habría podido introducirse Levine en la red de GeneDyne, y por qué le había elegido precisamente a él para ponerse en contacto. Al menos, nadie se ha dado cuenta, pensó. Al menos por lo que él sabía.

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