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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Trhiller, Biotecnología, Guerra biológica

Nivel 5 (58 page)

BOOK: Nivel 5
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Se produjo un silencio.

—Mi condición es una partida más —dijo finalmente Levine.

Scopes lo miró con incredulidad. Luego se echó a reír.

—Bien, bien, Charles. Una especie de… ¿partida de revancha? ¿Y qué apostaríamos?

—Si yo gano, destruyes el virus y me dejas con vida. Si pierdo, te firmaré el contrato de renovación de la patente y puedes matarme, de modo que si ganas obtienes otros dieciocho años de derechos exclusivos sobre el maíz X y puedes vender el virus al Pentágono. Pero si gano yo, perderás el maíz y el virus.

—Matarte sería más fácil.

—Pero también menos provechoso. Si me matas, la patente no se renovará. La renovación de esa patente puede suponer diez mil millones de dólares para GeneDyne.

Scopes pensó un momento y dejó el teclado a un lado.

—Permíteme contrarrestar esa última oferta. Si pierdes, en lugar de matarte te nombraré vicepresidente de GeneDyne y científico jefe. Ésa es mi oferta original, actualizada, con un salario y opciones sobre acciones acordes a tu puesto y tu importancia. Haremos borrón y cuenta nueva. Naturalmente, en tal caso cooperarás en todo y olvidarás esos absurdos ataques contra GeneDyne y el progreso tecnológico en general.

—¿Quieres decir un pacto con el diablo, en lugar de la muerte? ¿Por qué harías eso por mí? No estoy seguro de poder confiar en ti.

Scopes esbozó una mueca.

—¿Y qué te hace pensar que lo haría por ti? Matarte sería embarazoso e inconveniente. Además, no soy un asesino, y siempre existe la posibilidad de que algo así pese demasiado sobre mi conciencia. En realidad, Charles, no he disfrutado al destruir tu carrera. Eso no fue más que un movimiento defensivo. —Hizo un gesto displicente con la mano—. No obstante, tampoco es una opción el permitir que regreses al mundo para que me ataques a placer. Tengo interés en que te unas a la empresa, para que cooperes y firmes los formularios habituales de no revelación de secretos. Si lo desearas, podrías permanecer todo el día sentado en tu despacho, en este mismo edificio, sin hacer nada. Pero creo que encontrarás un camino más satisfactorio en la investigación y el desarrollo, en ayudarme a curar a la gente enferma. Tampoco tiene que ser necesariamente en el campo de la ingeniería genética. Puede ser en el farmacéutico, en la investigación biomédica, en aquello que tú prefieras. Dedicar tu vida a crear, en lugar de a destruir.

Levine se levantó, frente a la enorme pantalla apagada. El silencio se hizo tenso. Finalmente, se volvió hacia Scopes.

—Acepto —dijo—. Sin embargo, necesito una garantía de que destruirás el virus si pierdes. Quiero que lo saques de la caja fuerte y lo coloques sobre esta mesa, entre los dos. Si gano, me limitaré a llevarme el tubo de ensayo y dispondré adecuadamente de él. Si es que, de hecho, se trata de un solo tubo.

Scopes frunció el entrecejo.

—Precisamente tú, de entre todos, deberías saberlo. Gracias a tu amigo Carson. — Levine enarcó las cejas—. ¿De modo que no lo sabes? Por los informes que he recibido, parece que ese hijo de puta ha volado Monte Dragón. ¡Carson el Iscariote!

—No tenía ni la menor idea.

Scopes lo miró especulativamente.

—Y yo que pensé que eras tú el que estaba detrás de eso. Imaginé que se trataba de una venganza por la memoria de tu padre. — Sacudió la cabeza—. Bueno, ¿qué significan novecientos millones de dólares cuando hay en juego otros diez mil? Estoy de acuerdo con tus condiciones. Con una cláusula adicional por mi parte: si pierdes, no quiero que te vuelvas atrás acerca de la renovación de la patente. Deseo que firmes los documentos ahora, ante notario. Colocaremos el acuerdo sobre la mesa, entre los dos, junto con el tubo de ensayo. Si yo pierdo, tú te llevas los dos. Si gano, yo me los llevo.

Levine asintió con un gesto.

Scopes volvió a colocarse el teclado en el regazo y empezó a teclear rápidamente. Luego, tomó un teléfono y habló brevemente. Un momento más tarde se oyó una campanilla y una mujer entró, acompañada por un notario, y le entregó varias hojas de papel, dos plumas y el sello del notario.

—Aquí está el documento —dijo Scopes—. Fírmalo mientras yo saco el virus.

Se dirigió hacia una pared y pulsó un mando. Se produjo un chasquido y un panel se adelantó. Scopes introdujo la mano y tecleó varias instrucciones. A continuación se oyó un pitido y un clic. Scopes introdujo la mano y extrajo una pequeña caja de bio-seguridad. La llevó hasta la mesa taraceada, la abrió y extrajo una ampolla sellada de cristal, de unos ocho centímetros de ancho y cinco de altura. La colocó cuidadosamente sobre el documento que Levine había firmado, y luego esperó a que el notario abandonara la sala octogonal.

—Jugaremos de acuerdo con nuestras viejas reglas —dijo después—. Las mejores dos partidas de tres. Dejaremos que el ordenador de GeneDyne elija un tema al azar. Si se produjera alguna discusión, ¿estás de acuerdo en que el ordenador la resuelva?

—Sí —contestó Levine.

Scopes lanzó una moneda al aire y la atrapó sobre el dorso de la mano.

—¿Qué eliges?

—Cara.

Scopes descubrió la moneda.

—Cruz. Yo empiezo el primer tema.

Susana dejó de entonar la vieja canción española que les había acompañado a lo largo de los últimos kilómetros, y suspiró profundamente. El sol poniente teñía el desierto de un color dorado. Se sentía feliz de estar viva, de hallarse simplemente sobre su caballo, en el camino de salida del desierto de Jornada, hacia una nueva vida. De momento no importaba demasiado qué clase de vida seria. Había muchas cosas, demasiadas, que había dado por sentadas y se juró a sí misma no volver a cometer aquel error.

Miró a Carson, que cabalgaba por delante, en dirección al alto y estrecho Paso Lava. Se preguntó, casi ociosamente, cómo encajaría él en aquella nueva vida. Pero apartó el pensamiento por demasiado complicado. Ya dispondría de tiempo suficiente para pensar en eso.

Carson se volvió y aminoró la marcha para que ella le alcanzara. Le dirigió una sonrisa cuando ella se aproximó y, de pronto, dejándose llevar por un impulso, se inclinó y le acarició una mejilla.

Ella sintió el sudor de su mano y cerró los ojos. Pero en ese mismo instante oyó una fuerte detonación que reverberó a través del desierto.

De repente, todo se precipitó. Vio a Carson caer sobre su montura, en el instante mismo en que su propio caballo se encabritaba. Se sujetó desesperadamente al pomo de la silla cuando algo silbante pasó junto a su oreja. Otra detonación resonó en el desierto.

Les estaban disparando.

Roscoe
se dirigía hacia la pared de las montañas al galope. Ella espoleó a su caballo para que le siguiera, apretó los talones contra los flancos y se agachó para protegerse tras su cuello. Giró el cuello hacia arriba y trató de afianzar la visión a pesar de las sacudidas y los botes. Carson iba inclinado sobre la silla. La sangre manaba del flanco de
Roscoe
y salía despedida en pequeñas gotas que rociaban la arena. Sonó otro disparo, y después otro.

Los caballos se precipitaron hacia un callejón sin salida entre las paredes de lava y se detuvieron piafando. Sonaron varios disparos más en rápida sucesión y
Roscoe
se revolvió para escapar, con los ojos enloquecidos, lo que hizo que Carson cayera de la silla sobre la arena. Susana saltó de su caballo y quedó en el suelo, cerca de Carson, mientras los dos animales huían desbocados hacia el desierto. Sonó otro disparo, seguido por el horrible relincho de dolor de un caballo. El vientre de
Roscoe
había literalmente estallado, abriéndose, y el animal arrastraba los intestinos entre las patas.
Roscoe
todavía avanzó unas decenas de metros más hasta que se detuvo, tembloroso. Sonó otro disparo y el caballo de Susana cayó pataleando sobre la arena. Otro disparo, y un chorro rojo brotó de su cabeza. El animal sacudió dos veces las patas traseras, espasmódicamente, luego se quedó inmóvil.

Ella se arrastró hacia Carson, tumbado en la arena y doblado sobre sí mismo, con las rodillas contra el pecho. La sangre empapaba la arena que lo rodeaba. Lo hizo girar con suavidad y él lanzó un grito. Rápidamente, De Vaca buscó la herida. Tenía el brazo izquierdo empapado en sangre, y ella le desgarró un trozo de camisa. La bala le había arrancado un trozo del antebrazo, dejando al descubierto el cubito. Un instante después, la herida se vio oscurecida de nuevo por la sangre que manaba de la arteria radial cortada.

Carson se volvió, con el cuerpo tenso.

De Vaca buscó rápidamente algo que pudiera utilizar como torniquete. No se atrevió a acercarse a los caballos. Desesperada, se rasgó la camisa, la enrolló y la anudó por debajo del codo de Carson. Después la retorció hasta que el brazo dejó de sangrar.

—¿Puedes caminar? — le susurró.

Carson dijo algo con voz débil. Ella se inclinó para escuchar.

—¡Jesús! — le oyó gemir—. Oh, Jesús…

—No te derrumbes ahora —le ordenó con fiereza. Terminó de atar el torniquete y lo cogió por las axilas—. Tenemos que llegar detrás de esas rocas.

Con un esfuerzo supremo, Carson se levantó tembloroso y se tambaleó hacia el fondo del desfiladero, avanzó unos pocos pasos entre las rocas y se derrumbó detrás de un gran canto rodado. Susana se arrastró tras él, volvió a examinar la herida y el estómago se le revolvió. Al menos no se desangraría hasta morir. Se sentó y lo examinó rápidamente. Tenía los labios azulados. No parecía tener más heridas, pero con toda la sangre derramada resultaba difícil saberlo con certeza. Intentó no pensar en qué habría ocurrido si Nye lo hubiera alcanzado una segunda vez con su rifle.

Tenía que pensar rápidamente. Nye tuvo que haberse dado cuenta de que no podía alcanzarlos siguiendo sus huellas. Así que, de algún modo, imaginó que se dirigirían hacia Paso Lava y se adelantó para tenderles una emboscada. Había matado sus caballos, y no tardaría en bajar por ellos.

Extrajo la daga de Mondragón del cinto de Carson, pero la dejó caer sobre la arena con un gesto de frustración. ¿De qué demonios serviría contra un hombre armado con un rifle de repetición?

Miró por encima de la roca y vio a Nye, ahora en campo abierto, arrodillado y tomando puntería. Una bala silbó a pocos centímetros de su cara y rebotó contra las rocas de atrás. La piedra pulverizada le cayó en la nuca, en una dolorosa lluvia. El sonido del disparo reverberó un instante más tarde, arrancando ecos entre las formaciones rocosas.

Se agachó de nuevo por detrás de la roca y se movió a lo largo para mirar desde otro ángulo. Nye se había puesto en pie y caminaba hacia ellos. Tenía el rostro bajo la sombra del ala del sombrero, y no pudo distinguir su expresión. Ahora sólo estaba a unos cien metros de ellos. Se iba a limitar a acercarse para matarlos a los dos. Y ella no podría impedirlo.

Volvió a ocultarse tras la roca y esperó. Oyó pisadas de bota acercándose a ellos, se cubrió la cabeza con las manos, cerró los ojos y se preparó para morir.

Una sola palabra apareció en la enorme pantalla situada ante ellos: «Vanidad.»

Scopes pensó por un momento. Luego se aclaró la garganta.

—«Ningún lugar permite una observación más notable de la vanidad de las esperanzas humanas que una biblioteca pública.» Doctor Johnson.

—Muy bien —dijo Levine—. «Un hombre que no sea estúpido, puede librarse de toda estupidez, excepto de la vanidad.» Rousseau.

—«Antes era vanidoso, pero ahora soy perfecto.» W. C. Fields.

—Un momento —dijo Levine—. Esa no la había oído antes.

—¿Desconfías de mí?

—No —contestó Levine tras pensárselo un momento.

—Entonces continúa.

Levine hizo una pausa.

—«La vanidad juega a trucos espeluznantes con la memoria.» Conrad.

—«La vanidad fue el regalo más detestable de la evolución.» Darwin —replicó Scopes.

—«Un hombre vanidoso nunca puede ser completamente despiadado, ya que desea ganarse el aplauso.» Goethe.

Se produjo un silencio.

—¿Te has quedado sin réplica? — preguntó Levine.

Scopes se limitó a sonreír.

—Sólo consideraba mi próxima elección. «El hombre en su vanidad no comprende, a las bestias mudas se asemeja.» Salmo cuarenta y nueve.

—No sabía que fueras tan religioso. «No temas cuando el hombre se enriquece, cuando crece la vanidad de su casa, que a su muerte nada ha de llevarse, su vanidad no bajará con él.» Del mismo salmo.

Se produjo otra larga pausa antes de que Scopes continuara:

—«Sólo sé que amamos en vano; sólo siento… ¡adiós! ¡Adiós!» Byron.

—Por lo que veo, echas mano de tus últimos recursos —dijo Levine, burlón.

—Te toca a ti.

Hubo otro largo silencio.

—«Un periodista es una especie de hombre con crédito, que se aprovecha de la vanidad, la ignorancia o la soledad de la gente para ganársela y traicionarla después sin remordimiento.» Janet Malcolm.

—Demuestra la existencia de esa frase —repuso Scopes.

—¿Bromeas? — replicó Levine—. Seguramente no la conoces. Yo sólo la sé porque recientemente la incorporé en un discurso.

—No la conozco. Sin embargo, sé que Janet Malcolm es quizá más conocida como articulista del New Yorker. Y dudo que sus celosos correctores hayan permitido una expresión como «hombre con crédito».

—Una teoría muy arriesgada —dijo Levine—. Pero sí quieres basar tu desafío en ella, haz lo que gustes.

—¿Lo comprobamos con el ordenador?

Levine asintió.

Scopes introdujo una orden de búsqueda. Se produjo una pausa mientras se registraban las vastas bases de datos. Finalmente, una cita apareció en grandes letras bajo la palabra «vanidad».

—Lo que me imaginaba —dijo Scopes con aires de triunfo—. No es «hombre con crédito», sino «hombre de confianza». Gano la primera ronda.

Levine guardó silencio. Scopes dio instrucciones al ordenador para que eligiera otro tema al azar. La enorme pantalla se aclaró y en ella apareció otra palabra: «Muerte.»

—Es un tema infinito —dijo Levine. Pensó un momento—. «No es que tema morir. Simplemente, no deseo estar allí cuando eso suceda.» Woody Alien.

Scopes se echó a reír.

—Una de mis favoritas. «Aquellos que dan la bienvenida a la muerte sólo la han probado de orejas para arriba.» Mizner.

Le tocó el turno a Levine.

—«Tenemos que reír antes de ser felices, por temor a morir sin haber podido reír.» La Bruyére.

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