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Authors: Craig DiLouie

Tags: #Terror

Nueva York: Hora Z (4 page)

BOOK: Nueva York: Hora Z
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—Si no perdemos la cabeza, todos vamos a salir de ésta. Todos. Si empezamos a desmoronarnos y a ir cada uno por su lado, bueno, que Dios se apiade de nosotros porque estamos jodidos. La situación se va a complicar mucho más antes de que empiece a arreglarse. Hasta entonces, hazte amigo del dolor para ser más fuerte.

McLeod se ríe entre dientes.

—¿A que estaría bien que al sargento se le metiera el Lyssa en el cerebro y se convirtiera en un perro rabioso? —bromea McLeod, y acto seguido suelta un par de gruñidos imitando al sargento Ruiz—: «Salid de vuestros sacos de dormir y poneos guapas, señoritas».

Los chicos rompen a reír.

6. Os voy a dejar secos

—¡En formación! ¡Moveos!

El sargento McGraw observa a los hombres de la escuadra, que adoptan la formación en línea y sostienen las armas en posición de presenten para que los amistosos ciudadanos de Nueva York vean con claridad las bayonetas caladas. Al otro lado de la alambrada de espino y los sacos terreros la gente sigue llegando sorteando los coches, y cuando ve que los soldados empiezan a cerrar el puesto de control, echa a correr. Al llegar junto a la alambrada y confirmar que sus esperanzas se han acabado, gritan o suplican para que los dejen cruzar.

—Ayúdenme —implora alguien—. Creo que mis hijos lo han cogido y no sé qué hacer. Se les está poniendo la cara azul.

El cabo Eckhardt les entrega las hojas amarillas, pero la gente no quiere marcharse. Muchos han traído a sus seres queridos enfermos, y la perspectiva de andar otras diez manzanas hasta un centro para el Lyssa instalado en una escuela o en una bolera no les resulta muy prometedora. Chillan, gritan y suplican. Se tiran al suelo y se sientan, aferrando las hojas amarillas con gesto ausente. El ambiente se carga del agrio olor enfermizo que emana de los infectados con el Lyssa, un hedor que los delata.

—No puedo hacerlo yo sola —llora una mujer—. No puedo. No puedo hacerlo.

—¿Y no podríamos dejar pasar a unos cuantos más? —susurra Mooney.

—Cállate —contesta Finnegan, el hombre que está a su lado—. Ya sabes la respuesta.

—Esto es horrible.

—Todo en orden en nuestra posición, señor —comunica el sargento McGraw por el auricular.

Un tiroteo se desata a unas pocas manzanas hacia el oeste, el fuerte sonido del eco resuena entre los edificios. El constante gemido de las sirenas de policía y ambulancias parece multiplicar su intensidad.

McGraw se detiene un instante para mirar hacia el oeste.

—Hemos… —empieza a decir.

Un estruendo ensordecedor hace temblar el suelo unos instantes, y las ventanas de los edificios cercanos se hacen añicos. Los soldados rompen la formación para ver una bola de fuego que se eleva rápidamente en una columna de humo negro hacia el cielo por encima de los edificios de la avenida que les queda al oeste. Los civiles gritan aterrorizados.

—¡Joder! —exclama Wyatt—. He notado la onda expansiva en el cerebro.

—¡Mantened la formación! —grita McGraw con la cara roja—. ¡Vamos!

—Pero ¿qué ha sido eso? —pregunta Rollins—. Casi me revienta los tímpanos.

—Tío, menuda mierda —susurra Mooney.

—Tenemos que confiar en el sargento —afirma Finnegan—. Nos sacará de ésta. Y si no lo hace él, lo hará Papi. Ahora, chitón, y haz lo que te han ordenado. Todo irá bien.

—¡Silencio en la formación, ¿me oís?! —los abronca McGraw y luego termina de informar al teniente a través del auricular.

Mooney no lo escucha. Observa a dos hombres que corren en dirección a la multitud en la alambrada. Hay algo raro en ellos: la manera en que se mueven y se abren camino entre los coches con determinación, el trote saltarín y extraño, las manos a modo de garras presionadas contra el pecho. Como si no fueran personas sino algún tipo de animal. Ese pensamiento hace que un escalofrío le recorra la espalda.

—¡Sargento! —llama Mooney.

—Al próximo hombre que hable le voy a dar una patada —gruñe McGraw, harto.

Mooney ya no ve a los dos individuos. Uno de ellos iba con el pecho descubierto y lo que parecía un pantalón de pijama azul. El otro llevaba una gorra, camisa y pantalones vaqueros y tenía una mancha negra en la cara alrededor de la boca.

Los civiles gritan. Mooney estira el cuello para mirar por encima de los anchos hombros de McGraw.

Entonces el sargento se mueve, echa a correr, y Mooney alcanza a ver el puesto de control. Los dos hombres están ahí. Uno de ellos arranca mechones de pelo negro de la melena de una mujer mientras que el otro la muerde en el estómago de modo sistemático, haciendo brotar la sangre y dejando una mancha de saliva alrededor de la herida. Los otros civiles gritan e intentan salir corriendo. Los dos hombres forcejean y tiran a la mujer al suelo. Ella emite un horrible quejido agudo y, de pronto, parece rendirse. Su cuerpo comienza a quedarse inerte, los ojos vidriosos y suplicantes.

—¡Alto! ¡Alto o disparo! —ordena McGraw.

—Sargento… —dice el cabo Eckhardt dando un paso al frente.

Entonces McGraw ve lo que esos hombres han hecho y grita:

—¡Os voy a dejar secos!

Pero el sargento recuerda el entrenamiento y realiza un disparo al aire con su Beretta. Disparo de aviso. Los hombres levantan la cabeza chorreando sangre y babas. Dan la impresión de ser unas aves sorprendidas cuando se deleitaban con la carroña. El que lleva el pantalón de pijama azul se pone en pie de un salto y empieza a correr en dirección a McGraw, pero al instante se enreda con el alambre de púas y empieza a emitir sonidos semejantes a los de un perro que se ahoga.

El alambre de púas está revestido de hojas afiladas de cinco centímetros de ancho con una separación de diez centímetros entre ellas. El hombre se corta una y otra vez hasta caer al suelo con las piernas cubiertas de sangre tras seccionarse la arteria femoral.

El otro individuo se pone en pie, toma velocidad, y salta por encima de la alambrada…

Varios disparos de carabina suenan al unísono y el hombre se retuerce en el aire y cae a plomo. Al instante, un charco de sangre que no para de agrandarse se forma bajo su cuerpo.

—¡Alto el fuego! ¡Alto el fuego!

Mooney baja la carabina. El penetrante olor de la cordita flota en el ambiente.

—¿Lo habéis visto? —pregunta McGraw a nadie en particular—. ¿Qué ha sido eso?

Bowman, a la carrera desde el otro puesto de control, grita exigiendo saber por qué se ha abierto fuego.

La mujer aún vive. Está tumbada en el suelo, agoniza y sufre convulsiones. Los dos atacantes están quietos sobre los charcos de su propia sangre. Es obvio que están muertos.

—Señora, ya no tiene nada que temer —dice McGraw, con la Beretta escondida detrás de la espalda y la mano libre tendida por encima de la alambrada—. Venga conmigo. Cuidaremos de usted.

La mujer lo mira aterrorizada, jadeando, mientras a duras penas consigue ponerse en pie.

McGraw se quita la máscara.

—Míreme, señora. Todo irá bien.

La mujer empieza a sufrir convulsiones y a pestañear con rapidez.

—No, no hag…

Pero la mujer ya se ha dado la vuelta y ha empezado a correr. Cuando la escuadra consigue abrir un hueco en la alambrada para que McGraw salga tras ella, la mujer ha desaparecido.

Capítulo 2

7. Empiezo a preguntarme si de verdad hemos abandonado Iraq

La noche bulle con las sirenas de policía, las bocinas de los coches, los gritos y los disparos. El aire bochornoso huele a humo. La luz de las farolas baja de intensidad, y de vez en cuando se aviva debido a los problemas de suministro eléctrico a los que se enfrenta la ciudad. Más allá de la barricada, todos los semáforos parpadean en ámbar a lo largo de la Primera Avenida; el tráfico está colapsado, los cláxons suenan frenéticos mientras miles de personas continúan con el éxodo masivo de Manhattan en cualquier tipo de vehículo en el que puedan poner un poco de gasolina.

Todo el mundo piensa que las cosas van mejor en cualquier otro lugar.

Los chicos de la tercera escuadra del segundo pelotón montan guardia en la alambrada, nerviosos por haber tomado demasiado café. Un helicóptero de la policía hace una breve inspección de la zona con un potente foco que inutiliza la visión nocturna de los soldados y luego sigue adelante.

—No me lo puedo creer —murmura para sí el cabo Hicks, que entrecierra los ojos para observar la Primera Avenida al escuchar el tableteo sordo de una ametralladora pesada—. ¿Eso son balas trazadoras?

—¡Qué va! Es que estoy contento de verte —contesta McLeod, quien avanza hasta el cabo con su ametralladora—. Suena como una calibre cincuenta. ¿Y qué?

—¿Y qué? Que estamos en Nueva York, no en Bagdad, atontado. ¿Cómo es posible que alguien dispare una ametralladora en el centro de Nueva York? —Y como si se le ocurriera de repente, añade—: Al suelo, McLeod. Veinte flexiones.

—Estás de broma, ¿no? Nos encontramos en medio de una zona de combate.

—¿Quieres hacer treinta?

Mientras McLeod cuenta las flexiones en voz alta, Hicks se acerca al ojo la mira telescópica de su carabina, en cuyo centro hay un punto rojo para facilitar la puntería. Las balas trazadoras crean un haz de luz por encima de los capós de los coches atascados en la caravana y de las cabezas de las personas que escapan a pie.

Sin embargo, Hicks no puede ver a través de los edificios, por lo que no tiene ni idea de quién hace llover plomo ni sobre quién lo hace. Se encuentra a unos pocos cientos de metros, y a pesar de estar tan cerca se siente aislado y apenas es capaz de explicar lo que ocurre. Se pregunta dónde estarán cayendo esos enormes proyectiles. El alcance de una bala del calibre cincuenta es de seis kilómetros. Puede atravesar vehículos y, si se dispara a bocajarro, hasta un muro de hormigón.

Imaginad qué le puede hacer a un ser humano.

—Seis… Siete…

Cesan los disparos. Sólo han durado unos pocos segundos. Alguien la ha cagado de verdad. Lo más seguro es que un recluta novato montado en un Humvee se ha asustado. Con suerte, no habrá matado a nadie.

«Mejor tú que yo», piensa el cabo.

Hicks está a punto de bajar el arma cuando ve a dos personas en la periferia de la óptica y se centra en ellas. Una es un hombre de mediana edad vestido con unos calzoncillos bóxer, y la otra una jovencita con una camiseta que le llega a las rodillas. Miran sin ver y tuercen el cuello, ese gesto tan extraño y nervioso que suelen hacer los infectados con la cepa del perro rabioso del Lyssa y que le pone los pelos de punta a Hicks. Tienen las manos cerradas en un puño y apretadas contra el pecho. Lo miran, abren la boca y salen escopeteados en la dirección donde se produjeron los disparos de la ametralladora.

—¿Y qué hacen todos estos perros rabiosos revoloteando sin correa? —rezonga Hicks.

«Sólo nos falta que otro grupo se lance contra nuestro perímetro y haga que lo matemos —se dice a sí mismo—. Si te ves implicado en un incidente de ese tipo, jamás en la vida te lo quitarás de encima».

Vuelven a sonar los secos disparos de la ametralladora.

—Empiezo a preguntarme si de verdad hemos abandonado Iraq —comenta McLeod, y luego sigue contando flexiones.

8. Si seguimos adelante, señor, todo irá bien

Los Humvees blindados, con el teniente Todd Bowman al mando, circulan a toda velocidad por la calle Haifa entre el intenso olor de la basura ardiendo y los gases de los motores diesel. Los soldados que viajan en el vehículo que abre el convoy mueven la cabeza al ritmo de
Die Motherfucker Die
, de Dope, puesta a todo volumen para que la oigan desde el interior de las mezquitas. Hace un año, el gobierno de Iraq estuvo al borde del colapso y el ejército de Estados Unidos volvió a patrullar las ciudades para apoyarlo, desatando una nueva generación de mártires, soldados de a pie y locos que se inmolaban en una guerra sin fin.

El karma de las calles cambia por momentos. Bowman, recién llegado al país y al mando, no está preparado para todo el odio que tiene que tragar a diario. Emana de las paredes de los altos edificios de pisos, agujereadas por las balas tras años de combates. Las calles gritan «infiel», los ladrillos lo quieren muerto.

—¡Enemigo a la derecha!

Un cohete silba por delante del Humvee e impacta en una furgoneta aparcada, que explota y sale volando en un amasijo giratorio de metal en dirección al parabrisas del vehículo de Bowman, donde impacta y rebota con un golpe de infarto y hace que la luna se resquebraje por completo. Kemper, que conduce el vehículo, deja escapar un silbido, pero ni se inmuta por el impacto.

A Bowman no lo prepararon para esto en el Cuerpo de Adiestramiento de Oficiales de Reserva.

Las balas de las armas ligeras zumban y chascan en el aire mientras que las del calibre cincuenta de las ametralladoras de los Humvees pulverizan las paredes de los edificios cercanos. Las balas trazadoras centellean y hienden el aire. La copa de una palmera explota y esparce las hojas en llamas, que caen sobre el parabrisas como si fueran metralla.

Bowman, con los ojos abiertos como platos y ronco de gritar, se obliga a tranquilizarse. Sus hombres cuentan con que él los lidere y no quiere defraudarlos en su primera misión. Tienen que detenerse y concentrar todo el fuego sobre las posiciones de los insurgentes.

Si caes en una emboscada y no puedes huir, atacas.

Alarga la mano hacia el auricular, pero Kemper lo mira y le guiña el ojo.

—Si seguimos adelante, señor, todo irá bien —le dice.

9. Los polis no contestan el teléfono

Bowman abre los ojos y observa el despacho del responsable de las instalaciones del hospital con un atisbo de pánico. ¿Acaso soñaba? Por un momento pensó que… Entonces había oído un ruido. ¿Una llamada en la puerta? Escucha el zumbido de la maquinaria en el sótano del hospital.

Alguien murmura al otro lado de la puerta.

—Adelante —dice el teniente.

Kemper entra en la habitación, iluminada por la luz tenue de una sola lámpara de mesa, seguido por los jefes de escuadra. Bowman los esperaba. Había pedido una reunión con ellos. El olor de la habitación, a sudor, café rancio y ropas demasiado utilizadas, se intensifica.

—Acerquen una silla, caballeros —ofrece el teniente frotándose los ojos—. Sí, Pete, esa misma. El café no está recién hecho, pero al menos está caliente, por si quieren una taza.

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