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Authors: Craig DiLouie

Tags: #Terror

Nueva York: Hora Z (6 page)

BOOK: Nueva York: Hora Z
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—Querría tener ciertas garantías acerca de la legalidad de todo esto —insiste Ruiz.

—Lo que quiero decir es que si ellos intentan matarnos, nosotros deberíamos poder neutralizarlos primero —opina Lewis—. No pueden someter a todo el ejército a un consejo de guerra, ¿verdad?

—Yo no voy a disparar a nadie —se niega McGraw—. La pregunta no es si rehusamos acatar la orden, sino si informamos al capitán que rehusamos cumplirla para que así se entere la cadena de mando.

—No podemos ser la única unidad que rehúse disparar sobre los infectados —apunta Ruiz.

—Son tiempos difíciles —dice Lewis—. Yo no anunciaría a la cadena de mando que no acatamos sus órdenes. No sé si me explico…

—Y otra cosa, ¿tendríamos que estar aquí? —pregunta Ruiz—. ¿No va contra la ley que el Ejército de Estados Unidos apunte con sus armas a cualquier persona en nuestras propias ciudades? Ya sabe, la ley Posse Comitatus.

—Nos entrenaron para este tipo de emergencias domésticas antes de embarcar hacia Iraq —replica Lewis—. ¿Por qué lo iban a hacer si no querían que utilizáramos dicho entrenamiento ahora?

—¿Ah, sí? Entonces, ¿dónde están las armas no letales?

Lewis mira a Kemper.

—Respáldame, Papi.

Kemper quiere hacerlos callar a gritos, recordarles que son profesionales y que deberían cerrar el pico y escuchar al teniente, pero Bowman no hace nada, excepto estar sentado con la boca abierta y rezongando que toda la situación no tiene ningún sentido. Si sólo desarrollan los síntomas de perro rabioso entre un tres y un cinco por ciento de los infectados y éstos mueren antes de una semana, ¿cómo pueden representar una amenaza? En un momento dado, no puede haber más de diez mil, quince mil a lo sumo, en todo Manhattan. Si los pones a todos juntos son un número importante, pero están repartidos por la ciudad.

¿Cómo puede haber tantos perros rabiosos?

Kemper mira a otro lado, preguntándose de pronto si el teniente será capaz de sacarlos de ésta de una sola pieza. Después de servir juntos en Iraq durante un año, es un pensamiento desleal y no le gusta lo más mínimo.

Al igual que Lewis, Kemper también es de la opinión de que el ejército les oculta información vital y, como ha dicho el teniente, el conocimiento de la situación es muy, muy limitado. Kemper se pregunta el precio que tendrán que pagar llegado el momento.

12. Lo peor que he olido en mi vida

Sumido en la oscuridad, el soldado de primera Jon Mooney está tumbado en su catre, despierto, inquieto y con la boca seca de llevar la máscara N95 día y noche. Repasa mentalmente el tiroteo una y otra vez. ¿Hicieron lo correcto? No puede quitarse de la cabeza la imagen de ese perro rabioso chillando y cayendo sobre un charco de sangre, enredado con el alambre de púas.

Los soldados de la primera escuadra roncan a su alrededor de manera casi imperceptible. Collins habla en una lengua incomprensible mientras duerme, aunque termina las frases con «¿Pollo frito?» y una risita gutural. Alguien suelta un pedo y se da la vuelta. A Mooney le caen bien estos tíos, son como sus hermanos. Todos juntos han ido al infierno y han vuelto, pero no los soporta más y desearía que lo dejaran solo durante un tiempo.

Se tumba de costado y ve que el soldado de primera Joel Wyatt lo mira fijamente, con los ojos brillándole en la oscuridad. Wyatt se quita los auriculares.

—¿Estás despierto, Mooney? —pregunta.

—No puedo dormir. ¿Y tú?

—Me relajo como un bebé, socio.

—Vale. Buenas noches, Joel.

—Buenas noches.

Mooney cierra los ojos, aparta el tiroteo de la mente e intenta recordar la apariencia de Laura. Teóricamente no están juntos, pero intenta no pensar en ello. Antes de partir a Iraq, él le dijo que quizá deberían romper. Aún piensa que fue una decisión acertada en aquel momento. Además, estaba cargado de dudas, pues a veces se preguntaba si en realidad ella era tan guapa, y pensaba que quizá él se merecía algo mejor. Sin embargo, Mooney no previó lo duras que serían las cosas en el extranjero, lo solo que se sentiría, y se aferra a la idea de que aún la quiere: una cuerda de salvamento en su mundo violento.

Asimismo, ella accedió con demasiada facilidad a su sugerencia de verse con otras personas, algo que lo ha corroído por dentro desde que lo llevaron al frente.

—Oye, Mooney.

—Dime, Joel.

—Me apetece ver un poco la tele. En las habitaciones de los pacientes tienen, ¿verdad? ¿Te apuntas?

Algo semejante a la corriente eléctrica recorre el cuerpo de Mooney y lo saca de la cama. En pocos segundos, se ponen las camisetas, los pantalones y salen al pasillo de puntillas, sin hacer ruido, con los pies descalzos, mientras intentan no reírse al pasar por delante del despacho del responsable de las instalaciones donde el teniente, el sargento de pelotón y los jefes de escuadra mantienen una tensa reunión.

Se paran a escuchar.

—Mi mujer y mi hijo están ahí fuera y yo voy a protegerlos —dice alguien.

—¿Lewis? —susurra Mooney a Wyatt, que se encoge de hombros.

—Tienes razón, están ahí fuera —responde otra voz—. ¿Qué pasa si tu mujer se convierte en uno de ellos? ¿Quieres que también le disparemos?

—Escuchadme bien —contesta Lewis—. Si me convierto en una de esas cosas, pegadme un tiro en la cabeza.

—Pero ¿qué cojones? Cambio —susurra Mooney.

—Qué cojones. Corto —susurra a su vez Wyatt.

A pesar de lo placentero que resulta espiar, el aliciente del puro entretenimiento es mayor y regresan a su misión original. La oscuridad del pasillo oculta sus movimientos, el zumbido de la maquinaria encubre sus pasos. Todo el sótano huele a amoníaco y a desinfectante.

«Somos
ninjas
—piensa Mooney—, totalmente a cubierto». El pensamiento le hace sonreír.

—¿Qué pondrán a estas horas de la noche? —pregunta Wyatt al empezar a subir por la escalera.

—¿Qué más da? Sólo quiero desconectar el cerebro y olvidarme de quién soy durante una hora.

—¡En lugar de dormir!

—¿Y quién puede dormir? —se pregunta Mooney.

—Bueno, ¿adónde vamos?

—Subamos a la sexta planta, entonces vamos bajando y comprobamos cada planta hasta encontrar una habitación en la que funcione la tele. ¿Vale?

—Venga.

Cuando llegan a la sexta planta, los chicos resuellan y se paran a descansar. Se encuentran en buena forma, pero están cansados después de tantos meses de trabajo duro, de falta de sueño y de ingerir las calorías justas. Se sientan en el último escalón y comparten un cigarrillo. A Mooney empieza a caerle bien Wyatt, ese soldado de reemplazo de Michigan, alto, flacucho, pelirrojo, con gafas del ejército y que da la impresión de mirarte por encima del hombro cada vez que habla contigo. La mayoría de los chicos opinan que está mal de la azotea.

—¿Preparado para ver la teletienda, colega? —pregunta Wyatt—. ¿O quizá «Chicas desmelenadas»?

Mooney tira escalera abajo la colilla, que suelta una lluvia de chispas al rebotar en los peldaños.

—De acuerdo. En marcha —dice Mooney, poniéndose otra vez la máscara, así como los guantes de látex que Wyatt le acaba de entregar.

—Recuerda, Mooney. Si nos ve una enfermera o cualquier otra persona, le decimos que nos han enviado a buscar a ese poli. El tal Winslow. Ésa es nuestra historia.

Abren la puerta y sufren arcadas de inmediato a causa del hedor que los asalta, el horrible olor agrio del sudor de los infectados con el Lyssa camuflado bajo una mezcla dulzona de ambientadores y perfume que, por lo que parece, la gente del Trinity ha pulverizado por todos los rincones.

Mooney oye gemidos y observa que, junto a las paredes del oscuro pasillo, hay una hilera de camillas, y en cada una de ellas un infectado del Lyssa conectado a una bolsa de suero para evitar la deshidratación. Algunos gruñen y forcejean para liberarse de las correas de sujeción mientras que la mayoría sólo gimen, tumbados, con la respiración acelerada.

A excepción de los afectados por el Lyssa, no se ve ni un alma.

—¡Qué canguelo! —exclama Wyatt, dando un silbido. Mooney asiente—. ¿A que molaría que se nos tiraran encima y nos atacaran, eh? —añade.

Doblan una esquina. No hay pacientes en esa parte del pasillo y han dejado las luces encendidas durante la noche. Mooney y Wyatt parpadean para habituarse a la luz de los fluorescentes.

—No tendríamos que estar aquí —comenta Mooney—. El virus campa a sus anchas por toda la planta.

—Colega, ¿y esa peste? Cada vez que creo que me he acostumbrado a ella, me provoca arcadas. Eso que incluso llevo dentro de la máscara una de esas muestras de perfume de rasca y huele que pillé de una revista.

—¿Abortamos la misión?

—¡No, qué dices! Éstas son las habitaciones de los pacientes, tío. En alguna debe de haber una tele. Anda que no molaría que tuvieran también una PlayStation.

—Me encantaría jugar al
Guitar Hero
—admite Mooney.

Pellizcándose la nariz, se acercan sigilosamente a una puerta. En el interior de la habitación, los enfermos de Lyssa están tumbados en la oscuridad, entre el hedor y el sudor de los cuerpos. Mooney oye la respiración entrecortada de los infectados. Encima de una cama plegable que hay en el suelo, una mujer joven solloza y se disculpa, de forma alternativa, con alguien llamado Ron en medio de su febril delirio.

—¡Bingo! —exclama Wyatt—. Pero el sonido está apagado. A ver si encuentro el mando a distancia… A no ser que prefieras los subtítulos para sordos que tienen puestos. Yo no puedo leer tan rápido.

—¿Qué canal es?

—La CNN, creo. Algo de unos disturbios en Chicago. No, espera. Ahora hablan de Atlanta.

—¿Hola?

La voz rasposa les hace dar un respingo.

—Seas quien seas, me has dado un susto de muerte —sisea Wyatt, y empieza a reír.

—Lo mismo os digo —responde la voz—. ¿Sois polis?

—No, señor —contesta Mooney, y conforme se le adapta la vista a la oscuridad entrevé la figura de un hombre sentado en una de las camas—. Somos del Ejército de Estados Unidos.

—Antes oí gritos en el pasillo. Lo más seguro es que fuera alguien que perdió la chaveta a causa de la fiebre, ¿verdad? Fue horrible. Igual que cuando se sacrifica a un animal. Quizá querríais comprobarlo. Se lo habría dicho a una enfermera, pero no he visto a ninguna desde hace horas.

—¿Cómo se encuentra, señor? ¿Se pasa mal?

—Hoy me encuentro algo mejor, gracias. Ya no tengo fiebre, pero no me vendría mal un vaso de agua…

Se sobresaltan de nuevo al oír el chisporroteo de armas ligeras procedente del exterior del edificio. Caminando con precaución, los soldados se acercan a la ventana y echan una ojeada entre las lamas de la persiana para ver quién dispara a quién. Abajo en la calle, ven los destellos en la boca de los cañones de los fusiles y oyen el informe trasmitido por radio.

La tercera escuadra está en pleno ajetreo.

—Pero ¿qué cojones? —exclama Wyatt.

Mooney empieza a tener la sensación de estar desnudo sin su fusil.

—¡Dios mío! —exclama, y sale corriendo de la habitación.

Wyatt sale detrás de él y lo encuentra vomitando dentro de una papelera.

—Lo he respirado —explica Mooney, mientras escupe e intenta recuperar el aliento—. Olvidé pellizcarme la nariz durante un segundo. Ha sido lo peor que he olido en mi vida. Joder, olía como una tumba podrida.

—Colega, ponte la máscara antes de que pilles algo —le advierte Wyatt con nerviosismo.

—Chicos, ¿estáis bien? —grita el paciente del Lyssa desde la habitación oscura—. No me dejéis solo, ¿vale? ¿Podríais traerme un vaso de agua, por favor?

—Eh, fíjate en eso —dice Wyatt señalando el suelo.

La mancha de sangre empieza a poco más de un metro de donde están y acaba frente a una puerta doble situada a unos cinco metros de distancia. La sangre está emborronada, como si alguien hubiera pasado una fregona empapada a través de las puertas.

—Tienes que estar de coña —dice Mooney cuando Wyatt se acerca a las puertas.

Deberían regresar. Si la tercera escuadra ha entrado en combate en la calle, es probable que McGraw esté reuniendo a todos los hombres. En este preciso instante, el sargento se estará poniendo como una moto en busca de sus dos soldados ausentes sin permiso, mordisqueándose el enorme bigote de herradura y apretando los dientes responsables de la enorme mandíbula cuadrada que tiene.

Además, Mooney tampoco tiene ningún interés en ver qué hay detrás de esa puerta doble. ¿Qué es lo que ha dicho ese hombre?

«Horrible», eso es lo que ha dicho. «Fue horrible. Igual que cuando se sacrifica a un animal».

—Será mejor que regresemos —dice Mooney—. McGraw nos va a matar.

Wyatt esboza una sonrisa maliciosa.

—Sólo echaré una ojeada. Tío, este lugar es como una mansión encantada. ¿A que molaría que hubiera zombies al otro lado de las puertas?

Con la palma de la mano, Wyatt presiona un botón que hay en la pared. Las puertas se abren automáticamente.

13. Despejen la red, joder

Sentado en el cuarto del conserje, con los pies encima de una caja que contiene papel higiénico barato, Jake Sherman —el operador de radio del pelotón— se mete en la boca un sobre de café instantáneo mezclado con uno de chocolate en polvo y lo engulle ayudándose con tragos de Red Bull a la vez que escucha las comunicaciones en las diversas redes militares. Empezó a chutarse cafeína al haber tenido que pasar muchas noches sin dormir en Iraq, y aún no ha conseguido quitarse el hábito de enchufarse mientras trabaja.

—Blackhawk volando, aquí Cerdo de guerra Tres, justo debajo de usted. ¿Cuál es su indicativo?

—Cerdo de guerra Tres, aquí Barón Rojo Dos.

—Barón Rojo Dos, solicito pasada a tres manzanas al este de nuestra posición. Hemos oído mucho ruido en esa dirección. Probablemente haya un tiroteo en curso. ¿Qué sucede en esa posición? Confirme. Cambio.

—Espere. Cambio… Cerdo de guerra Tres, vemos múltiples civiles en el cruce situado a tres manzanas al norte y dos al este de su posición… Número estimado de civiles, cincuenta. —Pausa—. Disturbios en curso. —Pausa—. Algunos están armados. —Pausa—. Parece que se enfrentan entre ellos. Corto.

—Recibido. Gracias por los ojos, Barón Rojo Dos. Corto.

Y con esa frase termina la emoción y las transmisiones de voz de la compañía no tardan en volver a ser la salmodia de unidades hablando unas con otras en mitad de la noche, con preguntas acerca de localizaciones, estados, suministros y el resto de comunicaciones triviales pero necesarias para mantener operativas dos brigadas de infantería en Nueva York. Sherman cambia de la red de compañía a la del batallón y escucha lo que comentan: Cerdo de guerra —indicativo de llamada de la compañía Delta— sigue reuniendo y pasando información acerca de los disturbios. Martillo de guerra —la compañía Alfa— solicita una evacuación para un granadero al que un infectado con el Lyssa le mordió la oreja mientras que Buscaguerras —la compañía Bravo— pregunta al último comunicante que autentifique su identidad.

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