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Authors: Domingo Villar

Tags: #Policíaco

Ojos de agua (8 page)

BOOK: Ojos de agua
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Apartó al perro de una patada, y una bola de negros tirabuzones salió despedida por el aire.

—Rafael, no seas bruto, sólo es un cachorro —le recriminó el inspector Caldas.

—Ni cachorro ni leches, jefe. ¿O es que cree que no tiene dientes? —contestó Rafael Estévez, convencido de haber obrado correctamente—. No sé qué coño me verán los perros que siempre vienen a tocarme las pelotas —añadió—. Puedo estar en medio de una manifestación, que como haya un chucho suelto seguro que se acerca a mí.

—Pues no será por cómo los tratas —musitó Leo Caldas.

Cuando se puso en pie, el perrillo volvió a cargar contra los zapatos del agente.

—¿Ve a qué me refiero, inspector, cómo no le voy a dar patadas?

—Rafa, haz el favor de estarte quieto, que ahí viene el dueño —dijo Caldas al ver que el hombre que había estado jugueteando con el perro se les aproximaba apresuradamente.

—Verá como el chucho de mierda me termina estropeando los zapatos nuevos —dijo Estévez de mala gana, permitiendo al cachorro juguetear con sus pies.

—¡Pipo, ven, Pipo! —llamó el hombre cuando estuvo cerca.

—Hala, Pipo, vete con papá.

Estévez empujó el perro con el pie lanzándolo unos metros por el aire en dirección a su dueño.

—Perdonen —se disculpó el hombre—. Pipo lleva encerrado en el coche toda la mañana y en el momento en que sale no hay quien lo pare. En cuanto elimina la adrenalina ya vuelve a obedecerme.

Caldas pensaba que no tenía pinta de obedecerle ni con la adrenalina a tope ni fuertemente narcotizado.

—No tiene importancia —dijo—. ¿Es usted Isidro Freire?

El hombre recogió a Pipo del suelo y lo mantuvo entre sus brazos.

—¿Ustedes son los señores de la radio amigos de don Ramón?

A Rafael Estévez se le escapó la risa, y Caldas trató de explicarse.

—Creo que no se lo han contado bien. Somos amigos de don Ramón, eso es cierto, pero no venimos exactamente de la radio. Somos agentes de policía de la comisaría de Vigo. Yo soy el inspector Leo Caldas y el amigo de su perro es el agente Rafael Estévez.

—¿De la comisaría? ¿Ha ocurrido algo?

Caldas notó un leve temblor en el hombre al hablar. En
La colmena
, Camilo José Cela relacionaba el miedo con una vibración ligera del labio inferior. Desde su lectura, muchos años atrás, Caldas había comprobado en diversas ocasiones lo acertado de la descripción del Nobel gallego.

—No se preocupe, señor Freire —le tranquilizó Caldas—. No es nada que tenga que ver con usted. No personalmente, al menos.

Isidro Freire respiró aliviado.

—Sólo queremos una relación de sus clientes de Vigo, aquellos a quienes Riofarma suele vender formol al treinta y siete por ciento —concretó el inspector—. Nos han dicho que era usted la persona indicada para facilitarnos esa información.

—Desde luego, Vigo es mi zona y el formol uno de los productos de mi cartera —corroboró Isidro Freire, que se mantuvo pensativo durante un momento—. Los clientes de formaldehído clínico no son muchos, pero preferiría consultar mi agenda para estar completamente seguro. ¿Les importaría acompañarme al coche para recogerla? —pidió, señalando el aparcamiento y dejando al lanudo cachorro en el suelo.

—Por supuesto que no —contestó Caldas dirigiéndose al lugar señalado por el vendedor.

Isidro Freire tendría algo más de treinta años, era moreno y llevaba el cabello corto, peinado con una raya que parecía marcada a fuego. Más alto que Caldas, el vendedor vestía pantalón oscuro, camisa azul claro y zapatos de piel negra. Probablemente habría dejado la corbata y la chaqueta en el coche, pues el calor no permitía ahogos innecesarios, pero aun así su aspecto era el de un hombre con buena planta. Caldas pensó que era de los que tienen éxito entre las mujeres.

Unos pasos más atrás, Pipo persistía en su lucha con los tobillos de Rafael Estévez, quien contenía su impulso natural a patearlo violentamente. Cuando Leo Caldas se percató del peligro que se cernía sobre el animal, se lo hizo notar al dueño echando levemente la cabeza hacia atrás.

—¡Pipo, deja al señor tranquilo! —le ordenó Isidro Freire, agachándose a apartar al pertinaz perrillo de los zapatos del agente. Lo levantó en el aire y lo impulsó suavemente haciéndolo caer delante de ellos.

Continuaron andando hacia el coche, por el camino de losas, y Pipo echó a correr distraídamente entre la hierba.

—Nunca había visto un perro con esos rizos tan largos —comentó el inspector—. ¿De qué raza es?

—¿Pipo? Es un puli, inspector.

Leo Caldas no tenía la menor idea de qué era aquello.

—Ya.

—Es un perro pastor —le aclaró Freire—, un pastor húngaro.

Pipo estuvo correteando sin rumbo aparente hasta que escogió la humedad de un aspersor como objetivo siguiente para sus embestidas.

—¡Pipo, ven aquí, te vas a mojar! —le ordenó Isidro Freire, aparentemente convencido de que el animal comprendía perfectamente el significado de sus palabras.

El perrillo sólo obedeció a su dueño después de haberse empapado completamente. Entonces se les acercó correteando entre la hierba. En el hocico negro de aquel Bob Marley canino relucía una hilera de pequeños dientes inmaculadamente blanca. Vieron que algo oscuro pendía de ellos.

—Pipo, ¿qué llevas en la boca? —preguntó su dueño.

Fue Rafael Estévez quien contestó desde atrás.

—El puto cordón de mi zapato.

Sudar:

1. Exhalar o expulsar el sudor. 2. Destilar los árboles, plantas y frutos gotas de su jugo. 3. Trabajar o esforzarse para conseguir algo. 4. Destilar agua a través de sus poros alguna cosa impregnada de humedad.

Rafael Estévez se lamió las puntas de los dedos y escogió otra. Para Leo Caldas eran las primeras sardinas de la temporada, para Estévez las primeras de su vida.

No habían previsto comer allí, pero la llamada de Guzmán Barrio confirmando la hora del entierro les había obligado a cambiar de planes. Decidieron no volver a Vigo, comer algo por el camino y acudir directamente al sepelio del músico.

El restaurante de Porriño se lo había recomendado Ríos, que había preferido la pesca de altura en lugar de acompañarles en la degustación de las sardinas. Rafael Estévez había insistido en desafiar el calor comiendo bajo el emparrado, a un lado de la parrilla en la que, sobre brasas hechas con carozos de maíz, se asaban lentamente los pescados y las patatas con piel.

—Están cojonudas, jefe —Estévez habló con la boca llena—. Mire que me daba un poco de asco esto de sujetar un pescado con los dedos, pero la verdad es que tenía usted razón, están mucho más ricas así.

—Ya te lo dije.

Rafael dejó la espina en la fuente y atacó la siguiente pieza.

—¿No le parece que son un poco pequeñas, inspector?

—Aquí decimos que «a muller e a sardiña, pequeniña».

—Pues no estoy yo tan de acuerdo.

—Ya me extrañaba a mí —murmuró Caldas sirviéndose un cachelo de la fuente y colocando una sardina sobre la patata para que se empapara de la grasa y la sal del pez.

Se limpió las manos en una servilleta de papel para alcanzar la helada jarra de barro que contenía el vino blanco y volver a llenarse la copa. Encontraba aquel vino casero demasiado ácido, pero agradecía su frescor. Después sujetó el pescado con una mano por la cabeza y con la otra por la cola, se lo acercó a la boca y mordió con fruición la carne salada. Dejó el pez a medio comer en el plato y aplastó con el tenedor el cachelo sobre el que había reposado la sardina. Colocó la patata deshecha en una rebanada de pan de maíz y le dio un bocado. Luego volvió a la sardina y le hincó el diente a la otra mitad. Después de casi un año sin probarlas, le sabían a gloria.

Cuando, saciados de sardinas, cerraban el almuerzo con un poco de queso del país, Rafael Estévez aproximó la banqueta en que se sentaba a una de las columnas de piedra que sostenían el emparrado y apoyó su espalda en ella. Sudaba abundantemente pese a que las hojas de parra les protegían de los rayos del sol.

—Pues menos mal que en Galicia no hacía calor —protestó abanicándose con una mano.

—Dentro se está más fresco —apostilló Leo al recordar quién había tenido la ocurrencia de comer en el exterior.

—No me irá a decir que aquí no se está de maravilla, con la sombrita ésta —defendió su elección el agente—. Yo sudo porque me sobran unos kilos… Si corriese un poco de aire sería perfecto.

Estévez alzó la vista hacia la parra y preguntó, por cambiar de tema:

—Menudo invento el de poner las mesas debajo de las plantas. ¿Esas bolitas qué son?

—¿Esas de ahí arriba?

—¿Ya empezamos, inspector? Si estamos mirando hacia arriba y yo le pregunto por las bolitas, me estaré refiriendo a las bolitas que vemos ahí, no a las mías…

—Son uvas blancas.

—¿Cómo sabe que son blancas? Yo las veo verde oscuro.

—Porque los racimos aún tienen mucha clorofila. Al principio todos son verdes. Luego, en el envero, las uvas que van a ser blancas se van volviendo amarillas y las tintas más rojizas.

—¿Entonces cómo puede saber ahora que son blancas?

—Porque sí. Primero porque aquí casi todo el vino es blanco. Y segundo por la planta: es treixadura. ¿Ves las hojas?

Estévez miró hacia arriba.

—¿Es una pregunta retórica de las suyas o piensa que la sobredosis de sardinas me está dejando ciego?

—Es igual, te digo que son blancas, si quieres me crees y si no puedes volver en la época de la vendimia para ver de qué color son.

La conversación acerca del vino hizo que Caldas pensase en su padre, a quien cada vez costaba más salir de su mundo poblado de viñas para acercarse a la ciudad. Hacía semanas que no lo veía y no se había podido negar a asistir al encuentro cuando se lo pidió por teléfono. Sin embargo, no estaba seguro de que le apeteciera la comida del día siguiente. Tendría que volver a acudir solo una vez más. Sin Alba y sin respuestas.

Terminado el café, Leo Caldas consultó su reloj.

—¿A qué hora dijo el doctor Barrio que era el entierro?

—A las cinco, creo. Fue usted el que habló con él.

Caldas aprovechó que el camarero pasaba junto a ellos para pedir la cuenta.

—Vamos a tener que ir saliendo, Rafa. Va a llevarnos casi una hora llegar a Bueu.

—Coño, inspector, siempre de aquí para allá. Parecemos un taxi.

Cortejo:

1. Conjunto de personas que forman el acompañamiento en una ceremonia. 2. Fase inicial del apareamiento, en la que los animales hacen una serie de movimientos rituales antes de la cópula.

Una mujer enlutada sollozaba. Otras dos, también de negro, la sujetaban para que no se cayera, pero nadie intentaba consolarla. A un lado, un grupo de niños miraba afligido a la madre de Reigosa.

El pequeño cementerio ocupaba un rectángulo contiguo a una ermita románica. Estaba en lo alto de un monte salpicado de amarillo por las retamas en flor. Cuatro cruces coronaban los vértices en que convergían los muros almenados, y una reja de hierro cerraba el camposanto. Habían tenido que tomar un camino mal asfaltado para llegar arriba, a un viso desde el que se admiraban las rías de Pontevedra y Aldán. La marea había bajado y la arena mojada de las playas refulgía bajo el sol.

—Es bonito —había comentado Estévez cuando llegaban.

—Sí, además hace un día precioso.

—Hablo del cementerio, es muy bonito.

—¿El cementerio?

—Sí, aquí todos lo son. No sé qué tienen… No sé si es la piedra cubierta de musgo, las cruces o qué, pero desde luego en mi tierra no son así.

Caldas se detuvo a contemplarlo. Nunca había reparado en la belleza de un camposanto. Creía que en un cementerio sólo podía encontrar recuerdos dolorosos, pero reconoció que Estévez tenía razón: aquél era hermoso.

El centro del recinto estaba ocupado por dos panteones con sus pequeñas capillas interiores. Los rodeaban poco más de treinta fosas excavadas en el suelo, aunque la mayor parte de las sepulturas estaban dispuestas en nichos. Colmaban las paredes laterales del cementerio en cuatro alturas, como celdas de un panal. La mayoría tenía flores, unas marchitas y otras frescas, alguna una vela encendida. Todos los huecos de una de las paredes permanecían vacíos, como recordando al visitante su destino.

Los policías permanecieron detrás de un panteón, sin acercarse demasiado. Escuchaban los quejidos de la madre mientras el sepulturero tapaba el nicho aplicando cemento con la paleta. Subido a una escalera, alisaba la masa una y otra vez, como si quisiera mostrar a los presentes su destreza sepulcral. Cada paletada era un nuevo estertor en la agonía de la madre, que se negaba a abandonar a su hijo. Tantas pasadas le dio que Caldas tuvo que reprimirse para no gritarle que acabase de una vez. Se preguntaba si el enterrador lo haría con la misma cadencia en un día de lluvia.

No era un cortejo amplio. Leo, por encima, contó no más de cuarenta personas. La madre y las otras mujeres, vecinas o familiares de la señora, ocupaban los lugares más próximos. Algunos hombres del pueblo, que se habían quedado fumando en el exterior de la iglesia durante la misa, se habían acercado ahora a la tumba. Los niños eran los alumnos de Luis Reigosa. El inspector había visto la furgoneta aparcada en la puerta con la identificación del conservatorio de Vigo.

Un grupo de aspecto bohemio tampoco era de la zona. Caldas pensó que algunos de ellos debían de ser los compañeros de la banda de jazz del difunto. Se les notaba a la legua su condición urbana. Destacaba en aquel grupo un hombre pelirrojo tan alto como Estévez. El inspector había anotado los nombres de los músicos en un papel para no olvidarlos: «Arthur O'Neal e Iria Ledo». El pelirrojo tenía que ser O'Neal.

Tampoco parecía de la aldea el hombre solitario de cabello blanco. Vestido con un impecable traje oscuro, se mantenía un poco apartado del resto, casi como ellos. Permanecía con la cabeza baja, la cara entre las manos y el sol resplandeciendo en su pelo cano. El inspector tuvo la impresión de que el hombre lloraba. Pensó que las lágrimas no casaban con aquel fuerte sol de primavera.

Reparó en que pocas veces había visto un cabello tan blanco. En la mayoría de los casos las canas se manchaban de gris o de cabellos rubios. Aquéllas no.

Rafael Estévez aguardaba en la parte de atrás. Había buscado el frescor de la umbría junto a la pared de un panteón. Llamó a Caldas en voz baja y le pidió que se acercara.

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