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Authors: Domingo Villar

Tags: #Policíaco

Ojos de agua (9 page)

BOOK: Ojos de agua
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—¿Qué quieres? —susurró Caldas.

—Lea esa lápida, inspector.

Estévez señaló una sepultura excavada en la tierra.

El inspector leyó el epitafio grabado en el mármol que la cubría: «Aquí descansa Andrés Lema Couto, muerto el 23 de julio en la misma mar que me lo devolvió para darle sepultura el 4 de agosto de 1981. Tu agradecida esposa estará siempre contigo».

—¿Le agradece al mar que se llevase a su marido? —preguntó el agente.

—No, le agradece que se lo devolviera.

—Pero si se lo ha devuelto muerto —replicó incrédulo Estévez.

—La gente de la mar conoce el riesgo, Rafa. Todos saben que se puede morir cualquier día. El desasosiego no lo produce la muerte, lo produce el no tener cuerpo que enterrar. Cuando un barco se hunde y los ahogados no salen a la superficie, las familias se quedan en tierra llorando fantasmas. La esposa de este hombre tiene a su marido, lo tiene aunque sea aquí, en el cementerio. Las mujeres de los desaparecidos, no. Se convierten en viudas blancas que miran a la mar cada mañana preguntándole por los suyos. Y así un día tras otro, sin encontrar respuesta.

—Visto de esa manera…

El inspector Caldas volvió al otro lado del panteón. El enterrador había dejado la paleta y había bajado de la escalera satisfecho de su ejecución del rito funerario. La lápida no estaría colocada hasta unas jornadas después, cuando la trajeran de la cantería, pero el ataúd estaba a resguardo y la madre se podía marchar.

Antes, la mujer recibió las condolencias de todos los presentes. Los niños, guardando fila, se acercaron uno a uno para darle un beso de pésame. Uno de los pequeños consiguió arrancarle una sonrisa breve con sus palabras.

Los policías la vieron pasar cuando se marchaba sujeta del codo por una de las mujeres del pueblo, con el rostro desencajado. Leo Caldas recordaba aquel dolor que se lo comía a uno por dentro. Deseó que, al menos, no llegase a conocer las circunstancias de la muerte de su hijo.

Luego echó un vistazo a su alrededor buscando al hombre del cabello blanco. No lo vio. El canoso se había ido mientras ellos disertaban acerca de la muerte y la mar. Solamente quedaba delante del nicho el grupo que había identificado como los músicos.

—¿Qué vamos a hacer, inspector? —preguntó Estévez sofocado.

—Por ahora, esperar fuera —contestó el inspector encendiendo un cigarrillo.

Permanecieron en el exterior hasta que los músicos salieron. Cuando todos estuvieron fuera, Caldas sacó del bolsillo el papel en que había escrito los nombres, y abordó al irlandés.

—¿Arthur O'Neal?

El hombre le contestó con marcado acento extranjero.

—Soy yo.

—¿Podemos hablar? Sólo será un momento.

Caldas dio una calada al cigarrillo, lo arrojó al suelo y lo pisó. Los dos hombres se separaron del grupo y el inspector se presentó en voz baja.

—Perdone que me dirija a usted en un día así, pero es importante. Soy el inspector Leo Caldas, de la comisaría de Vigo, y quería…

—¿El de la radio? —interrumpió el músico.

—Sí, el de la radio —Leo no daba crédito a lo que oía, aquel irlandés también conocía
Patrulla en las ondas
—. Quería que me dijera cuándo sería una buena ocasión para hablar con ustedes, con los compañeros de banda de Reigosa.

—Un momento —O'Neal se volvió al grupo—. Iria, ¿puedes venir?

La pequeña mujer que se les acercó tenía los párpados hinchados de llorar. Las ojeras oscuras de Iria Ledo contrastaban con la piel pálida de su rostro.

Caldas le reiteró las excusas por lo inoportuno del abordaje y ella le confirmó que estaban dispuestos a colaborar en todo aquello que pudiera esclarecer la muerte del saxofonista. Se citaron en Vigo. Querían que el concierto de esa noche en el Grial fuese un homenaje a Luis Reigosa. Comenzaban a tocar a las diez. Después, a eso de las once y media, podrían hablar con tranquilidad.

A Leo Caldas le pareció bonito que quisieran despedirse del muerto con música, sin luto.

—Ya sabe,
the show must go on
—se despidió Arthur O'Neal con un gesto triste, como leyéndole el pensamiento.

Bravo:

1. Valiente, esforzado. 2. Referido a animales, fiero o feroz. 3. Se dice del mar embravecido. 4. Se dice del terreno áspero, inculto. 5. Colérico, de mucho genio. 6. Interjección que indica aprobación o entusiasmo.

Pese a no haber vuelto desde niño, Leo Caldas recordaba nítidamente los árboles plantados en la orilla de la playa de Lapamán. Recordaba la arena ligera, más blanca de lo habitual, y las dornas varadas en la playa. El aroma a pintura, mar y madera de aquellas barcas pequeñas había perdurado evocadoramente vivo en su memoria. No sabía el efecto que el paso del tiempo habría causado en el paisaje, pues el implacable feísmo había invadido durante décadas el litoral. Estando tan cerca, Leo decidió correr el riesgo y propuso a su ayudante un descanso en la playa.

Bajaron del cementerio y tomaron una carretera que discurría entre pinares y eucaliptos, paralela a la costa. Rafael conducía despacio, pues Caldas no recordaba el emplazamiento exacto del desvío. No habían recorrido un par de kilómetros cuando un rótulo les indicó el camino. El inspector pensaba que aquel letrero no era una buena señal, pero, afortunadamente, el ramal era estrecho y moría encima de la arena sin dejar espacio más que para estacionar unos pocos coches.

Cuando hubieron aparcado, los agentes bajaron por una escalera de piedra hasta sentir el crujido de los granos de arena apisonados bajo sus pies. La playa estaba desierta, a excepción de una mujer joven que tomaba el sol con sus dos hijos pequeños y otra que recogía algas en la orilla.

Había dos o tres casas de piedra a pie de playa que Leo no recordaba de aquel tiempo, pero era posible que hubieran estado allí entonces. No había rastro de las dornas. Fueron a sentarse bajo los árboles, que continuaban clavados al borde de la mar como en los recuerdos. Caldas tomó un puñado de arena y la dejó correr entre sus dedos. La misma de siempre: fina y blanca.

—Menuda playa, inspector. Y casi para nosotros solos. Esto es el paraíso —dijo Estévez, mirando en torno—. ¿Siempre está así?

—Bueno… En verano hay más gente, pero nunca es una invasión.

A Estévez, acostumbrado al invariable Mediterráneo, le sorprendía la cantidad de playa que había descubierto el reflujo de la marea. El agente se descalzó y fue dando un paseo hasta el agua.

El inspector permaneció tendido en la arena, con los ojos cerrados, haciendo un análisis mental del caso que tenía entre las manos. Pensaba que, de no sacar algo en limpio de la conversación de esa noche con los músicos de jazz, el formaldehído era el mejor punto de partida para su investigación. El formol clínico era de uso habitual, pero Barrio había comentado que alguien que no fuera un especialista difícilmente conocería el resultado de inyectarlo. Eso señalaba a los anatomopatólogos y a los auxiliares clínicos de sus departamentos. Por lo menos, intentaba animarse Caldas, no era un gremio tan amplio. Además, aunque no era cosa de preguntar por la orientación sexual de cada uno de ellos, los homosexuales ya no se veían obligados a esconder su condición. Tenía el listado de hospitales que le había facilitado Isidro Freire en Riofarma. Componían la relación el Hospital General, el Policlínico y la Fundación Zuriaga. Riofarma era un distribuidor importante aunque no fuera el único que vendía formol, y por algún sitio debían comenzar. Por otro lado, estaba el coche de Reigosa. Un día u otro tenía que aparecer.

La mujer que recogía algas pasó junto al inspector llevando en la cabeza, en equilibrio, el cesto rebosante del verde recolectado. Con la brisa de la mar dándole en la cara, Leo Caldas permaneció recostado, mirando las hojas de los árboles que oscilaban sobre su cabeza. A un lado vio a la madre jugando con los dos niños y pensó en Alba. Comprendía su anhelo de ser madre, pero le dolía que no entendiese que la idea de tener un hijo requería un convencimiento absoluto. Un niño no podía ser un antojo. Por otro lado, las decisiones que afectaban a los dos exigían unanimidad. Había leído alguna vez que los hijos eran la principal fuente de tensión entre las parejas. Estaba comprobando que era cierto, incluso cuando esos hijos no existieran más que en hipótesis.

—Está fría —dijo Estévez, que había vuelto de la orilla con los pies mojados—, aunque con el calor que hace si me diera un chapuzón me quedaría nuevo. A usted seguro que no le parecería bien si en calzones…

—¿A mí? —contestó Caldas sin mirarle—. Me conformo con estar de vuelta a tiempo para el concierto de esta noche.

Estévez se deshizo de sus ropas en un abrir y cerrar de ojos y salió a la carrera esparciendo nubes de arena a su alrededor.

Cuando Leo Caldas se incorporó para sacudirse, contempló los ciento treinta kilos de ayudante en calzoncillos que cruzaban corriendo la extensa bajamar de Lapamán. Viéndolo entrar en el agua salpicando como un caballo al galope, recordó las fanecas bravas.

Estévez salió del agua blasfemando, manteniendo el equilibrio sobre una sola pierna. Con las dos manos se sujetaba el pie de la otra.

Desafinar:

1. Desentonar la voz o un instrumento apartándose de la debida entonación. 2. Decir algo indiscreto, inoportuno, en una conversación.

Cuando el inspector Leo Caldas salió de Eligio pasaban de las nueve y media de la tarde. El sol ya se había puesto, pero el día todavía conservaba luz.

Eligio no sólo era una especie protegida por el aroma a piedra, madera y sabiduría. Su secreto mejor guardado no estaba a la vista, sino en la pequeña cocina apartada de los ojos del visitante, en la que se preparaba el pulpo más tierno de la ciudad. Leo Caldas había cenado en la barra, charlando con Carlos, mientras los catedráticos debatían en la mesa contigua.

Había tomado un plato pequeño de carne al caldero, ternera hervida a fuego lento con patatas aderezada con aceite de oliva y una mezcla de pimentón dulce y picante, y un buen pedazo de empanada de vieiras hecha como le gustaba: con la masa hojaldrada fina y crujiente, y el relleno con las vieiras simplemente acompañadas de cebolla confitada. Carlos había abierto una botella de blanco para los dos antes de la cena. En medio de la conversación tuvo que abrir otra.

Caldas atravesó la calle del Príncipe, cruzó la Puerta del Sol y pasó bajo un arco que en otro tiempo había sido una de las puertas de la ciudad vieja. Descendió por el empedrado dejando a la derecha la biblioteca universitaria y la casa episcopal. Tomó la calleja que llevaba a la concatedral, en dirección opuesta al templo, y bajó por la calle Gamboa. En el número 5 estaba el Grial.

Desde fuera podría haber pasado por una taberna inglesa, con listones de madera oscura enmarcando la pequeña fachada blanca. Los marcos de la puerta y de las ventanas de cristal biselado eran de la misma madera. La entrada, cubierta por un tejadillo de pizarra a dos aguas, hacía una visera sobre la acera.

Por dentro, el Grial era amplio, con una barra larga a la derecha y una docena de mesas dispuestas por el resto del local. Casi todas estaban ocupadas, la mayoría por grupos de cuatro o más personas. De las paredes colgaban las imágenes de muchos de los grandes del jazz. En los altavoces sonaba Cole Porter.

Caldas se acercó a la barra abarrotada. En cuanto pudo, pidió vino, con la intención de no mezclar alcoholes. Vio, al fondo, la tarima del escenario. El irlandés, sentado en una banqueta, estaba afinando el contrabajo. Junto a él, un piano negro sobre el que descansaba un micrófono.

Mirando a su alrededor, descubrió a Iria Ledo en la barra, a un par de metros de él. El maquillaje no podía disimular sus ojeras. Leo encendió un cigarrillo y se aproximó a ella.

—Buenas noches.

—Inspector Caldas —le reconoció al instante—, no le esperábamos hasta después del concierto.

—Imaginé que aquí encontraría buena música además de la conversación —se justificó el policía.

—Ha habido mejores noches —dijo Iria Ledo.

—Es cierto, siento lo de su amigo.

Caldas hizo una pausa y ella asintió en señal de agradecimiento.

—Supongo que no va a ser sencillo subir a tocar sin Reigosa.

—Puede tener la certeza de que no, inspector.

Iria recogió las dos copas que le sirvió el camarero y cambió de tema:

—¿Le gusta el jazz?

Caldas asintió.

—Pues no le había visto nunca por aquí.

—Casi siempre voy a los mismos sitios —se excusó el policía—. La música suelo escucharla en casa. Sólo había venido al Grial en otra ocasión.

—¿Sabe que escogió el peor día para la segunda?

Caldas lo sabía, pero las palabras de ella no le sonaron a reproche sino a pesar sincero.

—Sí —contestó.

—Hablamos después, inspector —dijo ella—. Va a empezar el concierto.

Iria Ledo se dio la vuelta y caminó entre las mesas con un vaso en cada mano. Leo la siguió con la mirada. Al subir a la tarima del escenario, la mujer entregó una de las copas a Arthur O'Neal, dio un trago a la otra, la colocó en el suelo y se sentó al piano.

La música de fondo dejó de sonar y las luces del Grial bajaron de intensidad hasta dejarlo casi a oscuras. Sólo el resplandor débil de la barra y las llamas de las velas colocadas sobre las mesas iluminaban ligeramente el local.

El sonido ahogado del contrabajo del irlandés rompió el silencio expectante. Un foco cenital alumbró a Iria, pálida, y a su piano negro. Hendió los dedos en las teclas con los ojos cerrados. Leo conocía la pieza:
Embraceable you
, de los hermanos Gerswing. Notas graves y ritmo pausado. Había que interpretarla con sentimiento y a Iria Ledo le sobraba.

Al terminar, tras los aplausos, Iria apuró la copa y arrimó la boca al micrófono. Informó al público de la ausencia de Luis Reigosa, aunque Leo tuvo la impresión de que la mayor parte de los presentes ya estaban al corriente de su fallecimiento. Explicó, con tristeza, que querían tributarle un homenaje aquella noche, pidió disculpas por adelantado por lo que les pudiese deparar la emoción del día y presentó a Arthur O'Neal al contrabajo.

Tocaron varias piezas que Caldas no pudo identificar con claridad. Pensó que era posible que las estuviesen interpretando igual que cuando Reigosa tocaba con ellos y no las reconociera por la ausencia del saxo.

Más tarde subió al escenario un tal Germán Díaz con una zanfoña. Caldas había oído que se estaban introduciendo instrumentos gallegos tradicionales en las bandas de jazz. Era la primera vez que escuchaba aquella mezcla y le sorprendió. Tocaron
Laura
, de Charlie Parker, con la zanfoña interpretando las notas que en la melodía original interpretaba el saxofón. El antiguo instrumento celta no tenía los registros del saxo ni era fácil sustituir el viento por la cuerda, pero la chirriante zanfoña daba la sensación de llorar. No lloraba por Laura como Parker, sino por Reigosa.

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