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Authors: Ana María Matute

Olvidado Rey Gudú (30 page)

BOOK: Olvidado Rey Gudú
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Así pues, el tormentoso augurio que como negra e hinchada nube amenazara por sobre sus cabezas desde el momento en que el Rey del Bosque y el Rey de Olar dirimieran sus puntos de vista, disipóse como al soplo de una brisa repleta de esperanzas. Y hay que añadir que, al arrodillarse todos ante el pequeño Gudú y proclamar fogosamente con los gritos acostumbrados su adhesión al tierno Rey, más de uno sintióse gratamente sorprendido al comprobar que su Reina era una joven mujer de extraña e indómita belleza. Así, cuando la augusta Señora volvió el rostro hacia el Príncipe Almíbar y dedicó a su antiguo Guardián una esplendorosa sonrisa, despertó, aunque bien se guardaron de manifestarlo, la sospecha entre los presentes de que acaso, durante el largo cautiverio de la Reina, Guardián y Cautiva habían estado dándoles, como vulgarmente se dice, gato por liebre.

Tal vez el destino de Olar -y de esta historia- hubiera tomado un rumbo muy distinto si no fuera porque en tan crítico momento sobrevino al Conde Tuso la, para él, malhadada circunstancia de ser víctima de una visión interponiéndose a todo razonamiento: una cornamusa, símbolo de su incomprensión, se recortó flotante ante sus ojos, borrando cualquier idea o impulso. Una cornamusa, como enseña de algo o alguien que, por indescifrable, le inquietaba e irritaba a partes iguales: el Príncipe Almíbar.

SEGUNDA PARTE
VIII. GUDÚ, REY

La Reina Ardid no era una mujer tímida. Desde que a los siete años celebró su espectacular y poco común matrimonio con el difunto Rey Volodioso, dio buenas pruebas de que tal virtud no había disminuido en el transcurso de los seis años que duró su encierro en la Torre Este. Antes al contrario, habíase afirmado la decisión de su carácter y la astucia de sus métodos. Contaba con el apoyo incondicional de Almíbar y su pequeño ejército capitaneado por Randal. Los soldados de Olar se sentían dispuestos a colaborar a su favor, ya que el trato que se les daba a los hombres de Almíbar no era en absoluto parecido al que recibían ellos.

Como los nobles en general estaban bastante mortificados por la conducta de Volodioso -aunque no se atrevieron jamás a manifestar abiertamente tal mortificación-, sintieron reverdecer sus esperanzas belicosas al juzgar que el futuro Rey Gudú era todavía muy niño y que la regencia de la madre podía serles beneficiosa si sabían comportarse de la manera adecuada -y Ardid no dudó ni un momento en mostrarse benévola y generosa con ellos desde el principio, e incluso llegó a restituir ciertas prerrogativas y derechos que Volodioso les arrebatara de un tajo-. Por lo que, además, la perspectiva, proclamada con gran solemnidad por la Reina, de unos años en los cuales defendería como fuera la paz del país, sin enzarzarse en costosas y disparatadas guerras que a nadie beneficiarían, llenaron todos los ánimos de una cálida esperanza de bienestar.

Y si bien la semilla de la intriga florecía en muchos corazones -esto era inevitable y usual-, para el desarrollo de esta semilla se precisaban años de meditaciones, observación y paciencia, que a todos eran muy necesarios. La Reina, así mismo, no destituyó en modo alguno al Consejero -y con esto jugó una baza importante a su favor, pues además de audaz y nada tímida, la astucia era una de sus características dominantes-. Por el contrario, se mostró llena de amistad hacia aquel personaje que en su fuero interno le resultaba, a partes iguales, tan repulsivo como ridículo. Pero sabía, tanto por las enseñanzas de su Maestro como por experiencia propia, que la alianza con el enemigo, si no curaba el mal de raíz, al menos conllevaba una tregua a todas luces beneficiosa y necesaria. Ante el asombro de todos, no hizo, pues, del Príncipe Almíbar ni su Consejero oficial ni su esposo -agrias experiencias tenía ella del matrimonio-, sino que, simplemente, le dio atributos y poder absoluto en cuestiones como el intercambio de mercancías en países vecinos. Anunció, así mismo, una más amistosa relación con el Reino de la opulenta Leonia. Nombró a Almíbar algo así como embajador del Reino, ya que a no dudar era hombre refinado y encantador, y una mujer siempre -o casi siempre- solía mostrarse sensible a tratos con personas de tales cualidades. Con lo que todos quedaron, de momento, contentos y aliviados, y más que ninguno, se puede comprender, el propio Conde Tuso y su protegido Ancio. Renacieron sus esperanzas de proseguir sus maquinaciones, y aunque Ancio, en un principio, se consumía de indignación, Tuso le aconsejó paciencia y tacto; y así, fue calmándolo poco a poco. Dando pruebas de una magnanimidad que dejo atónitos a todos, la Reina manifestó que su tesoro personal -aquel que lenta y minuciosamente había reunido durante su breve reinado con Volodioso, que con ella fue generoso en extremo- lo ponía al servicio del Reino. Y lo primero que hizo fue enviar a Almíbar a negociar intercambios con Leonia, en vistas a un mejoramiento general.

Con gran alborozo fue recibido el regreso de la primera expedición a la isla de las envidiadas riquezas, pues Almíbar, amén de un pacto sumamente favorable con la Reina de aquel pintoresco lugar sureño, traía muy buenas mercancías, crédito, infinidad de telas ricas y otras lujosas novedades que llenaron de excitación y placer a las damas y a más de un caballero. De este modo, la Reina contó con el favor de los nobles, y después, mandó repartir entre el pueblo harina y vino, con lo que el júbilo creció, y también entre los humildes su nombre cobró cierta popularidad -aunque a decir verdad, con menos confianza que entre los nobles.

No contenta con todo esto y para dar pruebas de su grandeza, rindió culto magnífico a la memoria de su poco amable esposo: hizo construir en el Monasterio de los Abundios -a los que también mostró una benevolencia sin precedentes en el Reino- un extraordinario Cementerio Real, donde se le dio sepultura, bajo su efigie en piedra -encargada a un escultor de la Isla de Leonia, donde las artes florecían que era un contento, según manifestó con arrobo nostálgico Almíbar-, en la que a todas luces aparecía más joven y gallardo de lo que nunca fue. Y así mismo manifestó que, como todo Rey que se preciara, debía calificársele con un epíteto que indicara su naturaleza, por lo que desde ese momento decidió llamarle Volodioso I el Engrandecedor. Y todos se sintieron con ello, aun fuera de toda explicación lógica, más grandes y más ricos. Todos, desde luego, menos los Desdichados, porque la Reina, en el esplendoroso inicio de su reinado, también se olvidó de ellos.

Una vez resueltas todas estas cosas, la Reina se instaló a su comodidad en el Ala Sur, donde sus huesos se reconfortaron mucho. Mandó nombrar duquesas a Dolinda y Artisia, y por ende camareras reales, con lo que las muchachas se pusieron muy contentas, como es de suponer. Desgraciadamente, desde ese punto y hora, olvidaron ellas también a sus parientes de las regiones carboneras, los Desdichados. Y a su vez se casaron con dos nobles, que las doblaban en edad, pero también en riquezas.

Así que, atendidas todas estas cosas, llegó el momento en que la Reina reunió a sus íntimos en asamblea privadísima, para exponerles algo que había larvado largamente en su pensamiento y corazón, tras años de reflexión y encierro.

Una vez reunidos en las habitaciones privadas el Hechicero, el Trasgo del Sur y el apuesto Almíbar -si bien éste no era indispensable, pues en tales circunstancias solía dormirse: era sólo cuestión de cortesía-, la Reina manifestó a sus verdaderos -y quizás únicos- amigos:

—Queridos, ha llegado el momento de tomar una importante decisión respecto a Gudú. Y no es otra que el asegurarle de forma rotunda y definitiva la corona y el esplendor del Reino. Y como las enseñanzas por vosotros recibidas y mi propia experiencia me han mostrado, una condición indispensable se ha hecho muy patente para dotarle en este aspecto de una especial virtud.

Aquí guardó un instante de silencio, pues una de sus pocas debilidades consistía en la pasión por la solemnidad. Sus amigos la escuchaban atentos:

—Queridos míos -repitió, con la dulzura y firmeza que solía-, la cuestión es simple y complicada a la vez, y para ello necesito imprescindiblemente de vuestras artes y sabiduría. Trátase, lo digo de una vez, de incapacitar totalmente a Gudú para cualquier forma de amor al prójimo.

—Querida niña -dijo el Hechicero-, no deseo contradecirte, puesto que bien sabes lo que opino al respecto, pero creo que exageras tu aversión hacia ese impulso: nadie como tú sabe cuántas calamidades como dulzuras puede reportar. Pero ten por seguro que si hallamos un bebedizo o cosa parecida para conseguirlo, desde ahora te advierto que no será perfecto: porque no se puede extirpar la capacidad de amar fragmentariamente, o sea, condicionada, sino que, si es posible, tendrá que ser extirpada en todas sus manifestaciones.

—Lo sé -dijo ella, con paciencia-. No veo inconveniente.

—Es que -dijo el Trasgo- también le será negada la capacidad de amistad, y la capacidad de todo afecto. Y por ende, tampoco te amará a ti. Lo digo por lo que apreciáis en general ese sentimiento los humanos, pues en nuestra especie las cosas funcionan de otro modo, querida niña, y es mi obligación advertirte de ello.

—Ya lo he meditado -respondió Ardid, esta vez sólo con energía y prescindiendo de la dulzura, que en el momento presente consideró superflua-. No tengo nada que oponer a que Gudú no me ame: con que le ame yo, a él basta.

Algo más se discutió la cuestión, pero en vista de la firmeza inquebrantable de Ardid, el Hechicero y el Trasgo accedieron a estudiar el caso con toda precaución y detenimiento. Almíbar ya se había dormido, y posiblemente no había alcanzado completamente al meollo de la cuestión; de todas formas, también lo habría olvidado. Casi todo lo olvidaba, excepto su amor hacia Ardid, pues estaba tan incrustado en él y había extendido sus ramas de tal forma por todo su ser, que poco espacio le quedaba para otras cosas.

Tiempo después, el Hechicero y el Trasgo comunicaron a la Reina el fruto de sus largas averiguaciones. La misma Ardid acudió a la mazmorra donde tan a gusto se hallaba el viejo Maestro. Se había negado a ocupar un lugar más confortable, ya que para él no había otro mejor en el Castillo de Olar. Los tres solos esta vez se agruparon junto a un fuego que reverdecía en sus corazones tiempos lejanos, cuando se ocultaban en las ruinas del Castillo de Ansélico. Al fin, ambos ancianos comunicaron a Ardid lo siguiente:

—Existe, en verdad, la posibilidad de extirpar al Rey Gudú la capacidad de amar. Tal y como te advertimos, esa posibilidad debe ser extrema y total. Si persistes en tu idea, hemos de pormenorizar varios aspectos de la cuestión. Como bien sabes, no existe conjuro, encantamiento o trato con las Fuerzas Mayores que no se halle supeditado a alguna cláusula, que (depende de las circunstancias) puede o no resultar, a la larga, contraproducente. En el caso que nos ocupa, el detalle o cláusula consiste en que si a un ser le es extirpada la capacidad de amar, le es simultáneamente arrebatada la capacidad de llorar.

—No veo inconveniente -dijo ella-. Tanto mejor: no conocerá esa humillante sensación.

—Cierto -dijo el Trasgo-, pero hay una cuestión más complicada en este asunto, al parecer tan simple: si por alguna razón extraña o ajena (que no se puede prever, ya que nuestras fuerzas son limitadas), alguna vez el sujeto tratado con tales procedimientos llegara a derramar una lágrima, tanto él como todo aquello donde él hubiera puesto su planta, y todos aquellos que con él hubieron existido, desaparecerán para siempre en el Olvido, en el Tiempo y en la Tierra.

—Pero si le extirpáis la capacidad de amar y con ello también de llorar... esa desaparición no puede, lógicamente, producirse.

—Eso pienso -dijo el Hechicero, aunque sin demasiada convicción.

—Así lo hace creer todo, si nuestras averiguaciones no han fallado en sus cálculos -añadió el Trasgo-. Pero esa cláusula consta en los Tratados: y si consta allí, algún resquicio habrá por el que no hemos podido llegar a penetrar en su verdadera sustancia.

—No veo lógica en vuestros temores -repitió Ardid, impaciente-. Vosotros mismos habéis dicho que lo uno acarrea lo otro: si no ama, no llora. Si no llora, no hay por qué preocuparse.

Asintieron en silencio los dos amigos de la Reina, pero en sus ojos latía una duda, vaga y remota, pero duda al fin.

—Ten en cuenta -dijo al fin el Trasgo- que nuestro poder no es un poder total. Ni aun fuera de toda contaminación, los trasgos tenemos conocimientos de Todas las Posibilidades. Más aún en el estado -aunque pequeño- de contaminación en que me encuentro. Algo, quizás, hemos olvidado o no hemos sabido ver. Discutieron largamente sobre el tema, y al rayar el alba, pareciéndoles que en todo caso debía ser únicamente una cuestión de escrúpulos humanos más que de una probabilidad, llegaron al acuerdo de verificar la delicada operación en el niño Gudú. Y en el transcurso de la discusión, puntualizaron algunos detalles de importancia. La Reina hizo constar que si bien Gudú no amaría a nadie, no podía privarse al Rey de la atracción del sexo opuesto, pues debía tener descendencia y asegurar la maldita cuestión de la sucesión, que tan en peligro había puesto los derechos del niño y, a juicio de todos, el Reino.

—Esto sí es posible -dijo el Trasgo, tras una breve consulta con el Hechicero-. Aunque no se da con mucha frecuencia entre los humanos, puede conseguirse que le gusten mucho las criaturas de sexo opuesto, sin amarlas lo más mínimo.

—Y otra cosa hay -dijo la Reina-: y es que debemos impedirle que esta atracción le domine. Pues recordando la última pasión de su padre, creo que puede llegar a ser tan nociva como el amor mismo.

—Bien atinado -dijo el Hechicero-. Haremos que ninguna mujer sea capaz de retenerle demasiado tiempo. Déjanos consultar, y ya te comunicaremos el resultado de estas averiguaciones.

Así lo hicieron, y al poco llegaron a la Reina con las siguientes nuevas:

—Aunque parezca extraño, querida niña, es más difícil esto último que lo otro. No hay recetas para eso. Pero no te

alarmes: hemos hallado una solución muy ladina y astuta, aunque el Trasgo, por complacerte, se vea en trances desagradables.

—Decid de una vez -se impacientó Ardid.

—Hemos meditado la cuestión, llegando a pensar que si conseguimos una mujer que tome miles de formas diferentes, que sea la encargada de satisfacer las apetencias carnales del Rey, distrayéndole de una a otra y siendo la misma, pero por breve tiempo, claro está que no le va a ser posible al Rey encapricharse amorosamente con ninguna. Las esposas que pueda tener, por supuesto, no cuentan -puntualizó el anciano-. De ésas, en todo caso, puede hacer lo que quiera. Ya sabemos que no ofrecen peligro para lo que nos ocupa.

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