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Authors: Marguerite Yourcenar

Tags: #Histórico, Relato

Opus Nigrum (25 page)

BOOK: Opus Nigrum
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—Se halla dentro de las buenas tradiciones —dijo Sébastien Théus con una sonrisa.

—¿Acaso soy yo menos ferviente católico que él y menos piadoso? —exclamó el prior—. No hay nadie que navegue durante toda la vida sin odiar a las ratas que roen las obras vivas del barco. Pero el fuego, el infierno y la fosa común no hacen más que endurecer a quienes los infligen, a quienes asisten a ellos como si de teatro se tratara y a quienes los sufren. De este modo, los contumaces se convierten en mártires. Es una burla, señor médico. El tirano se las arregla para diezmar a nuestros patriotas con el pretexto de vengar a Dios.

—¿Vuestra Reverencia aprobaría estas ejecuciones si las juzgara eficaces para restablecer la unidad de la Iglesia?

—No me tentéis, amigo mío. Tan sólo sé que nuestro padre Francisco, que murió tratando de apaciguar las discordias civiles, hubiera aprobado a nuestros gentileshombres flamencos por trabajar en un convenio.

—Esos mismos señores han creído poder pedirle al Rey que se arrancaran los carteles que publicaban el anatema contra el hereje en el Concilio de Trento —dijo dubitativamente el médico.

—¿Y por qué no? —exclamó el prior—. Esos carteles, protegidos por la tropa, insultan nuestras libertades cívicas. A todo el que está descontento le colocan la etiqueta de protestante. ¡Que Dios me perdone! Tal vez hayan sospechado que la alcahueta de quien antes hablábamos siente inclinaciones evangélicas... En cuanto al Concilio, sabéis muy bien, igual que yo, lo que pesaron en sus deliberaciones las discretas voluntades de nuestros príncipes. Al emperador Carlos le inquietaba sobre todo la unidad del Imperio, lo que es natural. El rey Felipe piensa en la supremacía de las Españas. ¡Ay! De no haberme percatado yo muy pronto de que toda política de corte no es más que astucia y contraastucia, abuso de palabras y abuso de poderes, tal vez no hubiera hallado en mí la fortaleza suficiente para dejar el mundo y entregarme al servicio de Nuestro Señor.

—Vuestra Reverencia habrá sufrido grandes reveses, sin duda —dijo el doctor Théus.

—¡Nada de eso! —repuso el prior—. He sido un cortesano bien considerado por su señor, negociante más afortunado de lo que mis pobres talentos merecían, marido dichoso de una piadosa y buena mujer. He sido un privilegiado en este mundo tan lleno de males.

Su frente se humedecía de sudor, lo que le pareció al médico sintomático de debilidad. Volvió hacia el doctor Théus su rostro preocupado.

—¿Decíais que las pobres gentes de quienes os ocupáis siguen con simpatía los movimientos de la supuesta Reforma?

—Ni he dicho ni he observado nada semejante —dijo precavido Sébastien—. Vuestra Reverencia no ignora que quienes sustentan opiniones comprometedoras saben guardar silencio de ordinario —añadió con un ligero tono de ironía—. Bien es verdad que la frugalidad evangélica tiene a veces su atractivo para algunos de esos pobres, pero la mayoría son buenos católicos, aunque sólo sea por costumbre.

—Por costumbre —repitió con dolor el religioso.

—En cuanto a mí —dijo con tono frío el doctor Théus, optando por extender su charla con objeto de dejar al prior tiempo suficiente para que se calmaran sus emociones—, lo que yo veo en todo esto es la eterna confusión de los asuntos humanos. El tirano produce horror a los corazones bien nacidos, mas nadie niega que Su Majestad reina legítimamente en los Países Bajos, heredados de una antepasada que fue la heredera y el ídolo de Flandes. No me detengo a examinar si es justo que se pueda legar un pueblo como si fuera un aparador. Nuestras leyes son así. Los gentileshombres que, por demagogia, adoptan el nombre de
gueux
son unos Janos, traidores al rey del que son vasallos, y héroes y patriotas para las multitudes. Por otra parte, las intrigas entre príncipes y las disensiones entre ciudades son tales que muchas mentes circunspectas prefieren las exacciones de los extranjeros al desorden que seguiría a su derrota. El español persigue salvajemente a los presuntos reformados, pero la mayoría de los patriotas son buenos católicos. Estos reformados se enorgullecen de la austeridad de sus costumbres, pero su jefe en Flandes, Monsieur de Bréderode, es un bribón libertino. La gobernadora, que tiene interés en conservar su puesto, promete la supresión de los Tribunales de la Inquisición y anuncia al mismo tiempo la instalación de otras cámaras de justicia que enviarán a los herejes a la hoguera. La Iglesia insiste caritativamente para que aquellos que se confiesen
in extremis
sólo se vean sometidos a una muerte sencilla, empujando de la suerte a estos desgraciados al perjurio y al mal uso de los sacramentos. Los evangelistas, por su parte, degüellan en cuanto pueden a los pocos y miserables anabaptistas que quedan. El estado eclesiástico de Lieja, que, por definición, se halla a favor de la Santa Iglesia, se enriquece proporcionando abiertamente armas a las tropas reales, y subrepticiamente a los
gueux.
Todos odian a los soldados a sueldo del extranjero, tanto más cuanto que, al ser escasa la paga, se resarcen sobre los hombros del ciudadano, pero las pandillas de bandidos que recorren los campos debido a los disturbios obligan a los burgueses a reclamar la protección de picas y alabardas. Estos burgueses, preocupados por sus franquicias, ponen mala cara por principio a la monarquía y asimismo a la nobleza, pero los herejes se producen, en su mayor parte, entre el pueblo llano y todo burgués aborrece a los pobres. Entre ese derroche de palabras, algarabía de armas y, en ocasiones, buen ruido de escudos, lo que menos se oye son los gritos de aquellos a quienes rompen los huesos o torturan con las tenazas. Así es el mundo, señor prior.

—Durante la misa mayor —dijo melancólicamente el superior— he rezado, conforme al uso, por la prosperidad de la Gobernadora y de Su Majestad. En lo que concierne a la Gobernadora, aún pase: Madame es una mujer bastante buena, que trata de hallar un acomodo entre el hacha y el tajo. Pero ¿por qué he de rezar por Herodes? ¿Hay que pedir a Dios la prosperidad del cardenal de Granvelle en su refugio que, por lo demás, es simulado, y desde el cual continúa hostigándonos? La religión nos obliga a respetar a las autoridades establecidas y yo no la contradigo. Mas la autoridad también se delega y, cuanto más abajo llegamos, más grosero es el rostro que adopta y en el que casi se marca grotescamente la huella de nuestros crímenes. ¿Tengo que llegar en mi oración hasta pedir por la salvación de los guardias valones?

—Vuestra Reverencia puede rezar a Dios para que ilumine a los que nos gobiernan —dijo el médico.

—Necesito, sobre todo, que me ilumine a mí —dijo el franciscano compungido.

Zenón desvió la conversación hacia las necesidades y desembolsos del hospicio, ya que aquella charla sobre los sucesos políticos agitaba demasiado al religioso. En el momento de despedirse, sin embargo, el prior lo retuvo, haciéndole una seña para que cerrara por prudencia la puerta de la celda.

—No necesito recomendaros que tengáis circunspección —dijo—. Ya veis que nadie se halla situado ni tan alto ni tan bajo como para evitar las sospechas y ultrajes. Que nadie se entere de nuestra conversación.

—A menos de que me ponga a hablar con mi sombra... , —dijo el doctor Théus.

—Estáis estrechamente asociado a este convento —recordó el religioso—. Repetios bien que hay mucha gente en esta ciudad, e incluso dentro de estos muros, a quienes no disgustaría acusar al prior de los Franciscanos de rebelión y herejía.

Aquellas conversaciones se renovaron con harta frecuencia. El prior parecía estar ávido de ellas. Aquel hombre que tan respetado creía Zenón parecía estar más solo y amenazado que él mismo. En cada una de sus visitas, el médico leía con mayor claridad en el rostro del religioso los estragos de un mal indefinible que socavaba sus fuerzas. La angustia y la compasión que en el prior provocaba la miseria de aquellos tiempos podían ser la única causa de aquel declive inexplicable. Puede que, al contrario, fueran efecto y marca de una constitución demasiado quebrantada para soportar las crueldades de este mundo con la robusta indiferencia con que las soportan la mayoría de los hombres. Zenón persuadió a Su Reverencia de que tomara todos los días unos reconstituyentes mezclándolos con el vino. El prior los tomaba por complacerle.

También el médico apreciaba aquellos intercambios de frases corteses y, sin embargo, casi exentas de mentira. No obstante, salía de allí con la impresión de una vaga impostura. Una vez más, del mismo modo que uno se obliga a hablar latín en la Soborna, había tenido que adoptar, para que lo escucharan, un lenguaje ajeno que desnaturalizaba su pensamiento, aunque adoptase todos sus giros e inflexiones. En este caso, su lenguaje era el de un cristiano deferente, si no devoto, y el de un súbdito leal pero inquieto por el presente estado del mundo. Una vez más, y teniendo en cuenta las opiniones del prior por respeto, aún más que por prudencia, aceptaba partir de unas premisas sobre las que él, en su interior, se hubiera negado a construir nada. Relegando sus propias preocupaciones, se obligaba a mostrar una sola faceta de su espíritu, siempre la misma, la que reflejaba a su amigo. Esta falsedad inherente a las relaciones humanas y que se había convertido en una segunda naturaleza para él, le molestaba en ese libre trato que se había establecido entre dos hombres desinteresados. Al prior le hubiera, sorprendido mucho comprobar cuan poco lugar ocupaban ciertos temas ampliamente debatidos en su celda, en las cogitaciones solitarias del doctor Théus. No es que la crueldad dejara indiferente a Zenón, pero había vivido demasiado tiempo en un mundo de fuego y de sangre como para experimentar, ante esas nuevas pruebas del furor humano, el sobrecogimiento de dolor que sentía el prior de los Franciscanos.

En cuanto a sus propios peligros, le parecía que por el momento habían disminuido, en lugar de aumentar, con las perturbaciones públicas. Nadie se acordaba del insignificante Sébastien Théus. Aquella clandestinidad que los adeptos a la magia juraban guardar en interés de su ciencia lo envolvía por el peso de las circunstancias. Él era en verdad invisible.

Una noche de aquel mismo verano, a la hora del toque de queda, subió otra vez al desván, tras haber cerrado la puerta con llave como de costumbre. El hospicio cerraba al tocar el ángelus: tan sólo una vez, en ocasión de una epidemia durante la cual el hospicio Saint-Jean rebosaba de enfermos, asumió el médico la responsabilidad de instalar unos jergones en el hospicio y de dejar a los que tuvieran fiebre en la sala de abajo. El hermano Luc, encargado de lavar los suelos, se había marchado ya con sus cubos y bayetas. De repente, Zenón oyó el ruidito de un puñado de piedrecillas que daba en los cristales; aquello le recordó tiempos lejanos, cuando él corría a reunirse con Colas Gheel después de haber oído la última campanada de la noche. Se vistió y bajó.

El que llamaba era el hijo del herrero de la rue aux Laines. El tal Josse Cassel le explicó que uno de sus primos, nacido en Saint-Pierre-lez-Bruges, tenía rota la pierna a consecuencia de las coces de un caballo que llevaba a herrar a casa de su tío; yacía en muy mal estado, en un cuartucho situado detrás de la herrería. Zenón cogió lo que necesitaba y siguió a Josse por las calles. Al llegar a un cruce, toparon con la tonda, que los dejó pasar en cuanto Josse hubo explicado que había ido a buscar al médico para su padre, pues éste acababa de machacarse los dedos de un martillazo. Aquella mentira dio que pensar al médico.

El herido se hallaba tendido en una cama improvisada. Era un rústico de unos veinte años, una suerte de lobo rubio, con los cabellos pegados a las mejillas por el sudor, medio desvanecido por el sufrimiento y por la pérdida de sangre. Zenón le administró un tónico y examinó la pierna; los huesos sobresalían de la carne por dos puntos, y la carne a su vez colgaba hecha jirones. Nada en aquel accidente recordaba los efectos de una coz; las marcas de las herraduras no se veían por ninguna parte. La prudencia, en un caso semejante, exigía la amputación, pero el herido, al ver que el médico estaba pasando por el fuego la hoja de la sierra, se reanimó lo suficiente para ponerse a aullar. El herrero y su hijo estaban apenas menos inquietos, pues tenían miedo de que, si la operación terminaba mal, iban a encontrarse con un cadáver entre las manos. Cambiando de plan, Zenón decidió tratar de reducir primero la fractura.

El muchacho apenas ganaba con ello: el esfuerzo de estirar la pierna para colocar los huesos en su sitio le arrancó unos gritos como si lo estuvieran torturando. El médico tuvo que abrir más la llaga con la navaja de afeitar y meter en ella la mano para buscar las esquirlas. Después, lavó la superficie con un vino fuerte que, por suerte, tenía el herrero en una jarra. El padre y el hijo se afanaban preparando vendas y tablillas. Hacía un calor horrible en aquel cuchitril, pues los dos hombres hablan tapado cuidadosamente todas las rendijas que en el cuarto había para que no oyesen gritar al herido.

Zenón dejó la rue aux Laines muy incierto del resultado. El muchacho estaba muy mal y sólo el vigor de la juventud permitía albergar esperanzas. El médico volvió después todos los días, tan pronto muy de mañana como, al contrario, tras el cierre del hospicio, para regar las llagas con un vinagre que desinfectaba las sanies. Más tarde las ungió con agua de rosas para evitar el exceso de sequedad y la inflamación de los labios. Evitaba cuanto podía las horas nocturnas en que sus idas y venidas hubieran podido llamar la atención. Aunque el padre y el hijo siguieran afirmando que era cierta la historia de las coces, se daba por supuesto que más valía guardar silencio sobre el asunto.

Al llegar el décimo día se formó un absceso; la carne se hizo esponjosa y la fiebre, que nunca había dejado al enfermo, subió como una llama. Zenón lo tenía a dieta estricta. Han deliraba pidiendo de comer. Una noche, sus músculos se contrajeron con tal violencia que la pierna rompió sus tablillas. Zenón se dijo que, por compasión cobarde, no había apretado tanto como era preciso las tablillas. Hubo que tumbar de nuevo al herido y reducir. El dolor podía ser más agudo que la primera vez, pero Zenón envolvió al enfermo en una nube de opio y así pudo soportarlo mejor. Al cabo de siete días los tubos de drenaje habían vaciado el absceso y la fiebre acabó entre abundantes sudores. Zenón salió de la herrería con el corazón contento, con la impresión de que le había ayudado la fortuna, sin la cual cualquier pericia resulta vana. Durante aquellas tres semanas, le parecía haber puesto continuamente todas sus fuerzas al servicio de esta curación, pese a sus otras preocupaciones y trabajos. Aquella perpetua atención se parecía mucho a lo que el prior llamaba estado de oración.

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