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Authors: Lauren Kate

Oscuros (9 page)

BOOK: Oscuros
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Llegó a la cancela de hierro forjado del cementerio sin aliento. Aquel omnipresente olor a cal hervida la asfixiaba, y además se sentía demasiado sola con sus pensamientos. ¿Dónde estaban los demás? ¿Es que no tenían la misma definición de «amanecer»? Miró la hora en su reloj. Ya eran las seis y cuarto.

Todo lo que le habían dicho es que se encontrarían en el cementerio, y Luce estaba bastante segura de que esa era la única entrada. Se quedó delante de la verja, donde el asfalto arenoso del aparcamiento daba paso a un manglar lleno de malas hierbas. Vio un diente de león solitario, y se le pasó por la cabeza que una Luce más joven lo habría cogido, y habría soplado pidiendo un deseo, pero en aquel momento sus deseos eran demasiado grandes para algo tan pequeño.

Las puertas labradas de la cancela eran lo único que separaba el cementerio del aparcamiento, lo cual llamaba bastante la atención en una escuela donde había alambre de púas por todas partes. Luce pasó la mano por la cancela, resiguiendo el diseño floral con los dedos; debía de ser de la época de la Guerra Civil, como le había contado Arriane, de cuando el cementerio se usaba para enterrar a los soldados caídos. Cuando la escuela anexa no era un hogar para psicóticos caprichosos. Cuando el lugar tenía menos maleza y no resultaba tan sombrío.

Era extraño... el resto del complejo era plano como una hoja de papel, pero de alguna manera el cementerio tenía una forma cóncava, como si fuera un cuenco. Desde allí podía divisar toda la pendiente que se extendía ante ella. Hileras y más hileras de lápidas sencillas se alineaban como espectadores en un estadio.

Pero hacia la mitad, en el punto más bajo del cementerio, el camino giraba hacia un laberinto de tumbas más grandes y talladas, estatuas de mármol y mausoleos. Probablemente, para los oficiales de la Confederación, o para los soldados que provenían de familias adineradas. Seguramente, de cerca serían bonitas, pero desde donde Luce se encontraba daba la impresión de que el peso de las lápidas hundía el cementerio, casi como si todo el lugar estuviera desapareciendo por un desagüe.

Oyó unos pasos detrás de ella. Luce se dio la vuelta y vio una figura achaparrada y vestida de negro que salía de detrás de un árbol. ¡Penn! Tuvo que contenerse para no abrazarla. Luce nunca había estado tan contenta de ver a alguien, aunque le costaba creer que hubieran castigado a Penn alguna vez.

— ¿No llegas tarde? —preguntó Penn. Se paró a unos pasos de Luce y sacudió la cabeza como diciendo: «Ay, pobre novata».

—Llevo diez minutos aquí —repuso Luce—. ¿No eres tú la que llega tarde? Penn sonrió con suficiencia.

—Para nada, suelo levantarme temprano. A mí nunca me castigan. —Se encogió de hombros y se subió las gafas color púrpura—. Pero tú sí que estás castigada junto con otras cinco almas desafortunadas, que en este momento deben de estar echando chispas por tener que esperarte en el monolito de allí abajo.

Se puso de puntillas y señaló un lugar detrás de Luce, hacia la estructura de piedra de mayor tamaño que se erguía en la parte más baja del cementerio. Si Luce entrecerraba los ojos, podía ver a duras penas un grupo de figuras negras reunidas al pie del monolito.

—Solo dijeron que nos encontraríamos en el cementerio —se defendió Luce, pero ya se sentía derrotada—. Nadie me dijo dónde te nía que estar.

—Bueno, pues te lo digo yo: en el monolito. Venga, baja hasta allí —dijo Penn—. No vas a hacer muchos amigos si aún les haces perder más tiempo.

Luce tragó saliva. Una parte de ella quería pedirle a Penn que le mostrara el camino. Desde allí arriba, parecía un laberinto, y Luce no quería perderse en el cementerio. De repente tuvo aquella conocida sensación, entre nerviosa y nostálgica, y supo que las cosas iban a empeorar. Hizo crujir los nudillos y se quedó allí pasmada, — ¿Luce? —la interpeló Penn, sacudiéndola suavemente por los hombros—. Sigues aquí.

Luce intentó dedicarle a Penn una valiente sonrisa de agradecimiento, pero el gesto se convirtió en un extraño tic facial. Después, se apresuró a bajar la pendiente en dirección al corazón del cementerio.

El sol aún no había salido, pero poco faltaba, y esos últimos momentos eran los que más la aterraban. Se abrió paso entre las lápidas más sencillas. En algún momento debieron de estar derechas, pero ahora eran tan viejas que la mayoría se inclinaban hacia un lado o hacia el otro, con lo que el aspecto general del lugar era el de un lúgubre juego de dominó.

Descendió por la pendiente chapoteando entre el barro y las hojas muertas con sus Converse negras. Cuando pasó la zona de parcelas más modestas y llegaba a la zona de las tumbas más ornamentadas, el terreno se había aplanado, y se dio cuenta de que estaba totalmente perdida. Dejó de correr e intentó recuperar el aliento. Voces. Si paraba de jadear, podía oír voces.—Cinco minutos más y, si no, me voy —dijo un chico.

—Es una lástima que tu opinión no tenga ningún valor, señor Sparks.

Era una voz áspera, que Luce reconoció de las clases del día anterior. La señorita Tross... la Albatros. Después del incidente del pastel de carne, Luce llegó tarde a clase y no le causó precisamente la más favorable de las impresiones a la severa y esférica profesora de Ciencias.

—A menos que alguien quiera perder sus privilegios sociales de esta semana —se oyeron quejas entre las tumbas—, esperaremos pacientemente, como si no tuviéramos nada mejor que hacer, hasta que la señorita Price quiera honrarnos con su presencia.

—Estoy aquí —exclamó Luce jadeando, al tiempo que aparecía por detrás de la estatua de un querubín gigante.

La señorita Tross tenía los brazos en jarras y llevaba una variante del vestido negro holgado del día anterior y el cabello fino y castaño aplastado contra el cráneo. Sus ojos castaños y apagados sólo reflejaban irritación. A Luce la Biología siempre se le había dado mal, y por el momento no parecía que sus notas fueran a mejorar en la clase de la señorita Tross.

Detrás de la Albatros estaban Arriane, Molly y Roland, alrededor de un círculo de pedestales encarados a la gran estatua central de un ángel. Comparada con las demás, aquella estatua parecía menos antigua y más grande y blanca. Y, apoyado en el muslo esculpido del ángel —Luce casi lo pasó por alto—, estaba Daniel.

Llevaba la vieja chaqueta negra de cuero y la bufanda de color rojo intenso en la que Luce había reparado el día anterior. Observó su cabello rubio y alborotado, aún despeinado por el sueño... lo cual le hizo pensar en la pinta que tendría Daniel mientras dormía... lo cual la hizo sonrojarse tanto que, para cuando su mirada descendió del pelo a los ojos, se sintió profundamente avergonzada. A esas alturas él ya la estaba fulminando con la mirada.

—Lo siento —se excusó—. No sabía dónde habíamos quedado. Prometo que...

—Ahórratelo —la interrumpió la señorita Tross, y se pasó un dedo por el cuello—. Ya nos has hecho perder bastante tiempo a todos. Seguro que todos recordáis qué acto despreciable habéis cometido para encontraros aquí. Podéis reflexionar sobre ello durante las dos horas de trabajo que tenéis por delante. Distribuíos por parejas. Ya sabéis lo que tenéis que hacer. —Miró a Luce y exhaló un profundo suspiro—. Vale, ¿quién quiere encargarse de esta desamparada?

Para horror de Luce, todos se miraron los pies. Hasta que, tras un minuto infernal, un quinto alumno apareció en una esquina del mausoleo.

—Yo lo haré.

Cam. La camiseta negra con cuello de pico ceñía sus anchas espaldas. Era casi un palmo más alto que Roland, que se apartó cuan do Cam se abrió paso hacia Luce. Se acercó seguro y con suavidad sin apartar los ojos de ella, parecía tan cómodo con el uniforme del reformatorio... justo al contrario que Luce. Una parte de ella quería desviar la vista, pues la forma en que Cam la contemplaba delante de todos resultaba embarazosa, pero, por alguna razón, estaba fascinaba. No pudo romper aquel momento... hasta que Arriane se interpuso entre ambos.

—A esta —dijo— me la he pedido yo.

—No, no lo has hecho —replicó Cam.

—Sí, lo he hecho, pero tú no podías oírme desde tu extraño pedestal de ahí. —Las palabras salieron disparadas de la boca de Arriane—. La quiero yo.

—Yo... —comenzó a balbucir Cam.

Arriane ladeó la cabeza, a la expectativa. Luce tragó saliva. ¿Es que iba a decir que él también la quería? ¿Por qué no se limitaban a dejarlo correr simplemente? ¿No podían cumplir el castigo en grupos de tres? Cam le dio a Luce una palmadita en el brazo.

—Nos vemos luego, ¿vale? —le dijo, como si ella le hubiera hecho prometerlo antes.

Los demás se levantaron de las tumbas en las que estaban sentados y se dirigieron hacia un cobertizo. Luce los siguió, colgada del brazo de Arriane, quien, sin pronunciar palabra, le tendió un rastrillo.

—Entonces, ¿qué prefieres? ¿El ángel vengador o los gordos amantes abrazados?

No mencionaron lo que había ocurrido el día anterior, ni la nota de Arriane, y Luce sintió que por el momento lo mejor sería no sacar el tema. Miró a su alrededor y se vio flanqueada por dos estatuas gigantes. La más cercana parecía un Rodin. Un hombre y una mujer desnudos, de pie, se fundían en un complicado abrazo. En Dover había estudiado escultura francesa, y siempre había pensado que las obras de Rodin eran las más románticas. Pero ahora le costaba mirar a aquellos amantes sin pensar en Daniel. «Daniel.» Quien la odiaba. Si no tenía bastantes pruebas después de que saliera disparado de la biblioteca la noche anterior, solo le bastaba con recordar la mirada que le había dirigido esa mañana.

—¿Dónde está el ángel vengador? —le preguntó a Arriane al tiempo que exhalaba un suspiro.

—Buena elección. Por allí.

Arriane condujo a Luce hacia la enorme escultura de mármol de un ángel que evitaba el impacto de un trueno. Debió de ser una obra interesante, cuando la tallaron, pero en ese momento, cubierta de barro y musgo, solo se veía vieja y sucia.

—No lo pillo —dijo Luce—. ¿Qué tenemos que hacer?

—Dejarlo como los chorros del oro —respondió Arriane casi cantando—. Me gusta fingir que les estoy dando un baño.

Dicho lo cual, se encaramó al ángel gigante y subió hasta el brazo de la estatua que detenía el trueno, como si estuviera escalando un viejo y robusto roble.

Aterrorizada ante la idea de que la señorita Tross creyera que buscaba más problemas, Luce empezó a pasar el rastrillo por la base de la estatua e intentó dispersar lo que parecía un montón infinito de hojas húmedas.

Tres minutos después, los brazos la estaban matando. Sin lugar a dudas, no llevaba la vestimenta adecuada para aquel tipo de trabajo manual y fangoso. En Dover no la habían castigado nunca, pero por lo que había oído el castigo allí consistía en escribir unos cientos de veces: «No copiaré de Internet».

Esto, en cambio, era brutal. Sobre todo teniendo en cuenta que ella solo había tropezado por accidente con Molly en el comedor. No quería hacer juicios precipitados en ese momento, pero... ¿limpiar la mugre de las tumbas de personas que llevaban más de un siglo muertas? Luce odiaba su vida por completo.

Un rayo de luz se filtró entre los árboles, y de pronto el cementerio empezó a adquirir color. Luce se sintió más ligera al momento. Podía ver a más de tres metros delante de ella. Podía ver a Daniel...trabajando codo con codo con Molly.

A Luce se le cayó el alma a los pies, y aquella sensación de serenidad se esfumó.

Se volvió hacia a Arriane, que le lanzó una mirada comprensiva como diciendo «esto da asco», y siguió trabajando.—Oye... —le susurró Luce.

Arriane se llevó un dedo a los labios y le hizo un gesto para que escalara hasta su lado.

Con mucha menos gracia y agilidad, Luce se agarró al brazo de la estatua y con un gran esfuerzo logró subir al pedestal. Una vez estuvo bastante segura de que no iba a caerse al suelo, le susurró:

—Qué va, se odian a muerte —dijo con rapidez, y al momento se detuvo—. ¿Por qué lo preguntas?

Luce señaló a sus dos compañeros, que en lugar de barrer estaban el uno muy cerca del otro apoyados en los rastrillos hablando. Luce deseó desesperadamente poder oírles. —Pues a mí me parecen amigos.

—Estamos castigados —dijo Arriane con rotundidad—. Tienes que buscar una pareja ¿Crees que Roland y Don Juan son amigos? —Señaló a Roland y a Cam. Parecían estar discutiendo sobre cuál era la mejor forma de repartirse el trabajo en la estatua de los enamorados—. Los colegas de castigo no son necesariamente los colegas de la vida real.

Arriane se volvió hacia Luce, que podía sentir cómo se le desencajaba la cara, pese a estar haciendo un gran esfuerzo para parecer inmutable.

—Espera, Luce, no quería decir... —Y se interrumpió—. Mira, a pesar de que esta mañana nos has hecho perder unos buenos veinte minutos, no tengo ningún problema contigo; de hecho, te encuentro bastante interesante, algo fresca. Dicho lo cual, no sé cuántos amiguitos esperas hacer aquí en Espada & Cruz. Pero deja que sea yo la primera en decírtelo: no es tan fácil. La gente acaba aquí porque carga con un equipaje considerable. Estoy hablando de tener que facturar las maletas y de pagar una multa por sobrepeso. ¿Lo pillas?

Luce se encogió de hombros avergonzada.

—Era solo una pregunta.

Arriane se rió por lo bajo.

—¿Siempre estás tan a la defensiva? Pero ¿qué demonios hiciste para que te metieran aquí?

Luce no tenía ganas de hablar de ello. Quizá Arriane tenía razón, lo mejor sería intentar no hacer amigos. Bajó de un salto y siguió atacando el musgo del pie de la estatua.

Por desgracia, Arriane se había quedado intrigada, así que también saltó tras ella y bloqueó el rastrillo de Luce con el suyo. —Vaaa, dime, dime, dime —repitió con sorna.

Luce tenía el rostro de Arriane muy cerca. Le recordó el día anterior, cuando se agachó a su lado después de que empezaran las convulsiones. Había algo entre ellas, ¿no? Y una parte de Luce necesitaba desesperadamente hablar con alguien. Había pasado un verano tan largo y agobiante con sus padres... Suspiró y descansó la frente en el mango del rastrillo.

Sentía un regusto salado, de inquietud, pero no pudo quitárselo de la boca. La última vez que había explicado lo que le ocurrió fue por orden del tribunal. Le hubiera gustado olvidar todos los detalles, pero, cuanto más la miraba Arriane, más se agolpaban las palabras en su garganta, y se precipitaban hasta la punta de su lengua.

BOOK: Oscuros
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