¡Otra maldita novela sobre la guerra civil! (2 page)

BOOK: ¡Otra maldita novela sobre la guerra civil!
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II

(Sabrás después, ahora no importa, no todavía, que ésta es la misma carretera que recorría, muchos años atrás, el camión con los más de treinta hombres a bordo. El mismo paisaje, ya entonces desolado: los campos de piel arrastrada, el polvo de la tierra como niebla eviterna, la sierra de tonos marinos al fondo, honda cresta de lejanía; los olivos como cuerpos secos en despedida, la carretera estrecha y rota, escenario único para el camión cubierto de trapos como banderas, que caminaba lento, casi anciano, con más de treinta hombres a bordo, hombres de la tierra, maduros ya del tiempo, unos más viejos que otros, incluso algunos niños, divertidos por el paseo del camión, por la cercanía de la guerra acaso, porque los niños nunca pueden adivinar la tragedia, el mundo es una fiesta todo el día. Rostros sonrientes, todos cenceños, de poca carne o mucho hueso, barbas dejadas de navaja, pieles reventadas de sol, ojos que esconden el miedo tras expresiones de alegría, cigarrillos compartidos, canciones antiguas en voz baja, coro de hombres que cruza la tierra hacia el romper del horizonte.)

* * *

Es difícil juntar en un solo párrafo tal cantidad de cursilerías: los «campos de piel arrastrada», la «niebla eviterna», la «honda cresta de lejanía», el «coro de hombres que cruza la tierra hacia el romper del horizonte», y unos pocos más que cualquier lector poco amigo de chucherías detectará, y que son propios de escritor inmaduro que cree que cada frase, cada palabra, es definitiva, cada página debe pasar a la historia de la literatura. Se manifiesta ese preciosismo, esa esforzada pero despistada voluntad de estilo, que ha sido siempre una tara en la literatura española, y que se aprecia sobre todo en los autores jóvenes, habitualmente más expuestos —por indefensos— a las peores infecciones de la literatura de su tiempo. Por si las cursilerías son pocas, están los tópicos ruralistas: esos «hombres de la tierra, maduros ya del tiempo», esos rostros «cenceños» de «poca carne o mucho hueso», esas «barbas dejadas de navaja, pieles reventadas de sol»
.

III

Apenas un parpadeo prolongado por el sueño y descubres, al devolver la vista a los campos y la carretera, una forma indefinida a lo lejos, en el centro de tu trayectoria, un animal o una persona, figura llena de movimiento. Aceleras más para reconocer antes la silueta del ciclista, recortado de sombras, arando la carretera sin línea recta, ajeno al automóvil que se acerca desde detrás. Te aproximas al hombre que de cerca es joven y al fin casi niño, y que monta una bicicleta de hierro, con pequeñas alforjas a los lados; un niño grande que saluda con una mano que se agita pañuelo al automóvil cuando lo adelantas y haces sonar la bocina, mientras frenas para detenerte unos metros delante, a un lado de la carretera.

Bajas del coche y esperas tranquilo a que llegue el ciclista. Enciendes un cigarrillo que te dibuja tos desde el principio. Tienes tiempo aún para sacar el mapa y extenderlo sobre el capó, como preludio de la rutina inevitable, de la conversación ya sabida cuando el niño llegue hasta ti: al soltar la bicicleta muestra un cuerpo desmadejado, grande y aún creciendo, un rostro de niño para un cuerpo demasiado trabajado, hecho de campo y madrugones, con ropas sencillas que ya le quedan pequeñas, y una gorra de otro tiempo.

—¿Viene desde Madrid en ese coche? —pregunta el niño tras mirar la matrícula, adelantando así la rutina de los adultos, las mismas preguntas de otras veces, la respuesta previsiblemente decepcionante.

—Estoy buscando un pueblo... Eres de por aquí, ¿no?

—Sí... Soy de Lubrín —dice el niño con una sonrisa, mientras se coloca una visera de dedos y estira otra mano hacia el horizonte, señalando a la nada, al vientre de la sierra.

—Lubrín, Lubrín —rastreas el mapa con el dedo, hasta situar el pueblo, en tinta oscura y letra cursiva, caprichosa geografía de papel—. Aquí está... Pero parece lejos... ¿Has venido en bicicleta desde allí? —dices mirando la bicicleta envejecida, las piernas fuertes del muchacho bajo la pana desgastada.

—Como treinta kilómetros... Voy y vengo todos los días después de clase, para ayudar al padre en el campo. Como esta semana no tengo clase, por la Semana Santa, voy temprano al campo y vuelvo para comer —ahora la sonrisa del niño, dientes de piano, relaja cierta caída en la tristeza, en las manos que se mira endurecidas, las uñas oscuras de arañar la tierra, la piel bordada de tantos soles. Tú no puedes igualar una infancia de campo y sol, pero no evitas cierta fraternidad, una cercanía hacia ese niño.

—Estoy buscando un pueblo que se llama Alcahaz. Debería estar por aquí, cerca de la sierra, pero no he visto ninguna indicación... ¿Lo conoces? —ya adivinas, sin embargo, la respuesta.

—¿Alcahaz? No lo conozco... No hay ningún pueblo que se llame así por esta zona —el niño repite las palabras de los adultos que encontraste antes que él, con la misma certidumbre, como si fuese una consigna advertida contra tu llegada. No obstante, te ves obligado a continuar el diálogo, las frases pactadas.

—Sin embargo en este mapa aparece —«ahora me preguntará de qué año es el mapa», repites desde el cansancio.

—¿De qué año es el mapa? —pregunta el chico, disciplinado.

—Es de 1960... No puede ser que en poco más de quince años desaparezca un pueblo —te frotas los párpados: desde que llegaste a la provincia has repetido varias veces las inútiles palabras, gestos, sonrisas o calladas, como vidas inconclusas.

—No lo sé... Puede preguntar en el pueblo, a lo mejor alguien sabe...

—¿En Lubrín?

—Sí; es el único pueblo de la sierra.

—De acuerdo. Sube al coche, te ahorrarás el pedaleo.

Ayudas al niño a colocar la bicicleta en la parte trasera del automóvil; el chico te lo agradece mientras reanudas la marcha por la carretera. Hay un primer minuto de silencio, en el que el chiquillo parece cómodo mientras mira el campo tras la ventana, nunca tan fugitivo como ahora. No es necesario hablar, pero tú siempre te ves forzado a decir algo, quebrar el silencio inicial entre dos desconocidos, restablecer el ruido en el mundo. Preguntas cualquier cosa, qué curso estudias, tampoco te importa la respuesta. Sólo hablar, ni siquiera palabras, bastaría con que acordarais un intercambio sordo de sonidos, fonemas desordenados, cualquier cosa menos el silencio, este silencio.

—¿Me da un cigarrillo?

—¿Ya fumas? ¿No eres muy joven?

El chico ni siquiera responde y toma el cigarrillo que enciende con desconcertante familiaridad, con caladas de viejo, cuerpo todavía tierno y que ya se oscurece. La forma de coger el pitillo, la tranquilidad en las caladas, la densidad del humo tras su boca. Un fumador. Enciendes tú también un cigarrillo, agradecido por la cercanía que se forma entre dos hombres que fuman, como lazos de humo que inician siempre palabras, coartada a la confianza.

—¿Y qué busca en un pueblo que no existe? —pregunta ahora el niño con palabras de adulto, aunque le delata la mella en los dientes, por donde escapa el humo destrozado.

—No lo sé... —contestas con el cigarrillo entre los labios—; supongo que una historia.

* * *

En el primer capítulo se apreciaba ya, aunque lo pasáramos por alto, algo que se confirma ahora, y que me temo manchará el resto de la novela: esa imagen del campo, del mundo rural, de ese enfático «sur», y de sus habitantes, distorsionada por una lente anacrónicamente romántica y una idealización propia de quien saca su experiencia de lecturas mal aprovechadas
.

Ya en el primer capítulo, al que ahora vuelvo, habíamos visitado un paisaje compuesto por «ventas descuidadas a un lado de la carretera», «casas desordenadas», «ventas olvidadas del paso de los años», todo ello infectado por «la terca lentitud de estas tierras», y habitado por hombres «con la dureza de piel común a estas tierras», «arrebatado de la siesta», «hombres desocupados que permanecen sentados en las puertas de las casas, sosteniendo ociosa la tarde», y que de la capital tienen imágenes «entrevistas en postales o diarios atrasados», así como pintorescos «niños que se suben al coche» y, por supuesto, los ineludibles «perros canijos»
.

Ahora, en estas páginas, nos encontramos con un niño dickensiano que tiene un «cuerpo demasiado trabajado, hecho de campo y madrugones, con ropas sencillas que ya le quedan pequeñas, y una gorra de otro tiempo», que viste «pana desgastada», de manos «endurecidas», con «las uñas oscuras de arañar la tierra» y la piel poéticamente «bordada de tantos soles» y que, proletarizado al máximo, fuma pese a tener todavía dientes de leche
.

Estamos ante la extemporánea idealización de un paisaje inexistente y pretendidamente literario, un sur que, en 1977, se muestra solanesco y embrutecido, sin que de esta pintura se deduzca una intención de crítica social, sino más bien una exhibición de armas literarias, propia de un autor joven e incontinente, que cree tener demasiada literatura en su pluma como para contener la emisión de frases preciosistas del tipo «una mano que se agita pañuelo», o el ciclista «arando la carretera»
.

Para que el paisaje tenga una lectura moral es necesario ir más allá de la postal turística y, sobre todo, evitar esta actualización esencialista del «Spain is different». De acuerdo en que la Andalucía de 1977 no era precisamente Canadá. Pero tampoco agotemos toda la munición en hombres indolentes y embrutecidos, lactantes fumadores y los siempre decorativos perros canijos. Eso sí, se ha olvidado de las moscas, esas moscas tan andaluzas y tan moralizantes
.

IV

La historia, como prefieres llamar a tu búsqueda actual —siempre la necesidad de acotar con términos exactos cada movimiento de tu vida—, comenzó meses atrás, en Madrid, aunque esto no hace falta que se lo cuentes al niño que a tu lado mira el paisaje, con él bastan palabras sencillas, hablar de coches y de motores, de fútbol, de cualquier cosa, él no te escuchará. Pero la historia no, en modo alguno le interesaría saber cómo se inició la búsqueda. Ahora, desde el cansancio, lo recuerdas todo, en el principio, como una tarde de lluvia en Madrid, lucha de paraguas en las aceras, aunque esos detalles no aportan nada, son meros adornos para tu historia, inevitable tendencia novelesca. Puedes empezar contando otras cosas realmente importantes de aquellos días iniciales, no hace falta profundizar mucho, basta con unas pinceladas: en primer lugar una llamada telefónica —porque las historias, las buenas historias, suelen empezar en una llamada de teléfono que quiebra alguna tarde tediosa de enero—; una llamada que da lugar a una cita acordada sin mucho interés, más por curiosidad que por necesidad. Puedes crear, además, cierto contexto, las circunstancias básicas en que llegó esa cita: varios meses que llevabas sin un verdadero trabajo, a causa de la desconfianza de los posibles nuevos clientes hacia ti, conocedores de tu trabajo para algunos personajes del régimen anterior; lo cual te provocaba pequeños apuros económicos, que comenzaban a ser serios justo cuando surgió la cita, la llamada telefónica que te introducía de lleno en esta historia.

Ya estamos, por tanto, dentro de ella, en el principio. A partir de aquí, los hechos se vuelven lentos, importan, ahora sí, los detalles, las palabras. ¿Cómo lo relatarías (no al muchacho, ya sabes que no le interesa; pero sí a otra persona, que a fecha de hoy todavía no ha aparecido pero que lo hará pronto, y a la que seguramente interesará tu historia, tu vida, todo)? Prueba a contarla, ahora:

«Llegué a la cita acordada por teléfono con algunos minutos de antelación, vieja costumbre para reconocer primero el lugar y adquirir así cierta ventaja en el primer encuentro. Aparqué el coche en una calle paralela y caminé tranquilo, como quien pasea olvidado de la lluvia, observando distraído los edificios, los balcones elegantes del barrio de Salamanca, las cornisas exageradas, la simetría obsesiva en las esquinas de las plazas. Me acerqué al edificio por la acera contraria, para espiar las ventanas cerradas de cortinas, esperando acaso descubrir, de repente, algún motivo desagradable que me sirviera de excusa para dar la vuelta, recuperar el coche y regresar a mi piso de la calle Toledo, renunciar a la cita, al posible trabajo. Con la cartera bajo el brazo entré en el portal minutos antes de la hora acordada, y subí por las escaleras para hacer tiempo, sólo por demorarme ante quien me esperaba. Tardé unos segundos en llamar, detenido ante la puerta, frente a la placa dorada con el nombre del ya difunto, Gonzalo Mariñas, en letra clásica, como una lápida doméstica. Abrió en seguida una criada, todavía yo con el dedo en el timbre, como si ella hubiese estado tras la puerta desde minutos antes, atenta al sonido de mis pasos por la escalera, extrañada por mi tardanza en llamar, por mi respiración difícil de tres pisos tras la puerta. Era una sirvienta joven, casi adolescente, de cuerpo estrecho, sonrisa láctea, uniforme demasiado antiguo, exigencia de la señora, claro.

»—Buenos días. Me llamo Santos, Julián Santos.

»—Pase; la señora le está esperando.

»Un pasillo oscurecido, enorme, de techo inalcanzable. Varias habitaciones veladas tras las puertas cerradas, perfume a madera antigua en todos los rincones, negación de la luz mediante gruesos cortinajes, como si el luto reciente de la familia cegara también la casa. Por fin, un despacho, amplio, bien iluminado por dos balcones, amueblado con gusto exquisito, tal vez demasiado clásico. Una preciosa mesa en el centro, escritorio de madera noble, con las esquinas de moldura sencilla. Las paredes vestidas de bibliotecas, libros de lomo antiguo, ordenados para la vista, colores, tamaños, grados de desgaste. Imposible limitarme a tomar asiento y esperar con la cartera y el abrigo doblado sobre las rodillas; inevitable acercarme a las estanterías y elegir cualquier libro sólo por el tacto de su piel, recorrer con el dedo la hilera de tomos iguales, mirar de cerca en los estantes algunas fotografías enmarcadas del difunto Mariñas acompañado de otros rostros conocidos, personajes todos de la vida política, habituales de portadas gráficas y telediarios en los últimos meses, y que aparecían como recortados de periódicos y pegados en
collage
junto al cuerpo grueso del extinto Mariñas. Por fin la puerta se abrió para dar entrada a la viuda —cuerpo flaco, elegante en sus movimientos, con más mortaja que luto, y menos destrozos de los que sus años deberían haber hecho.

»—Mis respetos, señora —dije al tomar su mano en saludo, sin saber bien cómo se coge la mano de este tipo de señoras viudas, pronunciando mis respetos con torpe solemnidad.

»—Siéntese, por favor —fue toda su respuesta, señalándome un tresillo francés, bien cuidado como todo en esa casa, como el cuerpo de la señora o la sonrisa de la sirvienta. Nos sentamos los dos, la distancia precisa entre los cuerpos desconocidos.

»—Le he hecho venir porque quiero contratarle, necesito sus servicios.

»—¿Contratarme? —pregunté yo, por decir algo, fingiendo una sorpresa inexistente, sacando y guardando y volviendo a sacar un cigarrillo, sin saber si debía pedir permiso para fumar, obtuso en las palabras.

»—Me han dado buenas referencias suyas —dijo ella, y me acercó una autorización en forma de cenicero pequeño—. Algunos colegas de mi marido, para los que usted ha trabajado alguna vez. Ya sabe: discursos, sobre todo. Creo que es usted muy bueno en su trabajo. Eso dicen sus clientes.

»—Sí, soy bueno; o al menos lo fui hasta hace unos meses. Desde que murió Franco no recibo muchos encargos; la mayoría de mis clientes han enmudecido, y los que llegan nuevos todavía desconfían de mí, porque me relacionan estrechamente con el régimen. Pero no crea todo lo que le dicen. Es cierto que se me da bien el redactar discursos, pero solían ser de poco calado, para segundones del régimen, ya sabe, algún que otro director general, alcaldes de poca entidad que quieren destacar en un acto público, y muy ocasionalmente algún trabajo gordo, pero eso son excepciones. Me dedico fundamentalmente a otro tipo de trabajos más elaborados: libros que otros firman, sobre todo. Se sorprendería si le dijera cuántos libros de su biblioteca, firmados por cualquiera, son realmente obras mías...

»—Lo sé... Precisamente por eso le he llamado. No necesito ningún discurso, como comprenderá... Tampoco mi marido, eso es evidente.

»—Usted dirá de qué se trata.

»La mujer se levantó entonces, y caminó lenta hacia el balcón cercano. Apartó el visillo para mirar a la calle, con gestos precisos antes de contestar, comportamiento obligado para acrecentar mi interés.

»—Dígame, Santos —comenzó sin mirarme, los ojos vueltos hacia los tejados o el cielo neutro—; ¿qué opinión tiene usted de mi difunto marido? —la pregunta inevitable, previsible, para la que yo traía preparada, claro, una opinión ligera, que no me comprometiera mucho hasta que no supiera en qué consistía aquello. Sin embargo, como siempre, las frases previamente elaboradas me resultaban ficticias en el momento de pronunciarlas, exentas de realidad, como un mal actor que no se sabe su papel.

»—Bueno... En verdad no tengo una opinión formada —respondí sólo para darme tiempo.

»—No sea tan cauto. Necesito confiar en usted: sea sincero —ordenó ella, con la mano apretada en el visillo, una mano delgada, de dedos agudos y venas azuladas.

»—Ya... Aun así... No lo sé... Se han dicho muchas cosas en la prensa estos días... —dije sin gravedad, evitando cruzar territorios que podían resultar dolorosos para la viuda después de tantas noticias injuriosas contra el finado Mariñas en los últimos meses, titulares de periódicos que la viuda debía de mantener en la memoria, como pequeñas heridas.

»—¿Y usted cree lo que se dice? —preguntó ella, volviéndose rápida hacia mí, como recién entrada en el despacho, nacida del balcón.

»—¿Que si yo las creo? No me parece que eso importe...

»—Tiene razón... Lo importante es que sean ciertas o no.

»—¿Lo son? —pregunté sin levantar mucho la voz, prudente.

»—Sí, claro que lo son —dijo la viuda con normalidad, adelantándose unos pasos para tomar de la mesa mi paquete de tabaco y, con gesto impropio de su elegancia, sacudir bruscamente la cajetilla hasta sacar un cigarrillo que se puso en los labios y encendió con prisa, desatando madejas de humo por la nariz, dos caladas rápidas, como un vicio oculto—. Todo es cierto.

»—¿Todo? —insistí.

»—Absolutamente todo —ella tomó de las estanterías una fotografía, que observó a la luz del balcón—. Todo lo que vagamente se le ha imputado de aquellos años. Es todo absolutamente cierto... ¿Se sorprende acaso?

»—Todo el mundo está sorprendido... No sólo por la dureza de las acusaciones. La sorpresa es mayor si tenemos en cuenta la trayectoria de su marido, sobre todo en los últimos tiempos. Se confiaba mucho en él de cara a estos años. Su nombre sonaba alto.

»—Sí... Mi marido supo ocultar aquellos aspectos más oscuros de su pasado... Crearse un expediente totalmente limpio... Y estaba realmente arrepentido de lo que había hecho: todo fue un error, un error enorme... Y él quería ocultarlo, que no se supiera, que se olvidara, si es que alguien recordaba... No le parezca tan extraño: usted sabe cómo fueron aquellos años, implacables con todos. Pruebe a preguntar a cualquier prohombre de los de ahora; averigüe dónde estaban, qué hicieron durante la guerra, en la posguerra más cruel. Descubrirá que no existieron, que hay demasiada gente que no habitó los años cuarenta, años oscuros, más oscuros aún para quienes los eliminaron de su pasado.

»—Cierto... Todos tenemos un pasado oscuro... La diferencia está entre los que saben suprimirlo o cambiarlo, y los que no.

»—Sí; mi marido pertenecía al primer grupo... Eso creía hasta ahora.

»—Su marido... ¿Murió realmente de un infarto, tal como se informó? —dije, arrepentido de mis palabras cuando aún no se habían descolgado por completo de mi boca.

»—Usted sabe que no... Todos lo saben, aunque lo callan para no cargar con una muerte para la que hay tantos culpables. Cuando todo comenzó a salir en algunos periódicos, mi marido no pudo o no quiso soportar su propio pasado... Lo hundieron por completo... Lo han destrozado, con saña —la mujer volvió junto a mí, se sentó en el tresillo, con las manos acostadas sobre las piernas, tropezando el cigarrillo en cada calada, con dedos temblones—. Mi marido estaba arrepentido de todo lo que hizo. Él era joven, muy joven, y estaba dominado por la ambición y la rabia, atrapado además por el torbellino de sangre de aquel tiempo. Usted no lo vivió, pero fue como se lo cuento. Sin embargo, él se arrepintió después; la madurez le demostró su error, su desmesura cuando joven. Pero alguien, que conocía aquello, quiso hundirle, y vaya si lo consiguió. Usted no puede imaginarse lo que hemos pasado... Es fácil entender que mi marido eligiera el sui... La muerte forzada... Estaba muy presionado. Usted sólo conoce lo de los periódicos, y seguramente también habrá visto las pintadas en las calles, diciendo esas cosas horribles de mi marido, llamándole asesino. Y no se quedaron ahí, llegaron a más: algunos individuos, más radicales, se manifestaban aquí mismo, bajo el balcón, y gritaban. Llegaron a romper estos cristales tirando piedras, imagínese. No han sido justos con él... Él ha hecho mucho por España, era un enamorado de su país, de su gente... En los últimos días de vida se sentía naturalmente irritado. Se sentía traicionado por su patria, por su gente por la que había dado todo... Tanto trabajar por el país, en detrimento de sus propios intereses... Para que al final, te reprochen un error del pasado; el mismo tipo de error que podrían reprochar a tantos otros, pero sin embargo nadie habla, todos callan.

»La viuda Mariñas se deshiló en un llanto lento, demorado, apenas lacrimoso, apresando la falda con los dedos rígidos, la cabeza agachada y los ojos fijos en algún punto del suelo. Incómodo por la situación, permanecí más de un minuto sin saber qué decir, para evitar palabras de compromiso, fáciles consuelos que a nadie ayudan.

»—Le necesito, Santos —me tomó con rabia una mano que no pude apartar—; le necesito. Tiene que ayudarme... Le pagaré lo que me pida...

»—No es cuestión de dinero... Aún no sé qué puedo hacer por usted... Quizás nada.

»—Tiene que cambiar el pasado de mi marido... Eliminar aquellos años.

»—¿Qué quiere decir?

»—Eliminar aquellos años —repitió, ahora enérgica, recuperada, agitando la mano izquierda, la derecha aún posada en mi mano, las uñas clavadas en la carne—. Usted sabe que no hay constancia de todas esas acusaciones... No hay documentos, ni archivos de la época que lo demuestren... Él se ocupó de destruirlo todo. Las acusaciones se han levantado sobre simples testimonios... Gente que nos odia.

»—Sin embargo —dije al tiempo que recuperaba mi mano, las marcas de las uñas en la carne como leves surcos—, su marido no hizo mucho por desmentirlo.

»—Era su palabra contra la de los demás; tampoco tuvo fuerza para ello en el momento —la mujer hablaba ahora en alta voz, excitada, y apretaba en los dedos cualquier cosa que agarrase, la falda, el cojín, los cigarrillos desmenuzados.

»—¿Y qué espera que yo haga? ¿Cómo voy a... cambiar su pasado?

»Se levantó y, serenando sus gestos al tiempo que se alisaba la falda, se acercó a la mesa de escritorio, donde abrió un cajón para sacar varios cuadernos gruesos que trajo hasta mí y dejó sobre la mesa baja, lejos de mi alcance.

»—Mi marido había comenzado la escritura de sus memorias, hace algunos años, sin mucha prisa, confiado en vivir los años suficientes para concluirlas. No llegó a escribir mucho, apenas un centenar de páginas... Usted las terminará.

»—¿Quiere que yo escriba las memorias de su marido? ¿Habla en serio? —dije mientras encendía un cigarrillo doblado poco antes por las manos nerviosas de la viuda.

»—Sé que le parece extraño, pero es lo único que... Tiene que hacer que todo parezca escrito por él, en primera persona... Después, yo me ocuparé del resto. Haré que las publiquen... Diré que no las quise publicar antes por...

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