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Authors: Ken Follett

Papel moneda (5 page)

BOOK: Papel moneda
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Hamilton acabó su té y puso los pies en el suelo. Su úlcera protestó por el movimiento repentino, y él frunció el ceño por el dolor.

—¿Otra vez? —dijo Ellen.

El asintió.

—Brandy la noche pasada. Debería saberlo muy bien. El rostro de la mujer era inexpresivo.

—Supongo que no tendrá nada que ver con los resultados de medio año conocidos ayer.

Hamilton se irguió pesadamente y cruzó despacio la alfombra gris hasta el cuarto de baño. La cara que vio reflejada en el espejo era redonda y estaba enrojecida, calva, con rodetes de grasa debajo de la mandíbula. Se examinó la barba matutina, tirando de la piel fláccida a un lado y otro para que los pelos se mantuvieran tiesos. Comenzó a afeitarse. Había hecho lo mismo durante los últimos cuarenta años y todavía lo encontraba aburrido.

Sí, los resultados de medio año eran malos. Las empresas «Hamilton Holdings» tenían problemas.

Cuando heredó «Hamilton Printing» de su padre, la empresa era eficiente, tenía éxito y daba beneficios. Jasper Hamilton había sido impresor, fascinado por la tipografía, atento a las nuevas técnicas, amante del olor oleoso de las prensas. Su hijo era un hombre de negocios. Había recogido el dinero de los beneficios que daba el taller y lo había invertido en otros negocios: importación de vinos, comercio al por menor, publicaciones, aserraderos, radio comercial. Con ello había logrado su propósito inicial de convertir los ingresos en riqueza y por consiguiente evitar impuestos. En vez de biblias, libros en rústica y carteles, se había preocupado por la liquidez y los réditos. Había comprado compañías y había emprendido nuevos negocios, levantando un imperio.

El éxito continuado del negocio original había disimulado la fragilidad de la superestructura.

Pero cuando la compañía impresora decayó, Hamilton descubrió que la mayor parte de sus otros negocios eran marginales; había subestimado la inversión de capital necesaria para nutrirlos hasta llegar a la madurez; y que algunos de ellos, realmente, eran a muy largo plazo. Vendió el cuarenta y nueve por ciento de su participación en cada una de las empresas y después transfirió sus acciones a una compañía tenedora de valores y vendió el cuarenta y nueve por ciento de aquello. Consiguió más dinero y negoció un crédito que llegaba a las siete cifras. El préstamo mantuvo con vida la organización, pero el interés, que aumentaba rápidamente a medida que la década transcurría, absorbió los pocos beneficios habidos.

Mientras tanto, Derek Hamilton cultivaba una úlcera. El programa de rescate se había inaugurado hacía casi un año. Se había restringido el crédito en un intento de reducir el descubierto; se habían reducido los costes por todos los medios posibles, desde la cancelación de campañas publicitarias hasta la utilización de una ciclostil para la impresión de papel de cartas. Hamilton dirigía ahora su empresa siguiendo una estricta política de ahorro, pero la inflación y la recesión económica fueron más rápidas. Se esperaba que los resultados de seis meses demostrarían al mundo que «Hamilton Holdings» había superado la crisis. En vez de eso demostraban que se había hundido más todavía. Se secó la cara con una toalla caliente, se salpicó colonia y volvió al dormitorio. Ellen estaba vestida, sentada frente al espejo, maquillándose. Siempre se las arreglaba para vestirse y desnudarse mientras su marido estaba fuera del dormitorio. Hamilton pensó que hacía años que no la había visto desnuda. Se preguntó el porqué. ¿Estaría muy deteriorada y arrugada su piel de cincuenta y cinco años y fláccida su carne en otro tiempo firme? ¿Destruiría la desnudez la ilusión de ser deseable? Quizás era así; pero él sospechaba algo más complejo. Estaba relacionado vagamente con la manera en que su propio cuerpo había envejecido, pensó mientras se metía en sus anticuados calzoncillos. Ella siempre había vestido decentemente; de modo que él nunca tuvo deseos vehementes de ella; y por consiguiente, ella nunca había tenido que revelar lo poco apetecible que le encontraba. Una combinación semejante de malicia y delicadeza resultaría característica.

—¿Qué vas a hacer? —le preguntó ella.

La pregunta le pilló desprevenido. Al principio pensó que ella debía saber lo que él pensaba, y que se refería a aquello; después se dio cuenta de que ella estaba siguiendo la conversación sobre los negocios. Se sujetó los tirantes, preguntándose qué iba a responderle.

—No estoy muy seguro —dijo por fin.

Ella se miró más de cerca en el espejo e hizo algo en sus pestañas.

—Algunas veces me pregunto qué es lo que esperas de la vida.

Hamilton se quedó mirándola. La educación recibida le había enseñado a ser indirecta y no formular jamás preguntas personales, ya que la seriedad y la emoción estropeaban las fiestas y provocaban desmayos en las damas. Le debía haber costado un gran esfuerzo inquirir sobre el propósito de la existencia de alguien.

Él se sentó al borde de la cama y le dijo a su espalda:

—Tengo que dejar de beber brandy, eso es todo.

—Estoy segura de que ya sabes que eso no tiene nada que ver con lo que comes y bebes. —Se pintó los labios torciendo la boca para esparcir la pintura por igual—. Eso comenzó hace nueve años y tu padre murió hace diez años.

—Tengo tinta de imprenta en la sangre.

La respuesta llegó formalmente, como la de un catecismo. La conversación hubiera podido parecerle confusa a un oyente oculto, pero ellos conocían su lógica. Había un código: la muerte de su padre significó que él asumía el control de los negocios; la úlcera significaba los problemas de sus negocios.

—Tú no llevas tinta en las venas. Tu padre la tenía, pero tú no puedes soportar el olor del viejo taller.

—Heredé un negocio sólido y quiero pasar a mis hijos un negocio más importante todavía. ¿No es eso lo que se supone que ha de hacer con su vida la gente de nuestra clase?

—Nuestros hijos no están interesados en lo que podamos dejarles. Michael está creando su propio negocio desde la base, y todo lo que Andrew quiere es vacunar a todo el continente africano contra la viruela.

Hamilton no hubiera podido decir si ella hablaba en serio o no. Las cosas que su mujer estaba haciendo en su cara no le permitían leer la expresión. Sin duda era algo deliberado. Casi todo lo que ella hacía era deliberado.

—Tengo un deber —dijo él—. Tengo más de dos mil personas empleadas y muchos más empleos dependen directamente de la buena marcha de mis compañías.

—Creo que has cumplido con tu deber. Has mantenido en pie la empresa durante un período de crisis, y no todo el mundo consiguió hacerlo. Has sacrificado tu salud a la empresa; le has dado diez años de tu vida y… Dios sabe cuánto más… —La voz se le fue apagando al decir la última frase, como si en el último momento lamentase decirlo.

—¿Debo sacrificarle también mi orgullo? —dijo él. Siguió vistiéndose, haciendo un nudo pequeño y apretado en la corbata—. He convertido una sencilla imprenta en una de las mil compañías más importantes del país. Mi negocio se ha incrementado cinco veces a partir de lo que era con mi padre. Le he dado un empujón y tengo que mantenerlo en marcha.

—Tú has de hacerlo mejor que tu padre.

—¿Crees que es una ambición modesta?

—¡Sí! —La inesperada vehemencia de ella fue un choque—. Deberías querer buena salud, una larga vida y… mi felicidad.

—Si la empresa fuese próspera quizá podría venderla. Tal como están las cosas no obtendría ni su valor nominal.

—Miró su reloj—. Debo irme.

Bajó la ancha escalera. Un retrato de su padre dominaba el hall. A menudo la gente creía que se trataba de Derek a los cincuenta años. De hecho era Jasper a los sesenta y cinco. El teléfono del hall resonó mientras él pasaba. No le hizo caso; por la mañana no aceptaba llamadas telefónicas.

Entró en el pequeño comedor; el grande estaba reservado para las fiestas, que raramente se daban en estos días. Sobre la mesa circular estaba dispuesta la cubertería de plata.

Una mujer madura con delantal entró con un pomelo en un plato de porcelana china.

—No, hoy no, Mrs. Tremlett —dijo Hamilton—. Solamente una taza de té, por favor. —Y cogió el Financial Times.

La mujer vaciló y después dejó el plato en el lugar de Ellen. Hamilton alzó la mirada.

—Por favor, ¿quiere usted llevárselo? —dijo con irritación—. Sírvale el desayuno a Mrs. Hamilton cuando Mrs. Hamilton baje, y no antes, por favor.

—Muy bien —murmuró Mrs. Tremlett. Y se llevó el pomelo.

Cuando Ellen bajó, reanudó la discusión donde la habían dejado.

—No creo que importe que consigas cinco millones o quinientos mil para la empresa. De cualquier modo estaremos mejor de lo que estamos hoy. Puesto que no vivimos holgadamente, no comprendo ese afán de unos ingresos exagerados.

Hamilton hizo a un lado el periódico y la miró. Ella llevaba un traje sastre de alta costura, de color crema, una blusa de seda estampada y zapatos hechos a mano.

—Tienes una casa agradable —le dijo él—, con poco personal. Tienes amigos aquí y una vida social en la ciudad cuando te apetece aprovecharla. Esta mañana llevas ropa por valor de varios centenares de libras, y probablemente no saldrás del pueblo. Algunas veces soy yo quien se pregunta qué es lo que tú quieres de la vida.

Ella se ruborizó…, un acontecimiento raro.—Te lo diré —comenzó.

Alguien llamó a la puerta y entró un hombre de buena presencia, con abrigo y gorra.

—Buenos días, Sir, Madame —saludó—. Si hemos de llegar al de las siete cuarenta y cinco, señor…

—De acuerdo, Pritchard —dijo Hamilton—. Espere en el hall.

—Muy bien, señor. ¿Puedo preguntarle si va usted a usar el coche hoy, señora?

Hamilton miró a Ellen. Ella mantuvo la vista fija en el plato mientras respondía:

—Supongo que sí. Pritchard asintió y salió. Hamilton prosiguió:

—Estabas a punto de decirme lo que esperas de la vida.

—Creo que no es tema para discutirlo durante el desayuno, mucho más cuando estás con prisas para coger un tren.

—Muy bien. —Hamilton se levantó—. Que te diviertas conduciendo. No corras demasiado.

—¿Qué?

—Que conduzcas con cuidado.

—Bueno, es Pritchard quien conduce. Hamilton se inclinó para besarla en la mejilla, pero ella volvió la cara y le besó en los labios. Cuando él se apartó ella había enrojecido. Le retuvo por el brazo y le dijo: —Te quiero, Derek.

Hamilton se quedó mirándola.

—Quiero que pasemos juntos un retiro largo y satisfactorio —prosiguió ella, hablando apresuradamente—. Quiero que te relajes, y que sigas una alimentación adecuada y estés sano y delgado otra vez. Necesito al hombre que iba a cortejarme en un «Riley» descapotable, y al hombre que volvió de la guerra con medallas, y que se casó conmigo, el hombre que me sostenía la mano cuando yo estaba de parto. Quiero amarte.

Hamilton estaba perplejo. Ella nunca se había mostrado de esa manera con él, nunca. Se sentía absolutamente incapaz de enfrentarse con eso. No supo qué decir, ni qué hacer, ni adónde mirar. De modo que dijo:

—Yo… tengo que tomar el tren.

Ella recuperó rápidamente la compostura.

—Sí. Tienes que darte prisa.

Hamilton la miró un momento más, pero ella desvió los ojos.

—Ejem…, adiós —dijo él.

Ella asintió mecánicamente.

Hamilton salió. Se puso el sombrero en la entrada, después dejó que Pritchard le abriera la puerta principal. El «Mercedes» azul oscuro estaba en la avenida de gravilla, reluciente bajo el sol. Pritchard debe lavarlo todas las mañanas antes de que yo me levante, pensó Hamilton.

La conversación con Ellen había sido muy peculiar, decidió mientras iban camino de la estación. A través de la ventanilla contempló el juego de la luz del sol entre las hojas otoñales y revisó en su mente las frases clave. Te quiero había dicho ella, poniendo énfasis en el pronombre. Y hablando de las cosas que él había sacrificado por el negocio, ella había dicho: y Dios sabe cuánto más.

Quiero amarte a ti y a nadie más. ¿Qué quería decir con eso? ¿Había perdido la fidelidad de su esposa como había perdido su propia salud? Quizás ella solamente quería que él creyese que ella tenía una aventura. Eso era más propio de Ellen. Le gustaban las sutilezas. Pedir socorro no era su estilo.

Después de los resultados del medio año él necesitaba tanto los problemas domésticos como una reunión de acreedores.

Había algo más. Se había ruborizado cuando Pritchard le preguntó si pensaba usar el coche; después, se había apresurado a añadir: Pritchard es quien conduce.

—¿A dónde lleva usted a Mrs. Hamilton, Pritchard? —preguntó Hamilton.

—Ella misma conduce, señor. Yo hago trabajillos en la casa…, siempre hay cosas…

—Sí, sí, de acuerdo —interrumpió Hamilton—. No se trata de un análisis de tiempo y movimiento. Sólo sentía curiosidad.

—Sí, señor.

La úlcera le dio un pinchazo. Té, pensó; debería tomar leche por las mañanas.

6

Herbert Chieseman encendió la luz, silenció el despertador, subió el volumen de la radio, que había estado funcionando toda la noche, y presionó el botón de rebobinado de la grabadora. Después, saltó de la cama.

Puso la tetera al fuego y miró por la ventana del estudio mientras esperaba que la cinta de siete horas volviera al comienzo. La mañana era clara y brillante. Después el sol calentaría más, pero ahora la temperatura era fresca. Se puso unos pantalones y un suéter sobre la ropa interior que había usado para dormir, y se puso las zapatillas.

Su hogar era una única y gran habitación, parte de una casa victoriana del norte de Londres que había visto tiempos mejores. El mobiliario, la estufa Ascot y el viejo fogón de gas pertenecían al propietario. La radio era de Herbert. El alquiler incluía el uso de un cuarto de baño común y, lo que era más importante, el uso exclusivo del ático.

La radio dominaba la habitación. Era un poderoso receptor VHF, construido con piezas de recambio que él había seleccionado cuidadosamente en media docena de tiendas de Totenham Court Road. La antena estaba en el tejado del desván. La grabadora también estaba hecha en casa.

Se sirvió el té en una taza, añadió leche condensada de una lata y se sentó ante su mesa de trabajo. Aparte del equipo electrónico, sobre la mesa había solamente un teléfono, una libreta y un bolígrafo. Abrió la libreta por una página en blanco y escribió la fecha en la parte superior, con escritura grande, cursiva. Después redujo el volumen de la radio y comenzó a pasar la cinta de la noche a toda velocidad. Un chillido agudo indicaba cada vez que había palabras registradas y entonces él disminuía la velocidad con el dedo hasta poder distinguir las palabras.

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