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Authors: Ken Follett

Papel moneda (8 page)

BOOK: Papel moneda
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Tony se acercó a la ventana.

—¿La compañía no se ha movido de ahí? —Podía ver el «Monis» azul en el mismo lugar.

—Ahí se han quedado fumando hasta reventar.

Era una suerte, pensó Tony, que la ley no dispusiera de hombres suficientes para vigilarle de noche como lo hacían durante el día. La vigilancia de nueve a cinco le era muy útil porque le permitía establecer coartadas sin restringir gravemente sus actividades. Cualquier día empezarían a seguirle las veinticuatro horas. Pero ya le avisarían con tiempo suficiente.

Walter hizo un gesto con el dedo hacia la mesa.

—¿Te apetece un descanso?

—No. —Tony se apartó de la ventana—. Tengo el día muy ocupado. —Bajó la escalera y Walter le siguió cojeando—. Adiós, Walter —dijo Tony mientras salía a la calle.

—Hasta pronto, Tony —respondió Walter—. Que Dios te bendiga, muchacho.

8

La sala de, redacción cobró vida repentinamente. A las ocho de la mañana todavía estaba tan silenciosa como un depósito de cadáveres, y ese silencio solamente lo interrumpían ruidos inanimados como el tartamudeo del tele-tipo y el susurro de los periódicos que Cole estaba leyendo. Ahora tres mecanógrafas estaban pulsando las teclas, uno de los Muchachos silbaba una canción pop y un fotógrafo con chaqueta de cuero estaba discutiendo con un subdirector sobre un partido de fútbol. Los periodistas iban entrando. La mayoría de ellos tenían su rutina mañanera: uno compraba té, otro encendía un cigarrillo, otro volvía la página tercera del Sun para mirar el desnudo; cada uno de ellos tenía una rutina que le ayudaba a empezar el día.

Cole creía que dejarle un respiro de algunos minutos a la gente antes de empujarla al trabajo contribuía a crear un ambiente ordenado y tranquilo. Su director, Cliff Poulson, lo planteaba de otra manera. Poulson, con sus ojos verdes de batracio y su acento de Yorkshire, solía decir:

—No te quites el abrigo, muchacho.

Su deleite era tomar decisiones bruscas, con su eterna prisa y su aire frágil afable, creaba un ambiente frenético. Poulson era un monstruo de la velocidad. Cole no recordaba que ninguna noticia se hubiera perdido una edición porque alguien hubiera perdido un minuto meditándola.

Ya hacía cinco minutos que estaba Kevin Hart. Leía el Mirror, apoyando una cadera en el borde de la mesa, mostrando la elegante caída de los pantalones de su traje rayado. Cole le llamó:

—Hay una llamada al Yard, Kevin, por favor. —El joven cogió un teléfono.

Los avisos de Bertie Chieseman estaban sobre la mesa: un montoncito grueso de notas. Cole miró a su alrededor. La mayoría de los periodistas había llegado. Ya era hora de ponerse a trabajar. Escogió entre los avisos, clavando algunos en un pincho afilado de metal y repartió los otros entre los periodistas dándoles breves instrucciones.

—Anna, un agente tuvo problemas en Holloway Road… Llama por teléfono a la comisaría más cercana y pregunta lo que pasó. Si es cosa de borrachos, olvídalo. Joe, este incendio en el East End… Compruébalo con la Brigada. Un robo en una casa de Chelsea, Phillip. Mira la dirección en el Directorio de Kelly por si allí vive alguien famoso. Barney… «La Policía persiguió y arrestó a un irlandés en una casa de la calle Queenstown, Camdem.» Llama al Yard y pregúntales si tiene que ver con el IRA.

Sonó un teléfono interior y Cole lo cogió.

—Arthur Cole.

—¿Qué tienes para mí, Arthur?

Cole reconoció la voz del jefe de ilustración.

—De momento —respondió Cole— parece que el punto fuerte será la votación de anoche en los Comunes.

—¡Pero eso ya estuvo en la televisión de ayer!

—¿Me has llamado para preguntarme algo o para contarme cosas?

—Supongo que será mejor que envíe a alguien a Downing Street para tomarle una fotografía de hoy al Primer Ministro. ¿Algo más?

—Nada que no esté en los periódicos de la mañana.

—Gracias, Arthur.

Cole colgó el teléfono. Resultaba pobre seguir con la noticia de ayer. Estaba haciendo todo lo posible para ponerla al día; dos periodistas estaban investigando las reacciones. Llamaban por teléfono a miembros del Parlamento, pero no a los ministros.

Un periodista de mediana edad, que filmaba en pipa, dio una voz:

—Acaba de llamar Mrs. Poulson. Cliff no vendrá hoy. Tiene cólico Delhi.

Cole lanzó un gruñido.

—¿Y cómo ha podido atrapar eso en Orpington?

—Una cena con curry.

—Vaya. —Todo iba muy bien, pensó Cole. Según las perspectivas, ése sería el día más pobre del mes en noticias, y Poulson no aparecería porque estaba enfermo. Con el secretario de redacción de vacaciones, Cole se quedaba solo. Kevin Hart se acercó a su escritorio.

—Nada en Scotland Yard —dijo—. Tranquilidad toda la noche.

Cole alzó la mirada. Hart tendría unos veintitres años y era muy alto, con cabello rizado que llevaba largo. Cole ahogó un espasmo de irritación.

—Eso es ridículo —dijo—. En Scotland Yard nunca hay una noche enteramente tranquila. ¿Qué pasa con la oficina de Prensa?

—Podríamos escribir un artículo: «La primera noche en un millar de años que en Scotland Yard reina la tranquilidad por ausencia de delitos» —dijo Hart con una mueca.

Su frivolidad irritó a Cole.

—No debes contentarte nunca con una respuesta semejante de Scotland Yard —dijo fríamente.

Hart enrojeció. Le avergonzaba ser amonestado como un aprendiz de periodista.

—Volveré a llamarles, ¿es eso?

—No —dijo Cole, viendo que ya había conseguido su propósito—. Quiero que escribas un artículo. ¿Conoces ese nuevo campo de petróleo del mar del Norte?

Hart asintió.

—Lo llaman Shield.

—Sí. El Ministerio de Energía no tardará en anunciar quién ha conseguido el permiso para explotarlo. Prepara un escrito para cuando se haga ese anuncio. Ambiente, lo que significará el permiso para la gente que lo pide, cómo toma la decisión el ministro. Esta tarde podemos entregar tu artículo dejando un espacio para la última noticia.

—De acuerdo. —Hart se volvió y se encaminó hacia la biblioteca.

Sabía que se le había encargado un trabajo aburrido como una especie de castigo, pero lo aceptaba serenamente, pensó Cole. Estuvo contemplando un momento la espalda del muchacho. Irritaba a Cole, con su cabello largo y sus trajes. Tenía demasiada confianza en sí mismo, pero, ciertamente, los periodistas necesitaban una buena dosis de cara dura.

Cole se levantó y se dirigió a la mesa de los redactores. El subjefe de redacción tenía delante la noticia recibida por cable sobre la presentación del Proyecto Industrial y los nuevos datos aportados por los periodistas de Cole. Cole miró por encima de su hombro. En un bloc de notas aquél había escrito:

MIEMBRO REBELDE DEL PARLAMENTO DIJO: «Únete a los libs.»

El subjefe se rascó la barba y alzó la mirada.

—¿Qué te parece?

—Parece una historia sobre el Movimiento Feminista —dijo Cole—. No me gusta.

—Tampoco a mí. —El subjefe arrancó la hoja del bloc, la arrugó y la arrojó a una papelera de metal—. ¿Qué otras novedades tenemos?

—Nada. Acabo de dar ahora mismo los soplos.

El hombre barbudo asintió y miró reflexivamente el reloj que colgaba del techo, delante de él.

—Esperemos conseguir algo decente para la segunda. Cole se inclinó por encima de él y escribió en el bloc de notas:

MIEMBRO REBELDE DEL PARLAMENTO DIJO: «UNÍOS A LOS LIBERALES.»

—Tiene más sentido —dijo—, pero es lo mismo. El subjefe hizo una mueca.

—¿Quieres un empleo?

Cole volvió a su escritorio. Se acercó Annela Sims y dijo:

—El incidente en Holloway Road acabó en nada. Un grupo de alborotadores, ningún arresto.

—Okay —dijo Cole.

Joe Barnard dejó el teléfono y dijo en voz alta:

—Nada importante en ese incendio, Arthur. Ningún herido.

—¿Cuánta gente vive ahí? —preguntó Cole casi automáticamente.

—Dos adultos, tres niños.

—De modo que una familia de cinco personas escaparon de la muerte. Escribe eso.

Phillip Jones dijo:

—El piso robado parece que pertenece a Nicholas Crost, un violinista famoso.

—Bien —replicó Cole—. Llama a la comisaría de Chelsea y descubre lo que robaron.

—Ya lo he hecho. —Phillip sonrió—. Falta un Stradivarius.

Cole sonrió a su vez.

—Buen chico. Escribe eso y después ve allí y procura entrevistar al maestro afligido.

Sonó el teléfono y Cole lo cogió.

Aunque no hubiera querido admitirlo, estaba divirtiéndose mucho.

LAS NUEVE DE LA MAÑANA
9

Tim Fitzpeterson había agotado las lágrimas, pero el llanto no le había ayudado. Estaba tumbado en la cama con la cara enterrada en la húmeda almohada. Moverse era una agonía. Intentaba no pensar en absoluto, rechazando los pensamientos de su mente como un hotelero con la casa llena. En cierto momento su cerebro sé apagó completamente y dormitó un momento, pero la huida del dolor y la desesperación fue breve y volvió a despertarse.

No se levantó de la cama porque no había nada que deseara hacer, ningún sitio adonde quisiera ir, nadie con quien pudiera encararse. Todo lo que era capaz de hacer era pensar en la promesa de felicidad que había resultado ser tan falsa. Cox tenía razón cuando le había dicho tan groseramente: «Ha sido la mejor noche de juerguecita que ha tenido en su vida.» Tim no conseguía expulsar del todo las rápidas reminiscencias del cuerpo esbelto y flexible; pero ahora tenían un terrible y amargo sabor. Ella le había mostrado el Paraíso y después había dado un portazo. Ella, naturalmente, había estado fingiendo el éxtasis; pero no había nada de falso en el placer experimentado por Tim. Unas horas antes había estado pensando en una nueva vida, enriquecida por aquella clase de amor sexual cuya existencia ya había olvidado. Ahora era difícil esperar nada del mañana.

Podía oír el ruido de los niños en el patio de juegos cercano, el vocerío, los chillidos y las peleas; y envidió la gran trivialidad de sus vidas. Se vio a sí mismo cuando era escolar, con su chaqueta negra y los pantalones cortos y grises, cruzando los cinco kilómetros de caminos rurales de Dorset para ir a la escuela primaria de una sola clase. Fue el alumno más brillante que tuvieron allí, aunque eso no era decir mucho. Pero le enseñaron aritmética y le consiguieron una plaza en el Instituto y eso era todo lo que necesitaba.

En el Instituto había prosperado, recordaba. Fue el líder del grupo, el que organizaba juegos y rebeliones en las aulas. Hasta que tuvo que ponerse gafas.

Fue entonces; había intentado recordar cuándo había sentido anteriormente una desesperación parecida; ahora lo sabía. Había sido el primer día en que se puso las gafas para ir a clase. Al principio, los miembros de su pandilla habían quedado consternados, más tarde divertidos y finalmente se burlaron. Cuando llegó la hora del recreo le seguía una multitud entonando «Cuatro-ojos». Después del almuerzo intentó organizar un partido de fútbol, pero John Wilcott había dicho: Tú no juegas. Tim puso las gafas en el estuche y le dio un puñetazo a Wilcott en la cabeza; pero Wilcott era grandote, y Tim, que solía dominar por la fuerza o la personalidad, no era luchador. Tim acabó en los lavabos restañando la sangre de su nariz mientras Wilcott escogía los equipos.

Intentó recuperar el prestigio durante la clase de Historia, enviando bolitas de papel entintadas a Wilcott ante las narices de Miss Percival, conocida como la buena de Percy. Pero la buena de Percy, normalmente indulgente, decidió dar un escarmiento aquel día, y Tim tuvo que ir a ver al director como uno de los seis peores. Camino de casa tuvo otra pelea, perdió de nuevo, y se rasgó la chaqueta; su madre cogió el dinero para comprarle una chaqueta nueva de los ahorros que Tim estaba haciendo para comprarse un receptor con detector de cristal, lo que le atrasó seis meses más. Fue el día más negro en la vida del joven Tim, y sus aptitudes de líder quedaron ahogadas hasta que fue a la Universidad y se unió al Partido.

Una pelea perdida, una chaqueta rasgada, y entre los seis peores: ahora le gustaría tener problemas como aquéllos. Sonó un silbato en el patio de juegos próximo al apartamento, y el ruido de los niños cesó bruscamente. Si yo pudiera terminar mis problemas con la misma rapidez, pensó Tim; y la idea le encantó.

¿Para qué vivía yo ayer?, se preguntó. Un buen empleo, mi reputación, un gobierno próspero; hoy parecía que ninguna de esas cosas tenía importancia. El silbido de la escuela significaba que ya eran más de las nueve. Tim hubiera debido estar presidiendo un comité para discutir la productividad de los diferentes tipos de centrales eléctricas. ¿Cómo he podido estar alguna vez interesado en algo tan sin sentido? Pensó en su proyecto favorito, una previsión de las necesidades de energía de la industria británica en el año dos mil. Ahora no podía sentir ningún entusiasmo por eso. Pensó en sus hijas, y se asustó ante la idea de tener que verlas. Todo se convertía en cenizas en su boca. ¿Qué importaba quién ganase las próximas elecciones? La suerte de Gran Bretaña estaba decidida por fuerzas que escapaban al control de sus líderes. Siempre había sabido que era un juego, pero ahora ya no quería los premios.

No había nadie con quien pudiera hablar, nadie. Imaginaba la conversación con su esposa: «Cariño, he sido estúpido e infiel. Una puta me sedujo, una chica hermosa y agradable, y después me han hecho extorsión…» Julia se mostraría inflexible. Podía ver su cara, asumiendo una expresión de asco mientras huía de cualquier contacto emocional. Él tendería la mano, y ella diría: «No me toques.»

No, no podía contárselo a Julia; no podía hacerlo hasta estar seguro que sus propias heridas se habían curado, y no creía poder sobrevivir tanto tiempo.

¿Alguien más? Los colegas del gabinete le dirían: «Dios mío, Tim, amigo mío… lo siento terriblemente…», inmediatamente empezarían a pensar en un puesto discreto para que él lo ocupase en el momento en que todo se supiera. Tendrían mucha precaución en no relacionarse con nada de lo que él patrocinara y en que les viesen frecuentemente con él; incluso podrían hacerle un sermón moralista para dejar sentadas sus credenciales puritanas. Tim no les odiaba por la conducta que preveía en ellos: su previsión se basaba en lo que él mismo haría en una situación semejante.

Su agente se había acercado mucho a ser amigo suyo, en una o dos ocasiones. Pero el hombre era joven; podía no saber cuánto dependía de la fidelidad en un matrimonio de veinte años de duración; cínicamente, quizá le recomendaría correr un velo prudentemente y olvidar el daño ya hecho al alma de un hombre.

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