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Authors: Juan Valera

Tags: #Drama

Pasarse de listo (12 page)

BOOK: Pasarse de listo
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XII

Mientras que andaba D. Braulio agitado, allá en el fondo de su alma, de tan varios afectos, de los cuales salía siempre por consecuencia la precisión en que se creía de dar a su mujer y a su cuñada libertad completa para ir a casa de la Condesa y acompañarla a teatros y paseos, Beatriz, aprovechándose de dicha libertad, vino a ser casi tertuliana diaria de la de San Teódulo, ora la siguiese sólo Inesita, ora la siguiese también su marido.

Cuando iba éste, la natural simpatía le impulsaba siempre a hablar con el Conde de Alhedin, más que con otro alguno. El Conde hablaba con formalidad, con sumo acierto y con sano juicio de las cuestiones más graves, y hasta cuando estaba de broma todos sus chistes parecían a D. Braulio, no groseros y vulgares, sino delicados e ingeniosos, por donde era el primero que los reía.

El Conde, hecho así muy amigo de D. Braulio, hubo de acompañar algunas noches a las dos hermanas hasta la casa de ellas; y, como doña Beatriz se la ofreció, él pudo visitarlas y las visitó del modo más correcto.

Nada de esto hacía recelar a D. Braulio. Él no tenía celos de persona alguna determinada, y, en todo caso, por la especie de admiración que profesaba al Conde, tenía más confianza en él que en otro cualquiera. Imaginaba que el Conde le comprendía, le respetaba y no abusaría de su amistad aunque pudiese. De esta suerte, por lo
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mismo que reconocía en el Conde más capacidad de seducir que en todos los otros, temía menos la seducción por parte del Conde.

No eran de igual parecer los de la tertulia de Rosita. Sin odio, sin deseo de dañar, por pura ligereza y alegre malicia, suponían cuanto hay que suponer, fundándose en los siguientes datos.

El Conde, que debía haber ido a Biarritz, había desistido de su expedición y se había pasado en Madrid todo el verano.

Con mucha frecuencia hablaba con Beatriz en largos apartes.

Se sabía que la visitaba en su casa.

El Conde estaba sin amores conocidos; la crónica escandalosa no designaba, ni en la sociedad elegante, ni entre la gente de la clase media, ni entre las bailarinas y actrices, ninguna que le tuviese cautivo en sus redes.

En sujeto de tanto valer, tan gallardo y afortunado siempre con las mujeres, era inexplicable esta soledad amorosa, si no se suponía alguna pasión oculta.

La pasión, por consiguiente, se supuso. Y una vez supuesta, se supuso también que no podía menos de ser correspondida.

La falta de pruebas que había, el enojo del Conde cuando empezaron a embromarle con doña Beatriz, sus negaciones rotundas, y el respeto y consideración ceremoniosa con que trataba en público a aquella mujer, todo ello sirvió sólo para que se pasmasen los amigos del maravilloso disimulo, de la hidalga prudencia y del noble sigilo de aquel dichoso mortal.

Rosita, a quien el Conde se lo confiaba todo, quiso no pocas veces averiguar, en secreto y para ella sola, la verdad del caso.

El Conde negó a Rosita que hubiese caso alguno que redundase en daño de D. Braulio, y mostró enojo de que ella creyese que le había, y le suplicó, y hasta le exigió, que disipase tan absurdos rumores.

Por desgracia, no valió esto sino para que Rosita dejase de hablar al Conde de sus relaciones con doña Beatriz, y hasta para que afirmase con frecuencia en alta voz que no había tales relaciones; pero, en voz baja y al oído, Rosita solía hacer estupendos elogios de la caballerosidad de su amigo, que ni siquiera a ella le confiaba su triunfo. Este callar era heroico; este disimular demostraba a gritos la vehemencia y sublimidad de un generoso afecto.

—Llega a tal extremo el Conde —decía Rosita—, que será capaz de tener un desafío con quien divulgue por ahí que Beatriz le ama.


E pur si muove
: —añadía el poeta Arturo, si por acaso se hallaba allí.

El rumor, la suposición, la calumnia, si era calumnia; la hablilla, en fin, si así queremos llamarla, se movió en efecto con rapidez portentosa.

Apenas quedó en la coronada villa hombre ni mujer, iniciados en la historia anecdótica de los salones, en aquella historia que Asmodeo y sus imitadores no pueden ni deben revelar por impreso, si bien tiene mil cronistas orales y clandestinos, que no diese ya por cierto, firme y apretado el lazo que unía el corazón de Beatriz y el de Ricardo, que así llamaban al Conde de Alhedin sus íntimos o los que por tales querían pasar para darse tono.

D. Braulio era quizás el único que ignoraba todo aquello, y la gente se pasmaba de su ignorancia.

Los sujetos más benévolos decían:

—No es extraño. El buen señor está en Babia siempre. ¡Es tan distraído! Vaya: más vale así.

Otros exclamaban:

—Bien se conoce que el hombre es un verdadero filósofo.

Otros:

—¿Quién sabe? Estos varones severos no incurren casi nunca en la torpeza de averiguar lo que no les conviene. La distracción, el andar siempre por los espacios imaginarios suele traer muchos provechos.

Otros, por último:

—Ya verán ustedes cómo el pobrecito don Braulio adelanta en su carrera y llega a ser personaje. Su mujer hará que suba.

El respeto y hasta el temor que inspiraba el Conde de Alhedin, poco sufrido con nadie, pronto para el enojo y diestro y feliz en lances y pendencias, no consentían que los hombres se insinuasen con doña Beatriz, hablándole de sus amores con el Conde.

Beatriz no trataba con mujeres de la sociedad, que no hubieran respetado al Conde y que se hubieran insinuado con ella.

Y Rosita quería tanto al Conde, que por nada del mundo le hubiera causado el pesar de darse por entendida con Beatriz de que sospechaba o sabía lo que, a su ver, pasaba.

Doña Beatriz, por consiguiente, podía imaginar o imaginaba sin duda que nadie sospechaba de ella.

Los rendimientos y las deferencias de que era objeto los podía atribuir a su mérito propio; y el que los galanes no se le acercasen en son de guerra y de conquista, a que su buena reputación los tenía a raya.

Durante, pues, todo el verano y hasta el principio del mes de Octubre, momento en que ocurrieron casos importantes que pronto hemos de referir, pudo muy bien doña Beatriz, nada experimentada ni escarmentada aún de la maledicencia de los madrileños, vivir tranquila y persuadida de que nadie la acusaba de ser la enamorada del Conde y de que D. Braulio no estaba en ridículo de resultas de haber sido tan bueno y tan complaciente con ella.

Al llegar a este punto, siento yo cierto prurito de declamar y de moralizar, a fin de que mi historia merezca contarse entre las ejemplares. No atino, sin embargo; no me decido siquiera a señalar el blanco contra el cual he de dirigirme.

¿Declamaré contra la sociedad murmuradora? No me atrevo, sin considerarme como injusto. ¿Quién sabe aún lo que en realidad pasaba? Pero las apariencias estaban en contra de doña Beatriz.

¿Declamaré contra ésta? ¿Y si era inocente? ¿Y si las apariencias eran engañosas? ¿Y si ella, ignorante aún de la vida, no notaba que, sin querer, quizás sin merecerlo, daba pábulo a la maledicencia?

Sería, por último, harto cruel que yo me estrellase contra el bueno de D. Braulio, que era tan honrado, tan noble, tan excelente, y cuya única falta, si falta había, se originaba del amor entrañable y de la indulgencia bien meditada con que miraba a su mujer.

Lo mejor, por lo tanto, es que nos abstengamos de declamar y de moralizar, aguardando a ver qué sale en claro de todo esto.

Por lo pronto, lo que podemos asegurar es que la reputación de doña Beatriz estaba perdida: gravísimo mal, aunque no del todo irremediable, dado que fuese una calumnia lo que se recelaba o afirmaba, dado que la suposición no tuviese fundamento alguno.

Verdad es que para poner remedio a aquel mal era ya menester que los pacientes lo supiesen primero; condición terrible para el enamorado D. Braulio, quien, atormentado por sus vagas y melancólicas imaginaciones, no advertía nada de lo que en realidad estaba pasando en torno suyo, y cuyo corazón, que tanto se angustiaba sólo con presentir la pérdida del cariño de Beatriz, parecía que no había de tener resistencia bastante para sufrir el rudo golpe de la certidumbre y la realización de su presentimiento.

XIII

Confieso con la ingenuidad que me es característica, que he tenido tentaciones de pintar al Conde de Alhedin como a un seductor perverso, endemoniado y profundo en sus ardides y planes de guerra. De esta suerte, me decía yo, cuando iban ocurriendo estas cosas y yo mismo no estaba aún en el secreto, si doña Beatriz ha sido en efecto seducida, su caída tendrá cierta disculpa, y, si no lo ha sido, su triunfo será más glorioso y memorable.

No hay nada, sin embargo, que me repugne más que la mentira. Ni siquiera gusto de apelar a ella para escribir un cuento. Y como el Conde de Alhedin existe en realidad y yo le conozco y trato, se me hace cargo de conciencia presentarle diverso de lo que es, aunque sea envolviéndole en el velo del pseudónimo.

El Conde de Alhedin, dicho sea en honor de la verdad, no pasa de ser un buen muchacho, si hemos de juzgarle con el relajado criterio que en el mundo se usa.

El Conde de Alhedin dista tanto de ser un D. Juan Tenorio, como dista el cielo de la tierra. Jamás ha empleado engaño ni violencia contra soltera ni casada.

Doy además por seguro que, si hacía examen de conciencia, por muy severo y escrupuloso que fuese antes de la época de nuestra historia, no llegaría jamás a persuadirse de que él hubiese seducido a mujer alguna.

Hallando fácil y abundante cosecha de laureles entre las seductoras y ya seducidas, no tuvo el Conde la mala idea de extraviar a ninguna cándida e inocente doncella, o de turbar la santa paz de algún matrimonio modelo por lo bien avenido, ejemplar y amoroso.

Si en algunos casos reconocía el Conde que la seducción había sido mutua, en los más, con notable consolación de su ánimo, y con no corto menoscabo de su vanidad, el Conde no veía en su propia persona sino a la que padece; esto es, a la verdaderamente seducida.

Ni una sola de sus conquistas había tenido hasta entonces asomos de carácter trágico. No se acusaba el Conde de haber arrancado de frente alguna el luminoso nimbo de la santidad y de la pureza. No había mujer que hubiese descendido por él de un pedestal sagrado donde hubiera estado antes sin que jamás la tocase el lodo de la tierra; sin que se empañase en lo más mínimo la nítida blancura de la fimbria de su veste. O bien había sido el Conde uno de tantos, y no el primero en una serie más o menos larga y variada, o bien, si por dicha había sido el primero, el mismo diablo había allanado antes los caminos tan suave y aviesamente, que harto se podía dar ya por perdido lo que había que perder, y al Condesito sólo le remordía la conciencia como al joven filósofo de la fábula, por haber cedido con fragilidad al capcioso argumento que estos versos expresan:

Tómelo por su vida, y considere

Que otro lo comerá si no lo quiere.

Cuando me paro a meditar acerca de la virtud en grado heroico se me ocurre un pensamiento que me apesadumbra bastante.

Verdad que hay aún, y seguirá habiendo de seguro, guerras civiles e internacionales, revoluciones violentas, pestes, enfermedades y otra multitud de plagas con que Dios quiere y puede probar y ejercitar nuestra paciencia. Verdad que todos estamos condenados a morir, y no es chico mal la muerte, sobre todo cuando se la contempla desde la cumbre de la vida, en el pleno goce de la mocedad y del brío sano de nuestra primavera; pero en circunstancias normales, en la vida burguesa, ordenada y política que hoy se vive, es difícil, cuando no imposible, que aparezca o se dé en cualquier sujeto un caso de heroísmo, de sufrimiento extraordinario, de entereza sublime o de otra virtud magna y pasmosa, sin que aparezca o se dé, como motivo u ocasión en otro sujeto o en varios, un caso de vicio, o de maldad o de fiereza, no menos fuera de todo término razonable. Para que haya un Régulo, es menester que haya cartagineses; para que haya un sabio que beba tranquilo la cicuta, es menester que haya jueces inicuos que por odio a sus discreciones y sabidurías le condenen a beberla; y para que haya mártires que se dejen desollar o que se dejen asar a fuego lento en unas parrillas, es menester que haya tiranos tan empedernidos y atroces que los manden desollar o asar, porque no se prestan a adorar los ídolos, o por otra tontería por el estilo.

Ahora bien, no sé si por fortuna o por desgracia, pero es lo cierto, que malvados y pícaros en grado tan superlativo y extremoso van siendo más raros cada día, y por consiguiente la áspera senda de la virtud se va allanando y macadamizando, sin que aquellos que tienen virtud en dicho grado logren casi nunca ocasión propicia para lucirla, viéndose obligados a conservarla en estado latente allá en el fondo de sus corazones.

No quiero, pues, alterar la verdad de mi historia e ir contra esta ley del progreso humano, convirtiendo en un monstruo al Conde de Alhedin. Atengámonos a la verdad.

El Condesito, según he declarado ya, era un excelente chico, ligero, amigo de divertirse, muy tentado de la risa, pero mejor que el pan.

Su madre, la Condesa viuda, le idolatraba y le había mimado siempre; pero los mimos, lejos de pervertir las buenas naturalezas, las hacen mejores y más dulces; convierten la hiel en almíbar.

Para el Condesito era fácil ser bueno. Nada envidiaba. Todo le sonreía. Ya hemos dicho que poseía quince mil duros de renta, que era de buena familia y que gozaba de perfecta salud. No había ejercicio corporal en que no brillase: gran jinete, certero tirador de pistola, ágil y diestro en la esgrima, y valsador airoso y gallardo. Sus chistes eran reídos, sus discreteos celebrados. Todos le creían capaz de los negocios más serios, si llegaba algún día a emplear en ellos su tiempo y sus facultades.

Vivía el Conde con su madre, pero en un enorme caserón, donde gozaba de completa independencia. Así es que recibía amigos y visitas de varias clases sin que su madre, ni por acaso, tuviese que tropezar con ellas ni darse por entendida de nada.

La Condesa, sin embargo, no ignoraba la vida frívola y harto disipada de su hijo. La Condesa ansiaba que la abandonase, que se casase ya, y que, hecho todo un padre de familia, se mezclase en la política de su país y fuese un hombre de Estado.

La Condesa era una gran señora en toda la extensión de la palabra y muy al gusto antiguo. Estaba más cerca de los cincuenta que de los cuarenta años, si bien conservando no pocos restos de su en otro tiempo admirada hermosura. Se vestía con severa elegancia y notable sencillez. Era religiosa sin afectación ni fanatismo. Y no estaba muy en contra de esto que llaman el espíritu del siglo, aunque lamentaba que la aristocracia española careciese de espíritu de clase, y fuese, por lo tanto, incapaz de ser contada como un elemento político, por más que, considerados aisladamente, no valgan menos bastantes individuos de los que a ella pertenecen que muchos de aquellos que se encaraman a las más altas posiciones y mandan y gobiernan, partiendo desde los más humildes puntos de la esfera social.

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