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Authors: Juan Valera

Tags: #Drama

Pasarse de listo (9 page)

BOOK: Pasarse de listo
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—¿Viste al Condesito? —dijo Inesita al oído de su hermana, y añadió con su terrible sencillez:

—¡Ay, ay, qué colorada te has puesto!

Otra nueva onda de roja sangre subió entonces al rostro de doña Beatriz, que se puso más colorada.

—Estás como una amapola —dijo Inesita.

El grupo en que habían visto al Conde venía hacia ellas de frente. El Conde iba sin duda a pasar al lado. ¿Quién sabe si les hablaría? ¿Quién sabe si les diría alguna palabra atrevida que D. Braulio oyese? Por este recelo quizás se había puesto tan colorada doña Beatriz.

Lo singular fue que el Conde desapareció de pronto del grupo, el cual, al encontrarse con nuestras heroínas, se abrió para dejarles paso, oyéndose por ambos lados murmullos lisonjeros y respetuosos, semejantes a los que de otras personas habían ellas oído ya.

Inesita dijo al paño a su hermana:

—¿Dónde se habrá escabullido el Condesito?

—¿Quién sabe? —contestó doña Beatriz.

—Pues así, hermana, no es posible que yo le diga con los ojos todo aquello que me recomendabas anoche que le dijese.

No habían andado mucho trecho después de este breve diálogo, cuando vieron que de un corro, donde había sentada mucha gente, se levantó y destacó una señora elegantísima, aunque ya algo jamona. No había engruesado, y conservaba su esbeltez y gran parte de su hermosura, a pesar de los años. Estaba sin galas impropias de aquel sitio público; pero todo lo que llevaba puesto era de exquisito gusto: rico sin ser vistoso.

En vez de la mantilla tenía sombrero. Su rostro era gracioso. Su tez sonrosada, aunque algo morena. Tenía en la cara dos lindos lunares, que parecían dos matas de bambú en un prado de flores. Sus ojos, grandes y fulmíneos, relampagueaban más, merced al cerco oscuro con que había ella pintado los párpados. Su talle era majestuoso a par que ligero y flexible. En resolución, todo el porte y el aspecto de aquella dama denotaban que era una
lionne
, una verdadera notabilidad de la corte.

¡Cuál fue el asombro de Inés y de Beatriz cuando advirtieron que la notabilidad venía flechada a ellas! Un caballerete de 25 a 30 años, cargado con un abrigo y con una cajita, la seguía como si fuese un lacayuelo.

Apenas llegó la dama, se puso delante de Beatriz, la miró con ternura, y exclamando: «¡querida mía!», le echó al cuello los brazos y la besó en ambas mejillas.

Beatriz se quedó por un momento mirando a quien así la acariciaba. Reconociéndola al fin, dijo: «¡Rosita!», y le pagó sus besos con otros.

Tal vez el curioso y paciente lector que conozca y recuerde la historia del Dr. Faustino haya caído ya en quién era esta Rosita. Era la famosa Rosita Gutiérrez, hija del escribano de Villabermeja, que tan principal papel hace en la mencionada historia.

Rosita parecía inmortal, según se conservaba. Lejos de perder con la edad, podíase asegurar que había ganado.

Poquito a poco se había ido amoldando y ajustando por tal arte a los usos de lo más elegante de Madrid, que ya no se atrevía casi nadie a llamarla la Reina de las cursis, que era el dictado que al principio le daban.

Su marido había atinado en los negocios, y se había enriquecido más aún. Ambos esposos se habían hecho muy aristócratas, religiosos y conservadores. Idolatraban a Pío IX, y tenían un título romano. Eran Condes de San Teódulo. Habían ido en devota peregrinación a Lourdes y a Roma, y de allí habían traído varias reliquias del referido Santo, el cual había sido uno de los seis mil mártires de la Legión Tebana; y por dicha, resultaba probado con evidencia que fue natural del pueblo más importante del distrito por donde el marido de Rosita solía salir diputado. Con las reliquias trajeron los peregrinos la efigie del dicho San Teódulo, y todo lo llevaron al pueblo, donde hubo un júbilo inmenso y fiestas estrepitosas. Nada más natural después de esto que el que Rosita y su marido llegasen a ser Condes de San Teódulo.

Sin embargo, no contentos ellos con ser Condes por Roma, anhelaban ser Marqueses en Castilla, y hacía tiempo que lo pretendían con ahínco. Entre tanto, cumpliendo con el refrán de
niño no tenemos, y nombre le ponemos
, habían cavilado mucho y disputado más los Condes sobre el nombre que había de tener el marquesado. Convenían los dos en que el nombre había de ser el de alguna finca rústica que ellos poseyesen; pero, por desgracia, los de las fincas del marido de Rosita eran imposibles. Se llamaban: la
Biznaga
, el
Hinojal
y la
Macuca
. No era prudente titular con títulos tan feos. Habían resuelto, pues, que titularían sobre un cortijo de Rosita llamado
Camarena
; y ya soñaban con ser Marqueses de Camarena, conformándose por lo pronto con el condado de San Teódulo, mártir tebano y andaluz a la vez, lo cual, entendido como aquí debe entenderse, no implica contradicción.

Titulada Rosita y más rica y boyante que nunca, sintió desenvolverse en su alma el amor más puro hacia las letras y las artes. Llamó a sus salones a los artistas y poetas, y se hizo una a modo de Lorenza la Magnífica o de Mecenas hembra.

En cuanto a la antigua
cursería
, hemos dicho que apenas osaba ya nadie acusarla de este defecto; defecto, por otra parte, tan vago e indefinible, que depende casi siempre del criterio de las personas el hallarle o no hallarle en otras. Lo que sí ocurre, por lo común, es que las acusaciones son mutuas. No se da apenas sujeto que, al calificar a alguien de
cursi
, haga más que pagarle, porque es seguro que los calificados por él le califican a boca llena de lo mismo.

¿Será esto porque la cursería es una cualidad indeterminada y confusa? Yo creo que no, pues he notado que sucede lo propio con otras cualidades harto determinadas. Siempre que he oído a una mujer hablar de las intrigas galantes, de los enredos y travesuras de las otras, he visto que de ella decían las otras mil veces más. Y en los labios de todo aquel de quien me han referido mil horrores por su conducta poco limpia en los empleos públicos, he oído también las diatribas más enérgicas, acusando a los otros del mismo pecadillo.

Ora por bondad natural, aunque no ingénita, sino adquirida con los años y la experiencia; ora por desdeñar un arma embotada y mellada a fuerza de que todos la usen, la Condesa de San Teódulo no tenía mala lengua. ¡Cosa rara! No hablaba mal de sus amigos. Sólo hablaba mal de sus enemigos declarados y acérrimos. Entonces se esmeraba y lo hacía con mucho chiste. De vez en cuando, aunque su prosa hablada era exquisita, solía apelar al verso, y mandaba a su poeta favorito que escribiese aleluyas contra la persona a quien quería ella ridiculizar.

Apartada tiempo hacía de la amistad del general Pérez, la Condesa no intervenía en la política; no disertaba sobre estrategia, poliorcética y castrametación. Ahora consagraba todo su ingenio a las musas. Y además, desde su viaje a Roma, donde había estado tres semanas, había adquirido profundas nociones en el dibujo, pintura y artes plásticas, y se había hecho una arqueóloga más que razonable.

Tal, en resumen, era la amiga que, sin esperarlo, se encontraron en los Jardines Inesita y Beatriz.

Rosita, hacía ya ocho años, había estado en la feria del pueblo de ambas, no lejos del pueblo de ella, y había sido hospedada en la casa del señor cura, amigo de su padre. Pero ¿cómo no se le habían olvidado aquellas mujeres, que eran niñas cuando ellas las conoció, y que debían de haber cambiado bastante? ¿Cómo acudía a ellas con tanta llaneza y bondad? ¿Por qué se las llevaba, como se las llevó, a su corro, sentándolas a su lado?

De todo esto D. Braulio estaba tan pasmado o más pasmado que nosotros. La diferencia está en que nosotros sabremos la causa en el capítulo siguiente, y D. Braulio se quedará a oscuras y cavilando.

IX

Todas las presentaciones se hicieron con las ceremonias debidas, según la liturgia de la sociedad elegante. Doña Beatriz presentó a su marido a la Condesa, y la Condesa presentó a los caballeros que formaban el corro, primero a doña Beatriz y después a Inesita y a D. Braulio. De esta suerte los tres se vieron lanzados en el gran mundo en un periquete, en un abrir y cerrar de ojos.

No estaba allí el Conde de San Teódulo ni había más señora que la Condesa. A ésta, como a casi todas las señoras de alto fuste y suprema elegancia, no le gustaba el trato con las mujeres sino en raros casos. Tanto más de agradecer y de estimar, por consiguiente, la extraña excepción que había hecho de Beatriz y de Inesita.

Sentados todos de nuevo en el corro, el poeta favorito de la Condesa, a quien llamaremos Arturo, dio conversación a Inesita, sin que dejasen de hablar también con ella otros galanes.

Don Braulio, si bien sobresaltado ya y receloso de empezar a hacerse célebre por su mujer, habló con los señores más serios y machuchos.

Doña Beatriz y la Condesa de San Teódulo hablaron largo rato entre sí y en voz baja, recordando su amistad antigua.

A los pocos minutos, la Condesa había exigido de doña Beatriz que se volviesen a apear el tratamiento, que se volviesen a tutear como ella recordaba que allá en el pueblo se habían tuteado.

¿Por qué negarse a tamaña amabilidad? Las dos amigas se tutearon en efecto. Ya recordará el lector lo campechana que era Rosita de lugareña. De Condesa seguía lo mismo con quien lo merecía.

—No acabo de comprender —decía Beatriz—, cómo has podido conocerme entre tanta gente, y después de tantos años.

—Hija mía —contestaba la Condesa—, yo tendré corto entendimiento; pero tengo mucha memoria, y sobre todo, mucha y buena voluntad para aquellos a quienes estimo. Te hubiera reconocido entre cien mil personas, sin antecedentes, sin estar prevenida, sin aviso de que estuvieses tú entre ellas. Además, ¿qué mérito hay en mí? Quien te ve una vez no es posible que te olvide.

—Gracias, gracias: me confundes con tus elogios indulgentes y generosos.

—Digo la verdad. Y luego tú no has cambiado en la cara. Tu cuerpo es otro; te has desenvuelto; has embarnecido algo; estás hecha una hermosa mujer. Praxíteles te hubiera tomado por modelo. Estas prendas, sin duda, son hoy otras en ti. Cuando nos tratamos en el lugar eras una niña. Yo vi entonces el fresco y tierno capullo; ahora veo la rosa que ha desplegado todo el lujo exuberante de su aromática corola. Pero repito que la cara, la expresión, el mirar… nada de esto ha cambiado. Cuando hablas pareces una mujer casada… pero en silencio… pareces una niña, más cándida… más inocente que tu hermanita, que también es muy mona.

—De todos modos… es singular… sin antecedentes… sin saber que yo estuviese en Madrid…

—No; eso no. Yo no gusto de jactarme de lo que no debo. Yo he sabido hace poco que estabas en Madrid. Si antes lo hubiera sabido, hubiera ido a verte a tu casa.

—¿Y quién me conoce? ¿Quién ha podido hablarte de mí? Mi marido es un pobre empleado…

—Será lo que dices; pero su inteligencia y su laboriosidad tienen encantado al Ministro y lleno de envidia a todo el personal de la secretaría. El Ministro no hace más que hablar de tu marido. Y lo que es de ti, aunque vives tan retirada, hablan ya muchos desde que, pocas noches ha, te vieron en estos jardines.

—¡Es posible, mujer! ¿Quieres burlarte de mí?

—Harto sabes tú que no me burlo.

—No te burlarás porque eres buena, pero querrás embromarme. Es cierto que vine aquí pocas noches ha, mas nadie me conocía.

—Entonces te conocieron y te admiraron. Alguien, que se precia de hastiado, de descontentadizo, de difícil, quedó tan hechizado que os siguió.

Doña Beatriz se puso colorada otra vez.

—¿Cómo sabes eso? —dijo.

—Él me lo ha dicho.

—¿Quién?

—¿Quieres que te regale el oído? El Conde de Alhedin; la flor de los elegantes; el más guapo de nuestros pollos.

—Sería por mi hermana.

—De eso no me ha dicho el Conde palabra. Se ha limitado a decirme que os siguió, y me ha hecho de vosotras el más brillante encomio. Asegura que jamás ha visto dos mujeres más bellas y más aristocráticas por naturaleza. Antes de llegar hasta mí había el Conde tomado informes, y yo no sé cómo diablos se las había compuesto que, a pesar de vuestra fuga precipitada en un pesetero, sabía ya cómo os llamabais, dónde vivíais, quiénes erais, quién era tu marido, y mil cosas más. Claro está que al decírmelas caí en la cuenta de que erais las niñas que tanto había yo querido en el lugar, y entré en deseo de volver a veros. Si he de hablarte con franqueza, sólo he venido esta noche por aquí a ver si os hallaba. En casa tengo gente: un círculo de amigos. Allá me aguardan, y mi marido está con ellos. En fin, gracias a Dios que os he encontrado. Bien suponía yo que habíais de venir por ser noche de domingo, en que tu marido no tendría quehaceres. La otra noche fue una locura lo que hicisteis, creyendo que nadie lo notaría. ¡Venir solas… dos niñas… exponiéndose a la persecución de cualquier majadero mal educado!… No todos son la crema de la cortesía. No todos son como el Conde del Alhedin, que sabe distinguir a escape con quién ha de habérselas.

—Tienes razón —dijo Beatriz—; fue un disparate, fue una imprudencia lo que hicimos la otra noche. No lo volveremos a hacer.

—De aquí adelante sería imposible. Os desentonaríais. Ya a estas horas os conoce todo Madrid; esto es, la sociedad. Debéis venir, o con tu marido… o conmigo. Os traeré en mi coche si os divierten los Jardines. Mi poeta y algún otro nos escoltarán. Es menester darse tono. No es cosa de venir aquí dos muchachas como dos aventureras.

—Mucho tengo que agradecerte —exclamó doña Beatriz.

—No, niña mía, no me agradezcas nada. Lo hago por egoísmo. Aquí, para entre nosotras, la vanidad no me ciega; voy siendo ya cotorrona. No tengo amores, ni celos, ni aspiro a nada, y necesito la amistad y la compañía de mujeres jóvenes como vosotras. Mi casa es un casino del cual soy presidente con faldas; pero me voy cansando de hacer este papel. ¿Quieres compartirle conmigo? ¿Quieres ayudarme a presidir mi tertulia?

—Ignoro si Braulio querrá y podrá…

—¿Cómo no ha de querer? Parece afable, alegre, buen señor y discreto. Ya reconocerá que su mujer no ha de estar siempre metida en casa. Cuando se casó con una criatura como tú, se haría cargo de todo esto. No le cogerá de susto.

—Sí… es verdad… dijo doña Beatriz; pero Braulio tiene razones poderosas. ¿Por qué he de avergonzarme de decírtelas? Somos pobres… ¿Cómo gastar en trajes?…

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