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Authors: Juan Valera

Tags: #Drama

Pasarse de listo (5 page)

BOOK: Pasarse de listo
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Con un poco de fortuna y con la rara discreción de que doña Beatriz se juzgaba dotada, bien podría casar a Inesita con el Conde. Inesita era, como ya se ha dicho, una criatura adorable. Hasta su indiferencia, hasta su espíritu dormido a toda ambición podría contribuir al triunfo. Nada suele perjudicar tanto a otras muchachas, en esto de atrapar un buen casamiento, como el afán cándido y mal encubierto de atraparle.

Así, pues, doña Beatriz dejaba dormir a su hermana y no procuraba despertar su ambición. Aquel sueño indiferente y sublime era un arma poderosa de que no convenía desprenderse. Ella, sin decírselo hasta que llegase la ocasión oportuna, guiaría a su hermana sin sacarla del poético sonambulismo.

Sonámbula y todo, importaba, no obstante, que Inesita por sí misma se moviese; y para ello doña Beatriz había ya tocado, y aun pensaba tocar, cualquiera otro resorte de su alma, menos el de la ambición y la codicia.

Con estos planes e intenciones, la noche del día en que el Conde supo en el Ministerio de Hacienda quiénes eran sus desconocidas, hablaban estas a solas en su pobre casa, mientras aguardaban a don Braulio, que estaba trabajando en la secretaría.

—No te entiendo, Inesita —decía doña Beatriz, sentada en una butaca enfrente de su hermana—. Que yo no rabie, nada tiene de particular. Quiero bien a mi marido; mi deber y el fin de mi vida estriban en hacerle dichoso, y así nada tengo que buscar fuera de casa. Puedo vivir encerrada entre cuatro paredes sin desesperarme. ¿Qué voy a hacer yo, a qué puedo aspirar yo fuera de aquí? Pero tú, soltera, joven y tan bonita, es un prodigio que te resignes a este retiro y aislamiento en que vivimos. Braulio es muy bueno; sería un santo si fuera mejor cristiano; pero es un hurón y tiene sus caprichos. No quiere que volvamos solas a los Jardines. Y eso que ignora la persecución de aquel condesito. Yo deseo llevarte a los Jardines a ver si te distraes, porque me pareces melancólica; pero ¿qué le hemos de hacer? Solas no podemos ir con licencia de Braulio, ni menos aún a escondidas. Dios me libre de oponerme a lo que él ordena. Además, sería fácil que lo supiese todo. No hay, pues, más recurso que aguardar a que Braulio quiera y pueda acompañarnos. Pronto acabará su tarea extraordinaria y no tendrá que ir de noche al Ministerio. Entre tanto, no irá mañana, que es domingo. Mañana nos llevará. Yo lo conseguiré. ¿Te acomoda?

—Yo no tengo impaciencia ninguna ni afán de divertirme —respondió Inesita—. Comprendo bien que Braulio no quiera que vayamos solas. ¡Somos tan muchachas ambas!… Casi pareces tú más joven que yo. Nos exponemos a mil sustos… a que nos persigan… a que nos falten al respeto… como el libertino de la otra noche.

—Tú exageras… el Conde de Alhedin no nos faltó al respeto. El pobre nos siguió como un tonto… tuvo sus tentaciones de hablarnos; pero al cabo no se atrevió, e hizo bien. Hubiera sido una botaratada imperdonable en persona de tantas campanillas y tan corrido. La verdad es que se entusiasmó demasiado para jactarse de tan hastiado, desdeñoso e invulnerable. Hija mía, le diste flechazo.

—Hermana —replicó Inesita con la mayor sencillez y naturalidad—, no trates de lisonjear mi amor propio. No te creo. En todo caso fuiste tú y no yo quien flechó al Condesito: aunque, dejándonos de bromas, lo que debemos creer es que ni tú ni yo le flechamos. Excitamos su curiosidad por lo mismo que nadie nos conoce. Como es un vago, quiso seguirnos para pasar el tiempo. Tal vez la causa de que nos siguiese no fue para nosotras lisonjera, sino ofensiva; tal vez al vernos solas y tan jóvenes formó de nosotras una idea…

—Es posible… quizás al principio nos juzgó mal; pero, no lo dudes, juicio tan aventurado y poco favorable fue pasajero. No se sigue a quien no se estima, como nos siguió el Conde. Aquellas vacilaciones, aquellos miramientos, aquella timidez en persona tan desenfadada y atrevida, nacen de respeto y no de menosprecio. Además, un hombre de mundo, entendido como es él, no podía caer sino por un breve instante en tan absurda alucinación. Mírate en aquel espejo (y doña Beatriz señalaba uno que estaba colgado enfrente, adornando la sala); sería menester ser un estúpido para no comprender quién eres tú; para pensar mal de ti al ver esa cara.

Doña Beatriz dio en ella a su hermana una docena de sonoros besos, alzándose de su asiento y abrazándola.

—¡Qué buena y qué loca eres! —dijo Inesita.

En seguida añadió:

—Vamos, quiero dar por cierto que el Conde nos siguió con entusiasmo; pero el entusiasmo ¿por qué había de ser yo y no tú quien le inspirase? ¿Crees tú que el Conde adivinó que estás casada?

—Indudable. No pudo creer de mí otra cosa, al verme sola contigo y al tenernos por mujeres honradas.

—Pero yo he oído decir que los libertinos persiguen más a las casadas que a las solteras, prosiguió Inesita con la terrible franqueza de su inocencia casi infantil.

—No es regla general. Voy, sin embargo, a conceder que lo es. Todavía afirmo que no hay regla sin excepción, y que en este caso el Conde ha perseguido a la soltera.

—¿Y por qué lo afirmas?

—Porque lo he visto.

—Yo no vi nada, porque no miraba.

—Apruebo que no mirases. Ese recato, esa indiferencia tuya picaron al Conde. Si llegas a mirarle, te hubiera seguido, aunque más audaz, con menos empeño.

—Entonces, tú que le miraste, ya que observaste tantas cosas, ¿cómo no le hiciste formar ruin concepto de ti?

—Porque las casadas, cuando no somos muy tontas, usamos diversos estilos de mirar, y yo le miré como debía.

Inesita abrió los ojos y la boca como espantada al oír que había diversos estilos de mirar.

Doña Beatriz, sin desistir de su idea de que el candor de su hermana le daba más precio, empezó a reflexionar que, si este candor rayaba en ceguera, podía perjudicar a sus planes. Algo le pareció que convenía ya, cuando no desatar la venda, aflojarla un poquito. Era tiempo de iniciar a Inesita en los más sencillos misterios de este pícaro mundo. Movida por este pensamiento, añadió doña Beatriz:

—Sí, hija mía, hay diversos estilos de mirar.

—Está bien, hermana, ya me lo explico —contestó Inesita—. Aunque soy bastante boba e ignorante de todo, porque en el pueblo me he pasado la vida cosiendo, jugando a las muñecas, cuidando a nuestro anciano tutor y arreglando el altarito donde estaba San Antonio con el Niño Dios en los brazos, mientras que tú leías, estudiabas y conversabas, todavía se me alcanza que se mira de distintos modos: por ejemplo, con afecto y con indiferencia.

—Así es.

—Lo que no comprendo es por qué las casadas saben de eso, y no saben de eso las solteras.

—Porque las solteras no deben saberlo; porque, si lo saben, deben aparentar que lo ignoran, y porque pierden mucho si miran con arte, a no ser tan maravilloso el arte con que miren, que ni el más ladino le note.

—Y dime, hermana, ¿no pudiera ser que sin reflexionarlo y en virtud de ese instinto, más inspirado y menos falible que la reflexión, mirase a veces una soltera boba tan bien o mejor que las más hábiles casadas?

—Todo es posible. El ingenio lo puede todo. Voy, no obstante, a indicarte los tres principales escollos en que puedes tropezar si te pones a mirar a los hombres. Primer escollo: que se te vayan los ojos tras de aquel a quien mires, lo cual es rendirte, entregarte como atada de pies y manos, hacer que se entibie el amor si ya le inspiras, o que burlen y profanen y escarnezcan tu amor, si no te corresponden. Segundo escollo: que por timidez o desconfianza mires como asombrada y arisca, exponiéndote a pasar por boba o por sosa no siéndolo. Y tercer escollo: que, poseedora de la ciencia del mirar y de las otras ciencias que la del mirar presupone, no atines a disimular y velar esta sabiduría, y te acusen y zahieran de lagarta, de licurga, de desenvuelta y libre y de harto sabida para soltera.

—Me parece, Beatriz, que para evitar esos escollos lo mejor es dejarse llevar del natural impulso.

—¡Ay, hija mía! No hay frase más vacía de sentido. Según Braulio, que lee muchos librotes en los ratos de ocio, lo menos lleva ya el género humano doce mil años de civilización. ¿Dónde habrá ido a parar el legítimo y puro natural impulso, después de tanto jaleo de creencias, leyes, doctrinas, costumbres, usos, modas y convenciones sociales? Échale un galgo a tu natural impulso. Hazte salvaje, o búscale entre los salvajes, si quieres tenerle. Además que el natural impulso, el impulso meramente natural, es vicioso y malo. Extraño mucho que una joven, tan buena cristiana como tú eres, se fíe del natural impulso. Pues buena quedó la naturaleza, después del pecado original, para que de ella nos fiemos.

—Mujer, me equivoqué, me expliqué mal. Lo que yo quería decir era que debía dejarme llevar, para mirar, como para todo, de mis sentimientos cristianos, de ese natural impulso mío, modificado y depurado por la educación moral y religiosa que a Dios gracias he recibido.

—¡Pero ven acá, inocente! ¿Qué trae la doctrina del Padre Ripalda sobre esos interesantísimos pormenores? No los previó y te dejó a oscuras. Nuestro tutor, en los largos sermones que nos echaba, jamás tocó este punto. ¿Cómo habían de calcular el Padre Ripalda ni nuestro tutor que ibas a pasearte en el Buen Retiro, y que ibas a ser perseguida por un condesito, buen mozo, elegante, ilustre, con coche, y con más de 15.000 duros de renta? En este caso complicado intervienen mil elementos ajenos a la teología moral. Y lo que es el coche, la elegancia, el condado, la renta de los 15.000, los conciertos del Buen Retiro y otra infinidad de circunstancias, nada tienen que ver con la naturaleza: están por cima de ella; pueden y deben calificarse de
sobrenaturales
, ya que van añadidas y como sobrepuestas a lo natural por la cultura del siglo.

La risa y el buen humor con que doña Beatriz decía todo esto, desconcertaron un poco a Inesita. No sabía si echarlo también a broma o replicar seriamente. Resolviose al fin por lo segundo, y dijo:

—Hermana, sean naturales o
sobrenaturales
las circunstancias, persisto en creer más seguro que cualquier artificio y estudio esto que yo llamo mi impulso natural. La sinceridad y la franqueza son siempre lo que más cuenta nos trae hasta por el lado práctico y útil. Niego esa ciencia o ese arte del mirar. Para nada le necesito. Una doncella honrada y modesta debe mirar a todo galán como la buena crianza le aconseja, para no aparecer grosera, con el afecto general que siente o debe sentir por todo prójimo, y con la debida circunspección para que el galán no interprete mal su benevolencia y se las prometa felices. Si el galán pasa de galán indiferente a galán amado, ya el amor inspirará a la doncella el conveniente modo de mirar a quien le enamora, sin que se canse en aprenderlo por arte.

—Oye, Inesita —dijo doña Beatriz—; no te hablo de broma, sino con gran seriedad en el fondo. Tú tendrías razón en lo que dices, si no hubiese período de transición entre el estar enamorada y no estarlo. Tú misma lo has dicho:
Si el galán pasa de indiferente a amado
. Pues bien: para este paso son las reglas y el arte. A quien te ame y sea correspondido de veras, mírale como quieras. El amor mismo te enseñará el modo de mirarle; pero, hija mía, no se trata de eso; se trata de aquel a quien no amas aún y que aún no te ama.

—A ése le miraré como a prójimo.

—Ahí está tu error, Inesita. Tú no pones término medio entre el desamor y el amor. Ese salto sí que es anti-natural, peligroso e inverosímil. Nadie pasa, por fortuna, de la indiferencia al amor, sin grados, trámites y términos medios. ¡Pues no faltaba más! Hija, el amor viene poquito a poco. Desde la indiferencia, o mejor dicho, desde el afecto general a todo prójimo hasta ese exclusivo sentimiento que se llama amor, hay una escala gradual que se va subiendo punto por punto, y que constituye el período del coqueteo. Sin tal coqueteo, sin irse encaramando por los grados o escalones de la precitada escala, nadie llega jamás hasta el templo del verdadero amor, ni alcanza su gloria y sus favores regalados.

—¿Cómo es eso? ¿Con que yo no podré amar ni ser amada nunca sin coquetear antes?

—No te niego la posibilidad; pero sería difícil, extraordinario. En novelas, en poesía sólo, se ve, por ejemplo, a un señor que ve pasar por la calle a una dama, y pataplum…, de repente…, cátale muerto de amor por ella… Ella también le mira…, y adiós reposo y juicio; sin saber si es un tunante o un hombre de bien, un tonto o un sabio, un rico o un pobre, ya la tenemos enamorada. Lo racional no es esto: lo racional es que las personas se traten, se hablen, se conozcan, se estimen, vayan aficionándose una a otra, hasta que al cabo se amen. Todo este período es lo que yo he llamado el coqueteo. Mira tú si el coqueteo es necesario y útil. Sin él no hay amor. Y si no, ponte con una cara que despida huéspedes, no hagas caso de nadie, no mires a nadie sino como a prójimo, mientras no sientas amor, y el amor ni acudirá jamás a tu alma ni tú le infundirás jamás en otra alma humana. El coqueteo es, pues, un rito, un culto, una plegaria, una evocación del amor para que venga. Digo todo esto a fin de que te dejes de gazmoñerías y vayas siendo algo coqueta. Y como yo deseo que lo seas con distinción y suavidad, sin desafuero de ninguna clase, con la compostura y modestia que se requieren, y conservando ese maravilloso candor, ese aspecto de inocencia purísima que Dios ha puesto en tu ademán y en tu semblante, por eso te recomiendo el arte divino.

—Y con ese arte ¿qué ganaré?

—Ganarás que te amen. Vamos a un caso particular. Hablemos del Condesito de la otra noche. Bien sé que no le amas. Demos gracias a Dios de que no te ha hecho tan inflamable que te pongas a amar a un hombre sólo con verle de pasada. No es de presumir tampoco que él esté perdidamente enamorado de ti. Tampoco los hombres se enamoran de súbito. Lo que sí es probable, casi seguro, es que el Condesito te ha encontrado bella, airosa y elegante; ha imaginado que eres buena y que estás bien educada, en lo cual no se equivoca, y te admira y le atraen hacia ti curiosidad, simpatía y otros vagos deseos y pensamientos. Te concedo, además, que el Condesito, con su petulancia, que es mucha, se promete triunfos y victorias que no te hacen favor. Pues bien; todo esto es el fundamento de un coqueteo. Importa no espantar esas simpatías nacientes poniendo cara de baqueta; importa refrenar las esperanzas infundadas y atrevidas; es menester domar con el debido respeto todo irreverente propósito; y se debe, por último, atraer al Condesito a ver si te ama y tú le amas.

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