Read Pasarse de listo Online

Authors: Juan Valera

Tags: #Drama

Pasarse de listo (19 page)

BOOK: Pasarse de listo
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Paco, sin responder palabra, sin saber qué pensar de todo aquello, no atreviéndose a creer que Beatriz mentía, no atinando a explicarse cómo se mintiese tan bien, y recordando, no obstante, que en la carta de Braulio había pruebas casi evidentes de que Beatriz era culpada, le entregó por último la carta.

Beatriz la desdobló con ansia, y no la leyó, la devoró.

No interrumpió la lectura, ni con un suspiro, ni con una exclamación, ni con una queja. Se puso alternativamente colorada y pálida. Mortal palidez prevaleció al cabo. Gruesas lágrimas brotaron de los hermosos y negros ojos de Beatriz y se deslizaron por sus mejillas.

El silencio era completo. Se podían contar los latidos violentos del corazón de Beatriz y del corazón de Paco.

Otra mujer, culpada o no culpada, hubiera fingido un desmayo, se hubiera desmayado de veras, o hubiera hecho extremos con sollozos, con gemidos y aun con gritos tal vez.

Beatriz, leída la carta, conocido ya todo el infortunio de su marido y el suyo, si es que a su marido estimaba, contuvo toda explosión vehemente de dolor, y dijo a Paco de esta manera:

—Reconozco mi delito. Reniego de mi estúpido engreimiento, de mi afán de lucir, de mi deseo liviano de ser admirada; pero no basta todo ello para explicar esta desventura. Soy víctima de una trama infernal; de una serie de coincidencias fatales. ¿Quién sabe, Dios mío? ¿Quién sabe? Pero es muy duro, es tremendo, es cruel el castigo que cae sobre mi cabeza. ¿Por qué no me mató? ¿Por qué tuvo compasión de mí? Yo hubiera despertado al sentirme herida. Yo le hubiera perdonado. ¿Qué digo… le hubiera perdonado? Yo le hubiera pedido perdón y hubiera sido dichosa muriendo en sus brazos. ¡Cuánto me ama! Este amor sí que vale. En este amor sí que debiera yo haber cifrado siempre mi orgullo. ¿Por qué le he descuidado, hasta perderle tal vez, desvanecida yo, loca, atolondrada por una vanidad mezquina? Y él me besó, mientras yo dormía, en vez de matarme, como yo merecía de veras. Vino a darme de puñaladas y me dio besos de amor, y lloró de ternura, y me halló hermosa y me contempló extasiado. Paco, hermano mío; corre, ve al Ministerio, ve a todas partes, búscale; dile que le amo; tráele vivo a mis brazos; devuélvemele para que me perdone. ¿Qué haré, Jesús mío? ¿Qué haré? Estoy por salir a buscarle yo misma, como loca. Sólo me detiene el temor de que sean mayores el escándalo y la vergüenza. Hermano mío, por piedad, corre; busca a Braulio. Temo, tiemblo por su vida. ¡Qué horror! Él no me ha dado muerte: él me ha besado, creyéndose mortalmente ofendido. Y, en pago de tanto amor, yo le mato.

Paco estaba mudo, extático, lleno de asombro, con la boca abierta, y sin saber qué pensar ni qué decir.

Beatriz, con más agitación, contrariada, impaciente por la inmovilidad de Paco, prosiguió de esta suerte:

—No te detengas: vuela, busca a Braulio. Se va a matar si te tardas. Dile pronto que le amo, que le idolatro; que su beso vale más que todas las satisfacciones y vanaglorias; que su amor me enamora; que la belleza divina de su alma excede para mí a toda la belleza de las demás criaturas de Dios. ¡Que yo le vuelva a ver, cielos santos! ¡Que yo me arroje a sus plantas y le pida mil veces perdón! ¡Que yo le pague el beso que me dio dormida, exhalando mi alma, infundiéndola en la suya con un beso eterno… infinito!

Mientras Beatriz hablaba, iba empujando a Paco fuera del saloncito; le iba echando a empellones de la casa.

Ya en la antesala, Beatriz añadió:

—Ve al Ministerio; acude a la policía; busca a Braulio por todos los medios: no te detengas.

Paco salió al fin de su mutismo y contestó:

—Sosiégate, Beatriz, yo le encontraré. Pronto estaré aquí de vuelta. No lo dudes: le traeré conmigo. Ten confianza en la bondad de Dios.

Dicho esto, abrió la puerta, salió de la habitación y bajó precipitadamente la escalera.

Doña Beatriz volvió vacilando y tropezando hasta la sala. No podía ya sostenerse. Cayó desplomada en el sofá.

Después de un instante de calma y de silencio, rompió en gemidos y sollozos y vertió un mar de lágrimas.

Acudió entonces el ama Teresa.

—¿Qué te pasa, hija? ¿Por qué lloras?

—Déjame, ama, déjame, contestó doña Beatriz. Soy la más desventurada de las mujeres.

El ama Teresa insistió en vano en idénticas o semejantes preguntas.

Beatriz no le contestaba sino rogándole que la dejase.

Cansada, pues, y hasta algo picada de aquel sigilo con que de ella se recataba Beatriz, el ama Teresa se salió de la sala y se fue al cuarto de Inesita.

—Niña —dijo—, ¿no te levantas hoy?

Inesita, medio dormida aún, si bien tenía abiertas ya las maderas de la ventana, y el sol inundaba su cuarto, se incorporó un poco y contestó:

—Pues ¿qué hora es?

—Las nueve y media; cerca de las diez. De sobra es hora de que te levantes. Además es menester que te levantes. Hay grandes novedades. Paco Ramírez ha venido.

—¿Con mi cuñado? —preguntó Inés.

—Sin tu cuñado —dijo el ama.

—¿Y dónde está? ¿Se quedó en el lugar? ¿Por qué no viene?

—Lo ignoro. Sólo sé que tu hermana está llorando como jamás la he visto llorar. Sin duda ha ocurrido alguna gran desgracia. Beatriz nada ha querido decirme; pero algo ocurre de muy grave y lastimoso. Levántate, hija. Ve a consolar a tu hermana y a saber la causa de su dolor.

Inesita saltó de la cama llena de sobresalto. Se puso una bata, sin atender a más cuidado por la precipitación, y corrió al saloncito, donde Beatriz se hallaba.

XXI

—¿Qué tienes, hermana? ¿Por qué lloras?, preguntó Inesita con mucho cariño apenas entró en el saloncito y vio a Beatriz tan afligida.

Como Beatriz no le contestase y siguiese llorando, Inesita se inclinó sobre el sofá en que estaba echada Beatriz, y volvió a hacerle las mismas preguntas, acompañadas de besos y caricias.

Beatriz no pudo ya resistirse; sentía además necesidad de desahogar su corazón, e incorporándose y teniendo a Inés a su lado, dijo con un suspiro:

—¡Qué desgraciada soy, Inés!

—¿Qué sucede? —interrumpió ésta.

—Que por mi culpa Braulio está celoso y se ha ido de casa y puede que no vuelva más.

—¿Y de quién tiene celos?

—Tiene celos del Conde de Alhedin.

—¡Vaya un desatino! —dijo Inesita—. Pues qué ¿no ve claro que el Conde no tiene por ti más que mera amistad?

—Eso no —dijo candorosamente Beatriz, la cual, en medio de todo, amando a D. Braulio, llena de sobresalto por él, y arrepentida de su intimidad con el Conde, no podía conformarse con que el Conde no estuviese enamorado de ella.

—Eso no; yo creo que el Conde me ama; pero yo no le he amado nunca.

—Singular idea tienes del Conde, hermana. Créeme, hombres como él no aman sin ser amados. El Conde te distingue, te aprecia, te halla linda y agradable y discreta, y por eso habla contigo. Como es muy galante, te hace doscientos mil elogios; pero de ahí al amor hay una distancia infinita.

—¿Y quién te asegura que no ha salvado él esa distancia?, preguntó Beatriz.

—Nadie me lo asegura —contestó Inés—; pero yo lo supongo. En todo caso, lo mejor es que no te ame. ¿Habías tú de amarle?

—No.

—Pues entonces, ¿para qué querías esa víctima?

—Yo no quería… ni dejaba de querer… no se trataba aquí de lo que yo quería, sino de lo que era. El Conde estaba asiduo conmigo, y yo, lo confieso, me complacía en sus asiduidades. No le amaba; pero sentía una satisfacción de amor propio en creerme amada por él. Esto me ha perdido.

—Vamos, hermana, tranquilízate. Nadie se pierde por tan poco. Si tu marido tiene celos, con explicarle que no hay motivo para que los tenga, estará todo terminado.

—¿Y cómo se lo explico? ¿Dónde podré verle? ¿No te he dicho que se fue y no volverá más? Quizá se mate.

—Tales cosas me dices que empiezas a ponerme en cuidado, aunque no soy de las que se ahogan en poca agua. Braulio es suspicaz y caviloso; Braulio te adora; Braulio tiene de sí mismo, allá en el fondo del alma, la noble estimación que debe tener; pero de sus prendas exteriores no tiene buena idea. Su modestia en este punto traspasa los límites de la humildad y raya en desconfianza. Aunque te adora, aunque ha creído siempre en tu amor, opina en general poco favorablemente de las mujeres; cree que el lujo, la brillantez, la elegancia y la alta posición nos deslumbran.

—Y no cree mal. A mí me han deslumbrado, no para dejar de amar a Braulio y amar a otro, sino para complacerme en otro amor sin pagarle.

—Mira, hermana, no es tiempo de recriminaciones. Si hiciste mal en complacerte en ese supuesto amor, ya el arrepentimiento es tardío y estéril. Busquemos remedio a tu ligereza. ¿Ha ido Paco a buscar a Braulio?

—Ha ido.

—¿Y el Conde? El Conde es menester que también le busque. El Conde puede y debe explicárselo todo, y negocio concluido.

—¿Y qué es lo que el Conde tiene que explicarle?

—Que te respeta, que te quiere muchísimo, que se deleita en hablar contigo; pero que no te ama de amor, ni en ello ha pensado nunca.

—¿Y no mentiría el Conde al decir eso?

—No, hermana, ya es tiempo de declarártelo todo. Aquí, Inesita, a pesar de su serenidad, que varias veces hemos calificado de olímpica, se puso roja como la grana. Ya es tiempo de declarártelo todo, repitió, el Conde tiene relaciones conmigo.

Estas palabras cayeron y estallaron como una bomba dentro del corazón de Beatriz. Malo y horrible era haber lastimado el alma de don Braulio por la satisfacción de verse idolatrada, según ella suponía; pero era peor y más horrible el haber motivado la tragedia por una vanidad sin fundamento; por haberse engañado ella a sí misma, creando en su fantasía una adoración y un amor que eran para otra mujer y no para ella.

Beatriz se mordió los labios de vergüenza y de despecho. Calló por un momento; pero las palabras acudían a su boca pugnando por salir, y no pudo menos de exclamar al cabo:

—Has estado cruel y has sido traidora. He servido de pantalla. Me habéis hecho el blanco de la maledicencia. Os habéis conducido de suerte que todo Madrid me calumnia, que mi marido recibe anónimos delatándome, y que tal vez muera de dolor o se mate. Debéis estar satisfechos de vuestra obra.

—Bien sabe Dios, dijo Inés, que me duele en el alma de todo lo que te pasa; pero ni el Conde ni yo tenemos la culpa. Tú y Braulio sois muy extraños, cada cual a su manera; ambos os quebráis de sutiles, os pasáis de listos y os excedéis en el imaginar. Aquí no ha habido propósito deliberado de mi parte, ni de parte del Conde. Todo ha sido sencillo, natural, impremeditado. Acuérdate bien de todo. Vimos al Conde en los jardines del Buen Retiro, y me excitaste a coquetear con él. ¿Es esto cierto?

—Lo es.

—¿Es cierto que hasta me diste lecciones de coqueteo, con el fin… pásame lo grosero de la expresión… más grosera es la idea… con el fin de ver si lograba pescarle para marido?

—También es cierto; no lo puedo negar.

—¿No te respondí yo entonces que el Conde estaba prendado de ti y no de mí, y no replicaste tú que la conquista debía hacerla yo y no tú?

—Todo es como dices.

—Pues bien, yo coqueteé siguiendo tu consejo, y todo te lo hubiera confesado, si no hubiera advertido en seguida que iba a darte un disgusto; si no hubiera advertido que, sin amar al Conde, te deleitabas en verle o en creerle rendido a tus pies. En un principio había hasta un motivo de delicadeza para no revelarte nada. Decirte que yo empezaba a coquetear con el Conde, hubiera sido excitarte a que desistieses de la diversión de tenerle o de creer que le tenías enamorado y cautivo.

—Eso debiste hacer si hubieras sido franca y leal —dijo Beatriz.

—Difícil era hacerlo en un principio. Más tarde fue imposible. El mismo Conde (¿qué quieres? Los hombres son fatuos) llegó a presumir que tú le amabas, que tu amor era etéreo, purísimo, que estimabas a tu marido y que jamás le ofenderías; pero, en fin, que angélica o seráficamente le amabas. ¿Cómo desengañarte? Creyéndote él y yo en aquella disposición de espíritu, nos movimos más al disimulo, el cual, te lo confieso, ha sido extraordinario. Nos hablábamos poco y nos escribíamos mucho. No podíamos suponer que nuestro amor tuviese las consecuencias desagradables que ha tenido. El Conde estimaba a Braulio. Braulio estaba tan encantado del Conde, que no recelaba de él, y que no vivía sin él. Braulio, que ha sido siempre tan hurón, buscaba al Conde y charlaba con él, y jamás tenía celos de que hablase contigo. ¿Quién hubiera podido imaginar que los celos viniesen de repente, a deshora y cuando menos se temían?

—Inés, Inés, tu falsía ha sido espantosa, y sólo comparable con tu liviandad.

—Toda injuria que me dirijas ahora la llevaré con paciencia. Soy culpada, muy culpada; pero te juro que jamás preví que pudieran haber tenido mis culpas tan fatales consecuencias para ti. Quisiera yo volverte la paz a costa de mi sangre. Quisiera morir para que tú y Braulio fueseis dichosos. La maldad, el pecado de que me motejas, le reconozco, le confieso, y estoy pronta a recibir por él el merecido castigo. No voy, pues, a disculparme, sino a explicar mi conducta. Así me comprenderás, aunque no me perdones. Seguí tu consejo y coqueteé con el Conde, porque el Conde me enamoró. Fríamente, por cálculo, jamás hubiera coqueteado con él. Indigna he sido; pero, según mi conciencia, hubiera sido más indigna haciendo otra cosa que el mundo no reprueba, sino aplaude: atrayendo con astucia al Conde, con persistencia reflexiva, sin más pasión que el deseo de colocarme; esto es, de lograr un título, quince mil duros de renta al año y una brillante posición. Seré todo lo perversa que quieras; pero eso jamás lo hubiera yo hecho, y eso era lo que, siguiendo la prudencia social, me aconsejabas tú. Pobre, huérfana de un hidalgo lugareño arruinado y cuñada de un triste empleadillo en Hacienda, que casi me mantiene, mi orgullo se rebelaba contra la idea de conquistar dinero, nombre preclaro y consideración en el mundo, negociando con mi hermosura, por más que el matrimonio viniese como a santificar luego mis cálculos ruines. Te repito, pues, que seguí tu consejo de coquetear, no por reflexión, sino por instinto; no con estudio y cautela, sino ciegamente y poniendo en ello todo mi ser y toda mi alma. Todavía, si el Conde hubiera sido pobre como yo, oscuro como yo, menesteroso como yo, yo le hubiera dicho: cásate conmigo; pero siendo quien es, me repugnaba decírselo. Decírselo, era como decirle: porque te amo, dame diamantes y perlas, llévame en coche, haz que habite en un hermoso hotel, coloca una corona de condesa sobre mi frente, cómprame muebles bonitos, cuadros y estatuas, tenme criados que me sirvan al pensamiento; proporcióname, en suma, cuantas elegancias y comodidades trae el dinero consigo, y después obtendrás el goce y la posesión de mi alma y de este amor vehemente que te profeso, por más que esté refrenado y domesticado por la circunspección más severa. Yo no quise, ni pude decir esto al Conde, y esto hubiera sido menester decirle, aunque atenuado con rodeos y primores de estilo. Por no decirle esto, porque me repugnaba decírselo, y porque le amaba, me he rendido sin condiciones, le he abandonado mi alma y mi vida. Lo justo, lo honrado, hubiera sido no coquetear con él, no atraerle, ni para conquistar su mano con calculadora frialdad, ni para faltar como he faltado.

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