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Authors: Ellen Porath

Tags: #Fantástico

Pedernal y Acero (13 page)

BOOK: Pedernal y Acero
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¿Por qué sonríes? Esto es muy serio. Esa gente podría estar siguiéndote la pista.

—Sonrío porque eres el ave más maravillosa que jamás he visto, por no mencionar la más hermosa con la que he hablado nunca.

Lo dices como si yo fuera un periquito. En fin, sea como sea, deberías estar practicando el lenguaje mental.

La voz mental de la criatura sonaba malhumorada, pero Kaid-lid sabía que su elogio lo había hecho hincharse de orgullo. Los párpados del ave se cerraron perezosamente sobre los ojos anaranjados; el búho arqueó el cuello de manera que ofrecía a la hechicera una perspectiva mejor de su silueta y su pico. De repente, el agotamiento se dejó sentir en Kai-lid, y la mujer se sentó en la rama rota del sicómoro, a poca altura del suelo.

Estás cansada.

Kai-lid asintió con la cabeza.

¿A quién viste? Dímelo con el lenguaje mental; es una buena oportunidad para que practiques.

La hechicera se recostó en el tronco del árbol y gimió.

—¿Es que nunca te das por vencido, Xanthar? —protestó—. Una especie no está hecha para comunicarse telepáticamente con otra especie distinta.

Yo puedo hacerlo. Al menos,
se corrigió,
puedo hacerlo contigo.

—Posees una magia muy especial, Xanthar; poderes que no tienen otros de tu raza, que yo sepa. —Hizo una pausa—. Hablar en voz alta es mucho más fácil para mí.

Típicamente humano.

Sin dejar de rezongar, el búho gigante descendió de la rama alta a otra más baja, y a continuación a otra, hasta que estuvo a sólo tres metros de la mujer, aunque aún por encima de ella. Se inclinó y la examinó con sus ojos suavemente relucientes.

¿A quién viste en Haven?

—A una capitana del ejército mercenario de Valdane, Kitiara Uth Matar. Y a otro soldado. No sé su nombre, pero lo vi a menudo junto a la capitana durante el asedio. Estaban con un semielfo esta noche. A él no lo reconocí.

Xanthar se afiló el pico en la rama en la que estaba posado, con actitud irritada.

Debí haber ido contigo.

—Sabes que eso no sería juicioso.

En los mercados se pagaban altos precios por los búhos gigantes. Xanthar había perdido a su compañera y su última pollada a manos de cazadores furtivos, años atrás. Las grandes aves se emparejaban de por vida, y Xanthar había vivido solo en el Bosque Oscuro desde entonces.

¿Qué harás ahora?
Al ver que Kai-lid lo miraba interrogante, el búho gigante agregó:
¿Regresarás a Haven para vigilar a esa tal Uth Matar y a los otros dos?

—No será preciso. —La hechicera sintió un cosquilleo interrogante en su mente, pero no palabras. En respuesta, levantó el botón que sostenía en la mano—. Puedo vigilarlos mágicamente.

7

Un gnomo y una gema

Tanis despertó antes del amanecer y vio a Kitiara arrodillada, vomitando en la bacinilla de la habitación. Se giró en la cama y la observó sin pronunciar una palabra.

—Una de dos: o me ofreces alguna clase de ayuda o deja de mirar, semielfo —dijo la espadachina. Luego se sentó en la estera que había junto al lecho y se apretó las sienes con las manos—. Por los dioses, me duele todo el cuerpo.

—Demasiada cerveza —comentó Tanis, que tenía los labios fruncidos.

—No seas mojigato. Puedo tumbar a cualquier hombre bajo la mesa, borracho, y levantarme a la mañana siguiente lista para luchar contra cien goblins. —Se interrumpió bruscamente y se inclinó de nuevo sobre la bacinilla. Tenía el rostro sudoroso y de un tono ceniciento.

Tanis se levantó despacio y se quedó sentado en la cama.

—Volviste muy tarde. —Mantuvo la voz con un tono deliberadamente inexpresivo.

Kitiara, todavía arrodillada y con la cabeza inclinada, lo miró de arriba abajo; tenía los ojos inyectados de sangre.

—Creí que estabas dormido. En cualquier caso, tuve que quitarme de en medio a Mackid.

—¡Oh!

—Dame una manta, ¿quieres? Estoy helada.

Tanis no se movió.

—Tal vez debiste acostarte con algo de ropa —comentó lacónico.

—Y tal vez tú deberías…

—¿Sí?

Kitiara no terminó la frase. En lugar de ello, gateó hacia la cama y, cuando Tanis se apartó a un lado, se subió al lecho para tumbarse.

—Por todos los demonios del Abismo…, nunca me había sentido así. Quizás haya cogido alguna enfermedad. —Se derrumbó boca abajo en el colchón de plumas, gimiendo.

—O, quizá, te estás haciendo demasiado mayor para beber tanto.

—Ése es un buen consejo, considerando que lo da alguien que tiene más de noventa años. —Alargó la mano hacia atrás y tiró de la colcha, cubriéndose hasta la cabeza. El cobertor hizo que su voz sonara ahogada—. Pasé el tiempo contando una sarta de mentiras a Caven para que no pueda seguirnos la pista. Saldremos de la ciudad y no lo volveremos a ver. Cree que nos hospedamos en El Dragón Enmascarado, el muy idiota.

—Aja. —Tanis fue hacia la silla que estaba junto a la puerta, cogió los pantalones, y se los puso.

Kitiara se dio media vuelta con esfuerzo. Tanis se estaba poniendo la camisa de flecos.

—¿Qué quieres decir con ese «aja»? —La mujer intentó sentarse, pero volvió a derrumbarse sobre la almohada al tiempo que soltaba un juramento.

El semielfo buscó los mocasines debajo de la silla.

—Significa que creo que los resultados de esa partida de cartas no fueron del todo producto del azar. Significa que creo que la capitana Kitiara Uth Matar, en ciertas circunstancias, es muy capaz de «apropiarse» de los ahorros de un hombre y desaparecer de escena.

—¿Adónde vas, semielfo? —preguntó la espadachina, cambiando de tema.

—A encargar al chico de la cocina que te traiga un poco de té y algo de comer, y a dar una vuelta por Haven mientras discurro algún modo de conseguir diez monedas de acero para devolvérselas a Caven Mackid.

—¿Devolvérselas? —Los rasgos de Kitiara denotaban su pasmo.

—Si hay una cosa que he aprendido bien en mis noventa y pico de años —respondió él suavemente—, es que no es una buena idea dejar deudas impagadas. No dejan que descanse tu conciencia.

—Eres un condenado moralista. —Kitiara sonreía, sin embargo, con los brazos cruzados sobre el pecho desnudo.

—Además —continuó Tanis—, si pagamos a Mackid, nos libraremos de él de una vez por todas, y tú y yo podremos ponernos en camino a Solace.

Sin añadir más, se marchó.

* * *

Tanis pasó por la cocina antes de salir de la posada y encontró al chico que fregaba los platos dormitando junto a la lumbre. El muchacho se incorporó de un brinco cuando el semielfo entró en la habitación.

—¿Puedo ayudaros, señor? —Su rubio cabello estaba enmarañado y sus ojos hinchados por el sueño.

—¿Tienes té preparado?

El chico asintió con un cabeceo y señaló una tetera humeante que había sobre la repisa de la chimenea, y, al lado, una loncha de pan.

—Sí, para la señora…, la mujer del posadero —dijo—. Está preñada y no puede empezar el día sin antes tomar su té y una tostada. Y el té tiene que estar hecho con bayas de invierno, escaramujo y menta —añadió, como acalorado por un viejo agravio—. Dice que un herbolario se lo aconsejó para ayudar al bebé que se está formando, pero creo que sólo es porque le gusta el sabor de esa mezcla y así da más trabajo a los demás. Pero, para ser sincero, una vez que lo ha tomado deja de vomitar, así que tal vez…

Con la imagen de Wode revoloteando en su cerebro, Tanis interrumpió el monólogo del chico.

—Sube un poco de ese té a mi cuarto, ¿quieres? Con una tostada también.

El muchacho se afanó en verter agua caliente de una olla, que descansaba en las trébedes colocadas sobre el fuego, en otra tetera que había cerca de la que estaba en la repisa.

—Os acompaña una señora, ¿verdad? ¿Subo una taza o dos?

—Sólo una. Yo salgo ahora. —Tanis entregó al chico una de las pocas monedas que le quedaban—. ¡Ah! Otra cosa mas.

—¿Sí?

—Asegúrate de que la señora se entera de que ese té es especial para las mujeres embarazadas. Pero no se lo digas hasta que haya bebido un buen trago.

—¡Ah! Entonces ¿es que la señora está también preñada? —El muchacho había adoptado una actitud de enterado.

—No —contestó Tanis.

—Ya veo. —El chico esbozó una mueca—. Es una broma.

Tanis le devolvió la sonrisa antes de añadir:

—Te aconsejo que estés cerca de la puerta cuando se lo digas.

—Ah. Tiene mal genio, ¿eh?

El semielfo se echó a reír.

—Tendré cuidado —dijo el chico, guiñando un ojo.

* * *

Wode vio a Tanis salir y hacer una pausa en la puerta de Los Siete Centauros, respirar hondo el fresco aire de la mañana, y después encaminarse al centro de la ciudad. Wode había estado vigilando la puerta de la posada desde que Caven había seguido a Kitiara hasta allí después de que la espadachina fingiera entrar en El Dragón Enmascarado. El mercenario descansaba ahora en un jergón de paja que tenía en la cuadra de
Maléfico,
en los establos de la ciudad. Wode miró a uno y otro lado, sin saber qué hacer. ¿Debería seguir al semielfo? No, Caven le había dicho que era a Kitiara, no a Tanis, a quien tenía que vigilar, y la mujer no había salido de Los Siete Centauros. El muchacho se acomodó de nuevo en el banco, se arrebujó en la capa de Caven y esperó.

* * *

—¡Por la forja del gran Reorx!

Tanis, que caminaba por la calle principal de Haven hacia el mercado, oyó el juramento, uno de los predilectos de Flint, antes de ver a la persona que lo había lanzado. La voz era demasiado estridente, demasiado nasal para que perteneciera a un enano, lo cual dejaba sólo una posibilidad. Los comerciantes madrugadores y vendedores daban un amplio rodeo al pasar delante de un establo abandonado, del que salía el resplandor de lámparas. Tanis esperó. Poco después, se produjo una pequeña explosión que, al parecer, no sorprendió a nadie, y una figura regordeta y bajita, seguida de engranajes rodantes y una humareda considerable, salió dando tumbos por la puerta abierta del edificio.

—¡Hidrodinámica! —gritó la figura a mitad de una voltereta.

Nadie, excepto Tanis, se acercó a ayudarlo. En cambio, tres hombres corrieron a apagar el incipiente fuego prendido en una esquina del edificio. Tanis se acuclilló, lo que lo puso a la misma altura del gnomo, y le sacudió el polvo de las ropas.

—¿Estás herido? —preguntó el semielfo amablemente.

El gnomo, sentado en la piedra arenisca que conformaba el pavimento de este tramo de calle, miró lastimosamente a Tanis con sus violetas ojos. El pelo, suave y blanco, salpicado de pavesas, enmarcaba la cabeza y las mejillas del hombrecillo, así como el labio superior. Su piel era de un profundo tono tostado, su gruesa nariz estaba aplastada —sin duda, como resultado de previos experimentos—, y sus orejas eran redondas. Iba vestido con el estilo característico gnomo de prendas descabaladas: amplios pantalones de frunces, de una tela sedosa, de color rosa púrpura; una camisola de lino, teñida con el tono de las plumas de cercetas; botas de cuero marrón; y una bufanda dorada con adornos de hilos plateados.

—¿Estás herido? —repitió el semielfo.

—Tienequehabersidoelhidroencefaladorporqueyahabíarevisadolapalancadeimpulsión —explicó el gnomo—. Lacadenadelinhibidoryelengranajedeproprociónestabaexactamentécomomiscálculosindicabanquedebíanestarsalvoporsupuestoqueelsolnohasalidoaúnyquizáshayauncocienteluminosoquetodavíanohasidoinvestigado… ¡Sí! ¡Uncocienteluminoso!

De pronto, el gnomo se levantó de un brinco y, haciendo caso omiso del semielfo, regresó corriendo al interior del edificio, sin prestar la menor atención a los humanos, ahora casi una docena, que entraban y salían con cubos de agua. El semielfo lo siguió.

—¿No deberías quedarte fuera hasta que el fuego haya sido extinguido? —preguntó al gnomo.

Pero el hombrecillo se encaramó a un taburete alto situado frente a un artilugio que se extendía de pared a pared, y desde el suelo a las vigas del techo, a una altura de dos pisos.

El gnomo echó un vistazo a la esquina opuesta. Ya no se veían llamas, pero todavía salía humo de los chamuscados tablones, que de vez en cuando emitían un fulgor naranja y rojo.

—Quizá —dijo el gnomo—, unmecanismoinhibidordefuegoquecreodeberíahaberinstalado…

—Habla más despacio —lo interrumpió Tanis.

El gnomo levantó la vista de los cálculos que ya había empezado a garabatear en un trozo de papel.

—¿Que?.

—Despacio, por favor —repitió el semielfo.

El entendimiento asomó al rostro del gnomo, quien, con un esfuerzo visible, hizo una pausa entre palabra y palabra:

—Lo… siento… Se… me… olvida… que… no… estoy… entre… mis… compatriotas. —Inhaló aire profundamente. Era obvio que le costaba mucho más esfuerzo pronunciar despacio que soltar las frases interminables que distinguían la forma de hablar de los gnomos. Los miembros de esta raza, que eran capaces de hablar y escuchar a la vez, creían que la conversación continua por parte de todos los que tomaban parte en ella era más eficiente que el intermitente toma y daca de las otras razas.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Tanis después de presentarse a sí mismo, y al punto comprendió el error que había cometido—. ¡No, espera!

Pero su petición llegó tarde. El gnomo ya se había lanzado a recitar su nombre.

—OradorCoronadeDiferencialhijodeCazador-delRayodeluzCoronadeDiferencialilustreinventordelelevadordealtavelocidadperiluminosoynietode…

El resto del nombre —los nombres gnomos, que incluían la historia genealógica hasta docenas de generaciones, podían alargarse durante horas— quedó ahogado bajo la mano restrictiva de Tanis, puesta sobre la boca del hombrecillo, que miró enojado al semielfo. Tras ellos, el último cubo de agua extinguió el último rescoldo con un chapoteo y un siseo, y los que habían combatido el fuego se marcharon rezongando y protestando.

—¿Cómo te llaman los
humanos? —
preguntó Tanis, en medio del súbito silencio; aflojó la mano con cautela.

—Orador… Corona de Diferencial —fue la respuesta—. Del Gremio de Comunicaciones.

Los trabajadores gnomos estaban divididos en varios gremios: agricultura, filosofía, educación y otros.

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